10 - Mi amigo Simone

Abril-mayo 1996

I

Simone soñó que se iba a morir. A medianoche iba a estar muerto. Él le decía a su mujer que al día siguiente no iría a trabajar aunque no le contaba por qué. Después se tiraba en su cama y aparecía Marcela que le preguntaba si se sentía mal. Él reconocía que sí, que le dolían las piernas. Su hija comenzaba a masajearle las pantorrillas, luego sus manos empezaban a deslizarse más arriba, pero ya no era Marcela sino Ana. Estaba cubierta con una mortaja. Sin embargo, él podía ver el cuerpo desnudo de Ana debajo de esa tela. Él miraba ese cuerpo y escuchaba que ella decía: «te queda sólo media hora». Era la voz de su hija.

Una vez despierto, el sueño siguió persiguiéndolo y no se pudo sacar la sensación de que se iba a morir a medianoche hasta que llegó a la pensión. En vez de ir para su habitación, se dirigió directamente al comedor. La asistenta de doña Paquita le sirvió el café con leche. A los diez minutos apareció Pajarito. Si se sorprendió de verlo tan temprano en el comedor no lo dijo. Fue y se sentó al lado de él. A Simone no le hubiera extrañado que Pajarito fuera a desayunar a esa hora para no cruzarlo. Últimamente lo evitaba sutilmente, no era que se escondiera o no hablara con él pero aprovechaba cualquier excusa para pasar el menor tiempo posible juntos.

—Anoche tuve un sueño que todavía que me sigue dando vueltas. Soñé que me iba a morir.

—No se preocupe, entonces va a vivir cien años.

—No soñé que me moría sino que me iba a morir, así que eso de los cien años por ahí no corre.

Desde el momento en que Ana se había vestido y se había ido de su pieza, Simone estuvo obsesionado por un pensamiento: si debía decírselo o no a Pajarito. Había una cuestión de honestidad que lo llevaba a pensar que debía contárselo pero también le parecía una actitud jactanciosa, como si estuviera relatando una conquista amorosa. Ese viernes no llegó a verlo y el fin de semana pensó más en él que en lo que había ocurrido con Ana. No se animaba a pensar en ella, ni siquiera se animaba a recordar el cuerpo de Ana.

El lunes fue directamente a la pieza de Pajarito. No quiso darle muchas vueltas. Le contó lo ocurrido el viernes entre Ana y él. Que él se veía en la obligación de ponerlo al tanto porque como amigos que eran no quería engañarlo.

—Además usted siempre fue sincero conmigo y no puedo menos que comportarme de la misma manera.

—Bueno, ¿qué quiere que le diga? Siempre me imaginé que sucedería. Ella siempre habla de usted. Mire, no espere que le diga que la noticia me hace feliz.

—No, por supuesto, no quiero mortificarlo.

—Quédese tranquilo, no me mortifica. Supongo que ella es la que tendrá la última palabra. A mi edad no me puedo dar ciertos lujos como querer ser el que decide.

A Ana la vio cuando ya estaba por retirarse de la pensión. Se cruzaron en la salita de la entrada. Ella lo saludó como siempre y le pidió si podía subir unos segundos a su pieza. Él pensó en negarse, sin embargo tampoco quería llamar la atención de doña Paquita que estaba en la recepción. Aceptó y subieron. Él había estado ahí algunas veces, no muchas porque era más común que ella fuera a su cuarto. Sus habitaciones eran similares en cuanto a tamaño pero, mientras que la de Simone tenía una ventana desde la que se veía la calle, la de Ana daba al pulmón de manzana, un pulmón por el que llegaba poca luz y que dejaba ver edificios grises y sucios que merecían ser demolidos. Ella había decorado su pieza de manera muy femenina. Era evidente que ahí vivía una mujer: dos muñecos de peluche sobre la mesa, carpetitas sobre la cómoda, cuadros en la pared con dibujos y sentencias sobre la amistad, algunas revistas acomodadas en una pequeña biblioteca.

Simone creyó que era su obligación hablar primero, explicar lo ocurrido el viernes anterior, pero ella no lo dejó. Le preguntó si se sentía bien, como si lo hecho unos días atrás hubiera podido tener consecuencias físicas negativas. Como él negó sentirse mal ella continuó y le dijo que se sentía muy feliz. Que independientemente de lo que él decidiera hacer, ella era feliz porque había estado con la persona a la que quería y respetaba. Él trató de hacerle entender que era una locura, que en su otra vida —porque él tenía otra vida— tenía una esposa, una hija mayor que ella y esperaba su primer nieto. Ella insistió en que no le molestaba que tuviera otra vida si en ésta la tenía a ella. Y él no llegó a contestar porque el beso de ella llegó a su boca antes de que le salieran las palabras.

II

Hasta ese momento, Simone había aceptado cada cambio en su vida con tranquilidad. Ni el despido, ni los robos, ni las rutinas en la plaza y el hotel le habían despertado una inquietud profunda. Esto era diferente. No podía incorporarlo como algo más porque era algo único: una entrega milagrosa que él seguramente no merecía pero que se estaba llevando a cabo. Había conocido algo distinto y ni su mente ni su cuerpo podían asimilarlo con rapidez. Tardó varios días hasta permitirse pensar en Ana, en sus besos, en sus caricias. Y tardó todavía más en descubrir que había empezado a necesitar su compañía como no necesitaba nada más en la vida. Empezaba a sentir que por ella estaba dispuesto a todo. Salvo a traicionar su amistad con Pajarito.

Ninguno de los dos quería saber qué pasaba entre Ana y el otro. Simone estaba al tanto de que Pajarito y ella seguían yendo a bailar los sábados. Pajarito debía sospechar que los encuentros entre él y Ana se habían repetido (porque en caso contrario él se lo habría dicho, el silencio no hacía más que remarcar la continuidad de los hechos). Pero ni Simone ni Pajarito hicieron nada para interferir la relación del otro.

Simone comenzó a comportarse distinto, no sólo en la pensión (donde ya se comentaría a sus espaldas su relación con Ana) sino en la casa. Le costaba disimular su estado de felicidad y agitación. Incluso un día no se le ocurrió mejor excusa para justificar ese estado que decir que lo habían ascendido en el trabajo y que le aumentarían el sueldo. Lo del ascenso no le parecía tan inapropiado ya que él sentía que había sido ascendido en la categoría de ser humano: ahora era un hombre con deseos y miedos.

Lo del sueldo era una locura. Básicamente porque el dinero del asalto cometido en Vicente López se estaba acabando. De modo que esta vez fue él quien le planteó a Pajarito la necesidad de hacer un nuevo trabajo.

—Es cierto, tenemos que hacer algo.

Pajarito quedó en buscar algo aunque no creía que pudiera ser un caso similar a las veces anteriores. Él tenía los suficientes contactos como para atacar en otros frentes. Le pidió que lo esperara unos días y así elegir lo más conveniente para los dos.

III

La etapa final de Simone en el hotel Plaza C ya había comenzado. Desde el momento en que Ana lo besó se sucedieron los meses más placenteros y, a la vez, los más inquietos de toda su estadía en la pensión de doña Paquita. Fueron también los meses menos rutinarios. ¿Alguna vez había sentido por una mujer los mismos sentimientos que ahora le despertaba Ana? ¿Había amado de esa manera a su esposa y tal vez lo había olvidado?

No había rutina porque nunca se sabía bien cuándo aparecía Ana ni tampoco se sabía cuándo iba a cruzarse con Pajarito. Y además, por primera vez desde el despido en la fábrica, sentía temor de ser descubierto. Antes le daba igual quedar expuesto o, al menos, no le despertaba ningún temor, bastaba con seguir las reglas del horario y de la comida. Ahora sentía miedo de que algo o alguien rompiera el hechizo en el que estaba inmerso.

En esos meses había salido dos veces con Ana a caminar. Habían salido rápido de esas cuadras pobladas de prostitutas y parejas esquivas, habían tomado más lentamente por Plaza Constitución y habían cruzado la parte final de la avenida 9 de Julio. Tomaron por Brasil ya lejos de la pensión. Nadie, obviamente, se fijaba en ellos o, en todo caso, algún tipo se fijaría en ella, nada fuera de lo normal. Hablaban de nada y de todo. A Ana le gustaba plantearse grandes dudas sobre el sentido de la vida y Simone intentaba, con honestidad, incluso con humildad, contestar a sus dudas.

Por Brasil llegaron al Parque Lezama y él se acordó de esa calle que recorrió los dos primeros días en los que estuvo sin trabajo bajo una lluvia atroz. Se sentaron en un banco del interior del parque y él le contó lo del despido, de su decisión de no decir nada en su casa, de la lluvia, de su caminata sin sentido, del bar del mercado en el que había descansado, de las horas en estación Retiro. Le relató simplemente eso, ni siquiera llegó a decirle de la plaza, del banco, de cómo había conocido a Pajarito. Ella no preguntaba. Mejor dicho, no hacía preguntas que obligaran a Simone a avanzar en la historia, sí le pedía detalles, detalles en los que él ni siquiera había pensado en su momento: si le dolían las piernas de tanto caminar, cómo era el mercado, o si hacía frío en la estación de trenes. Ella también le pidió que la llevara a ese bar. Caminaron hasta el mercado. A pesar de que todo estaba exactamente igual, Simone tuvo la impresión de que habían pasado siglos desde la primera vez que estuvo en ese lugar. Sintió mucha pena por ese Simone que se había sentado ahí, sin siquiera saber bien cómo pedir un vaso de vino. Ana, a su vez, le contó de sus esfuerzos por conseguir trabajo. Que todas las mañanas libres acudía a algún aviso clasificado pero que nadie la tomaba. Debía resignarse a seguir limpiando casas.

La salida más rara de esas semanas ocurrió un jueves al mediodía. Extrañamente, Pajarito se había dejado ver desde la mañana. Habían ido juntos a la habitación y compartieron, como hacían siempre antes, la milanesa, el tomate y el huevo que Simone llevaba en la vianda. Cuando terminaron, Pajarito le propuso ir a comer a la fonda de Santiago del Estero y Garay. En la recepción, mientras Simone hablaba con doña Paquita y Pajarito miraba indiferente hacia la calle, entró Ana que venía de su trabajo matinal de los jueves. Entró y doña Paquita, como si imaginara el comienzo de una tragedia, hizo silencio. Simone se dio vuelta y la vio a Ana ahí parada a la vez que Pajarito ponía su mejor cara de nada. Ana se vio en la obligación de decir algo y preguntó:

—¿Se van a almorzar?

—Sí, estamos saliendo —le dijo Pajarito—. Venite con nosotros que vamos acá nomás.

Así fue cómo los tres salieron juntos del hotel Plaza C mientras doña Paquita los miraba con más temor que amonestación. Iban los tres silenciosos, tal vez avergonzados y tal vez con ganas de no estar ahí o de que uno de los otros dos no estuviera.

Era el primer día de frío de ese otoño y la fonda había aprovechado para poner buseca como plato del día. Pajarito le preguntó a Ana si le gustaba el mondongo y ella le dijo que sí. Pidieron tres platos de buseca y vino tinto de la casa, un pingüino de litro con vino La Quebrada.

Los platos humeantes de buseca llegaron rápido y comieron con voracidad. Tal vez era el efecto de comer algo sabroso, o tal vez eran los efectos del pingüino que se había vaciado, lo cierto es que de a poco comenzaron a aflojarse y charlaban sin tiempos muertos. Sobre todo Pajarito y Ana, Simone estaba más callado aunque eso era lo habitual. Eran tres amigos disfrutando de una buena comida.

IV

Para el cumpleaños de su hijo hicieron un asado en su casa. Simone ya lo había decidido. Ese día iba a darle a su hija el libro que tanto había guardado. Lo veía como una manera más de acercar a su hija a la vida que estaba llevando.

Después del asado, de la torta y el café, su hijo y su yerno se dispusieron a ver por la tele un partido de Los Pumas. Su yerno depositaba una pasión desmedida en los partidos de rugby y si no hubiera sido el cumpleaños de su cuñado seguramente hubiera ido a la cancha de Ferro a verlos jugar. De la misma manera seguía a su equipo, Pucará, sábado o domingo por medio, más el tiempo que se dedicaba a entrenar y a jugar rugby con los amigos.

Su esposa y su nuera, que ya comenzaba a tener panza de embarazada, lavaban los platos. Hablaban animadamente y Simone creyó notar que dejaban afuera de la charla a Marcela. Le fastidiaba que su mujer fuera tan poco comprensiva con su hija. Sabía que su esposa no sentía un cariño fervoroso por su nuera. Si se reía tanto con ella y se mostraba tan interesada en sus comentarios, era sobre todo para molestarla a Marcela. Ella siempre quiso controlar la vida de todos, pero su hija se le escapaba de las manos. La complicidad que exageraba con su nuera era el modo que utilizaba para reprender a Marcela, para hacerle notar cuál era el camino que ella también debía seguir.

Marcela estaba terminando de barrer. Cuando vio que se desocupaba, Simone la llamó y la llevó al galpón. Le dijo que tenía un regalo para ella, un libro. Sacó un sobre y se lo dio. La sonrisa que ella tenía al saber que le estaba por regalar algo se transformó en una expresión de enorme sorpresa cuando vio el libro.

—¿Cómo conseguiste este libro?

Simone temió que el libro «dijera» cosas que pusieran a Marcela en la pista de su actividad y que en su ignorancia no se hubiera dado cuenta.

—Me lo dio un compañero de mi nuevo trabajo.

—¿Un compañero? ¿Pero por qué te dio este libro?

—Le dije que tenía una hija que iba a ser escritora…

—Yo no voy a ser escritora, papá.

—… y entonces me lo trajo y me lo regaló. Yo sé que lo vas a disfrutar.

Ella levantó la vista de la tapa y con un tono en el que se notaba la preocupación, le preguntó:

—¿Y en qué estás trabajando, pa?

Le contó que un conocido le había conseguido un trabajo en una pequeña fábrica de puertas. Que él se dedicaba a las cerraduras. Marcela quiso saber por qué no le decía esto a su madre, si al fin y al cabo tenía trabajo y sería más cómodo para él mismo. Él le confesó que para ser sincero no sabía por qué lo hacía pero que era muy probable que pronto hablara con ella. Marcela le preguntó por qué había inventado también lo del ascenso. Él le explicó que le habían aumentado el sueldo en su nueva labor y que le pareció la mejor manera de justificar ese aumento. Que al fin y al cabo le estaba dando una alegría a su madre con esa noticia. Ella le dijo que lo que más le importaba en el mundo era que él fuera feliz.

—Yo lo soy, hija, lo soy.

Pajarito no había venido con ninguna propuesta nueva de trabajo y la situación económica de Simone comenzó a complicarse. Ya no le quedaba resto para completar lo que tenía que llevar a su casa y para pagar la pensión. Sin embargo, un día, Pajarito se apareció y le dio plata como para cubrir los gastos del mes.

—Tómelo como un préstamo a cuenta de nuestra próxima actividad.

Como Pajarito no conseguía nada, Simone pensó en salir él por su cuenta a buscar plazas, bancos y con paciencia iba a descubrir algún lugar para usar su llave mágica. No le importaba que ya estaban llegando los días fríos. Él estaba dispuesto a soportar el mal tiempo nuevamente.

Pero no fue necesario que hablaran seriamente del tema una vez más. Ni siquiera que Simone saliera a recorrer las plazas de Buenos Aires en busca de bancos estratégicos.

Era un viernes. Una vez más era viernes. Simone llegó como siempre. Se cruzó con Ana que ya estaba desayunando en el comedor a pesar de que los viernes desayunaba más tarde porque no trabajaba. Le preguntó que hacía tan temprano en el comedor. Ella le dijo que estaba nerviosa, que más tarde tenía una reunión de trabajo para atender un negocio de ropa interior femenina en una galería. Que tenía que encontrarse con la pareja dueña del negocio en el bar que estaba dentro del hall central de la estación Constitución.

Simone no desayunó con ella porque los viernes había vuelto a desayunar con Pajarito. Le deseó suerte y se fue para su pieza.

En su habitación se sacó la campera y se puso a observar por la ventana a la gente que andaba por ahí. Quince minutos más tarde vio salir a Ana, cruzar la calle y dirigirse a la estación de trenes. Diez minutos más tarde (diez irreversibles minutos más tarde), Pajarito golpeó la puerta.

—Entre, Pajarito —le indicó dejando de observar por la ventana sin saber que no iba a volver a mirar nunca más desde ese lugar.

Pajarito entró y lo saludó con su habitual gesto de afecto. Eran los últimos quince minutos de Pajarito y Simone en la pensión de doña Paquita.