I
Primero tenía que avisarle a Pajarito y a Ana lo que había ocurrido en su casa. Ahora él estaba tan en la calle como ellos. Si no fuera porque tenían a toda la Policía Federal buscándolos, hasta le hubiera resultado una situación agradable.
Llamó por teléfono a la pensión y cuando preguntó por Pajarito le cortaron. Volvió a llamar, preguntó primero por el nombre del hotel: era el número correcto; después preguntó por Pajarito y le volvieron a cortar. Llamó por tercera vez y la voz del otro lado reconoció la suya porque antes de que preguntara algo le dijo que ahí no estaba más Pajarito y que dejara de molestar.
No sabía qué hacer. Andaba con dos bolsos, uno con ropa y algunas herramientas, y otro con cocaína. Repasó en su memoria los bares que habían frecuentado Pajarito y él. Estaba seguro de que Pajarito lo esperaba en algún bar de la ciudad. Pajarito y Ana. Si bien era cierto que con Pajarito habían estado en muchos boliches, con Ana, los tres, habían estado en uno solo en Garay y Santiago del Estero.
Llegó al bar con la sensación de que entraba en una zona peligrosa. Miró hacia adentro y los vio a Pajarito y a Ana sentados muy serios. Se les iluminó el rostro a los dos cuando lo vieron. Pajarito llamó al mozo y pagó antes de que se acercara Simone.
—Vamonos de acá que estamos en un barrio prohibido.
Se subieron a un colectivo. Ana se sentó en un asiento individual y ellos se sentaron juntos. Simone había empezado a comprender que en los colectivos era donde estaban más seguros, era un territorio protegido al que no llegaba ningún peligro.
—Me imaginé que nos iba a venir a buscar.
—¿Y no se sorprende de que haya aparecido hoy en lugar de mañana a la mañana?
—Llamé a su casa y su mujer me insultó. Entendí todo al instante. Yo lo llamaba para contarle que nos habíamos ido de la pensión. Cuando volvíamos con Ana al hotel noté que había unos autos estacionados en la puerta que eran de la policía de civil. Así que llamé y pedí por mi habitación. Me cortaron. Nos habían encontrado. ¿Se da cuenta del peligro? Ya no hay hotel adonde podamos ir a parar porque a las pocas horas vamos a tener un auto de la policía en la puerta. Le digo algo: estoy confundido.
—Mire, Pajarito, yo sé quién nos puede ayudar.
II
Se despertó con la boca reseca y náuseas. Se movió y pudo sentir cada uno de los doscientos seis huesos que tenía.
—Me voy a morir —dijo, pero la voz le salió tan rara que parecía decir «me voy a Madrid».
—Vos no te vas a ningún lado —le dijo Ramiro—. En la cocina hay café y más Ibupirac. También hay una botella de whisky pero no te recomiendo el whisky en ayunas.
—Me salvaste la vida.
—La amistad de los poetas es lo mejor de la poesía, Alberto Vanasco dixit.
—Te voy a pedir que no me recites nada.
—Lástima, porque te escribí un poema.
—Ay, estás más trolo que Perlongher. Me duele todo. ¿Dónde está el baño?
—Escucha: «Yo, por el contrario, he visto a los mejores espíritus de mi generación salvarse milagrosamente de la locura y de la infamia, del alcohol y de las drogas, de la estupidez y del suicidio, del olvido y de la incertidumbre y de todas las otras plagas que de vez en cuando acaban con nosotros».
—Ese poema es de Vanasco, boludo.
—Intertextualidad. Escucha: «Los he visto salvarse entre el amor y el desprecio, entre el arrojo y la indiferencia, asidos al marxismo y al psicoanálisis, a las mujeres y a los libros, en noches inexplicables, en días velocísimos, esforzados en escuchar el latido apagado de la tierra, el estrépito de la sangre, las estridencias de los sueños».
—Se llama «Hurra».
—«Los he visto en plazas incendiadas, en los muelles abandonados aunque no para siempre, en las escalinatas del Congreso, en Lavalle a la salida de los cines y en redacciones desbastadas, los he visto en sótanos repletos de humo y de palabras, en cuartos desmantelados y en celdas fraternales.
»Los he visto salvarse de la soledad y del cinismo: pero pienso que si alguien se salva es para algo.
»Los sigo viendo ahora, un poco pálidos de porvenir, cuadrados de mandíbulas, flacos de ocasiones, empedernidos en su tiempo, dura, inexorablemente inclinados hacia la vida». ¿Qué te parece?
—Muy lindo, ya lo conocía. Me estoy meando. ¿Dónde está el baño?
III
Cuando llegó al departamento casi no sentía dolor. Le habían hecho bien esas pastillas que le había dado Ramiro. Antes de entrar practicó su mejor sonrisa para que no se asustaran: tenía hinchados el labio superior y una ceja, y su aspecto general era el de un boxeador que había perdido por paliza. Abrió la puerta y el primero que lo vio fue su hermano que había levantado la vista de la computadora. Pegó un grito como si estuviera viendo a Freddy Kruger. Santiago le hubiera dado con gusto un golpe en la cabeza, pero había decidido mantener su sonrisa. Su madre salió de la cocina y su cara se transformó en horror.
—¿Qué te hicieron, hijito?
—Nada, una paliza. Ya estoy bien. No tengo ningún hueso roto ni heridas internas. Lo más grave es lo que están viendo.
La madre le revisó la cara milímetro a milímetro. Analizó cada herida, cada moretón y concluyó:
—Te voy a preparar una copa de vino caliente con especias que es bárbaro para dolores y heridas —le dijo y se fue para la cocina.
—Cómo le habrás dejado los puños a esos tipos —dijo el hermanito.
—Con vos tengo que hablar. Ya entras a Filo y le devolvés la nota a Ramiro, la nota que cambiamos.
—Imposible, no puedo.
—¿Cómo que no podes?
—No sé, no puedo entrar a ningún sistema. Estoy haciendo algo mal.
—Mira, enano, mejor que puedas y que le pongas un diez a ese tipo porque es el que me salvó la vida.
—The Patrol tiene razón, no hay que tocar nada. Voy a ver qué puedo hacer. Lo que puedo hackear es el username y el password para entrar al sitio de Playboy. Si te interesa, es tuyo.
—¿Hay algo de Jenny McCarthy?
—Hay.
—Después hablamos.
IV
Encontrar la Facultad de Filosofía y Letras les costó más de lo que Simone creía. Se habían bajado en Primera Junta y tardaron más de media hora en ubicar la vieja fábrica reciclada. Había mucho movimiento de gente joven que entraba y salía.
En realidad, Simone no estaba seguro de encontrar a su hija ese día en la facultad. No sabía qué días iba ni tampoco en qué horario cursaba. Se preguntaba si ella estaría anímicamente en condiciones de ir a estudiar. Entraron al edificio como un profano pondría los pies en La Meca. Ninguno de los tres se sentía cómodo en ese ambiente de gente fervorosa y tan joven. Ni siquiera tenían idea de si se podían quedar ahí o si sólo podían entrar los estudiantes.
—¿Qué hacemos, don Jorge? ¿Preguntamos a alguien?
—¿Vos qué opinas, Ana?
—No sé, es mucha gente para que se conozca entre sí. ¿No habrá alguna oficina que indique dónde estudia cada alumno?
Ana se acercó a un muchacho y le preguntó si había una oficina así. El muchacho dudó y después de pensarlo un buen tiempo dijo que el único lugar que podría a llegar a saber, pero que él creía que ni siquiera ahí, era la oficina de alumnos en el primer piso y ya había cerrado.
Pajarito propuso ir al bar de enfrente y esperar hasta que ella saliera. Simone, en cambio, tenía miedo de que hubiera otra salida y de que no pudieran verla. Se quedaron ahí parados. Simone les dijo que se fueran a un bar, que él se quedaba observando, pero ni Ana ni Pajarito quisieron irse. Estaban en esas especulaciones cuando Simone divisó a su hija subiendo una escalera desde el subsuelo. Venía con otra chica parecida a ella y con un muchacho que tenía la cara golpeada. Muy a pesar suyo, se le llenaron los ojos de lágrimas. Se contuvo. Cuando la abrazó no lloró, pero ella sí.
V
Santiago había llegado a la facultad unas horas antes. Sabía en qué aula debía estar Marcela y fue directamente. La vio sentada en primera fila tomando apuntes. Ella lo descubrió en la puerta y poco faltó para que gritara como su hermano. Dejó el cuaderno y salió a su encuentro.
—¿Qué te pasó? —le dijo a la vez que le tocaba suavemente la cara.
Él le contó lo ocurrido, la aparición providencial de Ramiro y de cómo los rugbiers se fueron sin terminar su faena. Marcela había dejado de escucharlo y sólo se permitía tocarle la cara y acumular odio contra Raúl. Ni siquiera acusó recibo sobre el hecho de que Ramiro le hubiera salvado la vida.
Ella le dijo que Raúl la había echado de la casa. Santiago le propuso ir al bar. Marcela agarró sus cosas y se fueron a Boquitas Pintadas.
Cuando llegaron a la planta baja, ella lo tomó de la mano. Era la primera vez que se tomaban la mano en un lugar que no fuera el pasillo de un albergue transitorio. Y si la vida adquiría sentido con un gesto, con una caricia, esa mano en su mano llegaba para decirle a Santiago que todo estaba bien: que no importaban ni la paliza, ni los años perdidos, ni los desencuentros si eso culminaba en poder bajar al subsuelo de Filo de la mano de ella.
Marcela insistió en saber qué había pasado y él volvió a contarle la historia pero quería quitarle dramatismo. Había sobrevivido sin ningún hueso roto y, en cambio, le habían dado una historia para relatar desde entonces hasta que se muriera. Insistió en el papel heroico de Ramiro aunque temía que valorizarlo demasiado le jugara en contra. Al fin y al cabo ese desgraciado se estaba curtiendo a Lucrecia, la mujer que alguna vez lo había rechazado a él para siempre.
En cambio, Santiago se limitó a saber lo que Marcela quería contarle de su separación. Ella no entró en demasiados detalles.
—¿Vas a volver?
—Me echó, qué voy a volver.
—En mi depto está mi familia pero te podes quedar.
—No, eso lo resolví —hizo un silencio, Santiago sospechó algo raro, ¿iría a la casa de Ramiro?—. Hoy me encontré con Lucrecia y me ofreció que me quede en su casa por un tiempo.
Bastaba que uno pensara algo malo para que ocurriera algo peor.
—¿Con Lucrecia? ¿Estás loca? ¿Están locas?
—Santiago, no tiene nada de malo.
—Es mi ex.
Santiago argumentó que la actitud de Lucrecia formaba parte de sus manejos típicos para controlar la vida de todos. Hasta llegó a decir que andaba con Ramiro porque era su amigo. Para cambiar de tema, Marcela le comentó que no tenía plata, que no sabía qué hacer. Si volver a su departamento o llamar más tarde a su casa y hablar con su padre.
—¿Qué hiciste con el libro que te regaló tu viejo?
—Lo tengo en un bolso en lo de Lucrecia.
—¿Y vos decís que tenés problemas de guita?
—¿Qué querés decir?
—Plata, hacelo plata. Con ese libro tenemos para vivir seis meses y nos sobra para comprarnos los seis tomos del diccionario de Corominas.
—¿Vos querés que vaya presa? Todo el mundo sabe que es robado.
—Yo te puedo asegurar que un coleccionista no te va a denunciar y te lo va a pagar muy bien.
—Es un regalo de mi papá.
—Tu viejo te lo regaló sin tener idea de lo que te daba. Si lo que te interesa es el libro, yo te compro la edición de Emecé y listo.
Tal vez hubieran seguido discutiendo al respecto unas cuantas horas más si no hubiera aparecido en ese momento Lucrecia. Venía cargada de carpetas y con el rostro cansado. Cuando lo vio a Santiago con el rostro lastimado puso la cara de horror a la que él ya se estaba acostumbrando.
Lucrecia amagó a irse y dejarlos solos, pero Marcela insistió en que se quedara. Era más de lo que Santiago estaba dispuesto a soportar. Creía que Lucrecia podía tirar abajo su relación con Marcela. Le gustaba estar con Lucrecia y le gustaba estar con Marcela, aunque juntas no sumaban sino que iban restándose mutuamente.
Cansado de la situación insistió en salir de la facultad. Marcela le dijo que estaba muy cansada y que prefería irse con Lucrecia al departamento porque quería bañarse y acostarse temprano. Lucrecia se apuró en invitarlo y él se apuró todavía más en rechazar la invitación. Igualmente las iba a acompañar hasta la parada del colectivo.
Subieron a la planta baja. Era la hora de intercambio entre los alumnos que salían de sus clases y los otros que entraban. Como en esas películas donde el contexto queda fuera de foco y sólo una figura se ve nítida, así Marcela vio a su padre, su rostro flaco, vestido con su campera de corderoy, levemente encorvado, con un bolso en la mano. Tardó unos segundos en tomar conciencia de que la visión no se ajustaba al lugar en el que se encontraban. Por un momento pensó que su padre se iba a poner a llorar. Lo vio débil y le vinieron ganas de abrazarlo. No sabía lo que pasaba aunque lo presentía. Los detalles eran una banalidad.
VI
Había protagonistas y personajes secundarios. Los protagonistas estaban en el centro de la escena y se abrazaban. Detrás de Simone estaban Pajarito y Ana; detrás de Marcela, Lucrecia y Santiago. A esa altura del abrazo o de las circunstancias, los cuatro restantes ya sabían que formaban parte de la misma historia. Eran como los padrinos de un duelo o de una boda, personajes secundarios pero sin los cuales la ceremonia no puede seguir.
Como si recibieran la orden de un director teatral los cuatro dieron un paso hacia donde estaban Marcela y Simone.
—Ellos dos, Pajarito y Ana, son dos personas muy importantes en mi vida. Los conocí después de que me echaron de la fábrica y si no fuera por ellos me habría hundido o seguiría muerto en vida. Ahora los tres estamos en problemas. Es una historia larga. O mejor dicho, son varias historias que culminan en una. Pero ahora nuestro mayor problema es que no tenemos dónde ir y…
Santiago los convenció para seguir charlando en su departamento y ver ahí qué hacían. Propuso tomar un par de taxis, pero Pajarito insistió en tomar un colectivo. Lucrecia no sabía qué hacer pero Marcela le pidió que los acompañara. Los seis se subieron al 103 y viajaron callados hasta llegar al departamento de Santiago.
—Yo vivo solo —contó al subir por el ascensor como para llenar los silencios que se producían— aunque en estos momentos están viviendo temporalmente mi madre y mi hermano menor. Igualmente no nos van a molestar para hablar. Acá vamos a estar tranquilos.
Abrió la puerta. Su hermano estaba viendo la tele y su mamá leía una novela que había tomado de su biblioteca.
—Hola, vengo con gente, ma.
Pasaron Marcela, Ana, Lucrecia y Simone que se iban acomodando uno muy cerca del otro en ese living diminuto. Todos saludaban con un gesto a su madre que les respondía de la misma manera, salvo con Lucrecia. La madre la miró sorprendida y ella le respondió con una sonrisa. Se habían visto algunas veces hacía muchos años atrás, cuando Lucrecia salía con su hijo. Santiago le hizo un gesto a Pajarito para que pasara y él a su vez, caballerosamente, le cedió el paso. Santiago insistió y Pajarito se resignó a pasar. Santiago no había cerrado la puerta cuando oyó la voz de su madre unos cuantos decibeles más alto de lo esperado.
—Pajarito, ¿qué haces acá?
—Celia, ¿sos vos, Celia? Sos vos.
Y como en una mala película, la mamá de Santiago se dio media vuelta y se dirigió a la cocina, mientras Pajarito se tomaba el pecho y caía desmayado o le pasaba algo razonablemente parecido.