Mayo 1996
I
¿Ustedes creen que yo entré a la Facultad de Filosofía y Letras para convertirme en estos despojos de crítico literario? ¿Que ése era mi objetivo? Están muy equivocados. Yo me anoté en la carrera de Letras por la misma razón que vos, por la misma razón que todos nosotros: porque nos gustaba leer por sobre todas las cosas, porque escribíamos o queríamos animarnos a escribir, porque cuando veíamos en cine la adaptación de un libro siempre sospechábamos que la novela debía ser mejor, porque nos encantaba pasar tardes enteras, noches maravillosas, mañanas llenas de sol o de lluvia en compañía de García Márquez, de Patricia Highsmith, de Bocaccio o del Cieguito, porque nosotros éramos a los que nuestros amigos miraban con desconfianza cuando en las vacaciones de la adolescencia llegábamos a la playa con un libro de Dostoievski, porque no podíamos salir de casa si no llevábamos una novela en la mochila o en la campera, porque nos doblábamos como contorsionistas para averiguar qué catzo estaba leyendo el tipo que iba sentado delante nuestro en el colectivo, porque cuando alguien nos preguntaba qué queríamos que nos regalaran pedíamos siempre un libro, porque sentíamos que nuestro corazón se aceleraba si nos cruzábamos en algún lugar con alguien del sexo opuesto con un libro en la mano que nos había gustado, porque sabíamos quién era Sartre y que los escritores cogían mucho, y vivían muchas aventuras, y tenían opinión sobre todo, y ponían el pecho a las balas y podían escribir los versos más tristes en cualquier momento. Por eso entré a estudiar Letras.
II
El texto continuaba con una historia más concreta: cómo Santiago había hecho el CBC en el ’85, la llegada a la facultad al año siguiente, la primera clase de Viñas, algunos chismes sobre Teoría y Análisis Literario I con Pezzoni y Panesi, la represión policial en una clase pública de Lingüística en el segundo cuatrimestre.
El artículo se lo habían pedido en la V. Hartos de que siguiera pegándole a todo escritor argentino que anduviera publicando (salvo dos o tres excepciones), le habían pedido que escribiera unas memorias sobre su paso por la facultad en la segunda mitad de los años ochenta, a ver si así, al menos, se dejaba de molestar. En principio, a Santiago le había gustado la idea pero una vez escrito, el resultado no le convencía. Tal vez porque después de un primer párrafo más o menos convincente, se había dedicado, una vez más, a criticar a sus profesores y no iba a lo realmente interesante en esos años que era su ciclotímico noviazgo con Lucrecia.
Releía en la computadora lo escrito y le producía náuseas. Salvó el texto pero con ganas de borrarlo y le cedió su lugar en la silla a Julián que quería conectarse a Internet. Su hermanito habló como quien no quiere la cosa.
—Che, Santi, te felicito, te sacaste un ocho en Literatura Latinoamericana.
Santiago lo miró sin entender. Julián insistió y él le preguntó cómo sabía qué materia cursaba y si se estaba dedicando a hacer vaticinios.
—Vení, mira.
Santiago se acercó a la pantalla y vio unos listados que no entendía demasiado hasta que reconoció su nombre y al lado un «8».
—¿Qué es esto?
Julián no cabía en su cuerpo.
—Esto es mi primer sistema, el primero al que puedo ingresar de manera completa. Son tus notas, hermanito. ¿Querés que te ponga un diez?
—¿En serio me decís? Para, boludo, te van a descubrir y vas a ir preso.
—Imposible, inventé un usuario de nombre femenino que puede modificar todo lo que quiera y que es imposible de rastrear. Pero para ser sincero, la recomendación de los que entienden es que no hay que modificar nada. Pero si querés te puedo poner un diez.
—No te puedo creer. ¿Y podes leer todo lo que quieras?
—Lo que esté en el sistema, sí.
Entonces le pidió que buscara las notas en esa misma materia de Ramiro y Marcela. Unos segundos más tarde estaban viendo las notas del práctico de Lucrecia. Los dos también tenían un ocho. «Qué raro —pensó Santiago—, si Ramiro me dijo que le había ido como para un diez. Es un creído, seguro que lo dijo para presumir con Marcela».
—¿Te puedo pedir que modifiques una nota? Una sola nota. A ese Ramiro ponele un dos.
III
¿Por qué le había mentido? No, en realidad, no había querido mentirle sino explicarle algo que era muy importante para él. Pero dijo:
—Me avergüenza decirte esto pero soy, era, virgen, casi virgen bah, no exactamente.
Lucrecia había abierto los ojos como un buho mientras se limpiaba la boca.
—¿En serio sos virgen?
Bueno, en realidad no era virgen. En su pasado sexual había algunas chicas pagadas y tres chicas levantadas en sucesivos veranos y que lo habían llevado a la playa, a un auto y un departamento poblado de otras parejas, sucesivamente, aunque no habían sido más que la calentura del momento. Al día siguiente se olvidaban mutuamente. Lo que él le quería decir era que se trataba de la primera vez que estaba teniendo sexo en serio (si es que a una fellatio se la podía definir así) con una chica, en fin, con una mujer, que le despertaba un sentimiento que podía definirse como amor. Dio una muy tartamudeada explicación que intentaba aclarar estos puntos pero Lucrecia parecía dispuesta a no incorporar ningún dato y quedarse con la primera frase.
—Así que eras virgen —le dijo con la sonrisa que tiene un gato después de haberse comido el ratón. Él trató de empezar de nuevo la explicación, ella tomaba su cognac y lo miraba sin escucharlo. Lo llevó a la cama y lo desnudó. Ella lo miró con ojos extasiados, se sacó la ropa y dejó a la vista un cuerpo de tetas generosas. Tenía la piel cálida y perfumada. Y cómo besaba. Ni en esas circunstancias podía dejar de pensar en términos literarios. Siempre se había imaginado una especie de Julian Sorel pero ahora se daba cuenta de que era Andras Vajda y que, finalmente, había encontrado la mujer madura para dejarse caer en sus brazos.
IV
¿Hay algo peor que recibir malas noticias en estéreo? Así le había ocurrido a Santiago. Primero fue Lucrecia. Se habían encontrado de casualidad en Boquitas y se la había llevado a Platón. Estaba muy linda con sus anteojos y su ropa de bajo perfil. Le gustaba más ahora que cuando se la cruzó en Cosmopolitan. Se parecía a la chica que había compartido con él la almohada en oscuros hoteles de la ciudad, cuando todo estaba por hacerse. Santiago debía cuidarse de la nostalgia como de una enfermedad venérea. Su salvación era Marcela, sin duda. Aunque le resultaba muy atractivo pasearse por los abismos de la seducción que le despertaba su ex. Hubiera dado diez años de su vida por una hora con ella en una cama.
¿Eso era amor? Probablemente sí, pero también estaba dispuesto a dar veinte años de su vida por media hora con Pamela Anderson y jamás se le hubiera ocurrido decir que eso era amor.
En fin, treinta años de vida menos por una hora y media. Iba a morir joven, no lo dudaba.
—Yo sé que me voy a morir joven —dijo—. Soy un poeta maldito, un intelectual víctima de la incomprensión general, un escritor genial que no va a dejar obra de ficción. Yo sé que me van a llorar.
—Tus acreedores te van a llorar. Y los integrantes de la Comunidad Homosexual Argentina.
—¿Sabías que estoy escribiendo mis memorias? Las voy a publicar en la revista.
—¿En Cosmopolitan?
—No, tontita, en la revista cultural, ésa que te pone la piel de gallina y les hace doler los huevos y los ovarios a tus amiguitos de la academia.
—Le podes poner de epígrafe una frase de Woody Allen que es perfecta para vos: «Me separé de mi primera mujer porque era tan infantil que me hundía los barquitos de la bañera».
—Muy gracioso. Prefiero el chiste del comienzo de Annie Hall.
Lo bueno de encontrarse con una ex es que uno puede perderse mirándola a los ojos sin tener que dar explicaciones. Así estaban ellos y pasaban de las películas a algún libro o algún autor que habían descubierto. Santiago quería evitar hablar de la carrera académica de Lucrecia porque sabía que no iba a poder contenerse y le diría lo que realmente pensaba de la facultad, de los profesores de las cátedras progres, de los arribistas, de los loros que repetían lo que decían los cuatro tarados de turno que manejaban los suplementos culturales y así sucesivamente. Mejor hablar de temas personales. Así que le contó lo de Marcela. Desde que se habían conocido en Griego I hasta la locura actual, de mujer casada y marido rugbier. Siempre se había sentido cómodo hablando con Lucrecia y ahora le contaba esta historia con cierto placer morboso, no porque imaginara que ella podía tener celos, muy lejos de eso, sino porque le demostraba que él estaba vivo, que había vida después de ella.
—Ay, Santi, cómo te gustan los problemas. Bah, yo no puedo hablar. Voy a ir presa por perversión de menores.
—El que se acuesta con chicos, ya sabes.
—Sí, sabes que sí. Pero no lo puedo evitar. Este chico me pegó fuerte. En Estados Unidos iría presa por acoso sexual.
—¿Qué? ¿Es alumno tuyo?
—Ajá.
—¿Del práctico de Latinoamericana?
—No te tendría que contar.
—¿Lo conozco?
—Ajá.
—Se me ocurre una persona pero no creo.
—Sí, es él. La otra vez me habló como una hora de vos. Te admira, sos una especie de padre putativo y nunca tan válida la palabra.
—¿El… idiota de Ramiro?
—No es ningún idiota.
—Es… casi tira tu carrera por la borda. Se cree que sabe de literatura.
—En eso es como vos, por eso te admira.
—Tendría que haber dejado que te hundiera en el teórico con esa pregunta pelotuda que te hizo.
—Es un niño. Perdónalo, yo ya lo perdoné.
V
Lo llamó a Ramiro con la excusa de tomar un café pero en realidad quería verle la cara. Se encontraron en Palermo, en El Taller. Tomaron un par de cervezas y los dos coincidieron en lo mismo: estaban intentando escribir narrativa. Tanto para Santiago, habituado al género del brulote, como para Ramiro, que escanciaba versos, el género narrativo les resultaba lleno de problemas que discutieron con detenimiento digno de temas más científicos. Después discutieron de los poemas de Gabriel Said (Santiago no los había leído pero no se lo dijo, le parecía un detalle menor a la hora de tomar posición sobre un escritor) y de las novelas de Paul Auster. «Un escritor menor sobrevalorado por los amantes del colirio» definió Santiago y aclaró que lo del colirio era «por esos críticos que ponen los ojos en blanco ante cualquier pelotudo». Entonces Ramiro le pidió que le nombrara algún novelista norteamericano vivo que no estuviera sobrevalorado. «De Lillo» respondió Santiago. «Empieza todas las novelas como un príncipe y las termina como un mendigo», dijo Ramiro. «Vonnegut», Santiago. «Una mala copia de Fresan», Ramiro. «Donleavy», Santiago. «No coordina los tiempos verbales, grave problema en un escritor», Ramiro. «David Leavitt», Santiago. «Los gays me agotan», Ramiro. «Hurbert Selby Jr.», Santiago. «No lo leí», Ramiro. «Cómo que no lo leíste, Última salida a Brooklyn es la mejor novela que leí en años». «Santiago, a vos te gusta Stephen King y nunca leíste a Faulkner. Sos un tipo poco serio». «Déjate de boludeces y sigamos, Joyce Carol Oates». «Es mujer, no cuenta».
—Es cierto, en eso estamos de acuerdo. Y hablando de mujeres, ¿le seguís leyendo poemas a Marcela?
—No, pero tenía ganas de leerle el comienzo del cuento que estoy escribiendo.
—Qué casualidad, yo también le voy a leer mi cuento.
—Pobre chica, lo digo por los dos.
—¿Vos sabías que Marcela está casada?
—Sí, hice mis averiguaciones. Y con un rugbier. Son tipos peligrosos. Menos peligrosos que un comisario, pero jodidos al fin. ¿Ustedes dos tienen onda, no?
—Digamos que sí.
—Es una chica muy interesante.
—Mmmsí, por supuesto.
—Che, hay algo que te tengo que contar y es que estoy teniendo una historia con Lucrecia.
—Con Lucrecia, mira vos.
—Sé que ustedes fueron novios hace como mil años y que no hay nada entre ustedes ahora.
—¿Eso te lo dijo ella?
—Eso me lo dijiste vos, pelotudo, una noche acá enfrente, en Crónico.
—Cierto.
—Igualmente me sentía como en la obligación de decírtelo.
—No tenés ninguna obligación.
—Si te sirve de algo te digo que ella habla de vos bastante. Bastante mal, pero habla.
—No me tiene por qué servir para nada. Es una mujer libre. Un poco mayor para vos.
—Es que leí a Stephen Vizinczey. A ver si te suena esto: «Que los señores mayores eduquen a las púberes. Para nosotros, la libertad de las mujeres mayores».
—Sos un hijo de puta, no te podés acordar de eso.
—No, no me lo acuerdo. Hoy justo agarré el número 5 de la revista y estaba tu comentario de En brazos de la mujer madura.
—Sos un hijo de puta. Un día me vas pegar un tiro por la espalda citando un poema mío.
—Si vos no escribís poesía.
—Es cierto.
VI
En la mitad del camino de la vida, me encontré en una selva oscura podría decirte, brujita, pero hace rato que perdí la recta vía y no me interesa recuperarla. Ya lo sabes, genia maligna escapada de alguna noche de las mil y una: años, décadas, siglos estelares en los que esta boca perdió la recta vía. Si estuvieras acá te pondría de espaldas, bajaría mi mano por tu cuerpo desnudo y haría alguno que otro chiste: la recta vía. Mutatis mutandis: de las mil noches y una noche me tocó el papel de Sherezade. Contarte historias, embriagarte con las palabras, con las frases certeras, precisas, que esperas de mí. Una historia por noche, para que tu cuerpo se descubra y cuente su propia historia, la única posible, lo demás es silencio, el resto es literatura.
El que va por literatura, vuelve empalabrado. A ver si te gusta más: la que se acuesta con estudiantes de Letras, odiando las palabras se levanta. Como si las palabras o las historias de alguien pudieran encerrar alguna verdad secreta, un sentido a todo esto, alguna certeza. Error: no hay secretos, no hay historias, sólo tu cuerpo agitándose, tu cuerpo que se quiebra en el placer de la carne. Estoy harto de las palabras, sólo quiero la presencia de tu piel, acariciar tu cuerpo, recorrerlo con las yemas de mis dedos, con la humedad de mi serpiente insomne, y quedarme con la eternidad de tu carne. Amén, brujita, amén.
El asunto es sencillo: Eros y Thánatos. Amor y odio, vida y muerte. Nada nuevo: todo principio, toda intención, todo lleva en su esencia su contrario, la carga de su destrucción. A esto súmale las palabras del viejo zorro de Cervantes: en todo hay cierta inevitable muerte. En todo.
Y tu cuerpo derribó todas las máscaras, acabó con todos los rostros, dejó al aire las sonrisas de las calaveras. La única verdad, descubro recién nel mezzo del cammin, se esconde entre tus piernas.
Con mi lengua creo una gramática de tu cuerpo. Tomo tu saliva como Cristo el vino de la última cena. Me bebo tu cuerpo como la última voluntad de un condenado a muerte, miro tu cuerpo como un muerto contemplaría este mundo antes de entrar al infierno. Perdido en la selva oscura te observo, te toco, te recorro.
VII
Demasiado descriptivo, poca narración, demasiadas imágenes afanadas, demasiadas citas literarias, algunas palabras horribles («empalabrado», una vergüenza para el idioma español). Referencia a Sherezade: quemada. Referencia a Eros y Thánatos: quemada. Comparación con Cristo: ridícula. «Amén, brujita, amén», y dale con Cortázar que total nadie se da cuenta. Y lo peor, el tonito de experiencia propia que quedaba tan berreta.
Con todo el campo que hay en la horticultura, yo vengo a dedicarme a escribir, se dijo. La narrativa no es para mí, concluyó y se fue a servir un trago de alguna bebida alcohólica más o menos literaria.
VIII
En el fondo, Lucrecia estaba aterrada. Había estado enamorada varias veces aunque nunca había perdido el control de la situación. Ahora tampoco, al contrario, podía decir que su relación con Ramiro era una experiencia más sexual que de otro tipo y sin embargo no podía evitar el miedo de que la atracción que le despertaba el muchacho terminara convirtiéndose en algo que le jugara en contra. Una especie de venganza del destino y de algunos hombres del pasado. Y ese año debía andar con pie de plomo si no quería dar un paso en falso en su carrera en la Facultad. Ya bastante tenía con su trabajo en la revista. ¿Qué diría en su próximo horóscopo de Capricornio la Señorita Lu? «Cuídate de los pendejos porque te queman el mate», un lenguaje no apropiado para Cosmopolitan. Cada vez que lo desnudaba, cada vez que montaba sobre él o cada vez que lo empujaba suavemente hacia el centro de su cuerpo no dejaba de pensar: «era virgen y ahora es mío». «El poeta deportista es mío», pensó y sintió ganas de tenerlo a su lado en ese momento.
IX
En ese momento, Ramiro sacaba 40-15 a punto de ganar el tercero y definitivo set. Le gustaba jugar al tenis de noche, bien tarde, con luz artificial y con las demás canchas vacías. Era difícil encontrar compañero de juego, ese día justamente había un flaco que podía hasta las once. Era casi la hora de terminar y todo indicaba que coincidiría con el final del partido. Primer saque y a la red, segundo saque débil, el flaco fue a buscarla a la red, él la esperó en el fondo y mandó un revés paralelo profundo que dio por terminado el match. Se saludaron en la mitad de la cancha y el flaco se fue porque se le hacía tarde. Ramiro en cambio fue a ducharse, feliz porque había ganado el partido. A las once y cuarto de la noche salió de las instalaciones del club Ferro. No había llevado el auto porque le gustaba caminar las quince cuadras que lo separaban de su casa.
X
Santiago se quedó comprando unos apuntes y salió de la facultad a eso de las once. Había caminado unos metros por Púan cuando se le acercó un tipo. Pensó que le iba a pedir fuego pero no.
—Tengo que hablar con vos. Soy el marido de Marcela.
¿Qué se hace en esos casos? Si se aparece el marido de tu amante, se presenta tranquilamente y quiere hablar con vos, ¿qué le vas a decir? ¿Que no tenés nada de que hablar? Es posible pero a Santiago no se le ocurrió. Más bien le tocó por el lado de la culpa y hasta estaba dispuesto a pedirle disculpas por haberlo convertido en un cornudo. Había imaginado la situación de cruzarse con el marido estando con Marcela, aunque nunca había pensado que él lo iba a encarar un día en el que estuviera solo. Santiago estaba tan aturdido que incluso cuando Raúl lo llevó hasta el auto no se negó. Ni siquiera cuando, mientras se subía, descubría que en el asiento de atrás había dos tipos más. Especie de clones del marido de Marcela. Tipos con el pelo muy corto, camperas caras y un aspecto muy saludable. No pensó nada malo, sólo que iba a tener dos testigos de un diálogo con un marido engañado.
Raúl puso en marcha el auto.
—A mí me costó mucho construir una pareja con Marcela. Desde que nos casamos no nos separamos más.
—Me parece que yo no soy el mejor interlocutor para estas historias.
—Callate, por favor. No tenemos hijos pero somos una familia. Y yo sabía que estudiar Letras iba a terminar haciéndole daño.
Al llegar por Puán hasta Rivadavia, dobló a la izquierda. Hizo unas pocas cuadras y dobló a la derecha, después tomó por Donato Álvarez y llegó a la avenida Avellaneda, por donde dobló otra vez. Los dos acompañantes de atrás iban absolutamente callados.
—Yo la quiero pero esto que me hizo es imperdonable. Sobre todo, con un tipo como vos.
—Me parece que no estás viendo las cosas correctamente. Es una cuestión de elecciones y de sentimientos. Nunca nadie quiso joderte a vos.
—¿Cómo es tu nombre?
—Santiago.
—Callate, Santiago.
Por Avellaneda pasaron delante de la cancha de Ferro y doblaron en la esquina de la cancha, por la parte de atrás de la sede del club. A poco más de cien metros terminaba la calle en un paraje oscuro que daba a las vías del Ferrocarril Sarmiento. Al ver la oscuridad de la calle solitaria, Santiago se dio cuenta de que lo esperaba algo muy negro.
Raúl paró el motor. Se bajó, dio la vuelta y abrió la puerta del lado de Santiago.
—Bajá.
¿Y qué podía hacer? Se bajó a la vez que se abrían las puertas de atrás y también descendían los acompañantes. Por un momento, Santiago consideró saltar sobre la oscuridad de las vías y salir corriendo pero no tuvo tiempo. La primera trompada de Raúl fue a la boca del estómago y se quedó sin aire, ni un poquito de aire para gritar. Ahí se prendió uno de los acompañantes que le tiró una trompada a la cara. Raúl repitió el uppercut al estómago y se hubiera caído al piso doblado en dos si el otro acompañante no lo hubiera tomado de las axilas para que los otros dos le pegaran muy a su sabor.
El comienzo de la escena siguiente no lo vio porque estaba con los ojos cerrados esperando desmayarse para no tener que soportar los golpes. El ruido que escuchó era absurdo. Como una raqueta chocando contra un cuerpo y un grito al estilo Kwai Chang Caine. Abrió los ojos y vio a Raúl girando con cara de dolor, y atrás, raqueta en mano, jogging azul y pelo mojado, a Ramiro. El que lo tenía por las axilas lo soltó y eso le permitió caerse lentamente al piso. Cuando ese tipo intentó llegar a Ramiro, recibió un raquetazo en la cara. Ramiro manejaba la raqueta como un maestro Shaolín maneja el nunchaco.
—Hijos de puta —gritó Ramiro con los dientes apretados y alguien a unos cien metros gritó también algo. Raúl le metió una patada a Santiago y le dijo «ya te voy a agarrar». Los tres se subieron al auto y desde su interior alguien volvió a amenazar: «no te voy a dejar vivo, sorete». Dio marcha atrás el vehículo y retomó por Avellaneda. Ramiro se acercó al sangrante Santiago que le preguntó:
—¿Vos jugás tenis o haces taekwondo?
—Las dos cosas. No podía dejar que atacaran a un valiente.
—¿Qué haces acá a esta hora y disfrazado de John McEnroe?
—Ya lo dijo el genio de Lodge: el mundo es un pañuelo. Esto te pasa por hablar mal de los escritores argentinos. Seguro que te los mandó Sabato.
Santiago sangraba por la boca y por una ceja. Intentaba hablar pero le salía un gruñido, como un quejido interminable. Al final pudo decir:
—El que me puteó es el esposo de Marcela.
—Si fuera mi esposa, yo te metía un tiro.
—Ramiro, te quiero decir algo: te puse un dos en Literatura Latinoamericana.
Y Ramiro pensó que Santiago deliraba.
XI
Caminaron hasta la avenida Avellaneda. Ramiro lo llevaba casi en brazos porque Santiago no podía realizar ningún movimiento correctamente. Se subieron a un taxi y Ramiro le propuso ir al hospital. Santiago se negó, le dijo que lo llevara a su casa. Pero Ramiro lo convenció de ir a la suya. Sus padres iban a saber entender.
En la casa no había nadie. Sus padres habían salido a cenar y no volverían hasta bien entrada la noche. Ramiro buscó hielo, dos pastillas de ibuprofeno y le sirvió un whisky. Santiago, tirado en la cama de Ramiro, apenas podía hablar, así que debió juntar fuerzas para decirle que llamara a Marcela y le avisara que estaba en peligro. Ramiro le hizo caso, pero nadie atendió el teléfono. Lo tranquilizó a Santiago diciéndole que el marido de Marcela seguramente sólo quería desquitarse con él, pero que a ella debía quererla y no le haría nada malo. Lo mejor sería esperar hasta la mañana siguiente.
XII
Había sido tan abrupto y distinto a como lo había imaginado. Se había acostado temprano y sin embargo no se podía dormir. Cerca de medianoche llegó Raúl que comenzó a dar vueltas por los pocos metros del departamento. Ella hizo de cuenta que dormía, algo le decía que había algún problema pero tal vez era su sentimiento de culpa.
A la hora, más o menos, Raúl se acostó. Ella respiraba pausadamente para parecer dormida; se daba cuenta de que tampoco él podía dormir. Tenía el cuerpo de Raúl a treinta centímetros: no se animaba a tocarlo, ni siquiera se animaba a moverse.
A la mañana siguiente la despertó el ruido de perchas corridas en el ropero. Raúl estaba tirando la ropa de ella sobre la cama.
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy sacando tu ropa. No quiero que haya nada que tenga que ver con vos. Quiero que te lleves todo lo tuyo.
—¿Estás loco, Raúl, qué te pasa?
Raúl se detuvo y la miró a los ojos. ¿La veía a ella o sólo veía rojo?
—A mí no me engañas más, turra de mierda. ¿O crees que no te vi con tu amante, con ese Santiago?
Marcela se quedó muda y Raúl volvió a tirar la ropa sobre la cama con más fuerza todavía. Ella se había sentado y lloraba en silencio. Hubiera querido explicarle que lo que había hecho no era contra de él. Pero no dijo nada. Se vistió, fue al baño a lavarse la cara y a hacer pis. Lloró mirándose al espejo y se sintió sola.
Puso ropa en un bolso, agarró un par de libros y los apuntes de las materias. No podía llevarse todo. Tomó la valija y acomodó los libros que más le importaban. Sintió que abandonaba a su suerte a los libros que se quedaban en la biblioteca. Cargó algunos más pero la valija ya pesaba demasiado.
Raúl estaba en la cocina, de pie, miraba hacia la pared y le daba la espalda. Ella agarró el bolso y arrastró la valija que apenas podía levantar. Al pasar por la puerta de la cocina dijo «me voy». Él, sin mirarla, le gritó: «todos se van a enterar que sos una puta, me las vas a pagar».
En la puerta se dio cuenta de que casi no tenía plata encima. Tampoco se hubiera sentido bien llevándose algo del dinero que había en el departamento. Paró un taxi y fue hasta la casa de los padres. Bajó y le dijo al taxista que esperara. Llamó a su madre y le pidió que pagara el taxi. La madre pagó. Estaba seria, muy seria y ni se ofreció a ayudarla a llevar el bolso y la valija.
—Me separé de Raúl —le dijo cuando estuvieron adentro de la casa.
—No te separaste, te echó. Ya me llamó y me explicó todo. No puedo entender cómo pudiste hacerle algo así.
Error, error, ¿qué le estaba diciendo la madre? Ésas no eran las palabras correctas, las palabras que ella había ido a buscar a la casa de sus padres. A su hogar.
A diferencia de lo que había hecho con Raúl, Marcela se defendió de los ataques. Le dijo que no entendía nada, que nunca había entendido nada, que lo único que le interesaba era controlar a los demás. Marcela lloraba y la madre la miraba con furia aunque ni siquiera amagaba a darle un cachetazo. Mantenía el control. Siempre era la que mantenía el control, la que manejaba la situación en los momentos más complicados. Nunca perdía su rostro de inspectora de escuela.
Marcela se levantó de la silla, tomó sus cosas y ser fue sin saludarla. No había taxis por esa calle así que tuvo que arrastrar la valija hasta la avenida Eva Perón. Llegó a la parada del 103 y decidió ir hasta la facultad. No quería llamar a Santiago, no quería que la viera así, como un presente griego. Se bajó en Emilio Mitre y Bonifacio, caminó como pudo las tres cuadras hasta el edificio de Filosofía y Letras. Se sentía ridícula yendo a la facultad con los bolsos pero no tenía ningún otro lugar adonde ir. Se acercó a la fotocopiadora de la entrada. El muchacho que atendía a la mañana la conocía. Le pidió que le cuidara un rato la valija y el bolso y él no tuvo problemas.
Cuando se encontró sin nada en los brazos se sintió más sola que nunca. Fue primero para el bar; a esa hora había muy poca gente. Le hubiera gustado cruzarse con Ramiro. Subió al primer piso y se paseó por los pasillos con la esperanza de encontrarse con alguien que pudiera ayudarla. Tuvo una especie de iluminación y se dirigió hacia la sala de profesores. No se había equivocado. Ahí estaba Lucrecia que leía un libro y tomaba apuntes. Lucrecia levantó la vista y la vio bajo el marco de la puerta. La saludó con una sonrisa, le hizo un gesto de que entrara y se acercara. La sonrisa de Lucrecia se fue transformando en un rictus de preocupación cuando vio que Marcela se acercaba llorando.
Se paró y la abrazó. Marcela lloraba cada vez más débilmente y Lucrecia le preguntó qué le pasaba. Cuando Marcela iba a empezar a contarle, Lucrecia le dijo que mejor fueran a un bar para estar más tranquilas.
El aire fresco de la calle le hizo bien y mejor le hacía sentir al lado suyo a Lucrecia. No dejaba de resultarle extraño que terminara contando su intimidad a una profesora de la facultad. En una mesa de Platón le contó lo que había sucedido en su vida esa mañana y también cómo había llegado a esa situación. Lucrecia se cuidó de decirle que ya sabía que andaba con Santiago. En cambio, le dijo:
—No te preocupes, te venís a vivir conmigo hasta que puedas resolver tu situación.
Marcela puso unas tibias objeciones. Lucrecia insistió y le aclaró que desde que había vuelto de Europa vivía sola y que no tenía ningún problema en compartir su departamento el tiempo que ella necesitara. Había algo que debía decirle:
—Esto parece un confesionario pero es bueno que lo sepas ahora: estoy teniendo una historia con Ramiro.
Fueron hasta el departamento de Lucrecia para dejar las valijas. Era un departamento bastante amplio con dos ambientes muy cómodos. Un living grande en donde había un juego de tres sillones, un televisor, un equipo de música, reproducciones de cuadros en las pocas paredes en las que no había bibliotecas, y libros por todos lados. La cocina también era amplia, incluso tenía una mesa que hacía las veces de comedor diario. En la habitación había una cama matrimonial, una cómoda antigua y una alfombra mullida. Tanto las ventanas del living como de la habitación daban a una plaza y por atrás aparecían los edificios de la ciudad. Almorzaron juntas unos fideos al roquefort que preparó Lucrecia y después volvieron las dos a la facultad porque tenían clase. Lucrecia le ofreció plata pero ella no quiso. Había pensado que tal vez volvería al departamento que había compartido con Raúl y se llevaría más libros, ropa y algo de plata. Y si no, si Raúl ya se había guardado todo, le pediría plata a su padre. Se acordó de él y volvió a preocuparse por su destino, por los secretos que escondía, que lo alejaban de toda la familia, salvo de ella. Dónde estaría en ese momento, se preguntaba mientras subía las escaleras de la facultad. No se imaginaba que su padre estaba muy cerca de ahí.