6 - Simone en la pensión

Octubre-noviembre 1995

I

Le gustaba su habitación. Era mucho más chica que la de Pajarito, no tenía un sillón pero sí una pequeña mesa y dos sillas. Y tenía algo que la volvía especial: una ventana que daba a la calle. Simone podía pasarse horas mirando por esa ventana de la misma manera que antes lo hacía desde el banco de la plaza. El paisaje era, en cambio, muy distinto y perturbador: había prostitutas esperando a los clientes, hombres titubeantes que se les acercaban, autos que se detenían para llevárselas, parejas que entraban al albergue transitorio que estaba casi enfrente. Un mundo definido por el sexo que él siempre había ignorado, que había sospechado que existía en algún lugar lejano, como los harenes de los jeques árabes, pero que no pasaban por su vida, ni siquiera lateralmente. Y ahora él estaba ahí, tan cerca como para identificar a las chicas, incluso reconocer a algunos de los clientes y a algunas parejas habituales del hotel por horas.

El viernes del primer trabajo, Simone volvió a su casa con dinero suficiente para aparentar por lo menos dos meses que seguía en la fábrica, además le sobró para pagar por adelantado el mes de la pensión. Ese fin de semana se le hizo largo a pesar de la visita de sus hijos y de que dedicó gran parte del tiempo a pintar las paredes del patio. Estaba nervioso porque no tenía mucha idea de cómo presentarse el lunes en la pensión ni mucho menos cómo comportarse a lo largo del día, como si no tuviera derecho del todo a hacer lo que quisiera en su habitación.

Como le había ocurrido la segunda vez que había ido a la plaza, en esta segunda visita al hotel se perdió. Se bajó del colectivo una parada antes y dobló en una calle en la que creía estaba la pensión. La calle era casi igual a la otra, había prostitutas, un albergue transitorio, algunos negocios de mala muerte y un kiosco de revistas en la esquina. Simone no conocía muy bien Constitución y empezó a tomar por calles que le resultaban cada vez más extrañas. Desembocó en la plaza, tomó por Lima y trató de recordar en dónde se habían bajado la vez anterior. Finalmente, encontró la calle y el cartel que anunciaba «Hotel Plaza C».

Una mujer terminaba de baldear la vereda. En la recepción estaba doña Paquita que lo saludó con una sonrisa. Lo llevó a su pieza, le mostró dónde estaba el baño de ese piso, le dio la llave y antes de retirarse le dijo que si quería podía desayunar. Que estaba incluido en el pago y podía hacerlo hasta las diez de la mañana. Si iba a almorzar en el hotel tenía tiempo hasta las once para reservar un lugar. Después de esa hora ella no se responsabilizaba de que hubiera comida al mediodía. El precio del almuerzo era realmente económico.

Iba a preguntar por Pajarito pero no se animó. Ella tampoco lo sometió a ningún interrogatorio y era una suerte, porque él no habría podido avanzar demasiado sobre su mentira de que era escritor. No tenía ni idea de cómo se comportaba un escritor. No sabía si tenía que mostrarse con lápices en la mano y un cuaderno o qué debía hacer.

Se quedó solo en su pieza. Contempló cada mueble, cada adorno que por unas horas al día iban a formar parte de su vida. Se sacó la campera y la acomodó en una silla. Fue hacia la ventana, levantó la cortina y se abrió ante sus ojos un paisaje inesperado. No era lo mismo caminar por esa calle que contemplarla desde ese segundo piso.

A la media hora alguien golpeó la puerta. Era Pajarito que iba vestido con su traje habitual pero tenía unas zapatillas blancas relucientes.

—Fíjese qué bien invierto nuestro dinero —dijo señalándose los pies—. Y vamos a desayunar que las medialunas se terminan rápido.

No había nadie en el comedor. La misma mujer que había visto baldeando la vereda les estaba sirviendo el café y la leche. Pajarito le explicó que a la hora del desayuno se veían pocas personas porque el tiempo para tomarlo era más bien amplio. En cambio, los residentes del hotel se reunían a almorzar. Igualmente no eran muchos porque la mayoría salía a trabajar y no volvía hasta la noche. Simone se sintió aliviado al saber que no iba a convivir con mucha gente.

—Dígame una cosa. ¿Usted sabe o se imagina qué debería hacer? Acuérdese que dije que era escritor.

—Sí y me sorprendió. Es más, hasta yo me creí que usted escribía y no me lo había dicho.

—Tengo una hija que estudia literatura y cosas así.

—Yo me imagino que un escritor no hace nada, escribe. Así que enciérrese unas horas en su pieza y si alguien le pregunta algo diga que está escribiendo, o pensando, y listo.

Cuando terminaron el desayuno, Pajarito le preguntó a la mujer que los atendía qué había en el almuerzo. Había milanesa con papas fritas. Le dijo entonces que los anotara para comer.

II

A los pocos días, Simone conocía a la perfección los movimientos de la pensión Hotel Plaza C. Pajarito tenía razón: la gente con la que se iba a cruzar era poca. El propio Pajarito, después del primer día, no se quedaba todo el tiempo en el hotel sino que se iba sin que Simone supiera adonde. Esos días comía en su pieza (algo que supuestamente estaba prohibido pero que nadie respetaba demasiado). Su esposa seguía preparándole la vianda y él seguía respetando su almuerzo. Jamás había tirado la comida que traía de su casa, le hubiera parecido una locura. A veces la compartía con Pajarito y luego se iban a almorzar al comedor de la pensión o Pajarito lo invitaba a algún boliche del barrio.

Entre los pensionistas que él veía a menudo se encontraba un muchacho que entraba a trabajar a las tres de la tarde, una madre con su hijo de pocos meses (a veces se lo oía llorar en el mismo piso en que estaba Simone), el dueño de un kiosco de la misma cuadra (que no vivía en la pensión pero la usaba para comer) y una chica formoseña que almorzaba en el lugar los martes y jueves. Cada tanto aparecían visitantes ocasionales que se mostraban una vez y después no se los veía más.

Muy rara vez Simone salía a dar una vuelta. No le gustaba ese barrio con tanta gente, con tantos colectivos peinándole la nuca, con tantos chicos que vagaban sin saber qué hacer con sus vidas, con tantas prostitutas que se acercaban indiscretamente a él y que debía esquivar atropelladamente. Se sentía más seguro en su pieza observando por la ventana. Las caminatas por el barrio fueron reducidas casi a sus salidas con Pajarito que se movía ajeno e inmune a los inconvenientes de esa parte de la ciudad.

De a poco fue enterándose más de la vida de sus vecinos. La mamá del bebé tenía un esposo que trabajaba todo el día y a quien sólo se lo veía en el desayuno muy temprano. La chica de los martes y jueves era empleada doméstica y esos dos días trabajaba sólo medio día. Doña Paquita había enviudado a fines de los ’80 de un gallego que había tenido bares y restaurantes antes de comprar ese hotel.

A él también ya lo conocían. Todos sabían que no dormía allí y que era escritor. Lo miraban con mucho respeto, tal vez porque era el mayor de los presentes, tal vez por el oficio inventado.

III

El día que le tocaba cobrar su medio sueldo en la fábrica fue para allá directamente desde su casa. Hacía poco más de un mes que no repetía ese camino y un cosquilleo lo acompañó durante todo el viaje en colectivo. Llegó al mismo tiempo que los demás operarios que se le acercaban a saludarlo y abrazarlo. Todos le preguntaban si había encontrado algo y él les decía que sí, que había encontrado algo. Incluso las empleadas de administración lo trataron cariñosamente cuando le dieron su medio sueldo.

Pero más allá de los abrazos, del buen recibimiento, de su genuino entusiasmo por volver a ver a sus compañeros de décadas en algunos casos, no pudo evitar sentir que él ya no formaba parte de toda esa gente, que estaba en otro sitio y por primera vez se alegró plenamente de haber sido despedido porque eso lo había lanzado hacia un lugar al que nunca había imaginado llegar.

Cuando ese día entró en la pensión sabía que estaba donde debía estar. En el mejor lugar para un hombre como él, como le había dicho Pajarito.

En la pensión se convirtió muy pronto en un personaje popular porque ayudaba a resolver gratuitamente problemas domésticos. A doña Paquita le había arreglado la tapa del horno de la cocina industrial (ella quiso pagarle y como él se negó, no le cobró el almuerzo de una semana), a la madre del bebé le arregló el cochecito de paseo y a la chica formoseña le hizo funcionar un secador de pelo.

La chica formoseña se llamaba Ana y era de Clorinda. Una tarde de jueves le contó que había venido a Buenos Aires para trabajar y hasta ahora sólo había conseguido horas como empleada doméstica. Ana le dijo que seguía buscando trabajo para atender un negocio pero que no conseguía y que si la situación seguía así muy probablemente se volvería a Formosa o se iría a alguna otra ciudad como Rosario o Córdoba.

En otra ocasión, Ana salía del baño y tenía los ojos enrojecidos de haber llorado. Simone le preguntó que le pasaba y ella le dijo que nada, que no se preocupara por ella. Él insistió y ella comenzó a llorar. Se tomaba el entrecejo con los dedos pulgar e índice y su rostro cobrizo se ponía colorado. Él la tomó del hombro y la llevó a su pieza. Ni por un momento se le cruzó la idea de que ella podía tomarlo a mal. La hizo sentar en una silla y fue a buscarle un vaso con agua. Cuando volvió, ella ya había dejado de llorar. Él le preguntó nuevamente por la causa de su llanto y ella le dijo que se sentía desanimada. Que todo era más difícil para ella mientras que otras podían trabajar en lo que les gustaba, o podían estudiar y ella, que había terminado el secundario, debía conformarse con limpiar casas.

Simone le dijo que era joven y sana y que si no se dejaba desanimar por la adversidad iba a conseguir todo lo que deseaba. Que el secreto era no dejarse caer. Le preguntó por su familia en Clorinda y ella le contó que tenía cinco hermanos menores. Ella tenía 25 años y muchas ganas de vivir en una casa con patio. Su papá era albañil y a veces tenía que hacer veinte o treinta kilómetros para ir hasta algún trabajo.

Ella ya estaba mucho mejor. Tomaba sorbitos de agua y le sonreía. Quiso saber si le gustaba ser escritor y él le respondió que sí, que a veces era difícil, pero que le gustaba. Le preguntó si toda la vida había soñado con ser escritor y él le dijo que no pero que eso no le importaba ahora.

—¿Y qué cosas escribe?

Simone dudó un momento antes de responderle:

—Historias camperas. Historias del campo.

—¿En serio? A mí me encanta el campo, en Clorinda casi que vivimos en el campo. ¿Por qué no me cuenta alguna historia de esas que escribe?

Esta vez fue a pedirse un vaso de agua para él y a hacer tiempo. Con suerte, Ana se cansaría y se iría a su habitación o le cambiaría el tema de conversación. Pero cuando volvió con el vaso, Ana seguía ahí, sentadita, esperando muy seriamente una historia del campo. Simone se sentó frente a ella.

—Había una vez dos hermanos que se habían casado con dos hermanas y vivían en una casa grande que en otra época había sido el casco de una estancia. Ahora estos dos hermanos apenas tenían unas pocas hectáreas para trabajar. Se levantaban todos los días a las dos de la mañana y no paraban de labrar la tierra y de cuidar los animales. Sus mujeres hacían las faenas de las casas y los cuatro se alegraron cuando ellas quedaron embarazadas. Pero cuando nacieron los niños, la esposa de uno de ellos murió. Fue tan grande la pena de su esposo que no le importó su hijo recién nacido. Su hermano le dijo que su mujer se haría cargo de alimentar y cuidar al bebé. Pero el viudo estaba tan dolido que acusó a su hermano de sus males. Dijo que se iba a ir con su hijo y que le dejaba todo, que no quería tocar nada que tuviera que ver con él y con su esposa. Subió unas pocas pertenencias al sulky, tomó a su hijo recién nacido y se fue. Nadie supo nada más de ellos.

Simone se calló. Ana lo miraba y en sus ojos había algunas lágrimas pero él no estaba seguro si eran resabio de su llanto anterior o si realmente estaba conmovida por su historia. Él arqueó las cejas para indicarle que la historia había terminado.

—Usted debe ser un gran escritor —le dijo finalmente—. Nunca voy a poder olvidar lo que me contó. Gracias, gracias por todo.

Le dio un beso en la mejilla y se fue rápidamente hacia su habitación mientras Simone sentía dos cosas extrañas: la culpa de haberle mentido y un hondo placer desconocido.

IV

Ese día Pajarito lo había llevado a comer a una parrilla del barrio. Pidieron un asado completo y Simone lo comió con desconfianza. Seguía creyendo que el mejor asado era el que él hacía. Sin embargo, las achuras no estaban tan mal.

—No me gusta mezclar el placer gastronómico con los negocios, pero tenemos que hablar —le dijo Pajarito mientras comía su flan con crema.

Simone se puso a la defensiva, como si supiera que ese momento, ineludiblemente, iba a llegar.

—Yo no vuelvo a robar.

—Mire, Simone, de vago no se puede vivir. Cada tanto hay que hacer algo. Discúlpeme que lo ponga en palabras así pero yo salgo todos los días a ver qué surge. Ojo, quiero que me entienda y que no lo tome a mal, pero usted, digamos, la tiene más bien fácil.

—Yo, Pajarito, nunca le pedí que se preocupara por mí.

—Es cierto, y yo le debo mucho porque gracias a usted estos dos meses ni siquiera me subí a un colectivo para trabajar.

Terminó su flan, tomaron café y pidió la cuenta. A la salida le pidió que lo acompañara. Simone no se negó y fueron hasta Retiro. Ahí tomaron un tren y se bajaron en Vicente López. Hablaron muy poco en el viaje. En realidad, tuvieron sólo un diálogo en serio que a Simone lo dejó perturbado.

—Le voy a decir algo. Mejor dicho: le voy a confesar algo. No suelo hablar de estas cosas pero supongo que usted, además de hombre, es un caballero y no va a andar repitiéndolo en la pensión.

Simone lo miró.

—Creo que me estoy enamorando. A mi edad, a nuestra edad, puede ser grave. Sobre todo cuando uno se enamora de una chiquilina como es Ana.

—¿Ana?

—Le digo algo: yo no soy ningún viejo verde. Siempre he andado con mujeres de mi edad. Yo sé que es una niña y yo un viejo pero no lo puedo evitar. Es una chica fantástica.

—Bueno, doña Paquita también es una señora fantástica.

—Ahí tiene. Doña Paquita es la mujer ideal. Trabaja, tiene su propio negocio, es alegre y tiene formas, digamos, agraciadas a pesar del paso del tiempo. Pero Ana es distinta a todas las mujeres que conocí. Es tan débil, tan necesitada de ayuda y a su vez tiene esa fuerza, en los ojos. ¿Usted la miró a los ojos?

—Hmm… no me acuerdo.

—Entonces no la miró, si no se acordaría.

Se bajaron en Vicente López y caminaron muchas cuadras hasta encontrar el lugar al que lo quería llevar Pajarito: una plaza. Pero no era una plaza como la anterior. Ahí no había edificios ni negocios. Casi todas eran casas elegantes. Antes de pisar la plaza, Pajarito lo hizo andar por una de las veredas.

—¿Qué nota?

—No sé, dígamelo usted.

—Mire cada casa que pasamos. Todas tienen el cartelito amarillo de seguridad privada. Es un sistema que hace que a los pocos minutos tenga aquí policías de todos los colores. Pero no se asuste, no lo voy a hacer correr como un desaforado. Mire esta casa.

No era de las más elegantes pero tenía su prestancia. Era una de las pocas que no tenía el cartel de seguridad.

—Gente confiada. Mire, nos sentamos en ese banco y esperamos. Es cuestión de averiguar los ritmos. Encontrarle el punto flaco si lo tiene. Es cuestión de observar.

Se sentaron en un banco que quedaba casi paralelo a la casa. Simone no se animó a decírselo pero siempre había llevado consigo su llave mágica. No porque pensara usarla sino como una especie de talismán o de testigo de lo que le ocurría en su nueva vida.

—Yo mañana lo acompaño para que no se pierda pero va a ser mejor que nos turnemos. Usted vigila hasta la tarde y yo sigo luego. ¿Qué le parece?

Simone no dijo nada.

V

Lo que más le molestaba de la situación era tener que ir a ese lugar lejano y abandonar su refugio en la pensión. Sentía necesidad de cruzarse con Ana. Trataba de no pensar y sólo atinaba, en diálogos imaginarios, a reprocharle a Pajarito que se hubiera fijado en una chica como ella, justamente en ella, a la que él había ayudado a olvidar sus penas.

Además no le gustaba esa plaza de barrio fino. La gente no era igual a la de la otra plaza y hasta había algunos que lo miraban con cierta desconfianza. Se sentía sinceramente ofendido. Con ganas les hubiera dicho: «¿qué me mira?, ¿cree que soy un ladrón o qué?».

En la casa vivía un matrimonio con dos hijos pequeños y también había una mucama. A las nueve menos diez salía el marido en su auto y, según lo testeado por Pajarito, no volvía hasta las ocho de la noche. La mujer salía en otro auto a las once y regresaba pasadas las cuatro de la tarde. A las doce y cuarto salía la empleada con los chicos hacia la escuela. Ella regresaba a la una y veinte y los chicos a las cinco y media. La casa quedaba vacía durante una hora al mediodía. A Simone le alegró ver que la hora coincidía con el horario en que habían hecho el trabajo anterior. Si hubiera sido por él lo habría hecho al tercer día pero Pajarito quería ser más cuidadoso. Pusieron por fecha el día viernes, igual que la otra vez.

El viernes llegaron cada uno por su lado, primero Simone y a la media hora él. Pajarito se veía exultante, como yendo a una fiesta. Llevaba su bolso y Simone sabía que adentro había otro.

—¿No me nota distinto?

—Lo noto.

—Es el amor.

A Simone, un cuchillo en el pecho le hubiera dolido menos. Pajarito continuó:

—Anoche, después de la cena, hablé con Ana. Siempre nos quedamos hablando en la sala de estar, incluso después de que doña Paquita se va a dormir. Bueno, yo le expresé mi amor, lo que sentía por ella.

—¿Y ella?

—Me dijo que era lo más hermoso que le había dicho un hombre. ¿Qué me cuenta?

—¿Qué quiere que le diga? Un hombre con suerte.

—Ojalá. Mala suerte ya tuve mucha en el amor.

—No pareciera.

—Mire, antes de que naciera Ana, bastante antes, en una milonga conocí a una mujer por la que hubiera cambiado de vida.

—¿Y qué pasó?

—No sé. Ella ya tenía dos hijos. Terminó desapareciendo de un día para otro de la milonga y de mi vida. A veces me pregunto qué pensaría realmente ella de mí para que me dejara de manera tan, digamos, drástica.

—Y mañana va a la milonga de nuevo pero con Ana.

—La invité a bailar tangos. Ella me dijo que no sabe bailar y yo le dije que bastaba con dejarse llevar. Aceptó. Mañana es mi gran día.

—Siempre y cuando.

—¿Siempre y cuando?

—Siempre y cuando hoy no terminemos presos.