I
Ramiro buscaba alguna cámara escondida que le demostrara que esa reunión no era más que una broma para un programa de televisión. Pero no era broma. Pajarito definió los detalles.
Santiago sería el encargado de llevar el bolso con el material. Esa noche, Ramiro, Simone y él lo llevarían en auto, estacionarían a unos metros del lugar, de la mano de enfrente, y desde ahí vigilarían que no ocurriera nada raro. Pajarito insistía en que la gente era confiable y que no iba a haber complicaciones. El encuentro sería un videoclub llamado Dexter. Ahí lo estaría esperando un tal Indio, un pelilargo con trencitas y barba, que era, a la sazón, el que también atendía el video. Lo haría pasar a la parte de atrás del local, adonde seguramente iban a estar otros dos tipos que verificarían si en el bolso estaba todo lo prometido. Ya sabían la calidad y el peso porque eran datos que habían circulado desde el día que se les había «perdido» el bolso a los de Estupefacientes. Se fijarían en la cantidad y acto seguido le darían otro bolso lleno de plata. Pajarito le recomendó a Santiago que no perdiera tiempo contando el dinero porque esa gente no ponía nunca un peso de menos, ni un billete falso. Que saludara con un gesto y saliera rápido aunque sin correr hacia el auto. Desde que salían del departamento hasta que volvían no deberían pasar más de cuarenta y cinco minutos.
Además, Pajarito dio otras indicaciones: esa noche Celia descansaría y las chicas tendrían que encargarse de comprar en una rotisería un par de pollos para los nueve comensales. También un par de botellas de champagne para festejar. Pajarito estaba en todos los pormenores.
Apenas terminaron de almorzar, Lucrecia les dijo a Ana y a Marcela que la acompañaran. Ya en la calle, Lucrecia le preguntó a Marcela si tenía prejuicios en contra de los militares.
—Prejuicios no tengo, tengo convicciones.
—Bueno, entonces por unas horas metete las convicciones en un lugar cómodo. Vamos a ir a ver a un militar.
—¿A un militar? —preguntó Ana.
—A un teniente coronel retirado.
Fueron en el auto de Lucrecia hasta Vicente López. Pasaron por delante de una plaza y Lucrecia les señaló una casa:
—Ahí vive un ex mío, Arturo Roversi. Tiene hijos, esposa, una mucama y seguramente perro.
—Arturo Roversi —repitió en voz baja.
Siguieron unas diez cuadras más y llegaron a un lugar de casas de dos o tres plantas protegidas por muros o por rejas altísimas. Se detuvieron en una casa que no hacía ostentación de la mansión que se escondía detrás de esas paredes. En la entrada había una cámara que filmaba a las visitas recién llegadas. Lucrecia tocó el timbre y un minuto después apareció un señor alto y canoso vestido como un lord inglés de entrecasa. Abrió la puerta y abrazó a Lucrecia.
—Qué alegría verte, hija, venís tan poco últimamente.
—Ufa, pa, sin reproches.
—Sin reproches. ¿Y estas bellas señoritas?
—Son amigas mías y necesitan tu ayuda.
—¿Mi ayuda?
—Ellas, yo no. Necesitan que les enseñes a usar un arma de bajo calibre.
—Obviamente, vos siempre fuiste mejor tiradora que tus hermanos. Pasen, tomamos algo y después vamos al polígono.
—Mi papá llama polígono de tiro a una habitación que está cruzando el jardín del fondo. No saben lo felices que están los vecinos.
II
Una cosa era andar por la calle y cruzarse con una patota golpeando a un tipo y que ese tipo resultara amigo tuyo, y otra muy distinta era ir a meterse en problemas a propósito. ¿Por qué iba a enredarse en esa trama de ladrones inexpertos, traficantes de drogas, canas enojados y chicas enloquecidas ante la posibilidad de una aventura? Ramiro se preguntaba por qué tenía que agregarse a ese equipo más parecido a Los desconocidos de siempre que a los agentes de Misión imposible. Y él tenía una razón para decir sí, una razón que le costaba reconocer y que nadie, al menos ese día, le podría hacer confesar ni ejerciendo la violencia física: él iba a decir que sí por Marcela. Porque si Marcela tenía sus afectos en esa historia, entonces él quería ser parte de ella. Quería estar cerca de ella aunque le doliera verla con Santiago, aunque no dejara de sentirse culpable ante Lucrecia.
III
Lucrecia puso un CD de Iggy Pop en el auto a un volumen bastante alto. Lo suficientemente alto como para que Marcela se acordara de Raúl cuando ponía esa música melosa bien fuerte. Pero Iggy Pop era distinto y hasta ella se sentía como excitada ante la experiencia que habían pasado y repetía con la Iguana: «I’m so fucking alone, I’m so fucking alone, okey okey this is me, okey okey this is me».
Habían estado casi tres horas en la casa del padre de Lucrecia. Las había llevado al fondo de un parque con árboles y una piscina. Realmente era un polígono de tiro con sus dibujos de siluetas y los círculos de los tiros al blanco. El padre trajo varias armas distintas y auriculares para protegerse del ruido. Lucrecia había rechazado el suyo porque le gustaba parecer que manejaba todo ese mundo con soltura.
Antes de enseñarles concretamente a tirar, el padre de Lucrecia les contó que había sido instructor en el Colegio Militar y que les iba a decir lo mismo que les decía a los cadetes. A continuación habló durante media hora de las responsabilidades de alguien que tiene un arma e insistió en que se necesitaban varias clases para poder usarlas adecuadamente. Ellas escuchaban tratando de parecer interesadas.
Cuando llegó el momento de la verdad, Marcela se había puesto algo nerviosa. ¿Estaba haciendo lo correcto? Que ahora tuviera un arma en sus manos y disparara entusiastamente sobre la silueta de hombre formaba parte de ese estado inverosímil en el que se había inmerso desde el momento en que Raúl la había echado de la casa.
Lucrecia disparaba con la soltura que dan muchos años de práctica. La sorpresa la proporcionó Ana. Desde su primer disparo demostró saber pararse, colocar el cuerpo y tirar con una puntería superior a Lucrecia.
—Yo sabía disparar con rifle. En Clorinda íbamos a cazar con mi papá y mis hermanos.
A las cinco de la tarde abandonaron el polígono y fueron a un jardín de invierno en donde una empleada había servido el té para cuatro, con escones, tostadas, dulces, una torta de chocolate y sandwiches de miga.
Las tres comieron como si no conocieran la palabra dieta. En un momento, Lucrecia se retiró con su cartera y volvió a los quince minutos. Marcela pensó que estaba indispuesta pero después, en el auto se enteró de qué había ido hacer.
—Abrí mi bolso —le dijo a Marcela mientras cruzaban la General Paz.
—¿Y estas armas?
—Son pistolas.
—¿Te las dio tu papá?
—Las tomé prestadas de su estudio; tiene tantas que no se va a dar cuenta. Igual pienso devolvérselas la próxima que vez que lo vea. Ahora va a ser mejor que las guardemos en la guantera.
—Chicas, me parece que hay algo que no va —dijo Ana—. Ustedes dos tienen zapatos, medias y pollera. Creo que si hay problemas, la ropa les puede jugar una mala pasada.
Decidieron ir primero al departamento de Lucrecia. Ahí se cambiaron. Las tres estaban ahora con vaqueros y calzado bajo. Marcela se puso su campera de cuero rojo y Lucrecia otra campera de jean teñida de verde.
—Ahora sí —dijo mientras se miraba al espejo y las miraba a las otras—. Los Ángeles de Charlie ya están listos.
IV
Pajarito había prohibido las bebidas alcohólicas hasta después de la venta. Santiago intentó justificar el whisky diciendo que el alcohol templaba los ánimos y que ellos lo necesitaban. Pajarito argumentó que lo que templaba los ánimos era el convencimiento de estar haciendo las cosas correctamente y eso era justo lo que ocurría con ellos. Pajarito extendió la prohibición alcohólica a todos los presentes, incluso a Celia que se quería servir un trago. Aunque tal vez esta rigidez de principios de Pajarito era simplemente para hacerla enojar a Celia que había ido con su cartera a la pieza a tomar tranquila de una petaca que siempre llevaba encima.
A las nueve menos cuarto, las chicas se pusieron de pie.
—Nosotras nos vamos a comprar la comida.
—¿No es un poco temprano?
—No importa, así estamos de vuelta antes que ustedes. Cualquier cosa, si se enfría calentamos en el microondas.
—Yo no tengo microondas.
—No importa.
Cinco minutos después, Pajarito se puso el saco y Simone, Ramiro y Santiago sus camperas respectivas. Ramiro guardó el nunchaco sin mucho convencimiento:
—El nunchaco no va a servir de nada.
—Pibe, los curas andan con una cruz hace miles de años y no les ha ido tan mal. Llévalo que te va a hacer sentir más seguro.
Santiago subió a saludar a la madre. Se había dormido con la petaca vacía a su lado. Le dio un beso tratando de no despertarla. Bajó y le dio un beso a Julián que estaba serio sentado en el sillón. Tomó el bolso con la droga y salieron los tres en fila india.
V
—Tengo ganas de fumar —dijo Lucrecia—. En la guantera hay un paquete de cigarrillos. ¿Alguna tiene fuego?
Y las tres se rieron al ver que tenían fuego, tres armas de fuego pero ni un encendedor. En la guantera Marcela también había encontrado un paquete de chicles Beldent. Las tres se pusieron un chicle en la boca y en el auto se sentía el ruido de sus mandíbulas masticando.
—¿Y si pones música bajito? —propuso Ana.
—Algo ad hoc —dijo Marcela.
—La marcha fúnebre —dijo Lucrecia.
Justo en ese momento aparecieron las cuatro siluetas. Ellas estaban estacionadas sobre la calle Sánchez de Loria, casi a setenta metros de la esquina donde había dejado el auto Ramiro. Pusieron el motor en marcha.
VI
—Pásame otra cerveza —dijo Gonzalo II, Rodrigo IV le dio una, la destapó y puso mala cara—, ya está natural. Qué horrible la cerveza caliente.
—Los ingleses la toman natural —dijo Rodrigo II.
—Allá es otro hemisferio y hace más frío. Te tomas una cerveza helada y se te congelan los huevos —dijo Gonzalo I.
Estaban desde hacía más de una hora en el auto estacionado a unos treinta metros del edificio donde vivía Santiago. Estaban seguros de que ese sábado Santiago saldría en algún momento. Estaban dispuestos a quedarse hasta la madrugada si era necesario. Habían llevado veinte latas de Guinness y si hacían falta más podían comprar cualquier otra cerveza en un kiosco del barrio.
—Ése que va ahí. El del bolso —dijo Gonzalo II—. Ése es Santiaguito.
—Che, ¿el otro no es el tenista? —preguntó Rodrigo II—. ¿Y los viejos esos?
La idea original era pegarle con los bates de béisbol ahí mismo, en la puerta de la casa, pero tardaron más de lo debido en dejar las latas de cerveza y tomar cada uno de los cuatro sus respectivos palos.
—Se metieron en ese auto.
—Los seguimos y donde se baje le dejamos los huesitos hecho puré.
—Qué lastima que Raúl se lo vaya a perder.
VII
Las chicas vieron cómo arrancaba el auto de Ramiro y cruzaba la avenida Belgrano. En principio no habían tomado en cuenta el otro auto que salió detrás. Pensaron que se trataba de una casualidad que las favorecía porque ocultaba el auto de ellas. Pero cuando Ramiro dobló por Moreno y el otro auto aún se mantenía detrás, se dieron cuenta de que algo raro estaba pasando.
—Es la policía —se animó a decir Lucrecia y ya estaban definitivamente convencidas de que iban a tener que entrar en acción.
VIII
Llegaron a las nueve en punto. «DEXTER» decía el cartel luminoso del video ubicado sobre Díaz Vélez en el barrio de Almagro. Estacionaron en la mano de enfrente, casi a la altura de la puerta de entrada. Pajarito vio detrás del mostrador al Indio, que él creía un hippie y que en realidad era un rastafari. No había ningún cliente. Cobraban muy caro el alquiler de las películas para espantar a la gente y poder usar el negocio para otras actividades.
—Allá está el Indio, el hippie —dijo Pajarito—. Anda y en menos de diez minutos tenés que estar de vuelta.
—Tené cuidado —le dijo Simone.
Ramiro le pegó suavemente en un hombro. Santiago tomó el bolso y se bajó. Esperó que pasaran los autos y cruzó la avenida hacia el videoclub.
IX
Pararon a menos de cinco metros del auto en el que iba Santiago y también ellos podían ver desde ahí perfectamente la entrada del video. Vieron cómo Santiago se bajaba con un bolso, cruzaba y se metía en el local.
—El pelotudo fue a alquilar una película.
—Seguro que una porno para verla con la putita.
Santiago se había acercado al que atendía y hablaba con él.
—Odio a los rastas. Me dan unas ganas de cagarlos a pinas…
En lugar de tomar una película, Santiago pasó al otro lado del mostrador y se perdió en el interior del negocio.
—Mira vos, resultó amigo del rasta. ¿Qué hacemos? ¿Esperamos a que salga o matamos dos pájaros con los mismos golpes?
—Por ahora, esperemos.
X
Por primera vez en todo el día, Santiago se sentía tranquilo. Al cruzar la avenida lo habían abandonado los nervios y caminaba seguro con el bolso en la mano. Sintió que estaba preparado para ese tipo de actividad, para negociar con el rasta el pago de la merca, aunque el arreglo de dinero ya se había hecho y él era un simple intermediario.
En la entrada había afiches de Cuatro habitaciones y de Abierto hasta el amanecer. Entró y se dirigió hacia el rasta.
—¿Indio? Vengo de parte de Pajarito.
—¿Qué haces? Vení, pasa.
Le hizo dar la vuelta y atravesar la puerta trasera. Era una habitación amplia con unos muebles que parecían más abandonados que funcionales: un sofá cama, una mesa, unas sillas y dos tipos que imponían respeto con sólo verlos. Santiago les entregó el bolso. Sacaron todos los paquetes aunque desarmaron sólo uno. Tenían una balanza y rudimentario laboratorio. Santiago quería concentrarse en las pruebas que le hacían a su mercadería pero estaba demasiado fascinado con los gestos de esos dos delincuentes profesionales.
—Todo ok, flaquito. Acá tenés —y le alcanzaron un paquete envuelto en papel madera.
—Si no les molesta, voy a abrir el paquete y voy a guardar la plata en los bolsillos de la campera.
—Hace lo que quieras, mientras no se te rompan los bolsillos.
Por suerte la campera era amplia y podía guardar un elefante adentro. Jamás en su vida había visto tanta plata junta y ahora la tenía guardada en sus bolsillos. Los tres delincuentes lo miraban hacer y los cuatro a la vez cambiaron de cara cuando se sintieron pasos en el video club. Pasos que no se quedaban en el salón de venta, sino que avanzaban hacia donde estaban ellos.
XI
Las chicas habían parado a más de setenta metros. Tenían que hacer esfuerzos para ver los dos autos porque había otros estacionados en el medio. Marcela sugirió bajarse y avisar a Pajarito y compañía que un auto los había seguido y que debía ser de la policía. Lucrecia no estaba de acuerdo, creía que era mejor esperar a que se desencadenaran los hechos para actuar porque si se adelantaban iban a quedar en evidencia y en el caso de ellas, eso significaba perder toda eficacia de acción. A Marcela le llamaba la atención la claridad táctica de Lucrecia y se preguntaba si lo había aprendido de su viejo milico.
—Además —dijo Lucrecia—, hay algo que no me cierra. ¿Qué hacen los canas en un auto tan chico e importado? No es el tipo de autos que uno imagina de la policía de civil.
—¿Y si en vez de policías son otros ladrones que se quieren quedar con la droga? —preguntó Ana.
—¡Miren! —dio el grito de alarma Marcela. Del auto habían salido cuatro tipos, cada uno llevaba algo en la mano, no se llegaba a distinguir si eran armas o palos—. Ay, Dios, no veo bien pero me parece que conozco a uno de ellos. Es Gonzalo, el mejor amigo de Raúl.
—Éramos pocos y parió la abuela —dijo Ana.
XII
La cerveza se había acabado y también se acababa la paciencia. Además ahora no era sólo contra ese tal Santiago sino que también querían la peluca del rastafari. Aguantaron un minuto más pero ya había muchas ganas de ir a mear y de ir a pegar.
—Dejémonos de joder, vamos, pasamos al fondo y les damos a los dos putos.
—¿Y qué hacemos con los tres que están en el auto?
—Si bajan y vienen a la fiesta, les damos también a ellos —los otros tres estuvieron de acuerdo.
XIII
Como Simone y los otros estaban atentos a la puerta, no los descubrieron sino cuando entraron al video. No los habían visto salir del auto de atrás de ellos y Ramiro los reconoció enseguida.
—Son los que le pegaron a Santiago el otro día.
—¿Y qué hacen acá? Van a arruinar todo. Pibe, me parece que vas a tener que usar el cachivache que trajiste.
—¿Y nosotros? —preguntó Simone.
—Improvisamos. Crucemos.
XIV
Cuando los rugbiers abrieron la puerta de la habitación, uno de los dealers ya había sacado un arma y le disparó al primero que entró. Santiago instintivamente se alejó de la línea de fuego, reculó y se fue hacia un costado. Al ver que caía uno de ellos, los tres patovicas restantes se tiraron como fieras sobre los tres traficantes. Pesaban más de cien kilos pero tenían la agilidad de una bailarina y en un par de saltos habían roto la cara del rasta de un golpe como si fuera una piñata, hundido el estómago de un traficante y desnucado al otro, sin que ninguno de estos dos hubiera podido disparar nuevamente. El rugbier herido tirado en el piso se quejaba. Tenía una bala debajo del hombro. El rasta emitía un ruido raro y la sangre le brotaba por la boca como un arroyo espeso.
Los patovicas vieron el bolso de la droga. Uno lo abrió, tomó un paquete y lo desarmó. Los ojos se le salieron de las órbitas, acercó un dedo y dijo:
—Muchachos, todo este bolso está lleno de merca.
—No jodas.
—En serio.
—Así que el puto este vende droga.
El rugbier tomó el bolso y se lo colgó al hombro, se acercó al traficante que había disparado, le dio una patada en el estómago y agarró su arma. Los otros dos rugbiers, olvidando a su amigo herido que gemía cada vez más fuerte, se dirigieron hacia Santiago en el preciso instante en que por la puerta aparecieron Pajarito, Simone y Ramiro que lanzó un grito parecido al de una grulla en celo.
—Miren —dijo uno de los rugbiers—, Karate Kid y los maestros ninjas.
—José Luis Clerc —dijo otro—. Qué suerte que viniste —y abandonó el rumbo que lo llevaba a Santiago para dirigirse hacia Ramiro que movía el nunchaco.
Pajarito extrajo de su saco una navaja y dio un par de pasos achicando su distancia con el que se acercaba a Ramiro. Simone lo siguió con las manos limpias.
XV
Fueron las chicas las únicas que se dieron cuenta aunque ya tarde. Ni Ramiro ni Pajarito ni Simone ni los patovicas se habían fijado en un auto parado en la mano de enfrente, casi llegando al video club. Adentro había dos tipos que, cuando vieron a Pajarito entrar en el video, se bajaron y se dirigieron también hacia allí.
Las chicas se habían repartido las pistolas, las habían guardado en el bolsillo exterior de la campera y habían bajado del auto. Sin embargo, no habían podido evitar ser mujeres y por lo tanto el movimiento que había comenzado cuando los rugbiers se bajaron de su vehículo, recién se completó cuando los dos desconocidos entraron al video club. En el interín se repartieron las armas (había una que Lucrecia quería para ella y por error se la había dado a Ana así que pidió que se la cambiara), revisaron los cargadores, se preguntaron si estaban listas y se les trabó la puerta al salir porque Lucrecia las había cerrado con el cierre centralizado y se había olvidado de quitar el seguro.
XVI
El patovica había quedado a un metro de Pajarito cuando entraron los dos policías de civil con armas en las manos.
—Qué mierda pasa acá —dijo uno al descubrir a cuatro tipos muertos o heridos tirados en el piso, uno con un revólver y un bate de béisbol, otros dos con bates, uno con un nunchaco, otro con un arma blanca y dos más desarmados. Los que estaban de pie se quedaron quietos.
—¡Carajo, quietos! —gritó el otro innecesariamente porque todos se habían quedado congelados. El único que se movía era uno de los traficantes tirado en el piso que estaba recuperando la conciencia y se movía por el suelo como si buscara algo.
El rugbier que tenía el bolso con la droga apuntaba a uno de los tipos recién llegados.
—Ese bolso es nuestro, así que bajá el arma o sos boleta —dijo el policía de civil sin sacarle el arma y la vista de encima al patovica, el otro cana apuntaba al resto del grupo—. ¿Éste también es amigo tuyo, Pajarito? —le preguntó sin mirarlo.
—Sí —dijo Pajarito sabiendo que los rugbiers la iban a pasar peor si pasaban como amigos suyos.
—Miralo a Pajarito, mexicaneándole la merca al Indio. Eso no se hace. Me parece que te falta para jugar en las grandes ligas.
—Por lo menos ya tienen los palos de béisbol —dijo el otro cana.
—Yo no estoy con esos putos y déjanos salir o te bajo yo a vos —dijo el patovica armado.
—¿Ustedes? —preguntó el cana—. Me parece que los vamos a liquidar a todos para no hacer diferencias.
Nadie las había sentido llegar pero estaban ahí: pistolas tomadas con las dos manos, brazos extendidos, piernas levemente abiertas y el cuerpo un poco hacia delante. Ahí estaban las tres chicas apuntando.
—¡Bajen el arma o los quemamos a todos! —dijo Lucrecia con la misma voz que usaba para discutir con sus alumnos.
El efecto sorpresa siempre es importante y no había dudas de que todos estaban sorprendidos porque hasta se había callado el rugbier herido. Las miraban y no sabían si estaban ante algo serio o si era parte de una alucinación colectiva. Tres chicas en jeans, con camperas roja, verde y azul que barrían con sus armas las cabezas de todos, incluidos a sus propios amigos.
Sin embargo, uno de los presentes no estaba fascinado ante el show femenino. Era el traficante tirado en el piso que finalmente había encontrado lo que estaba buscando entre su sangre: un revólver. Con lo que le quedaba de fuerza pegó un salto y desencadenó la tragedia final.
Le disparó al rugbier armado que por reflejo tiró sobre el cana pero el disparo apenas lo rozó. El policía le devolvió la gentileza con tres tiros al pecho. Ahora quedaban dos patovicas medio muertos en el piso y dos de pie. Uno de estos dos aprovechó la confusión y le pegó con el bate de béisbol al otro policía haciéndole volar el arma por los aires y lo remató con un buen palazo. Un cana menos.
El otro patovica que quedaba de pie le pegó un golpe al traficante que había disparado y lo sacó definitivamente de circulación. El rugbier no había terminado de acomodarse el bate de béisbol cuando recibió un tiro del policía y cayó como cae un cuerpo muerto.
Tres traficantes fuera de circulación, tres patovicas gorgoteando sangre en el piso, un policía que ya no respiraba. El único cana que quedaba pensaba disparar al único rugbier sobreviviente. Sin embargo, el patovica ya se había tirado encima del policía y le había dado un golpe en la cara y otro en la pierna. Cómo había aparecido Simone en el medio nadie lo supo explicar pero se había interpuesto entre el cana a punto de ser liquidado y el rugbier a punto de dar su golpe de gracia. El empujón que Simone le pegó hizo que el bate se moviera en el aire. El rugbier cambió de objetivo y antes de terminar con el policía decidió reventar de un golpe a Simone. Mientras esto ocurría, las chicas apuntaban con sus armas de aquí para allá, como si fueran micrófonos. Una bala salió de esas armas. El rugbier estaba por pegarle el golpe a Simone cuando Ana le disparó al estómago y le pegó en la pierna haciéndolo caer hacia atrás.
La sangre olía más fuerte que la pólvora. De los diez cuerpos que había tirados en el piso, sólo dos parecían tener posibilidades de llegar a la siguiente Navidad: uno de los policías y Simone que simplemente se había caído y la ciática lo retenía en el piso. Pajarito se acercó, lo ayudó a levantarse y después fue hacia al policía herido. Sólo se sentían los gemidos de los rugbiers heridos y los gritos de Marcela llorando que repetía «lo matamos, lo matamos». Santiago y Ramiro fueron hacia donde estaban las chicas. Ramiro tiró su nunchaco al suelo y Santiago abrazó a Marcela tratando de calmarla. Ana no dejaba de apuntar al único policía consciente.
—Pajarito —le dijo el cana—, sos hombre muerto. Tu amigo me salvó la vida… por eso te aviso que vos y tu amigo son hombres muertos. Te la tienen jurada. Pajarito movió la cabeza afirmativamente y no dijo nada.
—Yo si puedo te la hago fácil, palabra —siguió diciendo el policía—. Déjame el bolso con la merca, llévate la guita si querés y yo no vi a ninguno de estos perejiles. Ahora haceme un favor, en la campera del Negro está el teléfono, dámelo para que llame a los muchachos. Y vayanse ya, vos y tu amigo rájense de Buenos Aires si quieren llegar a más viejos de lo que son.
Pajarito fue hasta el otro cana, buscó en su campera y sacó el teléfono celular. Se lo dio al policía que seguía en el piso sin poder incorporarse. A continuación, Pajarito fue hacia donde estaban sus amigos:
—Vamos que en un minuto esto va a estar lleno de ratis.
Los seis salieron corriendo y cuando pasaban por el video, Lucrecia se detuvo un segundo mientras los demás atravesaban la puerta. Sólo quedaban ella, Ramiro y Santiago que la esperaron. Fue hacia la góndola de los estrenos y agarró una película.
—Dale, boluda, vamos —dijo Santiago.
—Vidas sin reglas —dijo Lucrecia mostrándoles la tapa de la película de Danny Boyle que se llevaba.
Ya estaban en la calle cuando Ramiro dijo:
—El título original es mejor: A Life less ordinary. Se tendría que llamar Una vida menos ordinaria.
Lucrecia lo escuchaba como si estuvieran en una mesa de Sócrates o de Boquitas Pintadas. Ese diálogo a Santiago le resultó mucho menos real que lo ocurrido dos minutos antes. Y a pesar de las circunstancias y de que ya estaban todos en sus autos y mientras salían a toda velocidad, Santiago —que no sabía inglés— se imaginó en esa esquina de videoclub diciendo de manera definitiva:
—«Ordinary» no se traduce como «ordinaria» sino como «común». El título correcto sería «Una vida menos común».