I
Se metieron rápidamente en el edificio. Tenían miedo de ser vistos, o de que alguien los hubiera seguido, algo imposible porque habían salido del video corriendo, se habían metido en los autos y habían arrancado a toda velocidad, adelante Ramiro y detrás Lucrecia. Los demás ocupantes de los autos miraban hacia atrás viendo si los seguía alguien, pero no vieron a nadie.
Ya habían pasado los abrazos y los llantos. La madre de Santiago había preparado café y servía tacitas que Julián repartía entre los recién llegados. La botella de whisky se terminó más rápido que el café.
—Todo salió perfectamente como no lo habíamos planeado —dijo Pajarito—. La conclusión es que estamos todos vivos y que acá el muchacho tiene la campera llena de plata.
Los nueve estaban casi silenciosos, como velando a un muerto sobre la mesa que rodeaban. Julián rompió el silencio para preguntarle a las chicas:
—¿Qué trajeron de comida?
—No tuvimos tiempo —dijo Ana.
—¿Qué estuvieron haciendo? —insistió Julián.
—Mira, Julián —dijo Lucrecia—, vos mejor que calladito calladito llames a una pizzería y hagas un pedido.
Fue Celia la que se dirigió al teléfono y marcó un número que había en el anotador. Pidió tres pizzas grandes, una a la brasileña, otra veneciana y una especial de mariscos. Los que estaban atentos al pedido se miraron extrañados y Santiago le gritó que también pidiera una grande de muzzarella y jamón. La madre lo miró con cierto desprecio y agregó esa pizza al pedido. También pidió cinco cervezas y dos cocas de litro y medio.
—Deja, Celia, no te preocupes —dijo Pajarito—, paga la campera de tu hijo.
II
Nadie se quejó de las pizzas raras y no dejaron nada, ni siquiera la fainá que había venido de regalo. La comida los había puesto de mejor humor.
De a poco y sin saber muy bien por qué, Pajarito se fue convirtiendo en el centro de atención. Los demás preguntaban y él respondía como si fuera un gurú.
—¿Qué va a pasar con los patovicas?
—Los que sobrevivan van a ir presos. Van a necesitar un muy buen abogado para que no les den por lo bajo veinte años o más. Les digo algo: ésos no molestan más a nadie.
—¿Y a los que le íbamos a vender el bolso?
—No sé si sobrevive alguno y si es así, no va a pasar nada. No van a ir presos, ni tampoco van a salir a buscar ni la plata ni la droga.
—¿Y la policía?
—¿Ven? Ésos son los únicos complicados. Aunque no para ustedes. Todos ustedes pueden ir tranquilos a renovar la cédula o a preguntarle la hora al vigilante de la esquina que no va a haber problema. La complicación es para mí sobre todo y, en menor medida, para don Jorge.
—¿Por qué ustedes dos sí corren peligro?
—El asunto es así: los delincuentes y la policía somos una gran familia. Cuando algún delincuente traiciona la confianza de la policía ese tipo es hombre muerto. Para ellos, yo los engañé con mi show en Constitución y creen que lo hice para quedarme con la droga. Quieren vengarse de los dos que les quitamos el bolso. Si quieren ver algo positivo en todo esto sepuede decir que los que nos buscan son todos de Capital y como mucho de la provincia de Buenos Aires, y que las condenas se olvidan en un par de años. Total, lo importante es que recuperaron su mercadería.
—¿Y entonces?
—¿Y entonces qué, jovencita?
—¿Qué van a hacer? No van a poder quedarse ni en este departamento ni en ningún otro de la Capital.
—¿Qué vamos a hacer, don Jorge?
—No sé, Pajarito.
Se quedaron todos en silencio. Había que buscar una salida para ellos, sin embargo a nadie se le ocurría cómo resolver la cuestión. Hasta que habló Celia.
—Bien, ordenemos esto. Las chicas y Ramiro vayan a hacer las valijas a sus casas. Vos, Santiago, ármate un bolso con tu ropa que vamos a pasar un par de días afuera. Nosotros, un par de días, y Pajarito y don Jorge, si quieren, más tiempo.
—¿A dónde vamos? —preguntó Lucrecia.
—Nos vamos al campo.
III
En el auto de Ramiro iban Simone, Pajarito, y Celia. Unos metros más atrás, en el auto de Lucrecia viajaban Marcela, Ana, Santiago y Julián. Los baúles iban llenos de bolsos y valijas. Más que un grupo de evadidos huyendo de la Policía Federal argentina parecían una familia numerosa dispuesta a pasar un fin de semana en las afueras.
Tomaron la ruta 8 a las cuatro de la mañana. Habían decidido salir inmediatamente, apenas con el tiempo suficiente para juntar la ropa y para guardar la plata en un bolso más seguro que la campera de Santiago. Ninguno tenía ganas de pasar una noche más en Buenos Aires ni mucho menos de irse a dormir después de lo que había vivido. Preferían estar en vela, incluso Ramiro y Lucrecia, que eran los únicos que iban a manejar hasta llegar a Monte Maíz, en la provincia de Córdoba, el lugar en donde estaba el pequeño campo de Celia y el de sus primos.
Cuando todavía estaban en el departamento de Santiago, Pajarito dijo que debían dividir el dinero entre todos en partes iguales.
—¿Se volvió loco? Ese dinero es suyo, de don Jorge y de Ana.
—Santiago tiene razón.
—Mire, Pajarito, esto lo hicimos por ustedes tres. Y no hay discusión al respecto.
—Yo con que me hayan pagado la pizza y las cervezas estoy hecho.
—Y yo me traje una película del video.
—Y yo tengo un libro que me dio papá que vale tanto como lo que vendieron, así que más no podemos pedir.
Pajarito insistió un buen rato y, sin embargo, no pudo torcerles el brazo.
La noche era todavía oscura pero estrellada. Casi no había autos en la ruta, sólo camiones que cruzaban a toda velocidad. Celia contó detalles de los años vividos en el campo durante la dictadura. Si había sobrevivido a esa persecución, Simone y Pajarito podían quedarse bien tranquilos.
—Yo viví en el campo hasta hace unos veinticinco años —dijo Simone—. Viví mucho más de la mitad de mi vida sembrando, cosechando y criando animales. Cuando nos mudamos a Floresta pensé que nunca más iba a volver al campo. Y míreme ahora, regreso a lo que siempre fui y nunca voy a dejar de ser: un hombre de campo.
En el otro auto iban más callados aunque absolutamente despiertos, excepto Julián que se había dormido apenas arrancaron y que apoyaba su cabeza en el brazo de Ana. Lucrecia había puesto un CD de Nina Simone y su voz grave llenaba el auto y se proyectaba hacia el cielo estrellado.
Ya en la provincia de Santa Fe, en Hughes, pararon un poco más de media hora para desayunar, ir al baño y cargar nafta. Los nueve se sentaron alrededor de cuatro mesas juntas y cualquiera que los hubiera visto hubiera pensado que eran una familia feliz.
IV
Llegaron al campo alrededor de las once de la mañana. Entre Simone y Pajarito abrieron la tranquera y tuvieron que recorrer casi un kilómetro para llegar hasta la casa. Era el casco de una estancia construido a la manera colonial, con las habitaciones puestas una al lado de la otra; todas daban hacia una galería techada que tenía un par de bancos como los que suele haber en las plazas. También había un salón comedor, un baño grande y antiguo, una cocina luminosa, un patio enorme con un aljibe; al costado del pozo de agua, había una construcción precaria que era el lavadero; a unos diez metros había un galpón que también podía hacer las veces de garage y más lejos otro galpón más grande que también podía ser usado como establo.
Abrieron las puertas de todas las habitaciones, del salón y de la cocina. Celia conectó la luz y encendió el motor del aljibe. A pesar del tiempo que pasaba cerrada, la casa no estaba tan deteriorada, nada que no se pudiera arreglar con escobas, pinceles y martillos.
Bajaron las valijas y se dividieron las habitaciones. Cierto pudor o algo parecido hizo que terminaran varones con varones y mujeres con mujeres: Simone y Pajarito, Celia y Ana, Santiago y Julián, Lucrecia y Marcela, y Ramiro que quedó solo.
Los nueve salieron de excursión y recorrieron el gallinero vacío, el chiquero sin chanchos, el campo de pastoreo despoblado y el pequeño bosque de eucaliptos que rodeaba la casa. Más allá había una serie de árboles frutales y cítricos que los primos de Celia mantenían en buen estado. Más lejos comenzaban los sembradíos. Hacia el sur había girasol y hacia el norte, maní.
Al terminar la recorrida, Celia propuso ir con sus hijos a lo de los primos y de paso ir al pueblo a comprar algunas cosas. Lucrecia se ofreció a llevarlos y Pajarito insistió en darles plata.
A Marcela no le había gustado que Celia, Santiago y Julián fueran con Lucrecia. Iba a visitar a los primos como si ella fuera una más de la familia.
El recibimiento de los primos fue como siempre: una felicidad sincera que enseguida se manifestaba en mate, café con leche, quesos, salamines (que ellos insistían en llamar chorizos), mermelada, dulce de leche y pan casero. Les contaron que estaban de visita pero que había unos amigos que se iban a quedar por un buen tiempo. El primo les ofreció sábanas, frazadas y toallas que les hacían falta. De pronto, el primo se acordó de algo y lo llamó a Santiago para que lo ayudara. Se aparecieron con un televisor que tenían de más. Igual les dijo que no se hicieran muchas ilusiones porque allí se captaban sólo dos canales. Cargaron las cosas en el auto y volvieron a la casa donde todos, salvo Simone, se habían ido a dormir.
V
Para alegría de Julián y de los amantes de las comidas sencillas, esa noche cocinó Ana. Hizo pastel de papa en dos fuentes enormes que comieron sin dejar ni una miguita. Después de comer y lavar los platos, Marcela preparó café que tomaron acompañado de una torta selva negra comprada en una panadería. Conectaron el televisor y se quedaron viendo una telenovela que, salvo Julián y Ramiro, ninguno conocía.
Terminada la telenovela, cada uno se fue a su cuarto y el silencio más absoluto ganó la casa. Sólo quedó el croar de las ranas.
Esta vez también Marcela tuvo que desnudarse delante de Lucrecia porque no se podían ir a cambiar al baño que quedaba al otro extremo de la casa. Se puso rápidamente su remera larga sin mirar si Lucrecia, que se sacaba la ropa con su habitual morosidad, la estaba mirando.
Las dos se acostaron mirando el techo e hicieron algunos comentarios en voz baja del día que habían pasado en el campo. A las dos le parecía muy pintoresca la vida en el campo pero preferían tener cerca una disquería, una librería y los cines.
—Acá lo único que hay para ver es vacas.
—Yo todavía no vi ninguna. Salvo nosotras.
Se rieron y después se quedaron en silencio. A los cinco minutos, Lucrecia le dijo:
—Vos sos muy buena compañera de cama pero espero que no te enojes si te dejo. Me voy un rato al cuarto de Ramiro. Le voy a dar un buen susto.
Salió de la habitación sin ponerse nada encima del camisón. Ramiro estaba en la última habitación, a la izquierda de ellas, que estaban en la penúltima. A la derecha, estaban Santiago y Julián. Por un momento, Marcela pensó que Lucrecia le había mentido y que en realidad iba a encontrarse con Santiago. Marcela se dio cuenta de que sus sospechas eran infundadas cuando comenzó a sentir ruidos en la habitación de Ramiro. Primero eran como cuchicheos y luego le pareció oír como el roce continuo de dos cuerpos. También le pareció que hacían ruido los resortes de la cama. A los pocos minutos se escucharon los primeros gemidos de Lucrecia, y Marcela trataba de imaginar en qué posición estaría ella. Se la imaginaba encima de Ramiro montándolo con sus manos apoyadas en el pecho de él. O seguramente estaría en cuatro patas mientras Ramiro la embestía cada vez más fuerte, eso seguro que a Lucrecia le encantaba, por algo era una perra. Marcela no soportaba. Se puso de nuevo el jean y encima un buzo y salió de la casa alejándose unos metros. A la altura donde tendría que haber estado el gallinero, estaba parado su padre.
Ella se acercó.
—Miraba el cielo —dijo Simone. Marcela levantó la vista y vio miles de estrellas que se le venían encima, si estiraba la mano podía tocarlas, tan cerca parecía estar ese paño negro, tan negro como nunca lo había visto antes.
—Y pensaba. Pensaba que tendría que volver a casa, hablar con tu madre. No puedo terminar mi matrimonio, mi familia de esta manera. Pienso también en tu hermano, en el hijo que va a tener.
—Papá, siempre hiciste lo mismo. Me parece bien que hables con mamá pero no creo que lo tengas que hacer ya. Creo que tenés que tomarte un tiempo. Y tenés que juntar fuerzas para explicarle que este lugar y esta vida es lo que querés. Yo ahora cuando vuelva les voy a decir que estás bien y les voy a contar parte de esto.
El padre apoyó las manos sobre los hombros de Marcela. La miró a los ojos con agradecimiento. La abrazó y ella sintió sus brazos fuertes; se aferró a él con amor, pero no pudo dejar de recordar aquel sueño de verano y la idea de que su padre abrazaba a Ana con la misma intensidad, con el mismo amor. Tensó su cuerpo y se alejó un poco de él. Sin mirarlo, le dijo:
—No creo que tengas que seguir con Ana.
Su padre se quedó callado. Le otorgaba la razón aunque no parecía dispuesto a hacer nada contra esa chica. Si él dijera una frase, sólo una frase. Pero no, se quedaba callado. Era mentira, no otorgaba. No otorgaba nada.
Volvió cada uno a su habitación. Marcela dio un rodeo mayor para dejar que sus pensamientos negros se confundieran con la noche. De a poco lo conseguía, al punto que su mayor preocupación pasó a ser el pavor que sentía ante la idea de pisar una rana.
VI
A la mañana siguiente, Lucrecia se despertó antes que Marcela. No podía dormir con el canto de los pajaritos en sus oídos. Se vistió y fue a la cocina. Ahí estaban Pajarito, Simone y Santiago. Tomaron mate y comieron pan del día anterior con manteca y dulce de leche. Simone se lamentó por no tener un serrucho y Santiago se ofreció para ir a buscar uno al campo de los primos.
Era la primera vez en esos días que Lucrecia y Santiago estaban a solas. Iban en el auto y charlaban como viejos amigos bajo un cielo azul que daba ganas de vivir.
—¿Era acá? —preguntó ella señalándole los sembrados de girasol.
—Ajá —dijo simplemente él. No necesitaba responder nada más. Lucrecia estaba recordando una historia de Santiago que él le había contado cuando ni siquiera salían. Fue en La Giralda de Marcelo T. de Alvear donde le contó que había pasado parte de su infancia en Córdoba. Santiago solía meterse entre los girasoles a leer. Se llevaba cinco o seis historietas, algún libro de Mark Twain o de Verne, y se quedaba horas leyendo.
—Larguirucho —dijo ella.
—Larguirucho —repitió él.
Esa misma tarde en La Giralda habían descubierto que los dos compartían un mismo ídolo de infancia. Lucrecia leía las historietas a escondidas de su padre militar que no quería que su hija se estupidizara. Tenía escondida su colección de Las desventuras de Larguirucho en el cajón donde guardaba su ropa interior, único lugar de la habitación que su padre no se animaba a revisar. Santiago compraba las Larguirucho en el pueblo y se las llevaba directamente a los girasoles porque su madre militante no quería tener un hijo alienado.
Sin decir nada, Lucrecia paró el auto al costado del camino de tierra. Se bajó y se dirigió hacia los girasoles. Santiago fue tras ella. Caminaron como cien metros entre las plantas.
—Muchas veces te imaginé acá, leyendo mientras yo estaba en mi pieza con la misma historieta.
Él se acercó peligrosamente a ella, le tomó una mano y la sintió cálida y blanda. Lucrecia lo miraba seria. Él se animó e hizo lo que había soñado muchas veces en esos seis años. La besó. Era algo soñado literalmente, porque ocurría siempre en los sueños nocturnos, él la besaba y ella se esfumaba o se convertía en una escoba o en un poste de luz o se hacía chiquita como Campanita, o él se despertaba sin saber cómo terminaba esa historia. Ahora la besaba y en ese beso intentaba borrar las peleas, las confusiones, las traiciones, los rechazos, los insultos, el amor convertido en un violento desencuentro. Lucrecia se dejaba besar pero cuando él intentó abrazarla y acariciarla, ella se separó de él y le dijo:
—No tendrías que haber hecho esto.
—Lucre, sabes bien que yo nunca te dejé de querer.
—Lo nuestro fue. Tuvimos nuestro amor y nos amamos mucho y sufrimos mucho y nos costó mucho salir adelante con otra gente y en otra historia. Cada vez que nos acercamos después de que cortamos fue para hacernos más daño.
—Dame una sola razón para que no te quiera.
—La gente cambia, cambiamos. Yo quiero a la persona que está conmigo y vos también estás con alguien. Pero si así no fuera, si no estuviéramos ninguno de los dos con nadie, tampoco podría ser posible lo nuestro. Lo sabes bien. Ya no podemos estar juntos nunca más.
Una vez más, como tantas veces en circunstancias análogas, Santiago tuvo ganas de ponerse a llorar, de pedirle, de rogarle. Por un rato se había olvidado de Marcela, de que Lucrecia estaba con Ramiro, de que Lucrecia siempre mantenía sus convicciones. Ahora se sentía ridículo, torpe y traidor a Marcela. Sintió odio hacia Lucrecia, el mismo odio que siempre aparecía después de haberla amado, ese odio torpe y ridículo que surgía desde su interior y que culminaba en sus ojos y en sus palabras agresivas. No podía saber si ese odio era la causa o la consecuencia del rechazo de ella. En otros tiempos, ella le hubiera dicho «no me mires así porque me das miedo» pero ahora había crecido, no le tenía ni miedo, ni amor, ni siquiera odio. Había conseguido que su mirada le fuera indiferente.
—Y quiero que sepas una cosa. Vos y yo no nos vamos a juntar más ni para tomar un café. Si nos cruzamos en Filo yo te voy a saludar pero no me pidas que nos encontremos ni a solas ni con los chicos ni con nadie. Pensé que nunca más te iba a repetir esto pero te lo tengo que decir: no quiero saber más nada de vos.
Volvieron al auto en silencio.
VII
En realidad, la que se había levantado más temprano era Celia. La había pasado a buscar su primo poco después de la salida del sol y se habían ido a buscar algunas sorpresas para Pajarito y Simone. Volvió en otra camioneta, una Ford 100 destartalada pero preparada para sobrevivir a todas las catástrofes de este mundo.
—Don Jorge, Pajarito, vengan —los llamó.
En la parte de atrás de la camioneta había gallinas y algún gallo.
—Son para ustedes, para empezar. También se puede conseguir chanchos y todo tipo de hacienda.
Pajarito y Simone habían estado discutiendo sobre el comienzo de los trabajos de refacción del lugar y las gallinas le facilitaban la elección: tenían que dejar a punto el gallinero. Descargaron las aves y quedaron en pasar a la mañana siguiente por lo del vecino que vendía animales. En un momento Pajarito la llevó aparte:
—¿No habrás pagado vos las gallinas?
—No, me las dio a crédito. Cuando vayan ustedes arreglan el precio y listo. Son muy baratas y además, como les quiere vender chanchos y vacas, casi se las va a regalar. Son buenas gallinas, parecen buenas ponedoras.
—Te veo y no puedo creer que seas la misma, Celia.
—Es cierto, estoy arrugada, menopáusica y si me apuras te digo que ya sufro de Alzheimer.
—Estás hermosa como siempre.
—Mira, me costó mucho conseguir esta cara. Me gané cada arruga y a mis hijos los parí más de una vez. Julián es un privilegiado, Eva tuvo una buena madre, Santiago tuvo una madre cariñosa pero lejana y Lucio una madre confusa. Y eso se refleja en cómo ellos me tratan a mí. Sé que me quieren y que el día de mañana me van a elegir un buen geriátrico.
—El día de mañana te podes venir a vivir acá. Con nosotros, conmigo.
—Pajarito, Pajarito, hay declaraciones tardías pero la tuya atrasa veinticinco años. Disfruta del campo como lo disfruté yo. No te metas en problemas con la justicia. No andes robando gallinas ni cuatrereando reses. Y déjame volver a mi Buenos Aires querido. No me sacan del smog nunca más.
—Ya que no podemos hablar de amor, entonces, hablemos de negocios.
No fue difícil llegar a un acuerdo. Pajarito y Simone le iban a comprar el campo. Una parte se lo pagaban con el dinero que tenían y el resto se lo irían pagando a medida que el campo comenzara a producir. Ese año era el último que iban a arrendar los sembradíos y a partir del siguiente serían Simone y él los que contratarían a gente para labrar y sembrar las tierras. Con el dinero que se iba a llevar ella, tendría suficiente para poner un negocio y vivir cómodamente un buen tiempo. Pajarito quiso saber qué tipo de actividad pensaba desarrollar.
—En principio, había pensado en una casa de comida aunque me parece que lo que yo sé hacer no sería muy popular, así que voy a poner una casa de plantas. De hecho, podemos plantar acá y vender en Buenos Aires.
—¿Sabes qué siento, Celia? Que a mi edad tengo mucho más futuro que el que tenía a los treinta. No quiero forzar las interpretaciones pero creo que la edad de uno tiene que ver con las expectativas de hacer, de vivir. Estoy hecho un pendejo.
VIII
Mientras Celia y Pajarito arreglaban su futuro, Marcela y Ramiro estaban desayunando.
—¿Lucre todavía duerme? —preguntó Ramiro.
—En la habitación no estaba, pensé que se había quedado con vos.
—No, volvió con vos a la madrugada. No quería que la vieran en mi cuarto.
—Lo que se dice una chica discreta.
Notaron que no estaba el auto y pensaron que Lucrecia habría ido al pueblo a comprar cosas. Ramiro le propuso caminar, ir hasta el bosque de eucaliptos y pinos. Fueron hacia allá. Saludaron con un gesto a Pajarito y a Celia, y Marcela corrió a darle un beso a su padre que estaba trabajando en el gallinero. Después volvió a donde estaba Ramiro y los dos se perdieron en el bosquecito. Iban hablando de nada cuando él le dijo:
—Creo que voy a cortar con Lucrecia.
Ella lo miró achinando los ojos.
—Pensé que estaba todo bien entre ustedes. A juzgar por los ruidos de anoche diría que muy bien.
—Yo le dije que nos iban a escuchar todos. Lucre y yo nos llevamos bárbaro. Yo aprendo un montón de cosas con ella. Una vez le dije que para mí era como estar con Ana María Barrenechea y se enojó.
Marcela se había agachado para tomar unas piñas y unos frutos secos de eucaliptos y los olía.
—No es para menos.
—Lo que quise decirle graciosamente era que para mí ella es una mina que ya vivió todo, que está de vuelta de todo, que es genial. En fin, no me quejo. El problema no es ella, soy yo.
—«El problema no sos vos, soy yo, no me llames, yo te llamo». Típicas excusas masculinas. Una vez leí un artículo al respecto en una Cosmopolitan.
—Es terrible. O hermoso si querés verlo desde la fecundidad poética, porque la situación me da para escribir un montón de poesía.
Marcela tiró al suelo todo lo que había levantado. Se olió las manos. Olían a eucaliptos y a tierra.
—Eso es bueno.
—Estoy enamorado de vos.
—Eso es malo.
—Desde que te vi en la primera clase de Latinoamericana quedé muerto con vos. Intenté acercarme y cuando vi que me hablabas, que me prestabas atención, morí. Me volví a morir cuando me enteré de que estabas casada. Me morí como cuatro veces cuando supe que Santiago andaba con vos a pesar de tu estado civil. Si fuera un gato todavía me quedaría una vida y me gustaría dedicártela.
—Santiag… digo, Ramiro, yo estoy ahora con Santiago, sé que quiero vivir con él mi vida y sé que él también me quiere si es que no me lo quita Lucrecia. Pero ésa es otra historia.
—Ya sé, y Santiago es un amigo. Es un tipo bárbaro que juega limpio. Sé que soy un hijo de puta por decirte todo esto. Si no te lo digo estaría traicionando mis sentimientos. Yo no quiero que hagas nada, simplemente que lo sepas.
—Te voy a decir algo, pero no saques falsas conclusiones de esto: si tuviera cinco años menos o vos cinco años más y Santiago no existiera, caería en tus brazos.
—La edad no importa, y a Santiago podemos matarlo —dijo Ramiro, le tomó la cara con las dos manos y la besó. Recorrió su boca con la lengua y sintió cómo la lengua de ella lo acariciaba. Cuando se separaron, primero las lenguas, después las bocas y por último sus manos del rostro de ella, Marcela dijo sin abrir los ojos:
—Soy una puta.
—Discúlpame, Marcela, no me pude contener. Perdóname, no tenía que hacerlo.
—¿Qué hice? Me quiero matar.
—Yo fui el que te besó, perdóname. Hablo con Santiago si querés.
—No. Por favor, ni una palabra a Santiago.
IX
Celia se sentía la espectadora privilegiada de una tragedia sorda y muda. De una puesta en escena involuntaria de los cuatro protagonistas. Ella estaba sentada en una mesa que habían sacado a la galería. Tomaba un café y miraba a la lejanía. Vio venir por la ruta a Lucrecia y a Santiago, los dos muy serios, a la vez que por el lado contrario llegaban Marcela y Ramiro. Lucrecia no saludó a nadie y fue a la habitación. Marcela había girado sobre sus pasos y en vez de ir a saludar a Santiago se había metido en la cocina. Ramiro y Santiago fueron a ayudar a Pajarito a llevar unas tablas al galpón grande.
Se dio cuenta de que algo funcionaba mal entre ellos cuatro y no dudaba de que el tema era el amor. Lo que le costaba definir era quién con quién y quién no quería con quién otro. Si algo también había aprendido en estos años era a no meterse en estas cuestiones, mucho menos si estaba su propio hijo de por medio.
Ramiro fue a la habitación de Lucrecia y salió a los diez minutos. Si había entrado algo apocado, había salido furioso. Al minuto salió Lucrecia y tenía el mismo rostro de disgusto. Se acercó a la mesa donde estaba Celia.
—Yo me vuelvo a Buenos Aires en un rato, tengo mucho trabajo atrasado.
—Y por eso discutiste recién con Ramiro.
—Él se quiere quedar. Que se quede, yo me voy.
Apareció Ana con una pava y el mate. Al rato estaban los nueve alrededor de la mesa y los rostros exultantes de Pajarito y Simone eran los opuestos a las caras amargas de los otros cuatro. Lucrecia dijo que se iba y nadie pudo convencerla de lo contrario.
—Yo me voy con ella —dijo Julián que extrañaba la computadora.
Celia pensó que podría aprovechar para irse. Cuando Ana se levantó a buscar más agua, Celia la siguió y le dijo:
—Voy a necesitar a alguien que me ayude a atender el local. ¿Querés venirte, Ana? Conmigo vas a tener trabajo seguro.
—Gracias, Celia, me quedo.
—¿Es una decisión?
Ana lo pensó mientras miraba calentarse la pava.
—Es un deseo. Me gusta la ciudad pero más me gusta ser feliz. Y acá puedo ser plenamente feliz.
—¿Con los dos y sin problemas?
—Con los dos. Al fin y al cabo esto es mucho más grande que la pensión de doña Paquita, así que no va a haber problemas.
Salieron antes del mediodía, Lucrecia, Celia y Julián. La despedida fue tensa salvo para Pajarito y Simone que estaban en otro planeta.
Se fueron y los demás se quedaron mirando cómo el auto se perdía en el camino.