1

Confieso que la primera vez que vi a Charles Strickland no encontré en él nada que no fuese vulgar. Sin embargo pocos se atreverían hoy a discutir su fama. No me refiero a la notoriedad que puede conseguir un político afortunado o un hábil militar; ésta es una cualidad que pertenece más al cargo que ocupan que al hombre, y un cambio de circunstancias puede reducirla a discretos límites. Un primer ministro, fuera del ministerio, resulta, en muchos casos, un pomposo retórico, y un general sin su ejército sólo es un héroe domesticado en una ciudad provinciana. Pero la fama de Charles Strickland era auténtica. Es posible que no nos guste su arte, pero no podemos negarle el tributo de nuestro interés. Strickland nos turba y nos atrae. Pasó la época en que fue considerado un tipo ridículo, y ya no es una prueba de excentricidad defenderlo, ni de perversidad exaltarle. Se aceptan sus faltas como el complemento necesario de sus méritos. Puede discutirse el lugar que ocupa en la historia del arte, y la adulación de sus admiradores no es menos caprichosa quizá que la censura de sus adversarios; pero una cosa resulta indiscutible, y es que se trata de un genio. Para mí, lo más interesante del arte es la personalidad del artista, y si ésta es excepcional, con gusto paso por alto un centenar de defectos. No dudo que la obra de Velázquez es superior a la de El Greco, pero la costumbre empaña la admiración que sentimos por él; El Greco, sensual y trágico, ofrece el misterio de su alma como un perenne sacrificio. El artista, ya sea pintor, poeta o músico, con sus creaciones bellas o sublimes, satisface el sentido estético, pero éste es muy semejante al instinto sexual y participa de su bestialidad. Al mismo tiempo, nos ofrece el don de su personalidad. Investigar su secreto tiene algo de la fascinación de un relato policíaco. Este misterio comparte con el universo el mérito de no tener respuesta. La más insignificante de las obras de Strickland sugiere la existencia de una personalidad extraña, atormentada y compleja, y esto es, indudablemente, lo que impide que sean contempladas con indiferencia por aquellos que no gustan de su arte, y lo que ha despertado un ávido interés y gran curiosidad por su vida y por su carácter.

Hasta pasados cuatro años de la muerte de Strickland no publicó Maurice Huret, en el Mercure de France, el artículo que sacó del olvido al pintor desconocido, descubriendo la senda que después siguieron, con más o menos docilidad, escritores famosos. Durante mucho tiempo no ha habido en Francia otro crítico que gozase de mayor autoridad; por lo tanto, era de prever que sus afirmaciones causarían impresión. En un principio parecieron extravagantes, pero los juicios posteriores vinieron a confirmarlas, y hoy la fama de Charles Strickland se asienta firmemente sobre los fundamentos por él trazados. El nacimiento de su reputación es uno de los acontecimientos más románticos de la historia del arte. Pero no es mi propósito hablar de las cosas de Charles Strickland, excepto cuando se trate de aquellas que se relacionen con su carácter. No estoy de acuerdo con los pintores que afirman arrogantemente que el profano no puede comprender la pintura, y que el mejor modo de expresar sus apreciaciones son el silencio y el talonario de cheques. Se trata, a mi modo de ver, de un grotesco error, pues consideran el arte como una ciencia sólo comprensible para los hombres de ciencia. Pero el arte es la exteriorización de un sentimiento, y los sentimientos hablan un lenguaje al alcance de todos. No obstante, admito que el crítico que no posea prácticamente la técnica del oficio rara vez dirá algo de auténtico valor. Por otra parte, mi ignorancia en lo que respecta a la pintura es completa. Afortunadamente, no necesito correr riesgo alguno en este sentido. Mi amigo Mr. Edward Leggatt, excelente escritor a la vez que pintor admirable, ha hablado a fondo de la obra de Charles Strickland en un pequeño libro[1] que constituye un ejemplo delicioso de un estilo cultivado, por lo general, con menos acierto en Inglaterra que en Francia.

En su famoso artículo, Maurice Huret trazó un esbozo de la vida de Charles Strickland lo suficientemente amplio para satisfacer el apetito de los curiosos. Su desinteresada pasión por el arte hizo que se esforzara en llamar la atención de las personas inteligentes sobre un talento extraordinariamente original, pero era demasiado buen periodista para no comprender que, despertando el interés hacia el hombre, conseguía más fácilmente su propósito. Y cuando aquellos que habían conocido a Strickland en el pasado —escritores que lo trataron en Londres, pintores que convivieron con él en los cafés de Montmartre— se enteraron, con el asombro que es de suponer, que aquel a quien habían considerado un artista fracasado como tantos otros era un auténtico genio, empezaron a aparecer en las revistas de Francia y América una serie de artículos con los recuerdos de unos y las apreciaciones de otros, los cuales contribuyeron a incrementar la fama de Strickland, alimentando, sin satisfacerla, la curiosidad del público. El tema era interesante, y el laborioso Weitbrecht-Rotholz, en una imponente monografía,[2] nos presentó una notable lista de autoridades.

La tendencia hacia el mito es innata en la raza humana. Se apodera con avidez de todos los incidentes extraordinarios o misteriosos de la vida de aquellos que han logrado distinguirse de sus conciudadanos, e inventa una fábula a la que después concede un crédito fanático. Es como una protesta de la fantasía contra la vulgaridad de la existencia. Los incidentes de esa fábula son el más seguro pasaporte para la inmortalidad de que dispone el héroe. El filósofo irónico piensa con disimulada sonrisa que sir Walter Raleigh perdura más vivamente en la memoria del género humano porque arrojó su capa para que pasara la Reina Virgen, que por haber llevado el nombre de Inglaterra a países desconocidos. Charles Strickland vivió de una manera oscura. Se creó más enemigos que amigos. No es extraño, pues, que aquellos que han escrito sobre su vida hayan animado sus escasos recuerdos con los colores de una viva fantasía. Evidentemente, lo poco que se sabía de él constituía una magnífica oportunidad para las divagaciones de la imaginación. En su vida sucedieron cosas extrañas y terribles; en su modo de ser había algo de ofensivo, y en su destino hubo mucho de trágico. Al correr del tiempo se creó en torno suyo una leyenda con tantos pormenores que cualquier historiador prudente hubiera vacilado mucho antes de atacarla.

Pero el reverendo Robert Strickland lo era todo menos un historiador prudente. Escribió la biografía de Charles Strickland con el declarado propósito de «refutar ciertos errores muy difundidos» sobre la última época de la vida de su padre «que han causado un profundo dolor a personas que todavía viven».[3] Desde luego, está en lo cierto cuando afirma que en la vida de Strickland sucedieron muchas cosas capaces de causar un profundo disgusto a una familia respetable. La lectura de su obra me regocijó bastante, y de ello me congratulo; se trata de una obra incolora y aburrida. Mr. Strickland ha dibujado el retrato de un excelente marido y un buen padre; nos lo presenta como un hombre de carácter bondadoso, trabajador y de sentimientos morales. Este moderno clérigo ha adquirido en el estudio de esa ciencia llamada, según creo, exégesis, una asombrosa facilidad para explicar las cosas, pero estoy seguro de que la forma sutil en que ha «interpretado» todos los actos de la vida de su padre que a un buen hijo podría parecerle inoportuno recordar, lo conducirá con el tiempo a las más altas dignidades de la Iglesia. Con los ojos de la imaginación veo ya sus musculosas pantorrillas enfundadas en las altas polainas episcopales. Su obra, aunque gallarda, resultó en realidad contraproducente ya que es muy probable que la fama de Strickland se deba, en parte, a la leyenda creada en torno suyo. Muchos se han sentido atraídos por su arte, precisamente por el odio que despertó en ellos su modo de ser o por la compasión que experimentaron al enterarse de cómo había muerto, y los bienintencionados esfuerzos de su hijo enfriaron mucho el entusiasmo de los admiradores del padre. No se debe a la casualidad que en la venta de uno de sus más importantes cuadros, La mujer de Samaria, efectuada en Christie[4] poco después de la polémica suscitada por la publicación de la biografía de Mr. Strickland, se obtuvieran doscientas treinta y cinco libras menos que nueve meses antes, cuando el cuadro fue adquirido por el distinguido coleccionista cuya repentina muerte motivó la nueva subasta. Tal vez el mérito y la originalidad de Charles Strickland no hubieran podido nivelar la balanza si la extraordinaria fantasía del género humano no hubiese rechazado con ademán de impaciencia una historia que defraudaba su afán por lo extraordinario. Mas, poco después, el doctor Weitbrecht-Rotholz publicaba su obra, la cual vino a tranquilizar definitivamente los recelos de todos los amantes del arte.

El doctor Weitbrecht-Rotholz pertenece a esa escuela de historiadores que creen que la naturaleza humana no sólo es tan mala como parece, sino mucho peor, e, indudablemente, el lector puede estar seguro de que se divertirá más con sus libros que con los de aquellos que experimentan un malicioso placer presentándonos las grandes figuras de la historia como un modelo de virtudes domésticas. Por lo que a mí respecta, lamentaría tener que reconocer que entre Antonio y Cleopatra no hubo otra cosa que unas simples relaciones económicas, y se necesitarían, a Dios gracias, bastantes más pruebas de las que sin duda pueden presentarse para convencerme de que Tiberio fue un rey de conducta tan intachable como Jorge V. El doctor Weitbrecht-Rotholz critica con palabras tan duras la inocente biografía del reverendo Robert Strickland, que es difícil no sentir cierta simpatía por el desgraciado clérigo. Llama hipocresía a sus pudibundos tapujos; a sus circunloquios los califica llanamente de mentiras, y de deslealtades a sus emociones. Y por culpa de otras faltas de menor importancia, reprensibles en un escritor pero excusables en un hijo, acusa a la raza anglosajona de gazmoña, embustera, orgullosa, falsa y hasta de poseer mal gusto culinario. Personalmente, creo que Mr. Strickland fue demasiado audaz al pretender refutar la creencia, bastante difundida, de que habían existido ciertas «desavenencias» entre sus progenitores, y también al afirmar que Charles Strickland, en una carta escrita desde París, decía que su esposa «era una excelente mujer». El doctor Weitbrecht-Rotholz publicó en su obra un facsímil de dicha carta, en el que puede leerse lo siguiente: «¡Maldita sea mi esposa! Es una excelente mujer. ¡Que se vaya al diablo!»

El doctor Weitbrecht-Rotholz era un admirador entusiasta de Charles Strickland y no había peligro de que encubriese sus faltas. Poseía un ojo infalible para descubrir los ruines motivos de actos en apariencia completamente inocentes. Era un psicopatólogo a la vez que un investigador de arte, y el subconsciente no tenía secretos para él. No ha existido un místico capaz de hallar un significado más profundo en las cosas más vulgares. El místico ve lo inefable; el psicopatólogo lo inexplicable. Produce una singular fascinación el ansia con que ese sabio escritor persigue todos los destellos que puedan desacreditar a su héroe. Parece como si experimentase un especial regocijo cada vez que puede exhibir un nuevo ejemplo de su crueldad o de su vileza. Pero la tarea que ha llevado a cabo es extraordinaria. Nada, por pequeño que fuese, ha escapado a su afán investigador, y podemos estar seguros de que si Charles Strickland dejó pendiente alguna cuenta de la lavandera, seremos informados in extenso, y que si se olvidó devolver media corona que le prestaron no será omitido el más prolijo detalle de la cuestión.