11 - Ya no hay tiempo que perder

Mayo 1996

I

Miró el techo y descubrió su cuerpo desnudo. El suyo y el de Marcela, más pequeño, levemente más blanco, un brazo de ella cruzando su pecho y tomándole un hombro, el cuerpo de ella pegado a su cuerpo, formando una figura que le gustaba: Marcela de costado remarcando su doble curvatura, la de las tetas y la del culo, un cuerpo hermoso para mirar. Ella se acurrucaba en él, no se daba cuenta de que él la miraba y que esa necesidad de recorrer su cuerpo en el espejo era para Santiago tan importante como las caricias o los besos. Los hombres seguimos haciendo el amor después de haberlo hecho, pensó Santiago, en cambio las mujeres se conforman con el coito, pensó o trató de pensar unos segundos antes de quedarse dormido.

Santiago nunca había podido comprobar la shakespeareana frase de que el momento más oscuro de la noche era el previo al amanecer. No porque le faltara noche sino porque siempre le pareció que de la noche al día se iba en degradé, de lo más oscuro hacia lo más claro. En cambio, sí había podido comprobarlo en el terreno amoroso: nunca había estado más lejos de tener sexo con Marcela que unos minutos antes de tener sexo con Marcela.

La cita en el bar podía definirse como un fracaso. Él había seguido leyendo el teórico de Viñas y cuando apareció Marcela estaba en plena lectura. Ella lo saludó sonriente y le preguntó qué leía. Sin medir consecuencias, él le respondió y ella inició un interrogatorio sobre Lucrecia. Él, idiotamente, se enganchó mal a contarle por enésima vez en la vida la historia con su ex, el noviazgo de casi tres años, la traumática pelea final, el descubrimiento atroz de que Lucrecia estaba de novia con Arturo Roversi (Marcela lo conocía a Roversi a pesar de no haber hecho clásicas y porque había salido hacía poco tiempo en las noticias policiales), el viaje de Lucrecia a Europa para estudiar, un par de cartas intercambiadas llenas de reproches, un viaje de él a Europa en que la buscó y todo terminó mal. La culpa también era de Marcela que preguntaba y preguntaba y él contestaba y contestaba. Habló del encuentro en la facultad y a punto estuvo de contarle del encuentro en la revista. Cuando terminó su confesión compulsiva, el resultado era: un Santiago agotado de hablar y una Marcela crispada, nerviosa, bebiendo de a sorbitos continuos su té. Él se dio cuenta de que algo no andaba y puso en marcha el plan B que siempre había que tener listo y que consistía en decirle que la veía muy linda. Pero ese plan era tan eficaz como poner un delantero cuando ya se va perdiendo cuatro a cero: como mucho se puede hacer el gol del honor pero ni siquiera se puede pensar en empatar. Para colmo, a él no se le ocurrió nada mejor que decirle que ahora estaba más linda que antes y agregó «estás como más…» y buscó la palabra: «más pulposa, más exuberante», dijo pensando en el culo de ella que había visto en la fila de los apuntes. Y ella, en vez de entenderlo como una baboseada de él —y por lo tanto digna de respeto— le contestó: «sí, estoy más gorda». Él quiso despejar la confusión y le dijo: «no digas pavadas, no estás más gorda, estás igual que siempre». «O sea», concluyó ella, «que estoy gorda como siempre». Él intentó una teoría sobre las mujeres flacas que se creen gordas y dijo que formaban parte de una secta paranoica.

Para bien de los dos, en ese momento hubo un choque en el cruce de las dos avenidas entre un colectivo 152 y un taxi. Se armó tal escándalo y ruido de bocinas y de sirenas que estuvieron por unos minutos concentrados en el suceso. Cuando volvieron a la charla, él intentó encarrilarla por el terreno amoroso. Le preguntó por el marido con la esperanza de que se enganchara a hablar unos cuantos minutos y así compensar su monólogo sobre Lucrecia, pero no hubo caso. Ella respondió todo con monosílabos. Ante la derrota evidente, Santiago hizo lo que cualquier equipo de fútbol argentino hace cuando está por quedar eliminado en la Copa Libertadores: salió a bajar muñecos con la pierna bien alta. Marcela fue expulsando uno a uno a los jugadores y, cuando él finalmente tiró el golpe fatal, se suspendió el partido. La patada alevosa de Santiago fue preguntar: «¿Vos propusiste que nos encontráramos para maltratarme? ¿No te parece que estás exagerando con la histeria?».

En principio, la frase le valió dejar la propina más grande en muchos años. Porque ella se puso de pie, tomó sus cosas y comenzó su retirada mientras él le hacía gestos desesperados al mozo para que se cobrase. Como el mozo no se dignó a verlo, dejó simplemente el billete sobre la mesa sin esperar el vuelto. Alcanzó a Marcela en la puerta y le pidió perdón. Él creía que tenía razón, pero le pareció que pedir perdón podía facilitar la relación futura con Marcela. Además si no lo hacía entonces iba a tener que hacerlo al otro día, o a la otra semana: siempre iba a terminar de la misma manera.

Ella no dijo nada. Caminaron por Pueyrredón en silencio hacia Marcelo T. de Alvear y él comenzó una larga explicación de cómo en su vida siempre había hecho el gesto equivocado. Le recordó nuevamente aquel día en que se besaron. Le repitió que desde entonces él había pensado que ella era la mujer que le podía haber dado un sentido a su existencia y que ahora cuando la encontró casada se maldijo por su mala suerte. Le preguntó si ella, después de aquel beso, no había pensado alguna vez en él. Ella reconoció que sí. Santiago le preguntó si había pensado alguna vez en él como una persona con la que hubiera valido la pena haber vivido algo. Y ella le confesó que sí, que alguna vez ella también creyó que entre ellos dos había una comunicación especial, que se entendían distinto, que compartir libros y películas con él era maravilloso, que la conocía mejor que muchas otras personas. Ante la posibilidad de que la conversación derivara en el marido y el sentido de la fidelidad, Santiago decidió soltar las últimas amarras y volvió a besarla. La besó cinco años más tarde después de su primer y único beso.

Estaban en la calle, besándose, amparados por un cartel de propaganda apagado y por la mala iluminación de Avenida Pueyrredón. Fue un beso largo, con mucho trabajo maxilar, con los dos cuerpos tensos por la situación y el lugar. Cuando se separaron, él se apuró a decir:

—Te pido una cosa: no me digas que es tarde porque no lo podría soportar.

Y antes de que le contestara, la volvió a besar.

Terminaron en el hotel de Mansilla, besándose y tocándose en el ascensor, sin separarse ni medio centímetro mientras buscaban la habitación, abrían la puerta, tiraban sus pertenencias al piso y caían en la cama para seguir besándose y tocándose.

Hicieron el amor con un descontrol inconsciente, ese descontrol que obliga a perder varios minutos al intentar vestirse porque siempre la ropa queda en el lugar menos indicado. Él tenía preservativos en el bolsillo interior de la campera y los fue a buscar al lado de la puerta donde había caído la prenda. Apuró el paso por las ganas de besarla y porque siempre se sentía ridículo caminando desnudo con una erección.

Se besaban, se olían, se acariciaban con más torpeza que habilidad, él perdía su mano por la nuca de ella y enredaba sus dedos en el pelo y se lo tiraba, ella dejaba una estela de su saliva desde debajo de la oreja hasta la punta del hombro. Él bajó sus dos manos y le acarició largo rato el culo mientras ella le mordía el límite entre el hombro y el cuello.

Cuando volvieron en sí, la cama se había corrido casi un metro y en la radio, que hasta entonces no habían escuchado, sonaba una canción de Ricardo Arjona. Marcela se estiró para apagar la radio y recién ahí Santiago reparó en los espejos de la habitación que le permitían descubrir el cuerpo de Marcela desde todos los ángulos. Quería verla de todas las maneras posibles, mirarla hasta pulverizarse los ojos.

Cuando se volvieron a besar y a acariciar y a oler y a penetrar, él se dio cuenta de algo: estaba en una cama con una mujer casada. Esa mujer que lo acariciaba y lo besaba y lo mordía, era una mujer casada, una mujer que tenía otro tipo que no se enteraría de esa historia. Era una sensación rara. Lo calentaba. Le agregaba un componente erótico y trasgresor que las chicas solteras no tenían. Casi se podría decir que esa segunda vez la penetró con la alegría y la excitación que le despertaba el estado civil de ella.

II

Le gustaban los hombres inteligentes, sobre todo cuando eran altos y lindos. Hubo una época en que se conformaba con que fueran altos y lindos o de contextura fibrosa, pero ahora había vuelto a las exigencias de su primera juventud en la que sólo le interesaban los hombres inteligentes; los otros solamente la perturbaban.

Se estaba volviendo decididamente vieja. Se estaba ablandando, no físicamente todavía pero sí afectivamente. Unos años antes le hubiera jurado una guerra sin tregua a alguien que hubiera estado a punto de arruinarle la clase como había hecho su alumno Ramiro Meijón con su teórico de Latinoamericana. Pero ahora, mientras corregía su parcial, lo recordaba con simpatía y se conformaba con ponerle dos puntos menos de los que se merecía.

Otra señal de que estaba envejeciendo era que Ramiro le gustaba. Por Dios, era su alumno y era un niño, le llevaba como mínimo ocho años, ¿en qué estaba pensando? A ella siempre le gustaron los hombres más grandes que ella. Había andado con tipos que le llevaban casi veinte años, pero nunca con muchachitos que estaban saliendo tardíamente de su adolescencia.

Había algo particularmente atractivo en Ramiro: su cuerpo de jugador de fútbol americano no se condecía con su actitud intelectual. Por otra parte, tenía una contextura física de gimnasta y los tics de un poeta tuberculoso decimonónico. Una combinación imposible. Pero irresistible para ella. ¿Resistiría? Si estuviera en una universidad norteamericana y la descubrieran (o el alumno la denunciara) sería el final de su carrera académica y hasta podría ir presa. En la UBA si se enteraban sería mirada con desprecio por sus colegas, perdería su concurso para profesora adjunta y al año siguiente, nuevamente profesora de práctico, tendría a diez varones sentados en la primera fila de su clase. En cualquier lugar del mundo, un cerebro como el suyo diría «no». No, Lucrecia, ni lo pienses.

Sin embargo, no podía dejar de pensar. Quería avanzar en la corrección de parciales pero se había detenido morosamente en el trabajo de Ramiro. Eso le pasaba por llevarse los parciales para corregir en la cama. Siempre le pasaba lo mismo: o le daba sueño o se excitaba, cualquier excusa era buena para no corregir.

Dejó los parciales sobre la mesita de luz y se acostó boca abajo. Se imaginaba atada a esa cama, así como estaba, boca abajo y vestida con ese camisón celeste un poco ridículo y nada sexy que se le levantaba hasta el culo; estaba atada y apenas podía moverse, apenas podía levantar su cuerpo para que su mano derecha se ubicara bajo el vientre; su brazo izquierdo caía al costado de su pierna y ligeramente podía rozar su camisón para tratar de subirlo; su brazo derecho tampoco podía moverse demasiado y la única que tenía verdadera autonomía era la mano derecha que ya había pasado la línea del ombligo, no se había interesado en su vello púbico y bajaba sin prisa pero sin pausa hacia su clítoris; con un movimiento circular, sus dedos, salvo el pulgar, comenzaron a independizarse de ella, ya no formaban parte de su cuerpo sino de otro: las piernas levemente separadas, el cuerpo tenso, no sólo se sentía atada a esa cama sino que detrás suyo alguien, un hombre sin rostro, la miraba y se masturbaba como ella; las piernas se le juntaron, el pulgar junto con el índice tomaron posesión del clítoris mientras el dedo medio apenas la penetraba; su cuerpo se tensó aún más y sintió las contracciones de su vagina —podía sentirlas en sus dedos húmedos—, su cuerpo crispado se elevó de la cama rompiendo las ataduras al tiempo que desaparecían junto con el hombre sin rostro y ella abría los ojos: apenas a unos centímetros, descansaban los parciales que ya no corregiría esa tarde.

III

Muchas veces se había preguntado qué sentiría una mujer que le fuera infiel a su marido o qué sentiría ella, concretamente, si le fuera infiel a Raúl. Nunca imaginó que llegado el momento iba a estar así, como se encontraba al llegar a su casa.

Había llegado más tarde de lo debido pero no pensaba dar ninguna explicación. Raúl ya había llegado, había pedido una pizza que descansaba fría sobre la mesa. Ella se lamentó de la situación y fue a calentar la pizza en el horno. Él no parecía enojado, apenas sí molesto por la pizza fría. Cuando estuvo de nuevo caliente, la sirvió en los platos y tomaron una cerveza mientras miraban un programa de televisión.

Marcela fue al baño y se olió el cuerpo: a pesar de que se había bañado en el hotel todavía podía sentir el olor de Santiago. Se volvió a bañar, se lavó la cabeza pero no se cambió la ropa interior. Ese juego de bombacha y corpiño que le había regalado Raúl era el fiel testigo de lo que había ocurrido unas horas antes.

Cuando salió del baño, Raúl ya se había acostado y miraba una película. Ella no se puso su remera de dormir sino que se sentó a horcajadas de su marido y comenzó a besarlo. Le sacó el bóxer y ella misma, sin juegos previos ni muchas caricias, hizo que Raúl la penetrara. Apoyó sus manos en los hombros de él y lo cabalgó hasta que vio en su rostro las pruebas del orgasmo de Raúl. Entonces ella también acabó, una vez más en ese día. Le dio un largo beso en la boca. Había cogido con dos hombres distintos en un solo día y se sentía maravillosamente bien. Se acurrucó junto a Raúl y se quedó dormida mientras oía las voces que provenían de la televisión.

IV

Había alquilado una película pornográfica y la adelantaba en busca de alguna escena que le resultara más excitante. Tenía la puerta convenientemente cerrada y su habitación quedaba lo suficientemente lejos del resto de la casa como para saber que sus padres no lo molestarían. La película pornográfica se llamaba Chocolate hot y mostraba a negros con blancas y a blancos con negras pero nunca a negros con negras ni a blancos con blancas. Las situaciones eran todas similares: rápido desnudamiento, escena de sexo oral, penetración vaginal ella abajo y él arriba, penetración vaginal ella en cuatro patas y él por atrás, acabada de él sobre la espalda de la chica. Una de las pocas situaciones originales era una chica rubia más bien menudita con dos negros que la penetraban a la vez. Una escena lo suficientemente excitante para acabar, pero su mente se iba de la película y se calentaba más con el recuerdo de Marcela, incluso con el de su profesora Lucrecia —o creyendo descubrir en la actriz porno los rasgos de ellas dos— que con los gritos de la chica rubia. Cuando acabó, al mismo tiempo que el negro que lo hacía sobre la espalda de la rubia, se sintió bastante ridículo por haber pensado en Lucrecia o en Marcela cuando, sin duda, la rubia de la película estaba mucho más fuerte.

V

Se tomó el 68 en Pueyrredón. El traqueteo del colectivo acentuaba el dolor. Su cuerpo se movía con los baches de la ciudad y sentía que se le clavaban agujas desde la nuca hasta los dedos de los pies. Su encuentro con Marcela era uno de esos momentos que iba a recordar en la vejez, incluso después de ser víctima del Mal de Alzheimer. Pero más allá de lo vivido hacía un rato, el cuerpo le dolía sin atenuante. En un momento, Marcela lo había puesto boca abajo y comenzó a besarlo. Y esos besos comunes se convirtieron en mordidas, los dientes de ella clavándose en su piel. No dejó parte de su espalda, de su culo, de sus piernas y de su pie sin ser mordidos. Y esas mordidas habían sido dadas bajo los efectos anestésicos de la calentura. Ahora, en frío, comenzaban a doler en toda su dimensión. Y encima, el 68 y los baches de la ciudad no le tenían nada de piedad.

VI

Vio por el rabillo del ojo que alguien se le acercaba. Levantó la vista y ahí estaba Ramiro con su aspecto de chico perdido. Ella lo saludó sin invitarlo a sentarse. Dos mesas más allá había unos profesores de Literatura Argentina que la conocían y además estaba esperando a una compañera de cátedra. Ramiro llevaba una mochila sobre su hombro derecho y tenía un libro en la mano izquierda.

—Toma, es para vos —le dijo dándole el libro—. Son los ensayos de Balmaceda.

—Epa, el famoso Balmaceda, ¿me lo prestas?

—No, no. Te lo regalo. Son muy interesantes y no se consiguen fácilmente porque fueron editados en Perú y acá no llegaron. Yo lo tengo porque mi papá trabaja para algunas editoriales peruanas.

—¿Tu papá es escritor?

—Traductor.

Lucrecia se detuvo unos segundos a observar la tapa del libro pero siguió sin invitar a Ramiro a que se sentara. Él la saludó y se fue a sentar a otra mesa. A los diez minutos se paró y volvió a acercarse a Lucrecia que seguía leyendo unas fotocopias.

—Discúlpame que te joda.

—No, para nada, decime.

—¿Sabías que en Nicaragua se hizo un documental sobre la vida de Gómez Carrillo?

—Algo —dijo ella que no tenía idea y que prefería ser ambigua.

—Bueno, la revista Film organiza un ciclo de cine centroamericano y el jueves a las nueve de la noche pasan el documental de Gómez Carrillo en el cine Metro. Yo voy a ir a verlo. Pensé que tal vez te podía interesar ir.

—Ah, bárbaro, si me hago tiempo voy.

Él volvió a su asiento e intentó ponerse a estudiar. Como no se podía concentrar se puso a corregir un poema que había escrito el día anterior. Era un poema más bien flojito que lo había titulado «Oficio IV» (tenía otros tres con el nombre de «Oficio») pero tenía un versito final que le gustaba: «Voy de la nada hacia lo que no existe».

VII

Cuando Julián tenía cinco años, Santiago lo sorprendió con un truco de magia: le hacía elegir una carta y sin mirarla le decía, al segundo intento, qué carta era. Por más que Julián ponía todo su empeño no podía darse cuenta de cómo su hermano era capaz de adivinar la carta que él había elegido. Le llevó un año entender el burdo truco. Cuando descubrió la verdad, se prometió que algún día él iba a sorprender a su hermano mayor. Ahora estaba a punto de cumplir con su promesa.

Después de muchos intentos frustrantes, Julián había conseguido entrar en algunos sistemas. Como bien aconsejaba The Patrol, los más fáciles eran los universitarios. Había entrado en el sistema de la facultad de Ingeniería y después entró en Filosofía y Letras. Así pudo saber que su hermano tenía veintidós materias aprobadas y que ese cuatrimestre se había anotado en tres materias. Había tenido un parcial de Literatura Latinoamericana y se había sacado un ocho. La fecha de la nota era la de ese mismo día por lo que era muy probable que todavía su hermano no lo supiera. Le iba a dar una linda sorpresa.

VIII

Se encontraban en la facu o en bares cercanos a albergues transitorios. Así había continuado la relación entre Marcela y Santiago después del último encuentro. En la facu, charlaban; en los bares, se apuraban porque no tenían mucho tiempo que perder. No iban a otros lugares juntos aunque habían estado a punto de ir a ver una película.

Marcela le había comentado que la revista Film organizaba un ciclo de cine centroamericano y que daban un documental sobre Gómez Carrillo. A Santiago en principio le había parecido una buena idea hasta que se enteró de que la película se la había recomendado Ramiro a Marcela. Incluso le había tirado alguna onda de ir ellos dos solos, le había contado Marcela para que Santiago fuera enojándose en su interior como un volcán con lava. Ni loco iba a ir a ver ese documental de mierda. Fin de la conversación.

Lo más increíble era que él tenía un departamento y que no lo podía usar porque lo tenía repleto de parientes. Él le contó a Marcela su triste realidad pero ella lo tomó a broma. No le molestaba tener que ir a hoteles. No dejaba de resultarle un poco extraño que nunca hiciera algún comentario sobre la posibilidad de ser descubierta entrando a un telo. La podía ver algún familiar o algún amigo del marido; ella nunca parecía preocupada al respecto.

En la facultad, muchas veces no se aguantaban y se iban a las escaleras del fondo, en donde estaban los baños, para poder besarse. Mantenían en general un perfil bajo, pero no les importaba que algún estudiante los viera apretando en los rincones de la facultad.

Había noches que se volvía sola y otras en las que la iba a buscar el marido. Cuando esto ocurría, Santiago se quedaba dando vueltas dentro de la facultad porque no quería verla irse con él. No sentía celos sino una profunda angustia por tener que dejarla ir con otro, con un tipo que no la merecía porque seguramente no sabía valorarla con justicia. Le hubiera gustado llevarla a su departamento y leerle poemas de Vanasco o de José Emilio Pacheco, o ver juntos en video las películas de Betrand Blier.

Los días en que ella se iba en colectivo, él la acompañaba hasta Rivadavia. Iban sin tomarse de la mano pero caminaban tan pegados que cualquiera hubiera supuesto que eran hermanos siameses. En la parada, él la acariciaba disimuladamente y ella una vez se había acurrucado unos segundos en su pecho.

IX

El documental había sido un plomo pero la jornada muy provechosa. Se encontraron en el cine. Había apenas una veintena de personas, menos que las que iban a los teóricos y por suerte no había nadie de la facultad que ella conociera. Eso la distendió y le permitió disfrutar de la presencia de Ramiro. Cuando la película terminó, se imponía ir a un bar pero ella ya había decidido cruzar el Rubicón así que usó alguna excusa medio tonta para llevarlo a su departamento. Él aceptó y en su mirada o en sus palabras no había ninguna brizna de ironía ni ningún gesto que revelara que se hubiera dado cuenta de cómo venía la mano. «Lo estoy engatusando», pensó Lucrecia y la idea le pareció fascinante: abusar sexualmente de ese chico romántico y musculoso.

Una vez en su departamento le preguntó qué quería tomar. Él le dijo que cualquier cosa. Ella tenía una botella de cognac y él aceptó. Mientras ella sirvió las copas, Ramiro se dedicó a recorrer la biblioteca. Eso no fallaba nunca. Los muchachos como Ramiro podían mirarle las tetas o el culo, pero una vez que entraban a su departamento iban como atraídos por un imán hacia la biblioteca y ponían su mirada más apasionada en buscar un libro leído que les había cambiado la vida, o cruzarse con una edición rara, o encontrar un libro inhallable que a ellos les gustaría poseer, casi tanto, o tanto, o más, que el cuerpo de ella. Y a ella le gustaban esos hombres que introducían sus manos en los estantes de la biblioteca con la misma dedicación y ganas que lo hacían en los orificios de su cuerpo.

Se acercó a él con las copas servidas. Ramiro había sacado de la biblioteca la edición de Lumen de España de El uso de la palabra de Mario Trejo y le leyó: «La noche puede durar y durará todavía/ el alba es oficio de sobrevivientes». Sin abandonar el libro fue a sentarse al sillón individual que había en el living y que ella había heredado de sus padres. Le daba pequeños sorbitos a su copa de cognac y buscaba poemas de Trejo. Lucrecia, en cambio, tomaba tragos más largos y más espaciados en el tiempo. Lo miraba y pensaba qué iba a hacer con ese chico ahí. No había muchas posibilidades.

—Trejo es uno de mis poetas favoritos. Es el más rico en lenguaje de la generación del ’50. Escucha esto. Se llama «Para partir, para llegar»:

También aquí se quiso huir

Dejarlo todo atrás

Reanudar el silencio

Desbaratar una copiosa primavera

Pasar por alto algo más todavía

Pero muchos años han pasado por este poema

Con muertes y orgasmos

Amores y guerras

Soledad y dictadores

El tiempo es una paciencia

Largamente presentida

Y elástica

Ya no hay tiempo que perder

En mitos y melancolías

Ya no es tiempo de perder.

Lucrecia había tomado una decisión. Había algo que quería hacerle a ese chico sentado en el sillón, un sillón que alguna vez había ocupado un lugar en el living mucho más grande de su casa paterna. Ya estaba vieja para jugar algunos juegos de seducción o para esperar que él se animara a besarla. Así que se acercó sigilosamente a él se arrodilló, le sacó el libro de su mano derecha y el cognac de su mano izquierda. Se acomodó entre sus piernas y muy suavemente, para que no se espantara, le desabrochó el cinturón, el botón del pantalón y le bajó el cierre. Buscó con su mano dentro de la ropa interior y encontró lo que estaba buscando en plena erección. La tomó con sus manos y se la llevó a la boca. Comenzó a chuparla con dedicación y ahínco y acompañaba sus lamidas con un movimiento masturbatorio de su mano derecha. Pensaba tomarse todo el tiempo del mundo, así que levantó la vista para mirarlo. Desde esa perspectiva parecía todavía más grandote y más joven. Su cara era una conjugación de sorpresa, placer y miedo, sobre todo miedo de que ella dejara de hacer lo que estaba haciendo. No lo iba a defraudar, volvió a chuparlo mientras sentía que crecía en ella una calentura que le duraría varios días por más sexo que tuviera esa noche.

Con su mano izquierda le acarició la espalda y él puso las manos en su cabeza. Se dio cuenta de que él estaba por acabar porque comenzó a emitir una especie de rugido y hacer un leve movimiento de cadera. Ella aceleró la boca y la mano, y él acabó en su boca, en su cara, en su pantalón y en el sillón que alguna vez su padre había usado para ver la tele.

X

Como militantes en la clandestinidad, fijaban la cita siguiente en cada encuentro. Él, obviamente, no la llamaba por teléfono. Marcela tampoco, por eso se sorprendió cuando esa tarde escuchó su voz del otro lado de la línea. Parecía nerviosa y él pensó que había pasado algo con el marido, pero enseguida ella le aclaró que no. Que quería hablarle de otra cosa. Quedaron en verse esa misma tarde en Sócrates.

En el bar ella le dijo que estaba preocupada por su padre. Más preocupada que nunca. Que el sábado había sido el cumpleaños de su hermano. Hicieron un asado en la casa y el padre la llevó un momento aparte. Le regaló un libro.

—Salvo que sea la última novela de Aira, no veo nada grave en que te regale un libro.

Marcela ni lo escuchó. Buscó en su bolso, sacó el libro en cuestión y se lo dio en la mano a Santiago, ni siquiera se animaba a apoyarlo en la mesa por temor a mancharlo.

—Ah mierda, no es cualquier cosa.

—La primera edición de Fervor de Buenos Aires. La auténtica. Pero eso no es nada. Fijate la dedicatoria.

Santiago abrió el libro y leyó con ojos incrédulos.

—Es el ejemplar que el Cieguito le dio a Lugones. Querida, vendámoslo y nos vamos a vivir con el dinero al Caribe.

—Entendé, Santiago, este ejemplar único me lo dio mi papá que todavía cree que estudio Letras porque quiero ser escritora, que no tiene ni idea de quién es Borges, ni quién es Lugones, ni la diferencia entre una primera edición y la edición del domingo.

—Pero yo escuché hace poco hablar de este libro.

—Eso es lo que me preocupa. Salió en los diarios. Y fue por el otro exnovio de Lucrecia. Por Arturo Roversi. Le entraron a robar, se llevaron todo el dinero, joyas, amenazaron a la mucama y a los hijos y se robaron un solo libro. Fervor de Buenos Aires dedicado a Lugones. Mi viejo dice que se lo dio un compañero de trabajo. Pero no le creo. Me parece que está metido en problemas.

—Sí, parece grave. Pero peor hubiera sido que te hubiera regalado el último libro de Aira.

XI

Una vez había tenido la oportunidad de serle infiel a Marcela pero no lo había hecho, había dejado pasar la oportunidad porque no quería problemas. Había sido con una chica nueva del trabajo que se había convertido en su protegida y parecía que ella estaba dispuesta a pagar con su cuerpo tanta dedicación y protección de su parte. Él no quiso, se hizo el tonto. A los pocos meses se enteró de que la chica se había convertido en la amante del gerente regional y que a ella la trasladaban a otra sucursal como directora de cuentas especiales, un cargo mejor que el suyo.

Nunca le había gustado que Marcela estudiara Letras. Siempre le había parecido un ámbito donde no existían los códigos que regían para el resto de la humanidad o, al menos, de la gente civilizada. Cuando habían comenzado a salir ella todavía no estudiaba y se separaron a los pocos meses de que ella entrara a la facultad. Después, cuando volvieron a estar juntos y decidieron casarse, ella abandonó la carrera sin que él le dijera nada en especial. Siempre había tomado esa renuncia a Letras como un gesto de amor hacia él.

Cuando decidió volver a la carrera, él no tenía argumentos demasiado sólidos para oponerse. La dejó hacer a pesar de que en el fondo sospechaba que ocurriría algo que iría, necesariamente, en contra de la pareja.

Él era celoso, es cierto, pero nunca había llegado al punto de desconfianza en el que se encontraba ahora. Ella estaba rara, distraída y el hecho de que en las últimas semanas hicieran el amor mucho más seguido que tiempo atrás más que una prueba de su amor hacía él le parecía un motivo más de sospecha. Había algo raro y él lo iba a descubrir.

Esa noche habían quedado en que ella volvía sola a casa. Él estacionó el auto en la esquina de Puán y Hortiguera. Desde ahí podía observar la entrada de la facultad casi sin ser visto, amparado en la oscuridad. Finalmente, ella salió, iba en compañía de un muchacho, uno de esos compañeros que tenía y que vivían escribiendo poemas o haciendo cosas igual de absurdas. Puso el motor en marcha y esperó a que llegaran casi a Alberdi para ir despacio detrás de ellos.

Marcela y el compañero no se desprendían. Iban juntos a paso lento por Puán y así, pegados como hermanos siameses, llegaron a la parada de Rivadavia. Él detuvo el auto a cincuenta metros. Desde ahí podía verlos perfectamente. Ver la mirada divertida de ella, los ojos de baboso de él. Podía ver todo aunque nunca imaginó que iba a ver lo que vio. Marcela paró el colectivo y antes de que llegara a la parada, el compañero apoyó una mano en la cintura de ella y la besó en la boca. Ella se subió al colectivo y desde los escalones del vehículo le dedicó un último saludo.

Él podía hacer como que no había visto nada. También podía ir a su casa y hacerle una escena a Marcela. Optó por otra variante. Siguió al tipo que se tomó otro colectivo y luego caminó unos metros hasta llegar al edificio donde vivía en la calle Sánchez de Loria. Podía haber bajado del auto y golpearlo, pero quería algo más elaborado, más profesional, más cruel.

Ahora también sabía donde vivía. Iba a hablar con tres o cuatro compañeros de su equipo de rugby. Tres o cuatro amigos en los que se podía confiar plenamente y a los que podía contarles el infierno en el que estaba. Ellos lo entenderían. Aceptarían su propuesta y hasta la considerarían una decisión justa. Ese tipo se iba a arrepentir de andar con mujeres casadas. No le iba a alcanzar una vida para arrepentirse de haberse metido con su esposa.