Mayo 1996
I
Se supone que vinimos a trabajar. Punto uno: respetemos el trabajo. Al entrar por primera vez a la Facultad de Filosofía y Letras escuché: «Vinimos aquí a enseñar cosas que, eventualmente, no sirven para nada». Esto lo oí hace muchos años. Nosotros vamos a intentar en nuestro proyecto de trabajo enseñar cosas que sirvan. No se trata de una formulación utilitaria, pero teniendo en cuenta el contexto en que estamos es notorio, obvio, que no nos podemos dar el lujo, en la Facultad de Filosofía y Letras de 1986, de enseñar cosas que no sirvan para nada. Sobre todo porque eso implica, por otra parte, entender a la literatura como decoración.
Lógicamente, previsiblemente, ese enunciado que me inquietó hace varios años, como decía, al ingresar a la Facultad de Filosofía y Letras, es todo lo contrario de lo que queremos hacer nosotros. Pero se conecta con una serie de elementos vinculados a esta Facultad, precisamente con su fundación. Ustedes sabrán que se fundó en 1896 y que uno de los fundadores fue Miguel Cané a quien ustedes conocen a través de un texto más o menos aterciopelado que es Juvenilia. En 1896 la facultad estaba en la calle Viamonte y se fundó diciendo, entre otras cosas, que la enseñanza de las lenguas clásicas, fundamentalmente del griego y del latín, servirían para conjurar el virus lingüístico que portaban nuestros abuelos, es decir, el virus del impacto inmigratorio. Una actitud de tipo espiritualista en el ’46 (cuando se enseñaban en la Facultad cosas que no servían para nada, ademán espiritualista). En 1896, la fundación se fundamentaba como un ademán de conjuro respecto de una inmigración que comenzaba a inquietar, desde ya en términos lingüísticos, pero en especial en términos políticos. Cané, además de ser una persona vinculada al Consejo de la Facultad, en 1896 era senador nacional y es correlativa de la Facultad, de su creación, la Ley de Residencia de 1902, la 4144, que ya no se promulga ni se postula como conjuro de los ademanes lingüísticos de los inmigrantes, esto es, de los anarquistas, de los socialistas de entonces, sino que lisa y llanamente se postula la expulsión del país. Ésa es la Ley de Residencia, en la cual tuvo especial participación Cané. Desde ya que esto puede parecer alejado del tema que hemos elegido para el trabajo, que es Mansilla y Una excursión a los indios ranqueles. Pero en esos mismos años, en 1907, Mansilla escribe su último libro, Un país sin ciudadanos, cuyo eje fundamentalmente es la reiteración de esa inquietud frente a una clase peligrosa. Lógicamente que esa clase peligrosa estaba formada por los inmigrantes que habían sido convocados a partir de 1853 por la Constitución que dice «todos los hombres de buena voluntad», y esto es la buena voluntad liberal; cincuenta años después de Caseros, del 52/53, ésta había llegado a sus límites, esto es, que la fundación de la Facultad, la Ley de Residencia y el último libro de Mansilla están señalando los límites de tolerancia de la conciencia burguesa. Esa serie de medidas de tipo administrativo-literario, es decir, estos tres actos que señalamos eran hitos de sobreviviencia. Estaban inquietos por algo sobre lo que vamos a trabajar en Una excursión…, que son los otros, la otredad, la opacidad del otro. ¿Quién es ese otro que me inquieta? Hablo desde la transparencia del poder a la opacidad del otro. Eran tan opacos los indios de 1870 para Mansilla como los inmigrantes, socialistas, anarquistas en el 1900. La opacidad no entraba en el monopolio intelectual que decían poseer estos gentleman; correlativamente, todo lo que no entrase dentro de esa racionalidad, debía ser eliminado.
II
Por el rabillo del ojo vio que había subido una viejita, así que Santiago interrumpió la lectura de la clase teórica de Viñas y le cedió prestamente su asiento a la anciana. Lo bueno de viajar parado es que uno puede dedicarse sin problemas a pensar. Viajar parado puede ser más efectivo que pensar en el baño. Así le ocurría a Santiago a quien, de las dos o tres ideas que había tenido en la vida, dos se le habían ocurrido viajando parado en ese colectivo 103.
La lectura de Viñas le recordó a Lucrecia. Su gesto («su ademán», diría Viñas) escondía algo más que el reconocimiento por haberle salvado, de manera heroica, su clase de literatura latinoamericana.
¿Había cambiado Lucrecia en estos años? A primera vista, la respuesta era sí. No físicamente, en siete años no había cambiado nada. A él le parecía ver a la misma chica que había conocido diez años atrás en aquella clase de Viñas. Al menos de cara estaba igual y a Santiago no le costaba mucho imaginarse que debajo de la ropa de profesora aplicada o de secretaria ejecutiva se escondían las mismas virtudes anatómicas. No era lo físico, al menos en este momento de elucubración, lo que a él le importaba.
La teoría que tenía Santiago era más arriesgada: si bien la Lucrecia estudiante hacendosa del ’86 estaba a años luz de esta profesora inquieta de los ’90, en la realidad, no había cambiado nada. Simplemente había ido hacia donde quería. Tenía un camino que transitaba con la misma seguridad con la que el colectivero hacía su recorrido. Esa chica del ’86 era ya la doctora en Letras queriendo ocupar la mayor cantidad de espacios dentro de la facultad, dentro de la Academia.
¿Y él? ¿Había cambiado? A primera vista, su respuesta hubiera sido no. Porque había seguido siendo el mismo. El mismo irresponsable, defendiendo las mismas ideas, repitiendo las mismas pavadas sobre la literatura argentina. Pero si lo pensaba bien, justamente por estar igual, al menos en el plano de la facultad, había cambiado. Donde en el ’86 había un chico descontrolado ansioso de quemar etapas, leerse todo, absorber todo, impugnar todo, ahora había un tipo que había reemplazado la pasión por la ironía, el insulto anarquista por el juicio moralista, la mirada ansiosa por los ojos entornados de quien ya nada espera. Se había convertido en un crítico literario. C’est triste ça.
Llegó a su casa y dejó de lado las reflexiones autocríticas para acordarse de que tenía por delante más de un mes en compañía de su madre y su hermanito. Había hablado con Lucio, su hermano mayor, quien se lavó las manos con su habitual capacidad para borrarse en los momentos más críticos. También había hablado con Eva pero sólo había conseguido que su hermanita se condoliera de su situación y le prometiera sacar a pasear a la madre y al hermano una tarde de ésas, como si ésa fuera la solución del problema.
En la casa estaba sólo el hermano conectado a Internet. Pensó en la cuenta de teléfono y se dijo: «no me tengo que preocupar, debo disfrutar del momento, todo va a empeorar». Se sacó las zapatillas, prendió el televisor y se puso a ver lo primero que se cruzaba ante sus ojos. Le tiró una de las zapatillas por la cabeza a su hermano que le preguntó si se estaba volviendo loco o estaba menopáusico. Santiago le dijo que se dejara de joder con Internet, que el teléfono lo pagaba él. Julián le contó que estaba por conseguir un tablón de anuncios donde había números de tarjetas de crédito, que si quería las podía usar para comprarse lo que quisiera afuera del país y compensar los minutos que le gastaba de teléfono. Santiago no lo dijo pero pensó que su hermanito en cualquier momento iba a terminar preso en un instituto de menores. Al segundo de desconectarse de Internet, sonó el teléfono.
—¿Santiago?
—Sí, ¿Marcela?
—Yo sé que te sorprende que te llame. Te lo pregunto rápido: ¿nos podemos ver?
III
Las madres quieren a todos sus hijos por igual pero, aunque no lo reconozcan, siempre tienen sus hijos favoritos. Celia no podía evitar que eso le ocurriera con Santiago y con Julián. No es que no quisiera a Lucio y a Eva, los amaba más que su vida, pero los dos eran personas que podían sobrellevar su existencia sin mayores problemas. Tenían mucha personalidad, demasiada tal vez, se parecían a sus respectivos padres.
En cambio, Santiago se parecía a ella. Era tan maduro en su inmadurez. Toda la vida sería un chico peleador enamorado de la chica inconveniente. Igualito a ella que en treinta y cinco años de vida amorosa siempre se había cruzado con el hombre equivocado, algo sumamente encantador.
No veía la hora de volver al departamento de su hijo. Tenía sed, muchas ganas de tomar un trago. En otro momento hubiera entrado a un café y se hubiera pedido un buen whisky importado. Pero debía racionar cada peso que gastaba porque la plata se iba a acabar rápido. Aunque ésa tampoco era la razón para no ir a un bar. En realidad, se sentía deprimida. Había salido a buscar trabajo y la búsqueda había terminado en fracaso. Lo peor de todo era que no había concurrido a ofertas laborales aparecidas en los clasificados, sino que había recurrido a sus viejos amigos, la mayoría exmilitantes, algunos reconvertidos en empresarios, otros fieles a sus principios de siempre. Ninguno le había podido conseguir nada.
Le quedaba el campito. En el peor de los casos podía vender la chacra de Córdoba. Tenía unas pocas hectáreas que arrendaba a sus primos para que sembraran maní. El arrendamiento no le daba mucha plata, sin embargo, le permitía vivir parte del año cuando compartía gastos con su último ex. Durante un tiempo el papá de Julián le había pasado dinero, pero desde que ella se había puesto nuevamente de novia se había dado por ofendido y no había aportado más. Sí, la solución era vender el campito.
Celia lo había comprado por una cuestión afectiva, casi como una forma de agradecimiento. En 1977 la vida de todos ellos corría serio peligro. La dictadura militar ya había hecho desaparecer a algunos compañeros de ella y de su pareja, y las noticias que le llegaban eran cada vez más atroces. Para colmo, la relación entre ella y su novio estaba agotada y ni siquiera la presencia de Eva que recién tenía un año había permitido salvar la pareja. Él le propuso irse los cinco al exilio. Tenía posibilidades de conseguir trabajo en España pero ella se negó por dos razones: no se quería ir y, además, le hubiera resultado casi imposible conseguir la autorización de los padres de Lucio y Santiago para sacar a los chicos del país.
Él decidió irse. Cuando un grupo de tareas fue a buscarlos a la casa en la que habían estado viviendo durante los últimos dos años y que habían dejado por seguridad seis meses atrás, los tiempos se aceleraron. Ella y los chicos vivieron un tiempo breve en el altillo de un edificio de oficinas en pleno microcentro. Vivían encerrados casi sin poder salir para no llamar la atención. Sólo podían hacerlo en los horarios habituales de oficina y nunca los fines de semana.
Ella sabía que tarde o temprano los podían encontrar. Tenía que buscar una solución y se acordó del primo que vivía en el campo, en Córdoba. Subió a toda su familia en un micro, incluso a su mamá, la abuela que había criado a Lucio y a Santiago, y se fue hacia Monte Maíz. El viaje en micro fue para ella un interminable momento de tensión nerviosa. Estaba aterrada ante la idea de que detuvieran el ómnibus y se los llevaran. Nada de eso pasó en la ruta, y llegaron sanos y salvos al campo del primo.
Celia recordaba haber llorado durante horas pero no por el sufrimiento pasado, ni por el temor, sino de emoción ante el afecto de esa gente. El primo, su esposa, sus hijos, incluso los jornaleros que concurrían a trabajar a ese campo, los trataban con una consideración apabullante. A ella, a su madre y a los chicos les ofrecieron una casita que quedaba a doscientos metros de la casa principal. Jamás les faltó la comida, la ropa y el abrigo. Y, lo que era más importante, le consiguieron diversas labores (administrar la compra de insumos, negociar el pago con los grandes silos), que ella hacía feliz de poder trabajar.
Pasaron allí los años más difíciles de la dictadura. A pesar de que en Córdoba la represión era tan dura como en Buenos Aires, ellos parecían encontrarse inmunes en el campo y en el pueblo cercano. Santiago y Lucio comenzaron a concurrir a la escuela del pueblo y durante cuatro años nadie los molestó. Celia, finalmente, terminó enamorándose de un pequeño empresario del pueblo, un fabricante de chacinados con negocios en la Capital. Un día él le propuso vivir juntos. Ella se llevó consigo a sus tres hijos. Su madre había muerto un año atrás y estaba sola con los chicos. El empresario decidió mudarse a Buenos Aires y, como la dictadura había comenzado su retirada, ella no dudó en volver. Al poco tiempo quedó embarazada y nació Julián, su último hijo.
Además de ser su pareja, Celia se había convertido en la mano derecha de su esposo así que su puesto privilegiado le permitió en algunos años ahorrar una buena suma de dinero y en vez de comprarse un departamento en la Capital, decidió invertir el dinero en unas hectáreas que vendían sus primos. En parte, las había comprado porque a sus primos en ese momento no les estaba yendo tan bien económicamente y ella vio la oportunidad de devolverles algo de tanto que le habían dado.
En los últimos diez años, sólo había ido tres o cuatro veces a ese campo que tenía una casa tipo colonial, un granero, galpones, gallinero, chiquero y muchos más espacios vacíos y abandonados.
Llegó al departamento y se encontró con sus dos hijos tirados en el sillón mirando la tele. Santiago abrazaba a su hermano y los dos comían del mismo paquete de papas fritas. Casi sin mirarla le dijeron que en un rato llegaba Eva para almorzar con ellos. Celia se olvidó de los problemas de esa mañana, trató de grabarse en la retina la imagen de sus dos hijos despatarrados en el sillón y se dirigió a la cocina para improvisar un menú digno de tamaña familia.
IV
Tenía una lapicera en la mano y el cuaderno sobre la cama. Ramiro estaba arrodillado en el piso e intentaba enhebrar dos versos seguidos sin demasiada suerte. Quería dedicarle un poema a Marcela y siempre le pasaba lo mismo. Cuando escribía pensando en alguien que le gustaba, los versos le salían horribles.
Sus primeros poemas los había escrito para su primera novia, una chica de segundo año cuando él estaba en tercero del Colegio. Hasta ese momento, la literatura no le interesaba mucho sino el fútbol y el tenis. Se la pasaba jugando con los amigos a la pelota o al tenis y además se compraba revistas deportivas y miraba todo el tiempo ESPN tratando de entender las reglas del béisbol y el fútbol americano. Su amor por el deporte era un gesto de rebeldía contra su padre que era traductor y contra su madre que era escritora de literatura infantil. Toda la vida le habían regalado libros, en la casa había libros en todos pero en todos los ambientes y podía faltar la gaseosa en la rnesa al mediodía pero jamás iba a faltar un nuevo libro.
Sin embargo, su primer amor le devolvió el amor genético por la literatura y no sólo se puso a escribir malos poemas de amor sino que volvió a leer con la misma pasión que lo había hecho a los nueve años. La chica pasó y el fervor por los libros quedó, al punto que decidió estudiar, como su madre, Letras. Sus padres estaban tan felices que le prometieron que no iba a necesitar trabajar mientras estudiara. Además, como premio extra, podía usar el auto siempre que quisiera. Sus padres no creían en el trabajo no intelectual y preferían que su hijo se dedicara a la literatura, a la investigación académica, incluso a la crítica literaria. Pero él no quería ser profesor de literatura, ni investigador ni crítico, sino simplemente poeta.
Insistió con los versos pero nada le salía lo suficientemente romántico, o voluptuoso, o apasionado como para conmover el corazón de una mujer (ya estaba hablando como Santiago, era una mala señal). Al final escribió:
Aún
no ha caído
el ángel
que pueda vencer
mi infierno.
Le gustó el poemita. Le puso de título «Teología I», cerró el cuaderno y feliz tomó su bolso y su raqueta para ir al club y ver si algún socio de Ferro quería jugar al tenis.
V
Mordía, mordía todo. Si alguna vez iba a llenar esos formularios en los que piden señas particulares ella iba a poner: «muerdo». Mordía los lápices, se mordía las uñas, mordía los huesos de pollo y no hubo hombre que no se quejara durante el sexo oral con ella. Intentaba evitarlo pero las ganas de morder eran más fuertes. Sobre todo a los hombres.
Había leído un artículo de Cosmopolitan, en el que decía que los travestís chupaban mejor que las mujeres. En realidad, decía «succionar» pero esa palabra siempre le había resultado desagradable. «Chupar» era más linda, aunque ella mordía. La nota de Cosmopolitan decía que las mujeres tienden a usar los músculos faciales de la masticación mientras que los travestís usan los músculos de la mímica. Era una cuestión de fuerza. Ese artículo la había dejado más tranquila aunque nada decía de su obsesión por morder todo lo que se le cruzara.
Ahora, por ejemplo, mordía la punta de una lapicera. Acababa de cortar la llamada telefónica y sólo atinó a morder la lapicera con la que segundos antes dibujaba en el anotador de la mesita del teléfono. Había juntado coraje, había dejado de lado los teóricos de Latinoamericana que estaba estudiando y lo había llamado a Santiago. Era una locura. Santiago iba a creer que ella quería acostarse con él y su intención no era ésa. Eso también lo había leído en otra nota de Cosmopolitan que se llamaba algo así como «Diez señales que los hombres toman por deseo de sexo». Llamar por teléfono porque sí y hacer, a continuación, una cita para encontrarse sin que hubiera argumentos laborales o estudiantiles estaba considerada como la señal número uno. Tenía que dejar de leer Cosmopolitan.
Entonces, ¿si no buscaba sexo qué era lo que estaba buscando al llamar y al citar a Santiago? ¿Charlar con un amigo? Tal vez sí, ¿por qué no? Lo que estaba necesitando sin duda era un cambio de aire, un poco de oxígeno que le permitiera aclarar las cosas.
Por un lado, estaba su relación con Raúl. Cualquiera pensaría que ella estaba harta de su matrimonio y no era cierto. Simplemente sucedía que se había hundido en esa relación, los dos se habían convertido en una sola persona, como había dicho el cura, y esa falta de perspectiva no le permitía observar cuánto lo quería y lo necesitaba. Tenía que poder desprenderse ya no de Raúl sino de esa relación homogeneizadora en la que su personalidad se había difumado.
Los únicos momentos en que se sentía ella misma era cuando se perdía entre las líneas de un libro. No importaba las circunstancias ni los lugares, ni si contaba con un lápiz para subrayarlos o si debía memorizar el número de página de algún párrafo memorable. Entre libros, volvía a ser la Marcela de siempre, la que no variaba por más que cambiasen sus tetas, sus reacciones, sus estados de ánimo. No podía dejar de sentirse un poco adolescente cuando lo ponía en palabras: con el único hombre que podía compartir esa sensación de dicha que le despertaban los libros era con Santiago. Estudiantes de Letras había muchos pero Santiago siempre encontraba las claves para acceder a los generadores de su felicidad: ese mundo privado donde sólo había libros, frases certeras, etimologías cuya revelación era tan sensual como descubrir un cuerpo hermoso.
Tal vez debía esperar o no, pero debía andar con cuidado. El retirar no es huir, ni el esperar es cordura cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, y de sabios es guardarse hoy para mañana, y no aventurarse todo en un día. Eso no lo había leído en la Cosmo sino en el «Capítulo XXIII» de la Primera Parte del Quijote.
VI
Empezó por Capricornio, al fin y al cabo era su signo. Escribió: «Tenes que ser más frontal, ya no sirve de nada andar a medias tintas. No trates de hacerte la amiga ni adoptes una actitud maternal. Que te vea como una mujer. Hacéselo notar. Sorpresa: un viejo amor vuelve a aparecer y te hará replantearte cosas». Bien, no estaba mal. Era legible. No era tan terrible como se imaginaba, incluso era divertido. Ella sabía que no podía ponerse a pedir de entrada un espacio mayor. Y hacer el horóscopo de Cosmopolitan no era el peor de los trabajos. Hasta la obligaba a ser ingeniosa. También le habían pedido que se buscara un buen seudónimo (ella tampoco, ni loca, quería figurar en ninguna parte con su filiación verdadera). A ella le gustaba su nombre de guerra: Señorita Lu. «El horóscopo de la mujer actual por la Señorita Lu». No estaba mal y encima la paga era buena.
A decir verdad, no lo hacía tanto por el dinero sino porque estaba convencida de que no debía descuidar su relación con los medios de comunicación. La visión académica, alejada de los medios masivos, era obsoleta. Las intelectuales norteamericanas y europeas hacía rato que tenían claro que podían convivir las dos cosas y que incluso esos dos mundos se ayudaban mutuamente. ¿O Camille Paglia o Susan Sontag conseguirían tanto espacio en las universidades si no fuera por su presencia en revistas y periódicos extra académicos? Pero igual tenía que andar con cuidado porque los profesores de la UBA seguían en sus frascos de formol. No se salvaban ni los más progres.
Ella quería hacer carrera académica en la Argentina pero, también quería ser conocida en Estados Unidos y en Europa. Ella sabía que era un camino lento y qué mejor que empezarlo en una revista subsidiaria de otra norteamericana. Empezaría escribiendo horóscopos bajo el nombre de Señorita Lu pero no iba a parar hasta ver su firma al lado de la de Camille Paglia en Cosmo, en Details o en Harper’s Bazaar.
Releyó el horóscopo que había escrito y lo corrigió. Donde decía «Un viejo amor vuelve a aparecer y te hará replantearte cosas», puso «una pareja de otros tiempos reaparecerá donde menos la esperas e intentará complicarte la vida». Ahora sí, estaba mejor.
VII
Debes estar preparado para fracasar en muchísimos intentos pero valdrá la pena en el momento que logres hackear tu primer sistema. Debes tener en cuenta que estarás tratando de entrar a un sistema para únicamente conocerlo y dominarlo, mas no para dañarlo o modificarlo. Si alguna vez te dijeron que es mejor armonizar con la naturaleza que modificarla entonces aplica esto a tus experiencias como hacker. Ten cuidado, no seas flojo y limpia tus huellas antes de abandonar un sistema al que hayas entrado con la cuenta de otra persona. Éstas son las recomendaciones más importantes:
I. No dañes intencionalmente «ningún» sistema.
II. No alteres ningún archivo excepto los necesarios para asegurar que nadie pueda detectarte y asegurar futuros accesos (Caballos de Troya, alterar Logs, y cosas así son necesarias para sobrevivir el mayor tiempo posible dentro de un sistema).
III. No dejes tu nombre (o el de otra persona), handle nick o número telefónico en ningún sistema.
IV. Ten cuidado con quien compartes información.
V. No des a conocer tu número telefónico a nadie sin importar qué tan k-rad parezcan ser. Esto incluye SYSOPs de BBS. Si necesitas algunos datos para ser validado consíguete una revista de moda donde gente busca correspondencia con otras personas y utiliza los nombres que ahí encuentres.
VI. No intentes hackear computadoras del gobierno o de la compañía telefónica si eres principiante.
VII No uses C0D3Z (PBX’s) más de lo necesario. Si los usas por mucho tiempo serás sorprendido. Punto.
VIII. No temas ser paranoico. Recuerda que «estás» haciendo daño a un administrador. No te lastimará tener tu disco encriptado o enterrar tus notas en el patio :-).
IX. Nunca pongas nada en BBS sobre algún sistema que estés hackeando, tampoco uses sus sistemas de correo electrónico sin encripción. Recuerda que el típico SYSOP lee todos los mensajes de su sistema en su afán de sentirse dios (es por eso que es el SYSOP de un BBS).
X. No tengas miedo de preguntar. Para eso están los hackers avanzados, no esperes que todo sea contestado pero vale la pena intentar.
XI. Finalmente tendrás que hackear, no importa lo que hagas ni cuánto tiempo te la pases en BBS de hackers o compartas información con otros, algún día tendrás que realmente empezar a hacerlo. Los mejores lugares para empezar a hackear son las universidades y colegios donde los admins son jóvenes y creen que sus sistemas son invulnerables lo que paradójicamente los hace vulnerables.
Julián leía los consejos de The Mentor como si estuviera frente a un texto divino. Se sentía como Moisés cuando Dios le entregó las tablas y le dictó algunos capítulos de la Biblia. Buscó por el departamento alguna revista femenina donde sacar algún nombre real. Por suerte, Santiago parecía coleccionar Cosmopolitan. Se fijó en el staff y le gustó como sonaba el nombre «Roxana Rosenthal», no sabía por qué pero le causaba gracia. Iba a usar ese nombre como nick cada vez que tuviera que validarse en un sistema. Ahora sólo tenía que buscar uno donde comenzar a practicar sus conocimientos. The Mentor aconsejaba comenzar con una universidad o un colegio. Tenía que ponerse en campaña para buscar un lugar para que RoxiRos comenzara su carrera de espía cibernético.
VIII
¿Había hecho mal en citar a Marcela en ese bar de Santa Fe y Pueyrredón? Estaba tan cerca de la vieja Facultad de Filosofía y Letras que cualquiera hubiera podido sospechar que lo suyo era un regreso al lugar del crimen con una nueva víctima. Si lo pensaba bien, y teniendo en cuenta lo ocurrido últimamente, no le extrañaría ver a Lucrecia entrar en el bar o que ella fuera una de las mozas.
Pero Santiago no había elegido ese bar por su cercanía a Marcelo T. de Alvear 2230, decrépito edificio que contuvo la sabiduría de Santiago entre 1986 y el primer cuatrimestre de 1988, sino por razones mucho más pedestres: ese bar estaba estratégicamente cerca de dos albergues transitorios. Uno que casi no parecía un telo, discreto, chiquito (acogedor sería la palabra si no se prestara a confusiones) que quedaba en Mansilla y Pueyrredón. Otro rnás típico aunque también más lujoso que quedaba en Charcas y Anchorena. Porque si ella lo había llamado sin motivo y le había propuesto encontrarse y no para hablar de la facu o por algún trabajo, entonces era porque quería coger y esta vez no iba a ser él quien retrasara el momento epifánico. Así que tenía dos telos a mano: uno por si pintaba la onda tímida, no me animo, cómo voy a ir a un hotel, y la otra por si venía onda llenar jacuzzi y carnaval carioca.
Marcela había comenzado a retrasarse. Santiago sacó el teórico que tenía en la mochila y retomó la lectura que había abandonado en el colectivo. Ni se acordó (pero debería haberlo hecho) de que ese teórico de Viñas se lo había regalado Lucrecia.
IX
En 1930 se funda la Academia Argentina de Letras. Se trata, igual que esta Facultad, como lo podemos verificar, de dos instituciones beneméritas a las que estamos intentando darles un giro en sus posibilidades expresivas. La Academia Argentina de Letras se funda también para detener esa corruptela de la lengua que se venía señalando por lo menos desde 1896. Uno de los fundamentos que pone el general Uriburu para formar la Academia Argentina de Letras son las novelas de Roberto Arlt, es decir, las novelas que se hacen cargo de toda una dimensión inquietante del lenguaje, es decir, lo popular, lo barrial, lo hospitalario.
Para quienes estamos enterados de la historia argentina durante el período del radicalismo clásico, del 1916-1919 al 30; si en 1927 se está realizando una reunión de la Liga Patriótica argentina en Santa Cruz, es porque allí se está realizando una denuncia de la sublevación de los obreros en los años 20-21. ¿Se va advirtiendo?: la fundación de la Facultad, 1896-1902, Ley de Residencia, Semana Trágica en el ’19, represión de los obreros en la Patagonia, 1931, Uriburu, fundación de la Academia de Letras, Roberto Arlt. ¿Se entendió la secuencia?