Durante aquel verano vi a Mrs. Strickland con bastante frecuencia. Asistí de vez en cuando a agradables almuerzos y a tés mucho más importantes que los almuerzos, dados en su casa. Habíamos simpatizado bastante. Yo era entonces un joven inexperto, y es muy posible que a ella le sedujese la idea de guiar mis primeros pasos por la áspera senda de la literatura. Para mí era muy agradable disponer de una persona a quien acudir con mis cuitas, seguro de hallar un oído atento y de recibir un buen consejo. Mrs. Strickland poseía el don de la simpatía. Ésta es una cualidad encantadora de la que han abusado muchas veces aquellos que la poseen; hay algo vampírico en la avidez con que analizan las desgracias de sus amigos con el fin de consolarlos. Parecen sorber un poco de petróleo y a continuación derraman su simpatía con una prodigalidad que a veces deja confusas a sus víctimas. Hay pechos sobre los que se han derramado tantas lágrimas que ya no podría regarlos con las mías. Pero Mrs. Strickland hacía uso de su don con sumo tacto. Saltaba a la vista que le gustaba prodigar sus consuelos. Cuando, con el entusiasmo propio de mi juventud, se lo hice observar a Rose Waterford, ésta repuso:
—La leche es muy buena, sobre todo con unas gotas de coñac. Pero la vaca se siente satisfecha de verse libre de ella. Una ubre llena es muy molesta.
Rose Waterford poseía una lengua verdaderamente mordaz. No había nadie tan capaz de decir cosas amargas, mas tampoco había nadie que las dijera de una forma tan encantadora.
Había otra cosa en Mrs. Strickland que también me gustaba. Sabía hacer que todo a su alrededor pareciese de buen tono. Su piso estaba siempre limpio y alegremente adornado con flores; el tapizado de las sillas, pese a su severo dibujo, era vivo y agradable. Las comidas en su artístico y pequeño comedor resultaban deliciosas; la mesa ofrecía un atrayente aspecto; las dos doncellas eran bien parecidas y elegantes, y la comida estaba bien condimentada. Por fuerza había que admitir que Mrs. Strickland sabía ser una excelente ama de casa, y uno tenía el convencimiento de que también era una madre admirable. Tenía en el salón varias fotografías de sus hijos. El varón se llamaba Robert; era un muchacho de dieciséis años y estaba en Rugby.[6] En una de las fotografías aparecía con pantalones blancos y gorra de criquet, y en la otra con levita y cuello alto. Poseía la misma cándida frente de su madre y también sus ojos de mirada pensativa. Parecía un muchacho ingenuo, normal y rebosante de salud.
—Ignoro si es muy listo —me dijo cierto día en que me detuve a contemplar uno de los retratos—. Pero sé que es un buen muchacho. Tiene un carácter encantador.
La niña tenía catorce años. El pelo, abundante y negro como el de su madre, caía sobre sus hombros en admirable profusión; estaba dotada de su misma bondadosa expresión y de sus ojos serenos y tranquilos.
—Los dos son su vivo retrato —dije.
—Sí, creo que se parecen más a mí que a su padre.
—¿Por qué no me presenta usted a su esposo?
—¿Le gustaría conocerle?
Mrs. Strickland sonrió —su sonrisa era verdaderamente encantadora— y enrojeció un poco. Era singular que una mujer de sus años se ruborizase tan fácilmente. Quizá su ingenuidad constituyese su mayor encanto.
—Sepa usted que no tiene nada de literato —añadió—. Es un profano en estas cuestiones.
No lo dijo con disgusto, sino más bien de un modo afectuoso, como si, a la vez que reconocía su mayor defecto, quisiera protegerle de las críticas de sus amigos.
—Trabaja en la bolsa. Es un típico agente de cambio. Creo que le parecerá aburrido.
—¿La aburre a usted?
—Yo soy su mujer y siento por él un gran cariño.
Sonrió para disimular su timidez, y me parece que temió que yo lanzara la pulla que tal confesión hubiera inspirado a Rose Waterford. Titubeó un momento. La mirada de sus ojos se hizo más dulce.
—No pretende ser un genio. Ni siquiera gana mucho dinero en la bolsa. Pero es muy bueno y bondadoso.
—Creo que me será simpático.
—Lo invitaré a usted a cenar un día, pero recuerde que se arriesga por su propia voluntad. Si pasa una velada aburrida, no me lo reproche después.