7 - Literatura Latinoamericana

Abril 1996

I

A veces decía que vivía en Boedo, otras veces decía que vivía en Once y a veces, cuando se ataba a la verdad del catastro municipal, decía que vivía en Balvanera. Santiago vivía en Sánchez de Loria y Belgrano, a once cuadras de San Juan y Boedo, a nueve de Plaza Miserere, a veinticinco del Estadio Tomás A. Ducó, a nueve de la vieja facultad de Filosofía y Letras de la calle Independencia y a treinta y una de Puán 480. A veces también decía que vivía en un dúplex y no faltaba a la verdad. Alquilaba un pequeño departamento de dos ambientes que tenía la gracia de contar con dos auténticas plantas: abajo, la cocina, el baño y el living y en el piso superior, la habitación. Vivía allí hacía tres años y tenía ganas de seguir en ese lugar pequeño y cálido.

A la mañana siguiente del encuentro con Marcela, sonó el portero eléctrico. Era su madre que aparecía sin llamar previamente. Algo muy típico en ella considerar que sus hijos debían poder recibirla siempre.

Su madre no venía sola, la acompañaba el hermano menor de Santiago, Julián, un preadolescente de doce años por el cual sentía una especial predilección, tal vez porque le recordaba al chico un poco nerd que él mismo había sido. Pero mientras Santiago se había refugiado en historietas y libros, su hermano se guarecía en la computadora. Vivía dentro de la pantalla. Santiago pensaba, con orgullo, que algún día su hermanito sería un auténtico hacker.

A decir verdad, Julián no era exactamente su hermano sino su medio hermano. Tenían distintos padres. Y lo mismo ocurría con Eva y Lucio. Su madre había tenido cuatro largas parejas estables. Tuvo un hijo con cada una de ellas. El mayor era Lucio, luego venía él, después Eva y mucho después Julián, que era el hijo de la vejez. Su madre se había separado del padre de Julián cinco años atrás y hacía tres que tenía un nuevo noviazgo (ésa era la palabra que ella usaba) que en otro momento hubiera hecho temblar a los hermanos mayores con la posibilidad de la incorporación de otro niño a la familia.

—Santito, tengo que pedirte un favor.

Cuando su madre lo llamaba «Santito» ya sabía que algo grave ocurría, pero si encima le estaba pidiendo un favor debía ser muy pero muy importante el desastre. Ella fue hacia donde estaban los vasos, tomó uno, buscó hielo y se sirvió un whisky. Que se emborrachara nunca era el problema mayor.

—Me peleé con Alberto y creo que me voy a separar.

Santiago la miraba silencioso y quieto. No atinaba ni a parpadear.

—Creo no, ya me separé. No quiero vivir más con él. Ayer discutimos y decidimos que cada uno seguía su vida por separado, así que le dije que anoche era la última noche que dormíamos bajo el mismo techo.

—¿Y él se fue? —preguntó con una leve esperanza a pesar de que ya sospechaba la respuesta.

—Hijo, yo tengo mi orgullo. Yo fui la que lo dejó. Esta mañana hablé con Julián y le dije: «Vamos a ir a vivir un tiempo a lo de tu hermano».

Julián se había desparramado en un sillón y miraba a su madre y a su hermano como si se tratara de una mala comedia televisiva.

—¿Acá o a lo de Lucio?

—Lo pensé bien. Me voy a quedar acá. De todas maneras, no quiero molestarte mucho tiempo, pienso rotar yendo a los departamentos de tus hermanos. Pero esto hasta que encuentre un lugar no muy caro adonde irnos Julián y yo.

—¿Y por qué pensaste comenzar tu rotation por este depto?

—Porque no me equivoqué cuando te puse Santiago: sos un santo.

II

Escribió dos artículos para Cosmopolitan con frases como «Revlon Outrageous, en tono beige: el favorito de Claudia Schiffer» o «Ante todo la base y el polvo, luego el necesario toque de rubor para resaltar los pómulos y darle un aporte mínimo de iluminación». Después, se puso a escribir las notas pendientes para la V.

Sintió que ya había hecho su buena obra del día así que se fue del departamento antes de que volvieran su madre (vaya uno a saber de dónde) y su hermanito Julián (del colegio). La presencia de su madre y su hermano, si bien no era una maravilla, tampoco estaba resultando tan horrible. Julián casi no molestaba: o veía televisión o usaba la computadora. De hecho, Santiago estaba aprendiendo muchas cosas con él, incluso Julián le había prometido conseguir los datos de una cuenta de Internet si él compraba un módem.

Su madre había repuesto la botella de whisky que se había tomado y además había llenado la heladera y cocinaba cada tanto alguna comida rara, menús indios, pastas con salsas exóticas, carnes de animales en extinción (o al menos eso suponía Santiago). Santiago y Julián dormían en la pieza y su madre en el living. Muchas veces ella se iba y no volvía hasta la madrugada pero siempre era la primera en levantarse y después de mucho tiempo, Santiago volvió a saborear un desayuno caliente en su casa.

Santiago comenzó a sospechar que esta nueva separación de su madre servía más que nada como una excusa para ponerse en función de madre, sobre todo con él y, seguramente, con Lucio, los dos mayores a los que casi había abandonado en manos de su abuela gallega. Eran los tiempos en que su madre había comenzado la relación con el papá de Eva, la pareja que más años le había durado. Eran tiempos de militancia y su madre se dedicaba más a las reuniones clandestinas que a la crianza de sus hijos mayores. Todo cambió al poco tiempo del nacimiento de Eva. La ruptura de su madre y su pareja coincidió con los momentos más duros de la dictadura militar del ’76. Se separaron, él se fue al exilio y ella se fue con sus hijos a vivir hasta el ’82 a Monte Maíz, un pueblo del sur de Córdoba donde vivían unos primos de su madre. Vivían en realidad en el campo, a cuatro kilómetros del centro de Monte Maíz.

Abandonó el departamento sin cruzarse con nadie y fue a Filo. No tenía clases hasta dos horas más tarde, pero había quedado en encontrarse con Ramiro que le quería pasar o leer unos poemas que había escrito en esos días.

Con Ramiro se sentía una especie de Virgilio que lo llevaba a recorrer el infierno de las letras nacionales. Lo había conocido en el práctico de Siglo XIX, tenía ocho años menos que él y escribía poesía como él también había hecho a su edad. Desde un primer momento le había caído bien y cuando se enteró de que en un trabajo sobre el teatro de Georg Büchner había escrito que sus personajes experimentaban la soledad con la misma expectativa que sentía Navarro Montoya ante un tiro penal se dio cuenta de que eran del mismo palo, literario, futbolero y bostero. Lo había contactado con varios integrantes de la V. No había conseguido que le publicaran sus poemas, al menos por ahora, pero sí que le ofrecieran hacer una nota sobre el dadaísmo y el Berlín de los años veinte.

Desde las escaleras que daban a Boquitas Pintadas, descubrió a Ramiro sentado a una mesa del fondo, leyéndole a una chica los papeles que tenía en la mano. Debían ser sus poemas. La chica estaba sentada junto a él. A medida que Santiago se acercaba podía ver mejor: la chica que seguía muy interesada la lectura de los poemas era Marcela.

Apretando los dientes y sonriendo se acercó a la mesa, se saludaron, se sorprendieron de que los tres se conocieran y Santiago experimentó un odio profundo cuando vio la mirada irónica de Ramiro ante la explicación de que Marcela y él se habían conocido en la facultad hacía más de un lustro. Sobre todo cuando sin que viniera a cuento de nada Ramiro agregó: «yo entonces estaba en segundo año». Parecía que su papel era jugarla con Marcela de chiquito y de poeta. Marcela y Ramiro, en cambio, se habían conocido unas semanas atrás en el práctico de Latinoamericana.

—Me leyó unos poemas que le van a publicar en tu revista.

Son muy buenos.

—No es mía la revista, yo sólo escribo.

—Ojo, todavía no me confirmaron que los vayan a publicar. El director me dijo que le habían gustado mucho pero que los trabajara un poco más. Ésta es la versión nueva. Vamos a ver si ahora lo convenzo.

—Y de paso levantas el nivel de la revista —dijo ella con la intención obvia de maltratar a Santiago.

—No creas —improvisó Santiago sin saber qué decir después—. Trabajamos duramente para mantener el nivel bajo y, coherentemente con esta política, es casi seguro que le vayan a publicar los poemas a Ramiro.

—Bueno, chicos, los dejo. Tengo que ir a comprar unos teóricos.

Santiago dejó que los saludara y cuando ya estaba saliendo hizo como que se acordaba de algo, la llamó y fue hasta donde estaba ella. Quería hablar unos segundos sin que lo escuchara Ramiro.

—¿El miércoles que viene también vas a faltar a tu clase de Española?

—No creo. Estoy faltando mucho.

—¿Y cuándo voy a poder disfrutar de tu charla?

—No sé.

—¿No querés que vayamos a almorzar a Parque Chacabuco?

—Me trae malos recuerdos. No por vos. Por otras cosas.

—¿Y si vamos al Mesón Orensano?

—Al mediodía se me complica… pero puede ser el viernes a las tres acá o en Sócrates.

—Dale, en Sócrates a las tres.

Volvió a la mesa en la que Ramiro leía su propia poesía con una pasión obscena. Santiago pidió un café doble y un pebete de cocido y queso.

—Una chica encantadora esta Marcela —dijo Ramiro—. Y muy inteligente, en el práctico es de las que más participan.

—Después de vos, obviamente.

—Un poco veterana pero interesante. Quedamos en vernos en el próximo teórico de Latinoamericana.

Santiago aprovechó que tenía un pedazo de sandwich en la boca para emitir un gruñido ambiguo. Ramiro cambió de tema.

—Che, ¿viste que el Diego juega el domingo contra Estudiantes?

Buscó alguna frase hiriente, terminante, que pusiera las cosas en claro pero no se le ocurrió nada. Con el tono del que dice algo definitivo le dijo:

—Escúchame bien: cada día soporto menos el fútbol. No soporto a la gente que habla de fútbol todo el día como si eso fuera importante.

Ramiro se volvió a concentrar en sus poemas. Con una birome tachó unos versos mientras Santiago masticaba lentamente pero sin pausa su sandwich. «Hoy el sandwich tiene el sabor de ratas asustadas» leyó Ramiro y Santiago no sabía si lo tenía escrito o si lo estaba improvisando o si quería burlarse de él o simplemente agredirlo.

III

Como las clases teóricas de Latinoamericana se grababan y luego se publicaban, no solían concitar la presencia de muchos alumnos. Cuando Santiago llegó, unos diez minutos antes de la hora, había una decena de alumnos y seguramente no iban a ser más de treinta cuando comenzara la clase. No estaban todavía ni Marcela ni Ramiro pero sí Marina que se había ubicado en la segunda fila. Se saludaron con un gesto. A él le hubiera gustado acercarse y saludarla con un beso pero no iba a arriesgarse a un desplante de su última exnovia así que siguió de largo y se fue a sentar en las últimas filas.

Unos minutos más tarde entraron Ramiro y Marcela. ¿Se habían encontrado de casualidad camino al aula o se habían citado en algún otro lado para ir juntos a la clase? No lo vieron y se sentaron a un costado de la cuarta fila. Los tortolitos no quieren ser molestados. Santiago rogó tener poderes malignos en la mirada que iba a concentrar en la nuca de Ramiro.

No le duró mucho la mirada ensañada en el pelo ruliento de Ramiro porque la entrada de Lucrecia le hizo olvidar de todo lo demás. Porque fue Lucrecia la que atravesó la puerta, pero no siguió hacia los asientos de los alumnos sino que se quedó del otro lado del escritorio, al lado de los profesores de la cátedra.

Por un momento, Santiago pensó que era víctima de alucinaciones. No sólo porque se había cruzado dos veces en diez días con Lucrecia sino porque se había cruzado con dos Lucrecias distintas. La chica que había visto en Cosmopolitan podía pasar por una ejecutiva neoyorquina. Ésta que estaba delante del pizarrón vestía un jean sencillo, un pulóver negro de cuello alto y no llevaba una gota de maquillaje. O se estaba volviendo loco, o Lucrecia lo estaba siguiendo por todo Buenos Aires mutando según el lugar adonde se lo iba a encontrar.

Alguien de la cátedra explicó que la clase de ese día la iba a dar Lucrecia Beni, jefa de trabajos prácticos de la materia. El tema de ese teórico iba a ser «La literatura de viajes en la obra de Gómez Carrillo». Lucrecia fue presentada como una especialista en la obra de Gómez Carrillo y ella comenzó a hablar, primero tímidamente pero a medida que entraba en tema fue ganando en seguridad y comenzó a florearse con datos y citas que reproducía de memoria sin necesidad de recurrir a ningún apunte.

Santiago también tardó varios minutos en acomodar la visión de Lucrecia en esa clase con las demás partes de la realidad. Cuando lo consiguió sintió cierto orgullo. Ese orgullo se convirtió en un horrible estado nervioso por el temor a que ella se equivocara, o se quedara callada, o hiciera algo que arruinara la clase. Lucrecia, en cambio, se mostraba cada vez más segura y ganadora hablando de las geishas que Gómez Carrillo había conocido en Tokio. No tenía por qué preocuparse.

Marina tomaba apuntes de todo lo que Lucrecia decía. Santiago tenía ganas de acercarse y decirle: esa profesora que ves ahí y que vos respetas tanto fue mi novia entre 1986 y 1989, vos nunca vas a ocupar el lugar de ella en mis recuerdos. En cambio, Ramiro y Marcela no copiaban nada, incluso cada tanto se acercaban para decirse cosas al oído. Santiago sentía el impulso de ponerse en el medio, tomarlos por el hombro y decirles: ustedes dos, maleducados que nunca llegarán a estar del otro lado del escritorio, sepan que esa chica que está ahí fue mi novia y que el primer libro de Vargas Llosa que leyó se lo regalé yo.

Santiago ya no escuchaba los conceptos elogiosos de Lucrecia sobre Gómez Carrillo, cuando vio que la mano de Ramiro se levantaba. Lucrecia se detuvo y le cedió la palabra.

—Discúlpame pero te quería hacer una pregunta. Vos decís que Gómez Carrillo fue un precursor latinoamericano en relatar la sexualidad de otros culturas pero creo que te estás olvidando de la obra del mexicano Alvaro Portillo que escribió sobre el sexo en la cultura maya y también está el poeta peruano Pablo de Balmaceda que a fines del siglo pasado escribió sobre los harenes en Marruecos.

Muy probablemente nadie se había dado cuenta porque el cambio no era evidente a simple vista pero Lucrecia había entrado en un territorio de duda del que le iba a resultar difícil salir si se seguía hundiendo en él. Y la acotación larguísima de Ramiro iba a culminar con el hundimiento de la seguridad de Lucrecia y su clase iba a terminar en un fracaso. Él no podía permitir que pasara eso así que sin pensarlo dos veces, sin saber quiénes eran Portillo y Balmaceda, sin haber leído jamás a Gómez Carrillo, antes de que Lucrecia contestara algo que pusiera en evidencia su desconocimiento y sin pedir la palabra, dijo en voz bien alta:

—Me parece que Gómez Carrillo fue el primero que estudió en serio como escritor la sexualidad oriental. Los dos autores que vos nombraste hacen referencia a la sexualidad en otras culturas de una manera que yo calificaría de antropológica. Pero referirse a algo no es estudiarlo. Porque si vamos a eso hasta Colón en sus cartas hablaba sobre cómo curtían los indios.

Algunos se rieron por la última referencia, Ramiro puso cara de resignación y Lucrecia miró a todos con cara de «duda respondida» y siguió el hilo de su clase sin volver a ser interrumpida.

Cuando terminó la clase, Santiago dudó en acercarse a saludar a Lucrecia. Marina lo saludó de lejos y se fue. Él se acercó a Ramiro y a Marcela. Ramiro le preguntó:

—¿Realmente te parecen antropológicos los ensayos de Balmaceda?

—Como dicen los griegos, en parte sí y en parte non.

Salieron del aula. A pocos metros se había detenido Lucrecia que hablaba con dos alumnos. Marcela y Ramiro la saludaron.

—Es nuestra profesora de prácticos.

—Qué chico es el mundo. Yo fui su novio.

—Me estás jodiendo —dijo Ramiro.

—¿En serio saliste con Lucrecia? —preguntó Marcela—. ¿Ella es la chica de Filo que te había hecho sufrir un montón?

Él no contestó porque Lucrecia le estaba haciendo señas para que se acercara. Abandonó a Marcela y Ramiro y se acercó a su ex.

—Parece que nos vamos a ver seguido.

—Gracias por tu acotación.

—No es nada. Vos te lo mereces. ¿Tenes algo que hacer ahora?

—Sí, tengo una reunión.

—¿Con un muchacho?

—Dije reunión, no cita. Igual es muy largo de explicar.

—Podemos ir a tomar un café un día de estos. ¿Venís mañana?

—Vengo el viernes. ¿Te parece a las tres?

—¿No puede ser a las cinco?

—Tengo otra reunión a las seis pero puedo llegar un poco más tarde. ¿En Sócrates?

—No, mejor en Platón.

IV

Viernes, mediodía.

Se había pasado toda la mañana con Julián frente a la computadora. Habían llevado temprano el CPU a una casa de computadoras para que le instalaran un módem y habían vuelto felices al departamento. Los dos le pidieron a su madre que dejara a Julián faltar a la escuela y ella no se negó. Dijo que iba a cocinar. Se fue a hacer algunas compras y no volvió hasta el mediodía. Julián, después de probar distintas cuentas, había encontrado una que le permitía conectarse a Internet y cuando se abrió por primera vez la página del Explorer, Santiago sintió que entraba en un mundo de aventuras ilimitadas. Pero no dejaba de ser raro que su guía por ese mundo nuevo fuera su hermano más chico.

Su madre llegó con bolsas y paquetes de todos los tamaños. Santiago estaba más atento a la pantalla que a lo que ocurría en la cocina. Sin embargo, notó que su madre estaba más seria de lo habitual. Se había servido un whisky, le pidió a Santiago que pusiera algo de música brasileña y se puso a cocinar. Se la notaba tensa.

A la una de la tarde en punto los llamó a comer. Abandonaron la página de Expedientes X y se sentaron expectantes. Su madre ya había puesto la mesa, el vino tinto para ella y la gaseosa para sus hijos.

—Encontré una señora que cría conejos así que le encargué uno y aquí está: conejo con ciruelas.

Julián puso cara de asco. A pesar de ser el que más convivía con su madre, no se acostumbraba nunca a sus recetas y con gusto hubiera cambiado las comidas maternas por unos combos de McDonald’s. Santiago probó el conejo.

—Tiene un sabor raro pero muy rico. ¿Qué tiene?

—Uf, no muchas cosas. Un conejo, obviamente, ciruelas, panceta, pasas de uva, vino tinto, vinagre, manteca, una cucharada de jalea, especias y creo que nada más.

Santiago repitió la porción y Julián apenas pudo con la suya dejando pedazos de conejo escondidos debajo del arroz. Antes de que terminaran de comer, su madre se levantó y fue a la cocina. Santiago fue tras ella y le preguntó si le pasaba algo. Ella movió afirmativamente la cabeza.

—Tu hermano.

Santiago habló en un susurro:

—¿Qué pasa con Julián?

—Tu otro hermano, Lucio. Hablé por teléfono y me dijo que no podíamos ir a su casa porque su novia se fue a vivir con él y están haciendo refacciones y no sé qué otras excusas puso.

—¿Y Evita?

—Evita vive con dos amigas a las que se sumaron dos más que se quedan un mes. Además son muchas chicas para ir con Julián que es chico pero ya entiende todo.

—¿Y entonces?

La mamá le acarició la cara.

—¿Nos podemos quedar un tiempo más?

Le dijo que sí. No iba a echarla y mucho menos a Julián, pero iba a hablar con el turro de Lucio. Santiago tuvo el pálpito de que su madre no se iba a ir más de su departamento.

V

Viernes, 15 horas.

Llegó unos minutos antes que ella. Trató de imaginar el diálogo que iban a tener pero le fue imposible, no podía prever ni dos frases aunque sí tenía claro que él iba a quemar las naves esa misma tarde, a no ser que descubriera que ella no tenía ningún interés en él. Y aunque fuera así, también tenía que ir con las piernas hacia delante para quebrar cualquier jueguito histérico similar al de cuando se conocieron. «Ya es tarde», le había dicho ella la única vez que la besó. Y después desapareció de su vida de manera tan absoluta que muchas veces dudó de que la escena del beso hubiera ocurrido. Más de una vez se había encontrado recordando a Marcela y del fondo de su pensamiento surgía la sensación de que esa chica podría haber sido muy importante en su vida.

—Qué serio que estás. ¿En qué estás pensando? No la había visto llegar. Era un tarado, justamente la gracia de estar antes era verla entrar, observar su cuerpo en perspectiva.

—En vos.

—Ah, bueno, si estás así de serio cuando pensás en mí es porque no te traigo buenos recuerdos.

La charla fue derivando en trivialidades. Sin embargo, Santiago tenía todos los hilos tendidos para empujar la conversación hacia un territorio más comprometido. Él mismo le sacó el tema de su matrimonio. Ella medía muy bien las palabras, ni hacía una apología de su vida matrimonial ni tampoco dejaba espacio para que él entendiera que estaba harta de su marido. O tal vez él creía que ella medía las palabras y esa ambigüedad era verdadera, es decir que tampoco ella tenía mucha idea de qué decir de su relación con Raúl.

—¿Y con Marina te vas a arreglar?

—Imposible. Ya fue. Fue bueno mientras duró, no me llames, yo te llamo.

—¿Seguís enamorado de Lucrecia?

—Objeción, su pregunta es capciosa y prejuiciosa. ¿Qué es ese «seguís»?

—Objeción nada, al menos en nuestras vidas anteriores a comienzos de esta década vos seguías enamorado, se te notaba, vivías hablando de ella. Creo que me conozco todos los detalles de su vida mejor que la mía. Al menos hasta entonces. Y ahora es mi profesora. Es increíble.

—Del ’92 para acá pasaron muchas cosas. Y además esa categoría de «enamorado» me parece muy adolescente.

—El otro día, después de la clase, se te veía tan entregado.

—¿Y Ramiro? ¿Ya te enamoró con sus poemas?

—No te digo que podría ser mi hijo porque sería faltar a la verdad. Es inteligente, atento y lindo, pero es un nene.

Santiago, que había escrito para Cosmopolitan un artículo titulado «Cómo responder con ambigüedades a preguntas sobre el hombre de tus sueños» y otro artículo que rezaba «Las ventajas de una pareja mucho más joven», sabía que Marcela le mentía cuando ponía como dato en contra la extrema juventud de Ramiro. Además, una mujer nunca usaba la palabra «lindo» en un contexto como éste si no estaba interesada en él. Si así fuera hubiera dicho «lindito».

Tal vez lo hizo para desviar la atención puesta sobre Ramiro, pero Marcela le empezó a hablar de un tema que la preocupaba y mucho: su padre.

—Lo echaron del trabajo como hace siete meses.

—Algo me dijiste la otra vez. Debe estar muy deprimido.

—No, se lo ve bien. Pero no le dijo a nadie que lo echaron. Se buscó otro trabajo y siguió con la farsa de que continuaba con su trabajo anterior. La única que lo sabe soy yo. Me lo dijo en mi cumpleaños.

—Bueno, pero si consiguió trabajo a su edad es un ídolo.

—Hay cosas muy raras. Si consiguió otro trabajo, ¿para qué seguir ocultando su situación? Le bastaba decir eso: que lo echaron pero que consiguió otro laburo.

—Es cierto, es raro.

—Y otra cosa más. Hace unos días más o menos me llamó mi mamá para decirme muy feliz que a mi viejo lo habían ascendido en el trabajo y que le habían aumentado el sueldo. Yo me quedé de una pieza, no dije nada ni le pregunté a él cuando lo vi en el fin de semana. De hecho, lo felicité por el ascenso y el aumento, y él me agradeció de manera formal, como si el diálogo que habíamos tenido aquella vez nunca hubiera existido.

—Y a él, ¿cómo lo ves?

—Eso es lo más loco de todo. Casi te diría que se lo ve feliz. Al menos se lo ve con una fuerza que antes no tenía. Me pregunto si andará en algo raro. Y la verdad es que no sé qué hacer.

—Si querés que averigüemos o hagamos algo, contá conmigo.

Ella puso cara de agradecida y él vio el pie perfecto para decir su monólogo.

—Yo sé que la otra vez ocurrió algo muy extraño y nunca pudimos concretar eso que empezaba a desprenderse de nuestros encuentros. Y también sé que sos una mina casada, con su historia resuelta y que maldita gracia te debe causar que te metan en problemas. Pero hay dos cosas que quiero decirte. Una: que después de esta charla no te escapes. Dos: volver a verte me hizo sentir que entre vos y yo hay una historia inconclusa o una historia nueva que deberíamos vivirla. Durante todos estos años tuve la sensación de que aquella vez en que me dijiste que era tarde estaba perdiendo a una mujer que era muy importante de mi vida. Ahora que te volví a encontrar, siento que vos seguís siendo esa chica que le puede dar un sentido a todas las pavadas que hago, que pienso o que deseo. Ojo, no quiero que te sientas ni mal, ni presionada con todo esto pero sólo quiero que sepas, cada vez que nos vemos, que te cruzas conmigo en un pasillo, en un aula o en un bar, cada vez que por error o por aburrimiento te encontrás pensando en mí, quiero que sepas que ese tipo que estás viendo o en el que estás pensando está muy enganchado con vos.

VI

Viernes, 17 horas.

Llegó diez minutos tarde y con la cabeza llena de Marcela, de su silencio difícil de descifrar. Al menos no había salido corriendo, sabía qué juego estaba jugando él y ahora la pelota la tenía ella. ¿Iba a volver a desaparecer? Esta vez no había habido beso. Pero había sido la primera vez desde que se habían conocido que hablaban claro. Al menos él.

Lucrecia ya estaba ahí y tal vez para mortificarlo le dijo que no había podido atrasar su reunión de las seis así que se iba a tener que ir en cincuenta minutos.

Hablaron de su trabajo en la cátedra de Literatura Latinoamericana. Ella le contó de sus aspiraciones a conseguir el puesto de Profesora Adjunta en el próximo concurso. Él la puso al tanto de lo que hacía en la V. y ella le dijo que la había leído varias veces, especialmente sus notas. La revista no le gustaba porque le parecía muy creída, muy pedante. Santiago no supo si estaba calificando la revista o si estaba proyectando en la publicación lo que pensaba de él. Le preguntó por Arturo Roversi, el acaudalado profesor de Latín que se había convertido en su novio inmediatamente después de que ellos cortaran. Arturo era un tipo de bajo perfil en la facultad pero muy reconocido en varias universidades europeas. Ella le dijo que se habían ido a vivir juntos a España cuando a ella le salió el doctorado allá. Que después se separaron y él se instaló en Toledo y luego en Bologna con un cargo muy importante. Se casó con una italiana y se volvió a la Argentina. Tuvo también dos hijos. Santiago no lo decía pero odiaba a Arturo. Siempre sintió, aunque no fuera exactamente así, que Roversi se la había robado, con su sonrisa de hombre de vuelta de todo, su sabiduría clásica, su dinero y sus contactos en las universidades europeas.

Después le preguntó por Paola, una compañera que era la mejor amiga de Lucrecia. Ella le contó que se habían dejado de hablar hacía varios años, que Paola malinterpretaba todo y que además siempre apuntaba al fracaso. Ahora era ayudante de Literatura Argentina pero no iba a llegar a nada. Lucrecia le dijo que le gustaría pasarse de cátedra, ir a parar a Literatura Argentina II pero no como una ayudante como era Paola en la cátedra de Viñas. Y que ya había comenzado a trazar algunas líneas en esa dirección. Había conseguido colaborar en Punto de vista haciendo bibliográficas.

Detrás de las explicaciones claras sobre su relación con Arturo, su enemistad con Paola y su amor epígono por Sarlo, había como una historia paralela que Lucrecia callaba pero que hablaba mucho más de ella que sus palabras. Santiago debía poder reconstruir esa historia paralela si quería entender muchas cosas que habían ocurrido y que los habían alejado.

Habría llegado a alguna conclusión rápidamente si ella no se hubiera tenido que ir. Aunque antes tenía un regalo para él. Buscó en su bolso y sacó la desgrabación de una clase teórica.

—Espero que no te moleste que esté subrayada por mí.

El teórico estaba amarillento por los años. Tenía un poco más de una década. En el borde superior derecho tenía el logo de SiM apuntes. La fecha decía «31 de marzo de 1986». Era la primera clase de Literatura Argentina I, era la primera clase de David Viñas de regreso a la facultad después de su exilio durante la dictadura militar, era la primera clase de la carrera a la que Santiago había concurrido y era la clase en la que había conocido a Lucrecia, su novia durante los siguientes casi tres años. La misma mujer que ahora era profesora y que le regalaba un regreso al pasado. Un tentador regreso a esos tiempos de felicidad inocente, cuando todo estaba por hacerse y el mundo era una promesa o un acertijo que ya iban a resolver ellos dos juntos. Locamente enamorados. Locamente enamorado.

Podía amar a dos chicas a la vez. Incluso a tres. Pero locamente enamorado, después de Lucrecia, ni siquiera de una sola.