I
Santiago y Ramiro se pusieron de acuerdo para salir antes de medianoche, así llegaban a la mañana a Buenos Aires. Marcela no puso ninguna objeción. Santiago le recordó el libro que tenían para vender, le dijo que tenía un comprador seguro, un coleccionista que también estudiaba en Filo y que tenía la mayor colección de primeras ediciones. Que les iba a pagar buen dinero.
—Mejor —dijo ella—, así puedo alquilarme algo para vivir mientras busco trabajo.
Santiago, Ramiro y Marcela preparaban sus valijas y revisaban que todo estuviera listo para la inminente partida. Ana les había hecho un bizcochuelo y Pajarito les había regalado dos botellas de limoncello que le había comprado al primo de Celia. Habían cenado un corderito asado preparado por Simone que era lo más parecido al paraíso gustativo al que se podía aspirar.
Simone y Pajarito observaban los movimientos desde la mesa de la galería con sus vasos de vino en la mano.
—No me diga que mañana se va a levantar temprano y se va a sentar en ese banco de plaza a mirar los pajaritos.
—No lo había pensado. Pero no, tengo mucho trabajo que hacer. Tenemos mucho trabajo.
—Ana se queda con nosotros.
—A mí también me lo dijo.
—Me imaginaba.
—Ahora que se van los chicos vamos a repartirnos bien las piezas. Una para cada uno de los tres.
—Me parece bien. Y que ella elija, ¿no?
—Como dijo usted una vez. No estamos en edad de imponer nada.
—En estas horas, don Jorge, estuve pensando mucho. Algún día se va a cansar de nosotros, va a querer estar con alguien de su edad. Y eso es lógico.
Simone terminó el vaso de vino. Se puso de pie para ir hacia la cocina donde estaban los chicos. No parecía preocupado cuando dijo:
—Por supuesto, eso va a ocurrir.
II
Salieron a las once y media de la noche. Ana, Simone y Pajarito los despidieron agitando servilletas y pañuelos. Se quedaron los tres mirando desaparecer las luces del auto y permanecieron quietos durante unos cuantos minutos. No querían moverse, tenían miedo de que se rompiera el hechizo y todo volviera a ser como había sido hasta hacía muy poco: un hombre que trabajaba en una fábrica, otro que se arriesgaba revisando bolsillos en los colectivos y una chica que ya no quería seguir limpiando la suciedad ajena. Ahora eran una familia, particular, es cierto, pero familia al fin.
—Cuando estemos bien —dijo Simone— y ya esté funcionando este campito, le vamos a mandar una encomienda a doña Paquita.
—Estaba pensando lo mismo —dijo Ana.
—La podemos invitar a que venga a pasar sus vacaciones acá. De paso nos cocina.
III
En el auto iban escuchando a Poe. Ramiro tenía Hello y una recopilación de temas en la que aparecía una canción de la banda. Marcela se había quedado dormida en el asiento de atrás a los pocos kilómetros de andar por la ruta.
—Che, qué buen tema. ¿Quién es esa mina?
—Se hace llamar Poe. La canción se llama «A Rose is a Rose». Habla de una tal Jezabel que sedujo a todos los intelectuales de la Generación Perdida sin haber leído nunca un libro, especialmente a Gertrude Stein.
—Por eso lo de «Rose is a Rose is a Rose».
—Tal cual. ¿Leíste a Stein en inglés?
—Ni a Stein, ni a Hemingway, ni a Fitzgerald ni sé inglés.
Ya habían tomado la 8 y ahora sólo quedaba seguirla para llegar a Buenos Aires. Como no podían hablar de Marcela y Lucrecia sin traicionarse, fue Santiago el que hizo un comentario sobre Ana:
—Está bueno llegar a la edad de esos dos viejos y tener un caramelito así.
—Es cierto, estaba muy buena, sobre todo con ese jean. ¿Te fijaste?
—Estaba bárbara. Cuando se desperezaba, se estiraba y sacaba pecho y cola tenía lo suyo.
—Ah, eso fue al mediodía, ¿no? Yo también lo noté.
—Creo que lo hizo varias veces. Era un gesto de ella. Se levantaba, se estiraba y plop, surgían las tetas y el culo. Maravilloso.
—Fantástico aunque no extraño, para seguir con las categorías de Tzvetan Todorov.
Enumeraron a los estructuralistas franceses, después recordaron viejos programas de televisión, compitieron sobre quién se acordaba más equipos titulares de Boca, cómo formaba el Milán de Capello y quién conocía escritores albaneses, coreanos y de Timor Oriental. Serían cerca de las dos y media de la mañana. Marcela dormía profundamente y el sueño comenzaba a pesarles también a ellos cuando, tal vez para mantenerse bien despiertos, Ramiro le dijo:
—Tengo que decirte algo importante.
Pausa. Silencio de Santiago.
—Hoy le dije a Marcela que sentía cosas por ella.
—¿Y ella qué te dijo?
—Que estaba saliendo con vos.
—¿Y vos qué sentís?
—No sé, o sí sé, estoy fascinado con ella y yo sé que es tu mujer y que no debería estar mirando las minas de los amigos pero no puedo resistirlo. Lo único a favor que puedo decir es que yo estaba interesado en Marcela antes de que vos salieras con ella.
—Sí, pero yo la conozco desde hace más años.
—Es cierto, la tuviste a mal traer un año hasta que ella te cortó el rostro.
—¿Eso te dijo ella?
—Me lo contaste vos. Pero no importa, quería que supieras esto.
—No sé qué decirte.
—Además la besé, contra su voluntad, pero la besé.
—Sos un hijo de puta, Ramiro. Y Lucrecia que está muerta con vos no sabe a la víbora venenosa que tiene a su lado.
—Sí, soy de lo peor. También sé que hoy pasó algo entre vos y Lucrecia. Algo me dijo ella. Vos seguís enamorado de Lucrecia.
—No es verdad. Lo que ocurre entre Lucrecia y yo es incomprensible para la raza humana. ¿Cómo vas a besar a Marcela? Si no estuvieras manejando te cagaría a trompadas.
Ramiro fue hacia la banquina, corrió el auto unos cuantos metros alejados de la ruta y frenó. Marcela se despertó:
—¿Ya llegamos?
—Okey, cágame a trompadas. Yo soy la víbora y vos besas a Lucrecia en los pajonales.
—¿Vos besaste a Lucrecia? —dijo Marcela.
—Sos una víbora, sabías todo y lo tenías guardado para tirar tu veneno en el momento oportuno.
Se bajaron en plena noche. Las estrellas los iluminaban como si fueran los reflectores del Luna Park. No había nadie cerca y los únicos espectadores eran unos sapos dispuestos a alentar con su croar. Se pusieron en posición de boxeo pero cuando Santiago lo tuvo cerca le tiró una patada, Ramiro le contestó con una trompada que no llegó a destino y del esfuerzo trastabilló. Marcela había salido del auto y les gritaba que se detuvieran. Ninguno de los dos la escuchaba. Santiago le tiró una trompada casi en la nuca y Ramiro le devolvió un golpe en el pecho que lo hizo retroceder. Santiago trató de recuperarse con otra patada pero Ramiro saltó y le arrojó una piña que le pegó justo debajo del ojo, donde tenía uno de los cortes que le habían producido los rugbiers. Santiago se agarró la cara y se puso a gritar:
—¡En la herida no! ¡En la herida no! ¡Sucio! ¡En la herida no!
—Sos una bestia —le gritó Marcela a Ramiro y se acercó a Santiago para verle la cara. Ramiro también se acercó. Marcela le retiró a Santiago la mano con la que se cubría la herida. Se había abierto un poco y sangraba, aunque no mucho.
—Perdóname, Santiago, me olvidé de tus heridas. Está escrito que hago una cagada tras otra.
Santiago no dijo nada. Volvieron los tres al auto y se sentaron en sus respectivos asientos. Ramiro había dejado el auto encendido con Poe cantando «Angry Johnny» y cuando llegó estaba apagado y la música se había callado. Intentó ponerlo en marcha pero no arrancaba.
—No puede ser, hoy me pasan todas.
—¿Qué pasa?
—Se jodió la batería. No arranca.
—¿Y si lo sacarnos a la ruta para que lo empujen?
—Sí, y un camión nos convierte en estampilla para correo simple.
A unos trescientos metros había unas luces y hasta se notaba un cartel luminoso pero a ninguno de los tres les daba la vista así que Ramiro se ofreció acercarse de una corrida para ver qué era.
—Una desgracia con suerte, es un hotel. Cerremos todo y vamos a pasar la noche ahí. Por lo menos hasta que amanezca.
Sacaron las valijas, el bizcochuelo y las dos botellas de limoncello. Caminaron hasta el hotel. Les costó hacer aparecer al conserje nocturno. Cuando se dignó a abrirles, le explicaron que se les había quedado el auto y que iban a estar unas horas. Les dijo que no importaba cuánto tiempo estaban, tenían que pagar la estadía completa de un día. Les ofreció una habitación triple y a ellos les pareció que por unas horas no valía la pena pedir dos cuartos.
Subieron a la habitación y dejaron las valijas apenas entraron.
—¿Ahora qué hacemos? Si nos dormimos no nos despertamos hasta el mediodía —dijo Marcela.
—Es cierto. Mejor quedarse despierto y en unas horas nos piramos. Che, Santiago, perdóname el golpe.
—No es nada grave, más me pegaron los otros.
—¿Qué les parece —preguntó Marcela— si nos comemos el caramelito, perdón, quiero decir el bizcochuelo que nos hizo Ana, alias Caramelito, según ustedes?
No tenían cuchillo así que lo cortaron con las manos, como si fuera un pan enorme, una hostia leudante. El bizcochuelo era etéreo pero se quedaba en la garganta. Abrieron una botella de limoncello y como no tenían vasos tomaron del pico. Comían un pedazo de bizcochuelo, tomaban un trago y se pasaban la botella. Marcela se había sentado en la cama individual, Ramiro se había despatarrado en la cama matrimonial y Santiago se había acomodado arriba de una mesita. Ramiro tomó el control remoto y prendió la televisión.
—No quiero ser pájaro de mal agüero —dijo— pero no le doy mucho tiempo al triángulo campero. No hay pareja, no hay triángulo que sobreviva sin un televisor con cable.
—Fijate si no hay un partido —dijo Santiago.
—No sean plomos, pongan una película —propuso Marcela.
Ramiro hizo zapping y se quedó en una película clase B o inferior.
—Epa, una de mis actrices favoritas, Lisa Boyle —dijo Santiago.
—Estás loco —se enojó Ramiro—. No hay como Tanya Roberts.
—Después el jovato soy yo. Tanya Roberts es una veterana.
Cuando se quisieron dar cuenta, habían comido más de la mitad del bizcochuelo y habían terminado la primera botella de limoncello. Santiago se había tirado también en la cama matrimonial para ver las aventuras de una inocente Lisa Boyle que trabajaba en un boliche de streappers en el que iban matando una a una a las chicas. Ella hacía primero un show sadomaso con otra chica, se ponía en cuatro patas y hacía de perra mientras la otra le pegaba con un látigo y le sacaba la ropa. Después se disfrazaba de colegiala, lamía un chupetín gigante y terminaba sacándose la ropa. Más tarde visitaba a su psicólogo, se sentaba con las piernas abiertas en su escritorio y el tipo terminaba desnudándola. Al final, la asesina era ella.
Con la segunda botella en la mano, Marcela les exigía que no fueran tan pajeros y que cambiaran de canal. Ellos le pedían que no se pusiera delante del televisor y que los dejara ver a Lisa y a sus amigas. Cuando terminó la película, Marcela les sacó el control remoto y puso la MTV. Justo comenzaba el unplugged de Nirvana en Nueva York. Kurt Cobain cantaba acompañado de su guitarra About a girl, su voz sonaba desolada, levemente furiosa. En Come as you are, Cobain exacerbaba su dolor y su bronca. Era hermoso escuchar esa voz en ese lugar alejado, con los sentidos aturdidos por el alcohol. Marcela sintió ganas de bailar, de moverse al ritmo de la batería de Dave Grohl, cerrar los ojos y mover la cabeza, que sus hombros manejaran el movimiento de su tronco mientras sus caderas se movían suavemente. Se había puesto de pie en el momento en que Cobain repetía «Jesús, doesn’t want me for a sunbeam». Movía su cuerpo y si tensaba las piernas podía sentir su sexo y su culo, si apretaba los hombros, eran sus pechos los que se sensibilizaban. Quería bailar, girar en esa parte del mundo, con la voz de Cobain de fondo y con ellos dos ahí, mirándola como la estarían mirando. No quería abrir los ojos, prefería imaginárselos a los dos disfrutando de sus movimientos, que la mirasen como miraban a Ana, que la deseasen como deseaban a Lucrecia, pero que la acariciaran a ella. Eso era lo único que pretendía, no quería abrir los ojos, no quería escuchar otra voz que la de Cobain cantando The man who sold the world, no quería miradas censoras, ni que nadie le dijese que detuviera el movimiento de su cuerpo, ni la obligaran a aflojar las piernas para volver a tensarlas y sentir sus partes más sensibles; prefería tomarse con las manos la frente como quien se tapa la cara y tocarse los pechos con los propios brazos, sentir su cuerpo. Si abría los ojos se convertiría en una estatua de sal, si giraba su cabeza y miraba para atrás, no volvería al mundo de los vivos, pero cómo resistirse a la tentación, cómo negarse al placer de ver, de girar, de alcanzar lo que estaba prohibido. Abrió los ojos y vio a Ramiro acostado tomando de la botella y a Santiago que también la miraba. En los ojos de Ramiro se escondía el deseo, no se mostraba, no se ponía en evidencia ni siquiera con el alcohol, pero había como un ruego hacia ella de que pusiera las cosas en claro. Los ojos de Santiago eran todavía más inescrutables, esperaba un movimiento más de ella, que moviera una ficha más para también él mostrar su juego. Ella dio la vuelta alrededor de la cama, se puso de su lado, se arrodilló y le dio un largo beso en la boca. Le tocó la cara, el hombro y puso una mano entre su camisa y su pecho. Santiago estiró su mano izquierda y le acarició una teta por sobre la ropa, suavemente, sin apuro y sin hacer otro gesto, como si eso le alcanzara para disfrutar durante horas. Pero ella quería más. Se levantó su sweater de hilo y le llevó la mano para que tocara sus pechos debajo del corpiño. Santiago se sentó en la cama y ella se le sentó encima a la vez que él le sacaba el pullóver y el corpiño. Marcela le sacó la camisa y le besó el pecho mientras él le acariciaba el pelo. Levantó la cabeza y vio a Ramiro mirándolos, todavía sin entender lo que sucedía. Ella se paró, retrocedió un paso sin sacarle la vista a Ramiro, se desabrochó el pantalón, dejó caerlo y quedó solo con su bombacha tan blanca como el fuego que más arde. Le hizo un gesto con las manos y Ramiro no reaccionó. Entonces se arrodilló sobre la cama y se agachó para besar a Ramiro. Apoyó sus pechos en el pecho de él y lo ayudó a sacarse la remera. Cobain cantaba On a plain cuando Ramiro quedó desnudo de la cintura para arriba y vio las manos de Santiago sobre ella que la abrazaban y la reclamaban. Santiago estaba desnudo y se acostó a lo largo. Ella se subió arriba de él y fue bajando lentamente sobre su cuerpo, quería ser penetrada lentamente, sentir que tocaban cada centímetro de las paredes de su vagina, se hundió lo más que pudo y se quedó ahí quieta, sintiendo la música, sintiendo como su cuerpo seguía bailando en toda la habitación, sobre la otra cama, arriba de la mesa, al costado del televisor, por las paredes y las puertas, su cuerpo estaba en todas partes, desnudo, húmedo, transpirado. Se apoyó en el pecho de Santiago y comenzó a moverse muy lentamente. Se movía al ritmo de la voz de Cobain cantando Plateau y apareció la segunda voz, la voz de Cris Kirkwood, y fue entonces cuando las manos de Ramiro se posaron en su espalda, las manos de Ramiro que le acariciaban las tetas como había hecho Santiago unos segundos antes, qué la acariciaban reclamando atención, reclamando su parte de placer en toda esa historia. Las manos de Ramiro volvieron a su espalda y la empujaron hacia delante para que se inclinara un poco más, sintió el sexo húmedo de Ramiro sobre su espalda que bajaba y que buscaba penetrarla, levantó lo más que pudo su culo sin salir del cuerpo de Santiago, una mano de Ramiro tomó su hombro mientras con la otra le tomaba la cintura. Presionó una, dos, tres veces y con la mano en la cintura lo empujó hacia él sacándola de Santiago y penetrándola a su vez. Fue un segundo solamente en el que Ramiro la tuvo para él solo, porque ella, con el mismo gesto volvió a caer sobre Santiago. Ahora los tenía a los dos dentro de ella, podía sentirlos a los dos, cómo se movían, primero torpemente, como individuos distantes, y luego al mismo ritmo, como si fueran uno solo. Ella cerró los ojos e imaginó que la perforaban, que la pared que separaba un orificio del otro se derrumbaba y los dos sexos se convertían en uno que la atravesaban hasta hacerla gozar y doler. Cerraba los ojos para imaginar que las manos de Santiago no estaban en su pecho sino que buscaban la espalda de Ramiro; prefería imaginar que Ramiro no estaba tomándola del pelo y del cuello como si fuera una yegua sino que recorría con las yemas el pecho de Santiago. Pero sobre todo quería creer que a los tres nada los separaba, que la pared de su cuerpo que mantenía incomunicadas sus dos partes sensibles se derrumbaba con los movimientos cada vez más fuertes de Santiago y Ramiro. Convertirse en una sola bestia de tres espaldas sudorosas, mordidas, entregadas. Y por un momento, cuando su orgasmo se volvió incontrolable, sintió que finalmente lo había conseguido.
IV
Santiago no hablaba e iba mirando el paisaje con la vista fija en la ventanilla. Se habían quedado dormidos y recién habían salido a las diez de la mañana del hotel, cuando el encargado les golpeó la puerta para que se despertaran. Cargaron sus valijas y dejaron el pedazo de bizcochuelo y la media botella de limoncello que había quedado. A Ramiro le dolía la cabeza por la resaca y había dormido demasiado poco como para disipar la borrachera y procesar lo que había sucedido. Ninguno sugirió ir a desayunar. Fueron hasta el auto, lo empujaron hasta la banquina y pidieron que alguien los ayudara. Marcela dormía en el asiento de atrás.
Estaban entrando a Buenos Aires.
—Una rosa es una rosa es una rosa. ¿Se puede confiar en lo que se siente? ¿Se puede amar locamente a dos mujeres a la vez? —preguntó Santiago.
—Se puede amar locamente a dos mujeres aunque tal vez no se pueda estar enamorado locamente de dos mujeres.
—¿Sentiste hablar del «triángulo de cuatro lados»?
—No.
—Bueno, ante todo, si querés que te publiquemos tus poemas en la revista es primordial que la leas; sobre todo lo que publicamos de Boris Vian. ¿Entendiste? Hay una historia que cuenta Boris que se llama El triángulo de cuatro lados. Es la historia de dos sabios enamorados de la misma mujer que sólo corresponde en amor a uno de ellos. «Nada más simple —dice uno de los sabios—, el problema se puede resolver». El científico entonces fabrica una segunda mujer exactamente igual a la primera. Pero, como la mujer es exactamente igual, se enamora del mismo sabio. Y nada ha sido resuelto.
Como habría dicho Pajarito, Ramiro también podía sacar algunas conclusiones de lo ocurrido en ese fin de semana. Tenía que reconocer que Santiago era un gran amigo. Sin pudor podía decir que era su mejor amigo. Se había mostrado generoso cuando podría haber sido egoísta, se había mostrado comprensivo cuando pudo haberse enojado, se mostró como un hombre cuando pudo ser un macho herido en el orgullo. No estaba mal tener un amigo así. Podía dejar para más adelante definir lo que le ocurría con Marcela. Tal vez, lo mejor era dar un paso al costado o, por el contrario, peleársela palmo a palmo a Santiago sin que su amistad estuviera en juego. Sólo se trataba de disfrutar de lo que se merecían. De lo que todos ellos se merecían: mirar las estrellas o echarse al sol en medio del campo, trabajar sólo en lo que les gustaba, ir de acá para allá sin rendirle cuentas a nadie, hacer cosas para que los demás también pudieran disfrutar y acostarse con las chicas que siempre soñaron, nada más honesto y necesario; escuchar Nirvana o Poe, leer a Vanasco o a Vian, gritar las veces que fuera necesario, de dolor, de bronca o de placer, llenar nuevamente la copa vacía del otro a las tres de la mañana, tener a mano los afectos y saber que la felicidad sólo se alcanza si se lucha por ella hasta ensuciarse, y nada más, o poco más. Ellos se lo merecían, se lo merecían Ana, Pajarito y Simone, se lo merecían Marcela y Santiago, Lucrecia y Ramiro: disfrutar de una existencia menos común. De una vida menos ordinaria.