15 - Haciendo negocios

I

—Esto ya dejó de ser una cuestión tuya, ahora es de todos nosotros.

Habían tomado mucha cerveza Guinness. Muchísima. Y aunque estaban acostumbrados a la cerveza (la única bebida alcohólica que tomaban) ya había más de uno que estaba mareado, de modo que cuando Rodrigo I dijo que era un problema de todos, Rodrigo II y Gonzalo IV movieron afirmativamente la cabeza pero en realidad era un rictus, un estertor de sus cabezas llenas de alcohol. Gonzalo II mostró, por enésima vez en esa noche de viernes, su herida de guerra.

—Este corte —dijo señalándose debajo del ojo izquierdo— me lo voy a cobrar.

—¿El tenista sería amigo de él o un tipo que pasaba? —preguntó Gonzalo III.

—Eso es lo de menos, la culpa es de ese Santiago así que ahora es contra él y no sólo por Raúl —insistió Rodrigo I.

—Miren, muchachos, yo ya no quiero saber nada. Hoy la eché del departamento y no quiero saber nada de nadie.

—Despertá, Raúl, despertá. Ese tipo te cagó la mina, te cagó la vida, los hijos que pudiste tener, el futuro, te arruinó todo, se la mandó a guardar y vos te conformas con los dos golpes que le dimos —dijo Rodrigo I.

—Y eso que a Rodrigo no le pegaron como a mí, miren cómo tengo el ojo —Gonzalo II se señaló otra vez la cara.

—Sabemos dónde vive. Hay que ir a buscarlo —dijo Rodrigo I.

—No va a ser la primera ni la última —dijo Gonzalo I—. ¿Se acuerdan del gronchito de Pirámide?

—Una cucaracha, la pisamos como se merecía —rememoró Gonzalo II.

—Por eso, Raúl, esto no lo podemos dejar así —dijo Rodrigo I.

—Conmigo no cuenten. Vayan ustedes —Raúl llamó a la moza y le hizo el gesto de una vuelta más de Guinnes para todos.

—Que vengan los que quieran, yo voy —dijo Rodrigo I.

—¿Y si se aparece de nuevo José Luis Clerc? —preguntó Gonzalo III.

—Esta vez no va a haber sorpresas. Nosotros vamos a llevar bates de béisbol. Tengo suficientes en casa para todos nosotros —dijo Rodrigo I.

—¿Y le vamos a pegar hasta que sangre y se retuerza de dolor? —preguntó con una sonrisa golosa Gonzalo II.

—Lo vamos a batear hasta que no respire.

Home run! —gritó Gonzalo III y todos se rieron menos los que ya estaban apoyando su cabeza sobre las cascaras de los maníes.

II

Santiago corrió a buscar un vaso de agua mientras Simone le abría la camisa y los demás lo apantallaban, salvo Celia que se había refugiado en la cocina. Santiago le pasó el vaso a Julián que se lo pasó a Marcela que se lo dio a Simone que intentó hacérselo tomar a Pajarito.

Volvió a la cocina. Su madre, absurdamente, se había puesto a lavar unos vasos. Él se apoyó contra la heladera y esperó. Sabía que no tenía que preguntar nada.

—Ese hombre es Pajarito.

—Ya lo sé, es amigo de don Jorge, el papá de Marcela.

—Hijo, me vas a matar de un ataque al corazón. Me traes sin avisar a Lucrecia y acto seguido lo haces aparecer a Pajarito.

—Lucrecia vino en carácter de amiga de Marcela.

—Marcela es la chica casada con la que andas.

—Se separó.

—Y es amiga de tu exnovia.

—Es alumna de ella y se hicieron amigas o algo así.

En ese momento entró Julián con el parte de guerra.

—El hombre se está recuperando. Pero repite «Celita, Celita» con voz trágica.

La madre se secó las manos.

—Es un actor. Siempre le gustó hacer tragedias. Anda, mi amor, anda y después contanos qué hace.

Julián salió raudo hacia el living a cumplir con su misión.

—A Pajarito lo conocí hace como veintipico de años, después de separarme de tu padre, en unos carnavales de Comunicaciones. A los dos nos gustaba bailar tango. Nos veíamos todos los sábados en el Salón Rodríguez Peña y para mí era un orgullo que el mejor bailarín guardara todos sus pases para mí. Pero la milonga era lo único que compartíamos. A él no le gustaba hablar de su vida y, cuando yo sugería vernos en otro lugar, él ponía excusas. Así pasamos más de un año. Un día conocí al papá de Eva y decidí dejar la milonga. Ni me despedí de Pajarito. Él jamás me había pedido una dirección ni un teléfono, ni me había dado ningún dato suyo. Lo nuestro eran el arrastre con voleo, el ocho y no mucho más. Pero yo me había ilusionado con que fuera más.

En eso volvió a entrar Julián.

—El señor ya está recuperado. Abrió los ojos y tomó bien el agua.

—¿Y qué hace ahora, corazón?

—Lo mismo que los demás, están callados escuchando lo que vos decís.

III

Había demasiadas cosas para decirse y demasiada gente. Sólo Celia y Pajarito parecían dispuestos a hacer públicas sus explicaciones y se pusieron a hablar delante de todos. Marcela y su padre, en cambio, salieron a la calle. Los intimidaba la presencia de tanta gente alrededor. Caminaron por las calles aledañas. Marcela fue la que habló primero. Le contó de Santiago pero sin entrar en demasiados detalles. Su padre tampoco los pidió.

A su turno, Simone le confesó sus robos, su sociedad con Pajarito y su relación con Ana. Eran demasiados datos para Marcela. Imposible asimilarlos todos. En su cabeza había espacio nada más que para Ana. No podía dejar de sentir cierta furia al pensar a su padre con esa chica. Él podía robar, mentir, estafar, incluso podía engañar a su madre pero ella sentía que al haber incorporado a esa chica a su vida la había traicionado también a ella. Apenas escuchó a su padre cuando le contó el episodio en el hall central de Constitución.

Volvieron al departamento de Santiago. Todos parecían estar esperándolos con ansiedad. Lucrecia se puso de pie.

—Resolvimos dividirnos —dijo Santiago—… Los varones nos quedamos en este departamento y las mujeres van a pasar la noche a lo de Lucrecia. Esto por hoy, mañana vemos cómo seguimos.

—Espero que sigamos vivos —dijo Julián, que estaba enojado por la cantidad de gente que había en el departamento y porque no lo dejaban tranquilo para poder seguir profundizando sus conocimientos sobre sistemas informáticos.

IV

De usar la computadora, ni hablar, ni siquiera ver televisión. Estaban todos muy cansados como para estirar demasiado esa sobremesa. En el sofá iba a dormir Simone. A Pajarito le hicieron una cama en el suelo con almohadas y almohadones. Julián y Santiago iban a dormir en la habitación de la planta alta.

—¿Me podes decir qué hacemos con estos viejos yéndonos a dormir tan temprano? —dijo Julián cuando llegó arriba.

—No jodas, Julián, crece. No se puede estar todo el día con la maquinita.

—No se puede ver tele, no se puede hacer nada. Me aburro y no tengo sueño.

—¿Por qué no haces como yo y lees un libro?

—No me gusta leer, me aburre.

—Juliancito querido, miralo de esta manera. Esos señores de ahí abajo, además de que uno puede ser mi suegro y el otro pudo ser el padre de un hermano que no tuvimos, además de todo eso, nos están ofreciendo la oportunidad de vivir una aventura. Hoy es la noche previa a esa aventura y si hubieras leído Enrique V de Shakespeare sabrías que en las jornadas previas a la gran batalla se vive una tensa espera. Y no una espera maricona, quejosa, polleruda, infantil como la que estás planteando vos. Así que, querido Julián, yo voy a ir hasta la biblioteca y te voy a elegir un libro que sé que te va a gustar. Lo escribió un amigo mío y es muy bueno. Te pones a leerlo mientras yo releo Enrique V y los dos disfrutamos de una tensa espera. ¿Te parece?

—Ok, traelo.

Santiago se levantó de la cama y fue hasta la biblioteca de abajo. Volvió con un ejemplar de El sistema de huida de la cucaracha, de Gonzalo Carranza. Julián lo agarró, miró el libro, y antes de ponerse a leer durante dos horas, comentó:

—Tiene nombre de jugador de rugby.

V

Lucrecia había preparado té para las cuatro. También había puesto unas galletitas en la mesa pero ninguna las había probado. Marcela miraba el departamento con admiración y algo de envidia: pósters de museos de arte moderno, sillones de estilo, luces dicroicas en todos los ambientes y hasta un desayunador al estilo americano.

Mientras las demás terminaban su té, Lucrecia se levantó y fue a la habitación. Apareció con unas sábanas y frazadas.

—Este futón es de dos plazas y la cama del cuarto también. Así que con esto nos arreglamos.

Fue a abrir el futón. Marcela y Ana se apuraron a ayudarla. En cambio Celia se quedó en su silla, mirándolas a las tres con una sonrisa levemente irónica. Lucrecia volvió a la habitación y apareció con dos camisones, uno celeste de corte clásico y otro más adolescente, blanco con dibujos.

—Fijate, Ana, cuál te gusta más. Son los dos horribles.

—Por mí no hay problema.

—Ella es un poco más menuda que vos —dijo Marcela.

—Justamente, tengo ropa de cuando era menuda como ella para usar tu generosa terminología. O sea, Ana, ropa que ya no me entra y que a vos te va a ir bárbara así que ahora fíjate qué camisón querés y mañana vemos el resto.

Ana y Lucrecia terminaron de armar la cama en el futón. Ahí se iban a quedar Ana y Celia. En la habitación iban a dormir Lucrecia y Marcela. Después de que Celia fuera a cambiarse de ropa al baño, Marcela hizo lo mismo, se puso su remera larga de dormir y luego entró a la habitación. No dejaba de resultarle perturbador tener que compartir la cama con la que había sido la novia de Santiago. Lucrecia parecía no ser consciente de la situación o no le interesaba para nada. No se había ido a cambiar al baño sino que se había quedado en bombacha y corpino mientras acomodaba en el placard la ropa de cama que había sacado de más. Marcela, ya acostada en la cama, no podía dejar de mirarla, de pensar que Santiago alguna vez había tocado y besado esas tetas y ese culo que ahora Lucrecia exhibía ante ella. Cuando terminó de acomodar la ropa en el placard, se sacó el corpino y buscó el camisón que había dejado en una silla. Lo dio vuelta porque estaba del revés y cuando iba a ponérselo encontró la mirada de Marcela sobre sus tetas. Ni Marcela pudo disimular su mirada ni Lucrecia disimular que la había descubierto.

—Discúlpame, estaba pensando en que vos habías sido novia de Santiago.

Lucrecia se sonrió pero se había puesto colorada. Marcela también sentía que se estaba poniendo roja.

—No sé qué estarías pensando, te aclaro que entonces todo era un poco más menudo y más alto —dijo y Marcela se rió. En realidad se rió para que pareciera que se ponía colorada de la risa.

Lucrecia se metió en la cama. Apagó la luz del velador y se acomodó dándole la espalda. Marcela iba a leer aunque le pareció que a Lucrecia tal vez le molestaría la luz encendida, así que también apagó su velador y se acomodó primero boca arriba y después de costado, mirando hacia la espalda de Lucrecia. Era su primera noche sin Raúl, la primera de todas las noches que estaría sin él. Porque estaba segura de no querer volver. Quería dormirse pero no podía, pensaba en Raúl, en las cosas que les habían pasado, en el hijo que no habían tenido, en Santiago, en todo lo que tenían para compartir, se imaginaba viejita, a su lado, sentados en mecedoras, leyendo cada uno un libro y Santiago moviendo la cabeza negativamente y listo para decir algo en contra de algún escritor argentino; pensaba en Raúl y en todas las atenciones que tenía con ella, en las veces que se habían quedados despiertos hablando del hijo que querían tener y que invariablemente terminaba con un polvo; pensó que hubiera sido mejor haber tenido un hijo por más que ahora lo hubiera llevado como un problema, porque con un hijo le hubiera quedado algo de su relación, en cambio así, en diez años o tal vez en menos, Raúl iba a ser sólo un recuerdo evanescente. Había que tener un hijo con cada hombre, como la mamá de Santiago. Si Lucrecia y Santiago hubieran tenido un hijo, ese nene tendría ahora seis años, iría a la primaria y ellos dos se seguirían viendo al menos una vez a la semana y hablarían del nene y estarían juntos en las fiestas patrias y demás actos de la escuela; no tendrían que buscar excusas estúpidas como ahora para encontrarse en el Boquitas Pintadas; ella se veía viejita con Santiago aunque tal vez no llegaran a viejos juntos, tal vez se separaran al año o a los diez años de estar en pareja y en veinte años también sería un recuerdo, tan pasado como lo iba a ser Raúl, a no ser, claro, que tuvieran un hijo, un hijo con Santiago, eso estaba bueno; y dónde estaría Raúl, durmiendo solo o emborrachándose con sus amigos, cómo pudo hacer lo que hizo, cómo pudo ser tan violento; con Santiago podían durar muchos años a no ser que Lucrecia se metiera en el medio porque si ella volvía a fijarse en él, Santiago iba a correr como un perrito a olerle la cola; ésa era la imagen: Lucrecia era una perra; estaba durmiendo con una perra que tenía a todos los perros de la facultad calientes detrás de ella; ¿le había mostrado las tetas a propósito, se había paseado en bombacha para que le viera el culo?, a la perra le gustaba jugar con fuego; se merecía que ella estirara la mano y la tocara, que estirara una mano y le tocara una teta, le masajeara una teta y ahí sí, Lucrecia no iba a saber qué hacer; si estiraba el brazo iba a alcanzar su cuerpo, no era difícil pasar la mano por debajo del camisón y encontrarse con su piel cuidada con cremas importadas; ¿alguna vez Santiago y Lucrecia habían deseado tener un hijo?, ¿tenía razón Santiago cuando le dijo que Lucrecia manipulaba a la gente?, ¿se desnudó para manipularla?, ¿la eligió como compañera de cama porque quería manipularla?, ¿qué diría Lucrecia si ahora acortaba los treinta centímetros que las separaban?, eso era lo que tenía que hacer, acercarse, tomarle las tetas o meterle una mano entre las piernas y decirle al oído «conmigo no vas a jugar, perra»; no iba a jugar con ella como jugaba con Santiago o con Ramiro o como Ana lo hacía con su padre y con el otro hombre, ellos también eran perritos y Ana una perra, callada y tímida como eran las perras más perras, con esa cara de nada hasta cuando estaban en celo; Santiago y Ramiro se dejaban vencer por el cuerpo de Lucrecia, por la actitud de ese cuerpo ante los otros cuerpos; ella sabía muy bien cómo hacía Lucrecia para tener a los perritos alrededor de ella, mordiéndose hasta matarse para tener el derecho de poder montarla; y ella, ahora, la tenía ahí, después de haber terminado su show de bombacha Caro Cuore y tetas todavía altas y generosas, generosas como tetas de nodriza, como las tetas de esas actrices italianas de los años cuarenta. Tenía que acercar su mano, apretarle las tetas, pelliscárselas hasta hacerle doler.

Marcela fue moviendo su brazo sobre la cama, lo arrastraba como una víbora, igual de silenciosa. Llegó a donde comenzaba el cuerpo de Lucrecia, tocó levemente la tela de su camisón y se quedó dormida así, casi tocándola.

VI

A la mañana siguiente, Celia se fue temprano del departamento. Dijo que iba para el mercado a comprar lo que necesitaba para cocinarles a todos ese mediodía.

Las tres chicas llegaron al departamento de Santiago cerca de las doce. Marcela había hecho otro descubrimiento y era que Lucrecia tenía auto. No solía usarlo los días de semana pero sí los sábados. Ana se probó la ropa de Lucrecia y le quedó perfecta. Ante el éxito del talle, Lucrecia le ofreció un par de vaqueros ajustados, un vestido, remeras, juegos de ropa interior, un pullóver, calzado vario y una campera de jean. Se puso un vaquero, una remera de manga larga, unas chatitas y la campera. Cuando se vio en el espejo y se miró la cola dijo que quedaba muy caderona. Lucrecia se rió y le dijo que no se preocupara, que a ninguno de los presentes en la casa de Santiago les iba a molestar.

Celia ya estaba en el departamento de Santiago y había comenzado a cocinar. Julián miraba un partido de pelota vasca que daban en el canal de la televisión española y Santiago, Pajarito y Simone permanecían sentados alrededor de la mesa. Parecían estar terminando una larga conversación, tenían ese rostro cansado de haber discutido y revisado cientos de detalles hasta perder el sentido del conjunto.

—Usted no, Simone, esta vez déjeme hacer las cosas como yo creo que deben hacerse.

—Yo opino lo mismo que Pajarito —dijo Santiago.

—La cuestión es que no me vean a mí ni a usted que, no tanto como a mí, pero ya lo tienen visto.

—A mí no me conocen y no va a haber problemas. No va a haber problemas, ¿no?

—No debería haberlos. Yo ya hablé con ellos y me dijeron que si les mandaba a alguien de confianza, el negocio se hacía. Son gente de palabra y hacen esto seriamente. De todas formas, lo mejor va a ser que tengas apoyo, digamos, logístico. Necesitaríamos un auto y otra persona.

—Yo estoy con auto —dijo Lucrecia.

—Discúlpame, muchacha —la corrigió Pajarito—, sin intención de ofender al bello sexo, lo que necesitamos es un hombre.

—Yo tengo una persona de confianza que tiene auto.

—Entonces, llámalo y decile que venga, así le contamos los detalles.

Santiago llamó por teléfono a Ramiro y le pidió que fuera a su departamento. Que había un trabajo sucio para hacer que seguramente le iba a interesar. Ramiro le preguntó si iba a haber de nuevo golpes, así llevaba la raqueta y él le dijo que sí, que podía haber golpes.

—Si me hablas en serio entonces en vez de la raqueta llevo el nunchaco que es más efectivo.

—¿Lo sabes manejar?

—¿No sabes que soy cinturón marrón?

—Mira si me voy a estar fijando en la ropa que llevas.

Cortaron con la promesa de Ramiro de estar ahí en menos de una hora. Celia se asomó y dijo que pusieran la mesa, que casi estaba listo el lenguado «a la Paimpolaise».

—Yo creo que lo que están por hacer es una locura —dijo Ana.

—Va a estar todo bajo control —dijo Santiago.

—El muchacho que va a venir, Simone y yo vamos a estar vigilando para que todo salga bien.

—Los van a liquidar a los cuatro —dijo Marcela.

—Acá llega la comida —interrumpió Celia. Marcela seguía alterada y ya estaba por insistir con su idea cuando Lucrecia la tomó del brazo y en voz baja le dijo que se calmara. En voz más baja todavía le dijo que comiera rápido. Su voz fue casi inaudible cuando dijo «nosotras vamos a estar ahí para cuidar a estos irresponsables».

Sonó el timbre, era Ramiro. Santiago bajó a abrir y el muy sádico no le avisó nada sobre toda la gente que estaba reunida en su departamento, así que cuando entró y vio a Lucrecia y a Marcela y a tantas otras personas se puso muy serio.

—No te preocupes, mientras comemos el lenguado que hizo mi vieja te explicamos todo. Vení que te presento. A las dos que están ahí ya las conoces. Ahora le dicen Pili y Mili.

—¿Phili y Lili? —preguntó Ramiro que no había visto las películas de Palito Ortega, pero que no se perdía ningún capítulo de Rugrats.

El lenguado «a la Paimpolaise» se hace de la siguiente manera: se cortan en crudo los filets de cinco lenguados grandes. Se los pone en una olla en la que se habrá preparado un fondo de cocción con rodajas de panceta, zanahorias cortadas en juliana, tomates frescos y cebollas levemente verdes. Cuando los lenguados ya están medio cocinados se añaden unos 400 gramos de champiñones. Se sirven con coliflor gratinado.