12 - La huida

Mayo 1996

I

No corrían para no llamar más la atención pero iban a paso vivo, casi sin tocar el suelo. Salieron del hotel sin saludar a nadie, cruzaron la calle, doblaron y se dirigieron hacia la plaza para atravesarla. «Apúrese», le decía Pajarito a pesar de que los dos iban al mismo ritmo.

Pensar que unos momentos antes, un par de minutos atrás, estaban tan tranquilos a punto de disfrutar del desayuno preparado por doña Paquita. Bajaban hacia el comedor cuando Pajarito, que generalmente evitaba hacer referencia a Ana, le preguntó por ella. Simone le contestó que había ido a ver un trabajo. Pajarito no sabía nada. Simone le contó que tenía que encontrarse con unas personas en el bar del hall central de la estación Constitución. Que las había conocido mientras hacía la cola para un trabajo, que le habían ofrecido un empleo mucho mejor y que por eso iban a encontrarse en el bar de la estación. Pajarito se detuvo en seco.

—¿En serio me lo dice?

Por supuesto que se lo decía en serio. Pajarito lo tomó del brazo y en vez de llevarlo hacia el comedor, lo empujó hacia la puerta a la vez que le preguntaba cuánto tiempo hacía que se había ido. Simone creía que diez o quince minutos, no mucho más. Pero por qué le preguntaba, qué estaba pasando.

—Ana está en peligro, don Jorge, tenemos que salvarla.

Con el aliento entrecortado por la casi corrida, Pajarito fue más explícito.

—Conozco muy bien a la policía de la zona, conozco a los pungas de acá y a cada oficial que pasa a buscar la recaudación diaria.

—¿Y cuál es el peligro, le van a robar la billetera?

—Ojalá. Mire, la policía de esta comisaría también tiene otros negocios con otras brigadas. Con Estupefacientes, ¿entiende? No, no entiende. ¿Sabe lo que es plantar droga? ¿Plantarle la droga a alguien?

La agitación apenas le permitía hablar pero igual se las ingenió para explicarle: elegían gente joven, desocupada, por lo general en las filas de gente que buscaba trabajo. Les decían que tenían algún laburito para ellos, absolutamente legal y que para arreglar los detalles tenían que ir a determinado lugar, por lo general un bar muy concurrido. Ahí el supuesto empleador, que era un policía de civil, en un momento dado le decía que iba hasta el baño. Al lado le dejaba un bolso. Cuando se iba, aparecía la policía de uniforme, oficiales de civil de Estupefacientes y hasta las cámaras de televisión. Abrían el bolso y adentro había droga, mucha droga. Detenían a la persona que ingenuamente estaba buscando un trabajo y el policía a cargo del operativo explicaba cómo habían desbaratado a una peligrosa banda.

—¿Me entiende?

—Ojalá se equivoque y sea un trabajo en serio. Ya habían llegado a la estación, se detuvieron en la entrada por Brasil para tomar aire y mirar dónde estaba el bar. Pero Pajarito no sólo buscaba el bar.

—No me equivoco, don Jorge, este lugar está lleno de ratis[3] de civil. Venga por acá.

Recorrieron la estación hasta el hall central, a treinta metros de ellos estaba Ana sentada con un hombre que le hablaba. Estaba sentada derechita, atenta a lo que le decían. Tenía un café frente a ella. En ese momento, el hombre le dijo algo y se puso de pie. Seguramente le había dicho que iba al baño.

—Escúcheme, acá me conocen todos y no hay tiempo. Vaya a la mesa, sáquela a Ana y llévesela para… vaya para el lado del Borda, ¿lo ubica? Nos encontramos en la puerta del manicomio.

Simone le hizo caso sin preguntar nada. Como si su ojo comenzara a acostumbrarse a ver policías de civil o como si se hubiera vuelto paranoico, le pareció que por la entrada de General Hornos venían unos policías hacia la mesa. No había llegado ahí todavía cuando sintió a sus espaldas que Pajarito gritaba:

—Cuidado, un carterista, allá, cuidado, un carterista

—Pajarito no sólo había gritado sino que había empujado a un tipo que había salido corriendo. La gente que vio la escena se puso también a gritar y dos hombres grandes tiraron al piso al carterista que se escapaba. Un tipo se acercó a Pajarito.

—¿Te volviste loco, Pajarito?

—En serio, oficial, es un carterista y le había robado a esa viejita.

—Ya sé, pelotudo, ¿pero te volviste loco?

Se había armado un verdadero infierno, con gente que le pegaba al carterista, policías que iban hacia el lugar y hasta el policía de civil que hablaba con Pajarito debió acercarse porque ahora querían pegarle a los policías que intentaban salvar al carterista.

Ajeno a lo que ocurría a su espalda, Simone llegó a la mesa. Ana lo miró sorprendida.

—Vamonos de acá —la tomó del brazo y la hizo poner de pie. Ella no atinó a decir nada pero el rostro descompuesto de Simone sirvió para aterrarla y para que le hiciera caso. Él agarró la campera y el bolso que estaban sobre la otra silla. La llevó atropelladamente entre la multitud que salía de todas partes. Presentía que la policía venía detrás de ellos y la hizo correr algunos metros, dieron vuelta por detrás de las boleterías y vio una entrada de subte, bajaron por ahí y sin detenerse cruzaron por el corredor de negocios y llegaron al otro extremo de la estación. Simone dudó entre sacar dos pasajes o salir de ese lugar. Le pareció que si entraba en el subterráneo lo iban a encontrar en cualquier estación así que la empujó hacia otra escalera que llevaba a la superficie. Por suerte, esa salida estaba sobre la calle Lima. Tomaron hacia el sur y se alejaron paralelos a las vías del tren. Ella le preguntó qué pasaba pero él no podía hablar, no tenía aire. Si hablaba no caminaba. Le hizo una seña indicándole que tuviera paciencia.

Fueron por la calle Paracas hasta Olmos y ahí tomaron Carrillo. Llegaron al Borda y se detuvieron a descansar a la altura del paredón. Simone recuperó el aire y le explicó lo poco que sabía.

Pajarito tardó quince minutos en aparecer.

—Se complicó la salida. Había más policías que gente. ¿Vieron que estaban los de un noticiero? ¿No vieron nada? Pobre el punga, va a salir en todos los canales. Eso le pasa por laburar arreglado con la cana.

Pajarito los hizo caminar una cuadra y con su habitual método los hizo subir al primer colectivo que pasaba.

—Hasta Pompeya no paramos, amigos.

Contó de nuevo lo que le tenían preparado a Ana. No se había equivocado en lo más mínimo. El colectivo semivacío con su andar ronroneante les transmitía una rara calma, la seguridad de estar a salvo ahí arriba, sentados en el último asiento. Simone aprovechó el momento y le devolvió la campera y el bolso a Ana.

—Este bolso no es mío, lo tenía el tipo.

—A ver, déme —le dijo Pajarito. Abrió el bolso, miró su contenido, primero se quedó callado, buscó la frase correcta y dijo.

—Le voy a decir algo, don Jorge: usted acaba de dar el golpe del año. O si lo quiere, el golpe del siglo. Usted acaba de birlarle a la Policía Federal argentina, Brigada de Estupefacientes, un bolso lleno de cocaína. No sé si felicitarlo o darle mi pésame.

—¿Usted me habla en serio?

—Tan serio como le puedo asegurar que este bolso quema.

—Lo tenemos que devolver.

—Claro, y les explicamos que lo llevamos sin querer del circo que armó la cana. Hasta por ahí nos dan una medalla y todo.

—¿Y entonces, qué hacemos?

—¿Usted no quería hacer un trabajo nuevo? Bueno, ya lo hicimos. Eso sí: ahora hay que bancarse lo que viene.

II

Bajaron al azar al llegar a la avenida Vélez Sarsfield, mucho antes de lo que había dicho Pajarito. Fueron a un bar. Pajarito pidió un vaso de vino blanco, Simone una soda y Ana una gaseosa. Pajarito puso el bolso en la silla vacía y ninguno de los tres podía sacarle la mirada de encima.

—A esta altura se deben haber dado cuenta de todo —dijo muy serio Pajarito.

—¿Dado cuenta de qué?

—Parecen idiotas y lo son, pero tienen instinto. Ya se habrán dado cuenta de que yo estaba con la chica y el tipo que se llevó la droga, o sea, con ustedes.

—¿Le parece?

—Estoy seguro. Saben quién soy y dónde vivo. Ya deben haber ido a la pensión. No puedo volver por ahí.

La tranquilidad que habían conseguido en el colectivo se iba esfumando lenta pero inexorablemente y se convertía en un estado de angustia creciente. Había que hacer algo aunque no tenían claro qué. Al final quedaron en que Ana y Simone iban a ir a la pensión para ver si podían regresar todos o, al menos, retirar sus cosas de ahí. Pajarito los iba a esperar en el café Carlos Gardel de Independencia y Entre Ríos y se iba a quedar con el bolso.

Ana y Simone se bajaron del colectivo dos cuadras antes de llegar al Hotel Plaza C. Al llegar a la esquina simularon mirar la vidriera de un negocio. Simone no tenía la experiencia de Pajarito para detectar policías pero no debía haber nadie que hubiera observado mejor que él esa cuadra. Reconoció a las prostitutas de siempre, a los vendedores ambulantes, a algún cafishio de visita. Había un par de hombres parados cerca del hotel Plaza C que no conocía y calculó que debían ser policías. Entrar en la pensión era como meterse en una ratonera.

A Simone se le ocurrió una idea. Tomó del brazo a Ana y la llevó por esa cuadra hasta el albergue transitorio que estaba enfrente de la pensión. Una vez que traspasaron la puerta, Simone no supo qué hacer. Era la primera vez que entraba a un hotel alojamiento y no conocía los códigos de ese lugar. Además estaba el temor de que le dijeran algo por estar con una chica que le llevaba tantos años. Ana pareció entender la actitud dubitativa de Simone y al oído le dijo que pidiera una habitación. Se acercaron a la recepción y del otro lado un hombre con cara de nada le preguntó qué tipo de habitación quería. Ana se había quedado un paso atrás pero al escuchar la pregunta contestó antes de que él dijera nada.

—Queremos una habitación que dé a la calle.

El recepcionista se quedó mirándola, como si a ella no le correspondiera hablar aunque en realidad debía estar pensando en el pedido porque le dijo:

—Le aclaro que las ventanas no se pueden levantar. Está prohibido.

En el mejor de los casos, debía creer que estaba ante un dúo exhibicionista.

—No importa. Nos gusta sentir los ruidos de la calle —dijo ella y el hombre les dio una llave.

—Habitación 201, a la derecha está el ascensor. Me abona a la salida.

Todo estaba en penumbras y era exactamente como Simone se había imaginado que debía ser ese hotel cada vez que miraba la fachada desde su habitación. Sólo le sorprendía el olor a desinfectante.

En cambio, la habitación sí que lo sorprendió, con sus espejos y sus luces de colores. Detrás de unas cortinas estaba la ventana que daba a la calle. Como les había dicho el conserje, estaba cerrada pero por las hendijas de la persiana se podía observar la vereda de enfrente y especialmente la pensión.

Mientras miraban por la ventana, Simone sintió que Ana lo tomaba de la cintura. Le gustaba sentirla cerca, pegada a su cuerpo. Por un momento consideró que tal vez ella querría acostarse con él en ese lugar. Al fin y al cabo, ese hotel era para parejas. A él también le hubiera gustado besarla pero esta vez sentía que si lo hacía iba a estar traicionando a Pajarito que lo esperaba en un bar y que desesperaría si ellos tardaban en llegar.

Simone confirmó que esos hombres estaban vigilando, ya no le quedaban dudas. No podían entrar en la pensión. En el cartel del Hotel Plaza C, debajo del nombre, estaba el número de teléfono. Ana lo memorizó y fue a llamar por teléfono. Pero cuando levantó el tubo, apareció del otro lado la voz del recepcionista.

—¿Cómo puedo hacer para llamar por teléfono?

—La llamada tiene un costo de un peso.

—Está bien, ¿pero cómo hago para llamar?

—Corte que le doy una línea.

Ana cortó y al segundo sonó el teléfono, cuando atendió se escuchaba el sonido del tono. Marcó el número de la pensión y atendió doña Paquita.

—¿Doña Paquita? Habla Paulina, la chica de la limpieza.

—¿Paulina? ¿Qué…? Ah sí, ¿qué tal, hija?

—Bien, estoy enferma así que no voy a poder ir a trabajar hoy.

—Qué lástima porque hoy te necesito mucho. Estuvo la policía y anduvo revolviendo algunas piezas así que hay mucho para arreglar.

—Qué cosa… Este… Ahora que me acuerdo… Hoy estuve en la carnicería a la que usted va siempre…

—¿La del mercado?

—Exactamente, y la señora me dijo que tenía el pedido de asado que le hizo. ¿Lo puede ir a buscar ahora?

—Bueno, hija, no te preocupes que voy para allá a buscar la carne.

—Adiós y gracias.

Simone la miraba. Ana cortó y más para ella que para Simone dijo «nos espera en el mercado». Salieron del hotel antes de estar media hora ahí. Simone pagó la habitación que salía el triple de lo que salía en lo de doña Paquita un día completo con desayuno.

Fueron hasta el mercado y se quedaron dando vueltas alrededor de la carnicería. Al rato apareció doña Paquita que llevaba una bolsa de hacer las compras.

—Hijos, ¿qué sucedió? ¿Por qué los está buscando la policía?

—Estamos en problemas, doña Paquita, pero no tenemos la culpa.

—Me imagino, hija, me imagino. En realidad vinieron a buscar al señor Pajarito. Eran cuatro hombres de paisano. Me dijeron que eran de la policía aunque ni me mostraron una credencial. Me hicieron llevarlos a la habitación y dejaron todo patas para arriba. Después me preguntaron si conocía a una chica con tus características y hasta me dieron tu nombre. Y también me preguntaron por un hombre con la forma suya, don Jorge. Le dije que no creía conocerlos. Se fueron como vinieron, con esa cara amenazante.

Definitivamente, no podían volver. Simone no tenía casi nada en su habitación pero Pajarito y Ana tenían todo lo que poseían. No podían sacar las cosas sin que los policías de la cuadra se dieran cuenta. Le explicaron a doña Paquita que, al menos por unos días, no podrían volver por el hotel. Que en todo caso la iban a llamar nuevamente para que ella retirara algunas cosas de la habitación de Pajarito y de Ana.

—Solamente, le quiero hacer una pregunta. Usted no es escritor, ¿no?

—No.

—Siempre me lo imaginé. ¿Qué te decía yo, Ana? Que este hombre no era escritor. Tiene manos de hombre que trabaja. En cambio, Pajarito tiene manos de escritor, de carterista o de partero. Pero tampoco creo que sea partero.

III

En el bar los esperaba Pajarito. No le gustó nada lo que le contaron.

—En unas horas van a saber quiénes son ustedes.

—De mí, saben el nombre y el apellido porque se los había dado al tipo que me había ofrecido trabajo.

—¿Le dijiste que vivías en la pensión?

—No, no me preguntó.

Quedaron en que Ana y Pajarito se irían a alguna pensión de barrio, bien alejada de Constitución. Él conocía una por Villa Crespo pero igualmente la plata que tenían los tres era muy poca para durar varios días, eso sin contar con que tampoco tenían ropa para cambiarse.

—Vamos a tener que deshacernos rápido de esto —dijo Pajarito señalando el bolso.

Ese día, el bolso se lo llevaba Simone y que al día siguiente verían qué hacían. Simone les recordó que el día siguiente era sábado. Entonces esperarían hasta el lunes para verse. Acordaron encontrarse en un bar de Corrientes y Scalabrini Ortiz. Simone les dio su número de teléfono por las dudas. Que lo llamaran si había algún problema. Que a esta altura creía más importante la seguridad de ellos que ocultarle a su familia lo que sucedía. Ana lo miró interrogante. Pajarito dijo:

—Yo voy a aprovechar estos días para hablar mucho con nuestra amiga. Creo que le tenemos que contar nuestra historia, la suya y la mía. Si me permite, yo le cuento todo. Ah, y una cosa más: ¿me puede traer algo de ropa suya el lunes? Una muda de ropa interior, una camisa, medias y un abrigo. Usted es más grandote que yo pero igual me las arreglo. Prefiero eso a tener que andar con la ropa de varios días. ¿Puede ser?

IV

Los últimos meses, a Simone los fines de semana se le hacían larguísimos y ese fin de semana se le estiró de manera increíble. Si hubiera tenido la dirección de la pensión en donde estaban, el sábado se hubiera acercado a verlos. Se preguntaba si esa noche habrían ido a la milonga o si se habían quedado en la habitación. Con gusto hubiera cambiado su papel con Pajarito. Le hubiera encantado tener que estar con Ana, así, juntos, solos, unidos por las circunstancias de manera tan férrea.

Ese viernes, cuando llegó a su casa, no estaba su esposa por lo que pudo esconder tranquilo el bolso en el galpón. Ahí no iba nunca su mujer. Antes de guardar el bolso, lo abrió, miró los paquetes prolijamente doblados. No podía creer que todo eso fuera droga. Kilos y kilos de droga que debía tener en su casa. ¿Tenía miedo? No, pero no podía dejar de sentirse perturbado con ese bolso cerca.

El domingo fueron a comer los hijos a su casa. Estuvo tentado de hablar con Marcela pero una vez más no se animó. Ella también parecía interesada en hablar con él aunque tampoco le preguntó nada.

A la noche cenó solo con su esposa. Los domingos cenaban temprano. Por lo general comían algo frío o una sopa, una cena liviana que compensara los descontroles gastronómicos del mediodía. Ya habían cenado cuando sonó el teléfono. Atendió su esposa y muy seria preguntó quién le quería hablar, después le dijo que ya le pasaba con él.

—Es un tal Pajarito.

Tomó el teléfono y escuchó por primera vez la voz de Pajarito a través de la línea. Se lo escuchaba muy lejos, como si estuviera dentro de un submarino. Se percibían también otras voces y muchos ruidos. Debía de estar en un bar.

—¿Don Jorge? Disculpe que lo moleste, la cosa está complicada. Hay varias novedades y todas son malas. Llamé a una persona que es mi habitual distribuidor del material que consigo. Me dijo que ni me apareciera porque me habían estado buscando.

—Qué increíble —dijo cuidando las palabras, su mujer estaba a dos metros y escuchaba todo lo que él decía. Por suerte no podía escuchar lo que le comentaba Pajarito.

—Y hay algo peor. ¿Vio el noticiero?

—No.

—Menos mal. Entraron unos supuestos ladrones a la pensión de doña Paquita. Se llevaron dinero, los registros y revolvieron las habitaciones. No una, sino todas. No mataron a nadie pero esa gente es capaz de bajar a doña Paquita si se enteran de que les mintió.

—¿Y qué se puede hacer al respecto?

—Con doña Paquita, nada. Rezar por ella. También puede ser que la dejen tranquila al darse cuenta que no tiene nada que ver. Y nosotros, don Jorge, ¿qué quiere que le diga? Me parece que estamos en peligro. Por las dudas, nos vamos a otra pensión con Ana. Nos vemos mañana.

Cortó, su mujer lo miraba como pidiendo una explicación.

—Se murió un compañero de trabajo. Lo asaltaron y lo mataron.

—Qué terrible. Yo no sé adónde está la policía cuando se la necesita.

—Es cierto. Dónde está la policía.

El lunes Simone salió sin que su esposa lo viera. Llevaba el bolso con cocaína y otro con ropa para Pajarito. Ya estaban en el bar cuando él llegó. Pajarito tenía el diario donde se comentaba, en pocas líneas, el asalto a la pensión.

Se les hizo largo el día, no sabían qué hacer y sólo Pajarito parecía activo haciendo algunas llamadas telefónicas. A esa altura, todo el mundo del delito sabía que Pajarito se había hecho de un bolso que pertenecía a la policía.

—Hay un par de tipos dispuestos a comprar igual. No los asusta la policía aunque tampoco quieren problemas. No me quieren ver ni pintado. Ah, y la descripción de ustedes dos la tienen hasta los boy scouts así que va a ser mejor que nos mostremos poco y nada. Le voy a decir una cosa: siento que estamos en un callejón sin salida.

—¿Y si tiramos el bolso? —preguntó Simone.

—Es una posibilidad pero no resolveríamos todos los problemas. Yo quisiera esperar un día más para ver si podemos colocar esto en algún lado y hacernos del dinero que necesitamos. Así que le pido que guarde el bolso de nuevo en su casa.

Esta vez fue Pajarito el que le dio los datos de dónde estaban parando. Llegó a su casa a la hora de siempre. Pasaba algo raro. Había movimientos extraños. Por un momento se asustó aunque después se dio cuenta de que los movimientos se debían a que estaban su hijo y su nuera. Lo único que esperaba era que no le preguntaran nada por el bolso que llevaba en la mano.

Entró a la casa y encontró a su nuera llorando. En cambio, su hijo y su esposa lo miraban serios. En realidad, en la mirada de su esposa había mucho más violencia que seriedad.

—Hoy me hiciste quedar como una estúpida. Te llamé por teléfono al trabajo porque tu hija es una basura, se parece mucho a vos. El marido la echó de la casa y me llamó para decirme que tu hija le metía los cuernos descaradamente con un compañero de la facultad. Ella vino llorando acá y me dijo que era verdad. Yo la reté y se enojó y se fue llorando como vino. Te llamé al trabajo y me entero de que hace meses que no trabajas más. ¿Qué hiciste todo este tiempo? ¿De dónde sacas la plata? ¿Me podes decir? Sos una mierda —le dijo y en un ataque de nervios se le tiró encima para rasguñarlo y golpearlo. Él no se defendía, el hijo trató de detener a su madre mientras la nuera lloraba más fuerte como si la que tuviera los problemas fuera ella.

Él no estaba tan shockeado porque hubieran descubierto lo de su despido como por lo de su hija. El marido la había echado de la casa, su mujer la había maltratado y ella se había ido. La única persona que en ese momento él necesitaba estaba en una situación casi peor que la de él. ¿Qué podía hacer? Fue el hijo el que tomó la decisión por todos.

—Mejor va a ser que te vayas. Ya hiciste mucho daño para que sigas haciendo sufrir a mamá y a todos nosotros.

Le hubiera tenido que dar un cachetazo. Su hijo se merecía un golpe y su nuera llorona, otro. Ubicarlos en la realidad, en el lugar que ellos ocupaban en el mundo. Pero ese cachetazo hubiera tenido sentido en otro momento, no en ése, con Pajarito y Ana aterrados en una pensión, y su hija en problemas en algún lugar, sola o acompañada de otro hombre, de ése con el que había engañado a su yerno. Sin decirles nada, pasó a la pieza, tomó algo de ropa, en el galpón eligió algunas herramientas, pocas, no muy pesadas. Eso era todo lo que él necesitaba de esa casa. Guardó todo en un bolso y se fue ante la mirada censora de su hijo, el llanto de su nuera y los insultos de su mujer.

Tenía que encontrar a su hija. Había un solo lugar donde podía ubicarla. En la Facultad de Filosofía y Letras. Sabía que estaba cerca de Primera Junta. No le iba a resultar difícil.