8 - Simone en problemas

Octubre 1995-abril 1996

I

—Vamos —dijo Pajarito, cuando la empleada y los chicos ya no se veían. Cruzaron la calle y con paso firme fueron hacia la puerta. Simone sacó su llave que manejaba con una tranquilidad única. Tardó unos segundos más de lo habitual hasta que la puerta terminó cediendo. Entraron y vieron un living enorme. Se enfrentaban con un problema que no habían tenido en los negocios: era difícil encontrar el dinero. Por todos lados se veían cosas de valor (televisores, muebles, objetos de decoración) pero la mayor parte no entraba en los bolsos.

Buscaron en la pieza del matrimonio y debajo de la ropa de cama Pajarito encontró seiscientos dólares. En la mesa de noche había unos anteojos que parecían costosos y en un alhajero encontraron unos dijes, un par de anillos y una cadenita, todos de oro. La otra habitación era un estudio. Ahí había una chequera, un reloj de escritorio, un cortapapel de plata, unas lapiceras de marca y una caja de habanos. Había varios cuadros en la pared y también una biblioteca enorme. Pajarito movió los cuadros y encontró lo que sospechaba:

—Una caja fuerte. Para esto su llave no nos va a servir. Vamos a ver cómo tengo las manos y el oído.

Pajarito comenzó a buscar la combinación. Mientras tanto, Simone no hacía nada, excepto mirarlo, y eso lo estaba poniendo más nervioso que nunca. Para calmarse paseó la vista por los lomos de los libros. Se acordó de Ana, de lo que le había dicho Pajarito y la cólera tomaba cuerpo como la lava dentro de un volcán. Pero también se acordó de su hija que solía pasar la mano por los libros de la misma manera que él lo hacía con un caballo. Su hija amaba los libros. Sin pensar demasiado, tomó uno de la biblioteca y lo guardó en la mochila. No había terminado de acomodarlo cuando Pajarito dijo «bingo» y abrió la puerta de la caja fuerte.

—Papeles, más papeles y, sí señor, plata.

Repartió el dinero en los bolsillos internos y externos de su saco pero no le alcanzaban. Le pasó parte de los billetes a Simone que los guardó en su campera. A pesar de haber encontrado más dinero de lo esperado, Pajarito parecía preocupado. Simone también lo estaba. Un sexto sentido, un instinto de supervivencia que avisaba los peligros se había desencadenado en ellos. Sin decírselo, los dos sospechaban que algo no estaba saliendo bien. Al llegar al living descubrieron que el plan había fallado: cara a cara con ellos, en medio de ese ambiente lustroso, con los rostros desencajados y los cuerpos congelados por el miedo, se encontraban la empleada doméstica y dos chicos pequeños.

—Por favor, no nos hagan nada, por favor —decía la empleada sin siquiera notar que ninguno de los dos hombres llevaba armas.

—Tranquila, señora, llévese a los chicos a la cocina y no salgan de ahí.

Sin quitarles las miradas de encima, la mujer y los chicos se metieron en la cocina. Ellos aprovecharon para salir a la calle. Doblaron en la esquina y Simone sintió que las piernas no le respondían, como en los sueños.

—Fuimos unos tarados —dijo Pajarito—, tendríamos que haberlos atado. Seguro que ya llamó a la policía y en unos minutos nos van a estar buscando por todo Vicente López. ¿Sabe qué? Mejor vamos a abandonar estos bolsos. Ella les habrá dicho que teníamos bolsos. Además, están buscando a dos personas. Es preferible que vayamos para distintos lados.

Pajarito sacó del bolso las joyas y se las guardó en el bolsillo del pantalón. Simone abrió su mochila y extrajo el libro.

—¿Para qué quiere un libro?

—La policía no va a andar buscando a alguien que lleva un libro en la mano.

A Pajarito le pareció un buen motivo y no insistió. Le indicó que caminara dos cuadras más a la derecha y que ahí tomara el primer colectivo que pasara. Que se veían en la pensión. Simone le hizo caso y unos minutos más tarde estaba arriba de un colectivo 60. Para su tranquilidad, el colectivo iba hasta Constitución y no se perdería. En el trayecto, Simone pasó del terror de ser detenido al miedo de que lo detuvieran a Pajarito. Al fin y al cabo, él ya estaba a salvo en el colectivo y Pajarito debía andar todavía por ese barrio.

Llegó al Hotel Plaza C sin haber tenido ningún problema. Doña Paquita lo saludó efusivamente porque hacía una semana que no iba por ahí.

—Encima encandila a jovencitas con sus historias de escritor y después ellas andan preguntando: «¿Y don Jorge? ¿Qué pasa que no viene don Jorge?».

Él le consultó por Pajarito y ella le dijo que había salido temprano y no había vuelto. Simone subió a su habitación y una vez ahí se sacó de los bolsillos la plata y la dejó junto al libro. Cuarenta minutos después apareció Pajarito.

—Me retrasé a propósito porque si llegaba primero y no lo encontraba creo que me daba un patatús.

Vació sus bolsillos y puso todo sobre la mesa.

—Una buena cosecha. Lo que no entiendo es por qué volvieron la mujer y los pibes.

Había mucho más dinero que la vez anterior. El suficiente para vivir varios meses sin preocuparse.

—Lo que más lamento es haber perdido los bolsos. Creo que me traían suerte.

Guardaron el dinero y Pajarito propuso ir a tomar algo fuerte para festejar. Simone no quería salir, tenía todavía el miedo en el cuerpo. Así que Pajarito fue a buscar la botella de ginebra a su pieza.

—Por nosotros y por el amor —dijo Pajarito levantando su copa.

—Por nosotros —repitió Simone.

II

A Simone le gustaba el tango. Sólo recordaba haberlo bailado alguna que otra vez en los bailes de Gálvez, cuando todavía era soltero. Después, nunca más. Le gustaba escucharlo. Tenía sus cantantes favoritos, Gardel por supuesto y además Martel (cuando cantaba en la orquesta de De Ángelis), Alonso, Maida, Podestá y las orquestas de Canaro, de Caló, de Pugliese. A él nunca se le hubiera ocurrido ir a bailar a una milonga y eso le resultaba más extraño en Pajarito que su vida de delincuente.

Él tenía unos casetes con tangos, así que el sábado, mientras se demoraba armando unos estantes en el galpón, se puso a escucharlos. Trataba de imaginarse la milonga, a Pajarito y a Ana bailando, pero le costaba verlos. En realidad, le costaba imaginar situaciones que él creía imposibles. Prefería los pensamientos concretos, claros, reales: los estantes, los casetes, la música sonando en el grabador. En ningún momento Simone pensó que tenía celos de Pajarito. No había espacio para algo semejante si de por medio había una chica más joven que su hija. Se concentró en su trabajo y los tangos, poco a poco fueron difuminando los pensamientos sobre Ana y Pajarito a la vez que se le hacían más nítidas las veces que de joven había bailado en Gálvez.

El lunes, Pajarito no apareció en todo el día. Cuando Simone ya volvía para su casa se cruzó en el pasillo con Ana. Ella lo saludó con el afecto de siempre. No se daban un beso, ni tampoco la mano, hacían un gesto con el cuerpo y se sonreían. Ése era el saludo afectuoso en la pensión, el saludo cordial consistía simplemente en un movimiento de la cabeza hacia abajo. Salvo doña Paquita, que saludaba a todos afectuosamente, los demás reservaban ese saludo a muy pocos.

—¿Lo voy a ver mañana? —le preguntó ella.

—Yo voy a estar, como siempre.

—No, ya sé, le digo porque quisiera hablar con usted.

Estuvo tentado de preguntarle si había habido algún problema con Pajarito pero prefirió callarse, no mostrar que estaba al tanto de su salida nocturna.

Cuando a la mañana siguiente golpearon la puerta de su pieza, pensó que era Ana pero ahí parado estaba Pajarito. No sonreía, estaba serio como si detrás suyo tuviera a un oficial de la policía federal. En la mano traía una botella de ginebra.

—¿Le sirvo?

—Un dedito, como siempre. ¿Quiere mate?

—Por mí, paso.

Se acomodaron en las sillas frente a frente como si estuvieran en un bar. Ese rostro grave, casi desconocido para Simone, lo alegraba. El día anterior había tenido miedo de ver cruzar la puerta a un Pajarito ganador, sonriente y jactancioso de sus «triunfos amorosos». En cambio, estaba ahí sentado como un hombre cavilante, ni siquiera había brindado al tomar el primer sorbo de ginebra.

—El sábado la llevé a Ana al Club Fulgor de Villa Crespo. ¿Lo ubica?

—La verdad que no.

—No importa. El sábado es el día de las parejas en el tango, ¿lo sabía?

Simone negó con la cabeza. Pajarito siguió con su explicación:

—Claro, los sábados van las parejas, y los jueves o viernes uno va solo. Le digo algo, hay dos situaciones terribles: ir solo a la milonga un sábado o estar acompañado el viernes. Yo por eso ando más por la milonga los días de semana que el sábado aunque he tenido mis parejas tangueras, milongueras de ley. A usted le debe gustar más el folklore, ¿no?

—Me gustan las dos cosas.

—Me gustan las dos cosas… De eso quería hablarle, sobre gustos dobles.

—No entiendo.

—Ya va a entender. Le sirvo otro dedito. Escuche: el sábado fuimos al Club Fulgor y la llevé a la pista varias pasadas. Que la mujer no sepa bailar nunca es un problema porque uno la lleva. Lo importante es eso: que se deje llevar por su compañero y que no sea dura y fría como una heladera. Bueno, Ana se dejaba llevar como la mejor. Tiene el tango en la sangre, yo me doy cuenta de eso con los primeros pasos. Bueno, después de varios tangos, nos sentamos. Yo pedí un vino y le dije si quería una gaseosa o algo así pero no, me dijo que iba a tomar vino. No tomamos mucho, apenas una botella y yo fui el que más tomó así que descartemos que estaba borracha. Volvimos a bailar y la verdad es que sentirla tan cerca me emocionaba, qué quiere que le diga. Tenía un perfume especial. No esas fragancias fuertes que se huelen en los colectivos los sábados a la noche. No, era un aroma sutil que para olerlo había que estar cerca como estaba yo. Por un momento pensé que ese perfume se lo había puesto especialmente para mí. Y quién sabe, por ahí fue así. Bueno, a la madrugada salimos del club y me animé, la atraje hacia mí y la besé. Ella cerró los ojos. Besaba como bailaba el tango, se dejaba llevar. En fin, no le voy a contar los detalles pero nos volvimos en un taxi y ella en vez de ir a su pieza vino a la mía.

—Lo felicito.

—No se apure que esto no terminó ahí. Después de pasar lo que tiene que pasar, me quedé dormido. Cuando me desperté, pensé que todo había sido un sueño, pero no, ella seguía ahí, fiel como un perro. Estaba despierta, al lado mío. Le tomé la mano y le pregunté si se sentía bien. Me respondió que no con la cabeza. Le pregunté si se arrepentía de lo que habíamos hecho. Y volvió a negar. «No es eso, usted es un hombre atractivo», eso lo dijo ella, lo de «atractivo» fue cosa de ella. Y entonces por qué se sentía mal. «Porque a usted lo quiero pero creo que estoy enamorada de otro hombre». «¿Y él no te da bolilla?», le pregunté. «Él no lo sabe». «Seguro que es algún señorito de las casas donde trabajas», le reproché, bastante herido en mi orgullo. «Para nada», me contestó mirando al techo. «Creo que estoy enamorada de don Jorge», me dijo y fin de la conversación. ¿Qué me cuenta? Estoy seguro de que usted ni se lo imaginaba.

III

Simone había comenzado tomando un dedito de ginebra y a esa altura ya se había bebido toda una mano. Estaba mareado pero no borracho. Podía distinguir perfectamente cada cosa a su alrededor y se sentía con una lucidez única. Sólo tenía que ir hasta el baño, hacer pis y lavarse la cara. La habitación se movió un poco cuando se puso de pie. Pajarito se había ido una hora antes con la misma seriedad que traía al llegar.

El agua en la cara lo despejó. Por suerte todavía faltaban seis horas para volver a su casa más los cincuenta minutos de viaje. Volvió a la habitación y pensó en almorzar para quitarse el gusto de la ginebra. Sacó la vianda y separó la ensalada de remolacha y papa del cuarto de pollo. Le dieron náuseas. Dejó la comida en la mesa y se recostó. Se quedó dormido. Cuando se despertó todavía sentía náuseas. Tardó unos segundos en darse cuenta de que en una silla estaba sentada Ana.

—Llamé varias veces y no se despertó. Como no estaba cerrado con llave entré porque siempre se va a las cinco y diez y no quería que usted se fuera sin hablar conmigo.

—¿Qué hora es? —preguntó a la vez que se levantaba y mil agujas se le clavaban en la nuca.

—Las cuatro —dijo Ana sin mirar ningún reloj—. No tocó la comida.

Simone fue nuevamente al baño y volvió a lavarse la cara con agua fría. Se miró en el espejo y vio su mirada de miedo. ¿Estaba asustado de la chica que lo esperaba en la pieza? ¿Cómo podía ser tan idiota?

Ella seguía sentada como la vez anterior, cuando le pidió que le contara una historia. Él se sentó del otro lado de la mesa y esperó a que ella hablara.

—Usted no se imagina lo difícil que es mi vida. A veces pienso que mi vida va a ser siempre gris, lavando la ropa y los baños de los demás. Míreme las manos, tóquelas, están ásperas y arrugadas. Uso guantes pero igual se me arruinan. Cuando tenga treinta años voy a parecer de cuarenta y cuando tenga cuarenta voy a parecer una abuela.

—Yo estoy seguro de que no vas a trabajar siempre en esto.

—Cuando conocí a Pajarito hace como ocho meses me di cuenta que era una persona distinta. Me miraba con respeto, me escuchaba, se preocupaba por mí. Usted no sabe lo importante que es para una persona como yo que alguien se interese por cómo se encuentra una. En estos meses se convirtió en la persona más cercana. Conocí algún muchacho, salimos, no funcionó. Bah, me dejó al mes. Y me pasé un mes llorando y fue Pajarito el que estaba ahí para cuidarme, para consolarme. Creo que si seguí llorando por el chico que me dejó fue para que Pajarito siguiera atento a mí. Necesitaba más eso que un novio. Estuve a punto de decirle lo que me pasaba con él pero no me animé, pensé que me iba a tomar por una tonta o por una cualquiera, no sé. Y después apareció usted, tan parecido y tan diferente a Pajarito. Usted también era atento a su manera. Y el día que me habló, que me contó sus historias de escritor, sentí algo acá, algo que me apretaba el corazón. ¿Me entiende?

—Mira, hija, yo creo que estás mezclando dos afectos distintos. Vos te sentís agradecida por cómo Pajarito o yo te tratamos pero eso no es el cariño que se deben un hombre y una mujer. En todo caso se parece al cariño entre padres e hijos. Y además está la cuestión de la edad. Pajarito y yo tenemos casi la misma edad aunque reconozco que por la vida que llevó cada uno, él es mucho más juvenil. Igualmente cualquiera de los dos podemos ser tu padre.

—En eso no tiene razón. Pero no importa.

—Además tenés que saber que yo no soy escritor. Es una historia larga, no soy escritor.

—A mí me gustó la historia que me contó.

—Sí, pero un escritor no cuenta historias, escribe y escribe y publica libros. Yo no sé nada de eso. La que sabe de eso es mi hija que estudia literatura y cosas así.

—¿Le puedo pedir algo? ¿Me va a seguir contando historias aunque no sea escritor?

IV

Si Simone hubiera tenido que dividir en distintas etapas su vida en el Hotel Plaza C, hubiera podido decir tiempo después que con aquella charla había comenzado la segunda y penúltima parte. Era el final de la primavera y un verano pegajoso ya se dejaba sentir en todas partes. La habitación de Simone era fresca aunque igualmente el aire cálido y denso se colaba por la ventana y el ventilador no siempre traía algo de frescor.

Por suerte para él, Pajarito no se había aparecido con ningún trabajo nuevo. La plata que habían sacado de la casa de Vicente López les daba un buen margen de tranquilidad. Igualmente, Pajarito solía salir a la mañana y a veces no se lo veía por períodos bastante largos. Cuando esto ocurría, Simone temía que hubiera caído preso o que se hubiera metido en problemas. Si era verdad que se había pasado la mitad de su vida en la cárcel, no sería raro que lo volvieran a atrapar.

Pero siempre volvía a aparecer. Tampoco le había vuelto a hablar de Ana. No le había vuelto a hablar detenidamente, como al pasar le decía que tal sábado había ido con ella a la milonga. Nada más, un hecho objetivo, tal vez la intención de jugar limpio, de ser sincero.

La llegada del verano traía para Simone un problema: las vacaciones. En su antiguo trabajo le correspondían treinta y cinco días de descanso. Pensaba «tomarse» el mes de enero así que a mediados de diciembre le avisó a doña Paquita que iba a suspender el alquiler de la habitación por un mes. A nadie le pareció raro que se tomara vacaciones, incluso había otros que iban a hacer lo mismo aunque ninguno por tanto tiempo.

Los últimos días de diciembre estuvieron cargados de ese nerviosismo y esa tristeza que invaden siempre a las fiestas. Simone iba a pasar el 24 y el 31 con su mujer, sus hijos y sus yernos. El 30 de diciembre era sábado así que la despedida de Simone fue el viernes 29. Doña Paquita había preparado patitas de cerdo al escabeche y pollo rotisado con ensalada rusa. En la comida se habló sobre todo del festejo que preparaban para el 31. Pajarito había encargado en una panadería que le hicieran media res de cordero y doña Paquita insistía en lo sabrosas que iban a estar las ensaladas sorpresa que iba a preparar Ana. Simone escuchaba todo con el secreto deseo de estar ahí con ellos.

Simone tenía pocas cosas en su habitación y las dejó en el cuarto de Pajarito. Ana observaba todo más molesta que triste. Desde aquel día que ella le contó lo que sentía se había establecido una intimidad placentera y limitada a conversaciones en su pieza, en el living o durante algún almuerzo. Ella le contaba de sus proyectos, de que el año siguiente pensaba ponerse a estudiar algo, de los trabajos que iba a buscar y que no le daban. Algunas veces, en la habitación de él, sólo ahí, ella le pedía que le contara una historia y él repetía su rutina, iba al baño, volvía, se acomodaba y trataba de recordar algún episodio vivido o escuchado en Gálvez. Una vez se había animado a más y había empezado a contarle la historia de un hombre que se había quedado sin trabajo y que le tenía miedo a la humillación pero que en la plaza de un banco había aprendido a descubrir el sentido de una vida sin sentido. Esa vez, y sólo esa vez, ella no le hizo ningún comentario de su historia, se retiró seria de la habitación. Al día siguiente le acercó un chocolate envuelto en un papel que decía «gracias». Nada más.

El último día de Simone en la pensión antes de sus vacaciones Ana se mostraba casi enojada. Lo miraba desafiante, como buscando que él dijera algo que a ella le molestara para poder estallar.

Ella le preguntó si se iba de vacaciones y él respondió afirmativamente. Si con su esposa, y él dijo sí. Nunca habían hablado de su mujer ni de su otra vida. Ella le contó que iría a visitar a sus padres a Formosa. También le dijo que había comenzado a tomar clases de tango y que estaba yendo a bailar también los jueves y viernes. Simone se acordó de la teoría de Pajarito sobre los días para ir a la milonga acompañado o solo y le preguntó:

—¿Vas sola?

—Claro —le dijo y poco faltaba para que agregara «¿y qué, cuál es el problema?».

Pero cuando se despidieron Ana le dio un abrazo largo y cálido. Él le acarició la cara. Después Pajarito también lo despidió con un abrazo. Un abrazo distinto al de Ana, aunque no carente de emoción.

V

Simone y su esposa fueron a pasar quince días a la costa. Él llevó su caña de pescar y ella varios libros que le pasó su hija. Desde las vacaciones del año anterior que no estaban tanto tiempo juntos, aunque para Simone había pasado mucho más de un año en su vida. O mejor dicho: había pasado una vida y estaba en otra. Por momentos, tenía que hacer un esfuerzo para entender qué hacía en ese lugar con esa mujer. No era que no la hubiera amado. De hecho, todo lo que había realizado en su vida había sido por amor aunque todos pensaran que se dejaba manejar por ella. No señor. Él la había querido y siempre había luchado duro por conseguir todo lo que ella deseaba. Y además estaban sus hijos. Pero en ese caso habían sido ellos los que se habían bajado de su vida, que habían hecho su propia historia independiente de los padres. A Simone y a su esposa ahora sólo les quedaba observarse y quererse, cada uno desde su propio mundo. Él, es cierto, nunca había querido contarle que lo habían despedido y ahora, a la distancia, ese detalle le parecía trivial, intrascendente, como si lo importante estuviera en otra parte, en aquel banco de la plaza o en la cama de su habitación en el Hotel Plaza C.

No pensaba en Pajarito o en Ana. O tal vez sí aunque no era una cuestión de desear estar con ellos sino la frustración de no poder ser lo que realmente era. ¿Pero qué era él? ¿Un ladrón, un simple ladrón escruchante? No, no pasaba por ahí la respuesta. Era algo mucho menos evidente y circunstancial y que le costaba definir. Robar no lo hacía feliz, pero gracias a los trabajos con Pajarito había sentido algo muy parecido a la felicidad. Tal vez todo se redujera simplemente a eso, a perseguir la felicidad, aunque sea robando, aunque sea mintiendo a su esposa que cada vez pertenecía menos a su vida.

Los últimos días de vacaciones fueron más amenos porque aparecieron su hija y su yerno que estaban recorriendo la costa con el auto. Una tarde, Marcela y él fueron a caminar por la playa cuando caía el sol. ¿Por qué se sentía emocionado? ¿Por qué tenía ganas de ser sincero con ella? Todavía no era tiempo, aunque en ese momento tuvo la certeza de que si alguien iba a conocer su otra vida, esa persona iba a ser su hija. Le preguntó por sus estudios de literatura y ella lo miró sorprendida.

—Yo me acuerdo que cuando fuiste a tu primera clase de la facultad me dijiste que era el día más feliz de tu vida ¿Ya no te interesa más la literatura?

Claro que le interesaba pero su vida había cambiado. Desde que se había casado con Raúl había tenido que adaptarse a una nueva forma de entender muchas cosas. Él movió la cabeza negativamente.

—Haces mal.

Ella se quedó callada. Después de un par de minutos le dijo que deseaba ser madre. Que por un hijo tal vez sí tenía sentido dejar todo.

—Me parece que son dos cosas distintas. Podés tener un hijo y estudiar lo que te gusta.

Ella le dio la razón y dijo que pensaría bien lo que iba a hacer ese año que apenas había comenzado.

VI

Su regreso al Hotel Plaza C fue con toda la gloria. Había una alegría genuina en los viejos residentes de la pensión. Él también estaba feliz y hasta había llevado dos cajas de alfajores para repartir entre los comensales del mediodía. Para Pajarito tenía un regalo especial: dos botellas de caña de facturación casera. Abrieron una botella y llenaron dos copas. Degustaron esa caña como si fuera un cognac francés y llegaron a la misma conclusión: «está buena».

Ana no estaba. Había salido temprano a trabajar así que no la vería hasta la hora de irse. Simone pensó que no tenía sentido hacerse el distraído y entonces le preguntó a Pajarito por ella.

—Está bien. Le entró el bichito del tango. Ahora me la cruzo los jueves y viernes en La Viruta o en el Club Almagro. Me saluda con una sonrisa. Yo no la saco a bailar y ella tampoco espera que la saque. Y no sabe lo bien que está bailando. Los muchachos la buscan para bailar más de una vuelta. Los sábados los guarda para mí. Vamos juntos al Estrella o al Fulgor y nos bailamos todo.

Se sirvieron otra copa de caña. Volvieron a degustar en silencio. Después Pajarito agregó.

—Pasó por una mala experiencia. Fue a buscar trabajo por un aviso clasificado y era para chica de departamento privado. ¿Entiende? Para prostituta. Parece que el tipo la maltrató de palabra, no le hizo nada, eso fue lo que me juró ella, porque si le hacía algo ese tipo, le aseguro, no cuenta el cuento. Estuvo mal varios días pero la milonga tiene eso, le hace olvidar los males de este mundo. Usted tendría que venir a milonguear un día.

Unos minutos antes de que Simone se volviera a su casa, apareció ella. Como si descubriera una nueva traición de él, le dijo:

—Está bronceado.

—Tomé un poco de sol.

Ella hizo un gesto incomprensible que podía ser de fastidio o de amonestación y él se sintió culpable. Le dijo que había traído alfajores y que doña Paquita le había guardado algunos.

—Gracias, pero engordan.

—No seas tonta, a tu edad no se engorda por comer un alfajor.

—A tu edad, a tu edad, usted está obsesionado con la edad. Se fue a su pieza sin siquiera saludarlo. Si lo que quería era enojarlo, lo había conseguido.

VII

El verano iba llegando a su fin. De a poco, Ana había vuelto a ser la que era aunque no exactamente igual: se la veía más suelta, más segura de sí. Como si Pajarito o el tango le estuvieran dando una personalidad más fuerte. Eso no lo terminaba de convencer y él mismo había ido cambiando con respecto a ella. La buscaba más y hasta se permitía hacer algunos chistes sobre su gusto por el tango. A veces la llamaba Malena, o Milonguita, o Mamboretá, o Negracha y una vez, cuando le dijo «ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot», ella lo miró bien a los ojos y le dijo:

—Yo no fui su Margarita, nunca fui suya —y se fue con su ya habitual desplante.

Con el fin del verano también comenzaba a terminar la segunda etapa de Simone en el Hotel Plaza C. Había signos confusos aunque muy fuertes que indicaban que algo estaba cambiando. El día del cumpleaños de su hija se había animado a decirle que lo habían echado del trabajo. No había avanzado más, ni siquiera le había dado a entender lo de los robos, ni tampoco le había dado el libro que guardaba para ella. Además, ese día también se enteró que iba a ser abuelo. Su hijo le daría un nieto y eso, necesariamente, volvía a cambiar su horizonte.

Ese tarde también había vuelto a cabalgar. Una cabalgata breve y sin problemas sobre un caballo apenas chucaro y había vuelto a sentir en su cuerpo unas vibraciones que tenía olvidadas.

Después de la charla con su hija, del anuncio del nacimiento de su primer nieto, Simone caminaba a otro paso, cabalgaba en un caballo imaginario que lo iba a llevar irremediablemente a un destino buscado.

Cada uno de los episodios importantes de la nueva vida de Simone ocurría los días viernes. Ese viernes de mediados de abril llegó a la hora de siempre a la pensión. Pasó parte de la mañana mirando por la ventana a las prostitutas, a las parejas que entraban y salían del albergue transitorio, a los simples transeúntes que aceleraban el paso como si estuvieran en una zona de peligro. Desayunó con Pajarito que se iba al hipódromo de Palermo. Ese día, por primera vez en muchos años, se había olvidado la vianda en su casa. Almorzó normalmente con doña Paquita, el vecino del kiosco y la mamá con el bebé. Se sorprendió cuando en medio de la sopa vio a entrar a Ana.

—Un trabajo menos —dijo solamente y se sentó en su lugar habitual. Comió con ellos mientras Simone la observaba porque estaba seguro de que si se había quedado sin trabajo se pondría mal en cualquier momento. Nadie preguntó nada. Muy rápido se aprendía en la pensión a no hacer preguntas que el otro no quería responder.

A medida que iban terminando de comer, los demás se iban yendo. Quedaron ellos dos solos y doña Paquita que arreglaba el comedor.

—¿Te echaron?

—Sí, pero no es tan grave. Ahí iba sólo los viernes. Ya voy a encontrar alguna otra casa.

—Y si no, hija —le dijo doña Paquita—, me ayudas a mí que necesito siempre una persona y te apañas hasta que encuentres otra cosa.

Se quedaron unos minutos más, acomodando miguitas sobre el mantel. Doña Paquita les trajo un té, algo que estaba fuera del menú habitual. Lo tomaron en silencio y al terminar el suyo, Ana se paró. Simone hizo lo mismo y le dijo si no quería acompañarlo a su pieza.

Se sentaron como siempre frente a frente. Él la observaba con compasión y ella evitaba mirarlo. Parecía estar por echarse a llorar. Daba golpecitos sobre la mesa y repitió que no era una casa importante, que era fácil reemplazarla.

No podía mantenerse sentada. Se puso de pie y como no sabía qué hacer, ahí parada frente a Simone sentado se dirigió a la ventana y se puso a observar la calle como lo hacía él siempre.

—Lo que más bronca me da es tener que preocuparme por pavadas. Me siento una estúpida —dijo mirando hacia fuera. Simone se acercó y vio sus ojos brillosos. Le acarició la cara como hubiera acariciado a su hija ante un problema similar.

Cuando se quiso dar cuenta ella lo estaba besando en la boca. Una boca blanda y húmeda que chocaba contra su boca de piedra. Unos brazos débiles y nerviosos que querían abrazar su cuerpo de hombre mayor, de alguien que alguna vez había sido un hombre de campo.

Ella lo fue empujando hasta la cama y le desprendió su camisa a cuadritos que fue a parar al piso. Ella se sacó su vestido, los zapatos y la ropa interior. Él cayó sobre la cama y ella se subió arriba de él mientras le desabrochaba el pantalón. Si Simone hubiera tenido que acordarse de una sola cosa de aquel día recordaría por siempre el contacto de sus manos con la piel desnuda de Ana, sus manos acariciando la piel de Ana.