Abril 1996
I
«¿Por qué hay hombres que sólo piensan en sexo?». La frase era el título de la nota que Santiago había ido a entregar a la revista Cosmopolitan. Ciento veinte líneas de su delicada prosa dedicadas a desmenuzar las razones del monotemático pensamiento masculino. Aunque para ser exactos, quien firmaba la nota no era Santiago sino Roxana Rosenthal. El secreto mejor guardado del mundo que iba de Puán 480 a los kioscos de revista de las avenidas Corrientes y Santa Fe: Roxana y Santiago eran la misma persona. Un secreto que solamente conocía la jefa de redacción de Cosmopolitan, al fin y al cabo la responsable de que Santiago deviniera en Roxana. Hacía ya un año que su entrada principal de dinero provenía de artículos, informes y reseñas que hacía para la edición argentina de Cosmopolitan.
Había comenzado como un juego por el que le pagaban: en vez de hacer notas desde una visión masculina debía ponerse en la piel de una mujer y escribir sobre las diferentes sensaciones del orgasmo múltiple y vaginal, el sexo durante el embarazo, el sexo durante la adolescencia, sobre las conveniencias e inconveniencias de mentir el orgasmo, el sexo durante el climaterio, la sexualidad de las mujeres profesionales, sobre los mejores métodos para retener al hombre amado, las conveniencias e inconveniencias de los hombres casados, el sexo después del parto, el sexo después de los 60. Es decir, sobre todos los temas que interesaban a las mujeres.
Había comenzado como un juego y había terminado como una adicción. Necesitaba escribir desde su piel de Roxana tanto como ocultarlo. Nadie sabía que Roxana era él, ni los amigos de la V., ni sus otros amigos, ni sus amigas más amigas, ni sus novias pasadas, ni sus compañeros de la facultad. Lo más tonto de todo es que si lo hubiera confesado, en la revista cultural por ejemplo, se habría ganado el respeto de más de un irrespetuoso por ese amor a priori a todo lo que fuera bizarro, decontracté y confusamente relacionado con el sexo.
Porque al fin y al cabo, Santiago se había convertido, en apenas un año, en un especialista en sexualidad femenina, un cartógrafo del punto G, un buceador del orgasmo múltiple, un defensor de los ovarios, un agrimensor del monte de Venus, un moralista que reivindicaba ya no la frente bien alta sino el culo y las tetas en elevación.
El día del juicio final, cuando Dios, hombre al fin, le reprochara haberse vendido a las mujeres por treinta dineros, él podría decir, esta vez sí con la frente bien alta, que en ninguno de sus artículos, en ningunas de sus celebres columnas, entregó un solo dato, una sola pista, sobre el mundo masculino en serio. Se limitó a repetir los prejuicios de las mujeres, dijo sólo lo que querían oír y no lo que realmente era. Jamás se fue de boca (a pesar de la cantidad de notas y consejos que dio sobre sexo oral) sobre temas como el hombre que miente sus orgasmos, las divergencias entre el concepto de fidelidad y la vida real del varón, o de lo que realmente pensaban los hombres sobre casi todas las mujeres.
Algún día Santiago se iba a animar e iba a decir la verdad. Sí, señores. Cuando sus lectoras le preguntaran:
«¿Qué es lo principal que las mujeres tendrían que saber sobre los hombres?».
Diría:
«Un hombre se niega con firmeza a que espíen su conversación consigo mismo». A la pregunta:
«¿Qué quieren los hombres realmente?».
Respondería:
«Un trato claro».
Si alguna mujer insistía:
«Me siento humillada y expuesta por mis necesidades y deseos, incluso cuando hay reciprocidad. ¿Cómo puedo enfrentarlo?».
Él iba a decir la verdad:
«Te sentís humillada y confundida de todos modos. No confundas el tema con tus necesidades y deseos».
«¿Tiene que haber democracia en las fantasías sexuales? Me encanta maniatar a mi novio pero no quiero que él me ate».
«Ya estás maniatada».
«¿Es posible estar locamente enamorada de más de una persona a la vez?».
«Es posible estar enamorada de más de una persona a la vez pero no “locamente enamorada”».
Y a pesar de estar un año metido en la piel de Roxana sólo había conseguido aprender una cosa sobre las mujeres: que ellas están profundamente metidas en un esquema de pensamiento centrado alrededor de la noción de compromiso.
II
Después de arreglar con la jefa de redacción las notas para el siguiente mes (ella quería que Roxana se animara a hablar de otros temas femeninos como moda o estrellas de cine y le ofreció hacer un par de notas que Santiago no rechazó: los lápices labiales de las famosas y las nuevas técnicas de maquillaje), pasó por administración para retirar su cheque. Fue en la sala de recepción que la vio. Casi se le cae de la mano lo que llevaba: el último ejemplar de cada una de las Cosmopolitan argentina, brasileña y norteamericana.
La vio allí sentada con sus piernas cruzadas y su mirada japonesa de miope concentrada en la pared de enfrente. Tenía puestos unos anteojitos que nunca le había visto, llevaba el pelo negro atado y su ropa hacía pensar en alguna empresaria italiana o neoyorquina. Pero lo que más le chocó era que iba maquillada. Se acercó tratando de controlar el corazón que se le escapaba por la boca. Dijo su nombre y el tono no salió tembloroso sino torpemente voluptuoso:
—Lucrecia.
Ella lo miró y sus ojos japoneses se abrieron como los de una heroína de manga.
—Santiago, qué sorpresa.
Se puso de pie y se besaron en la mejilla. Santiago sintió que se moría cuando olió el perfume de siempre. ¿Por qué uno no podrá morder al otro cada vez que tiene ganas?
—¿Qué haces acá? No me digas que venís a comprar la colección completa de Cosmopolitan.
Ella sonrió pero en realidad tragaba saliva.
—No, tontito, vengo porque… en fin, necesitaban alguien para corregir y como soy medio amiga de alguien de acá me pidieron que les diera una mano. Nada demasiado serio ni que me quite mucho tiempo. ¿Y vos? ¿Sos una de las autoras que escriben notas y firmas con seudónimo?
—Sí, claro, soy Roxana Rosewelt o como se llame. No, tontita. Me pidieron un informe sobre literatura femenina. No creo que me lo publiquen porque no lo van a entender pero me lo pagaron, que es lo importante.
—Bien que te gustaría escribir con nombre de mujer. Siempre fuiste un poco rarito.
—Antes no decías eso.
—Lo de rarito siempre lo dije.
—¿Estás instalada acá?
—Volví hace dos años.
—¿Doctora?
—Doctora en letras por la Universidad de Navarra.
—¿Y te volviste del Opus Dei?
—Para nada. Hice mi tesis sobre Arlt y Mariano José de Larra.
—Suena interesante. ¿Te casaste? ¿Tenes hijos? ¿Estás embarazada?
—No, no y no.
La chica de recepción llamó a Lucrecia y le dijo que podía pasar. Si hubiera podido, Santiago le hubiera clavado un cuchillo por interrupirlos.
—Bueno, nos vemos.
—Y yo volví a Filo.
Ella sonrió con una sonrisa tan neutra que le fue imposible sospechar qué le estaría despertando a Lucrecia el hecho de que él hubiera vuelto a la facultad.
—Qué bueno.
Le dio un beso en la mejilla y entró en la redacción de Cosmopolitan. Santiago se dio vuelta y fue en busca del ascensor o del hueco del ascensor. «Necesito urgente una cerveza», se dijo.
III
Viñas mostró a sus alumnos un ejemplar del cuento «Esa mujer» de Rodolfo Walsh y dijo:
—Esto es literatura.
Dejó pasar un segundo dramático y levantó su otra mano. Tenía un ejemplar de la novela recientemente aparecida Santa Evita de Tomás Eloy Martínez y con su voz de trueno bíblico dijo:
—Esto es marketing.
Santiago meneó imperceptiblemente la cabeza. A pesar de ser un seguidor de Viñas y un detractor público de Martínez no estaba para nada de acuerdo con lo que se había dicho. Tomó notas mentales para una posible notita sobre el asunto. ¿Se animaría a pegarle en una nota, aunque fuera levemente a Viñas, y sobre todo para reivindicar a TEM? Si lo hacía debía quedar muy en evidencia que su crítica no tenía nada que ver con el amor. La palabra amor se le cruzó con el consultorio sentimental de Cosmopolitan y le costó volver a concentrarse en las luminosas diatribas de Viñas.
A decir verdad. Santiago no estaba cursando Literatura Argentina I pero tenía el estúpido temor de que Viñas dijera algo genial y Marina lo escuchara y él no. Así que fue a la clase teórica y se sentó relativamente lejos de ella que lo vio y lo miró seria, debía estar muy molesta y lo mejor era no averiguar hasta qué punto llegaba su molestia.
A esa hora tenía que estar en un teórico de Latinoamericana pero no le interesaba: los teóricos después aparecían publicados. Salió unos minutos antes de que terminara la clase de Viñas. Tenía un práctico de Siglo XIX a las nueve pero antes pensaba cruzar a Sócrates a tomar una cerveza y a comer un sandwich. Con suerte se cruzaba con Ramiro o José y los arrastraba hacia el bar.
Al llegar a la planta baja se acordó de que no había comprado las fotocopias de Nabokov sobre Dostoievski que iban a ver en la clase de Siglo XIX. Fue entonces primero al CEFyL[2] a comprar las fotocopias, así las hojeaba mientras se tomaba una Quilmes.
En el CEFyL había bastante cola. Ya se estaba arrepintiendo y pegando la vuelta para poner proa hacia Sócrates cuando la divisó en la misma fila pero bastante más adelante. En principio no la reconoció porque le había mirado el culo y no era algo que recordara especialmente de ella, aunque viéndolo en ese momento, Santiago se dio cuenta de muchos errores que había cometido en su vida. Por ejemplo, no haber registrado convenientemente ese culo. Sí en cambio recordaba perfectamente su cabello castaño oscuro y largo que terminaba en unos rulos que ella declaraba naturales pero que una compañera insidiosa había acusado de peluquería.
Pasó por delante de los que estaban entre ella y él. Le tocó el hombro y todavía mucho tiempo después Santiago diría a quien quisiera escuchar que en ese contacto sintió todo lo que iba a ocurrir en los días posteriores. Sus dedos apoyados unos segundos en su pulóver de lana pudieron palpar una energía especial, similar a la que se percibe cuando se pasa la mano por el lomo de un libro que siempre quisimos leer y que finalmente encontramos en una librería de ocasión. Dijo su nombre: Marcela. Ella lo miró y le sonrió. Su sonrisa duró varios segundos como si no se acordara su nombre o no le salieran las palabras. Al final dijo «Santiago» y agregó
—No me digas que me vas a pedir para fotocopiar los apuntes.
IV
Marcela tenía un práctico de literatura española a las nueve pero aceptó ir a tomar algo con Santiago. Fueron a Sócrates y para alegría de Santiago no se cruzaron ni con Ramiro ni José ni con ninguno de esos seres molestos que cuando ven dos compañeros en una mesa, se incorporan sin pedir permiso. Santiago, por ejemplo, siempre que podía hacía lo mismo.
Primero hablaron de las materias que estaban cursando. Coincidían en una sola, en Latinoamericana, aunque estaban en prácticos distintos. Justo la materia que estaba cursando con Marina. ¿Y si se cambiaba de práctico, dejaba los desplantes de Marina y se iba con Marcela? Imposible a esa altura del cuatrimestre. Cada práctico tenía programas distintos y tampoco la locura de empezar a leer todo de nuevo. Cuando la gaseosa de Marcela y la cerveza bien fría estuvieron servidas, aún permanecía en la punta de sus dedos la sensación que se había desencadenado cuando le tocó el hombro. Ella le contaba algo del Quijote y él seguía pensando en lo que ella le despertaba. Se le cruzaba la Marcela de cinco años atrás pero no podía recordar que tuviera tan buen culo. ¿Cómo pude olvidarme?, ¿cómo pude no darme cuenta?, se preguntaba mientras la miraba a los ojos con su sonrisa más obsequiosa.
—Así que no hiciste nunca Española II ni Teoría II.
—No, prefiero las materias que se dan en idiomas comprensibles.
—Y en Latinoamericana estamos en prácticos distintos así que no vas a tener excusas para pedirme los apuntes.
—Por eso no te preocupes. Mi especialidad son las excusas.
¿Por qué a los hombres les gusta tanto recordar y a las mujeres no? Tranquilamente podía ser tema de una próxima nota para Cosmopolitan. Salvo la referencia a que él le pedía sus apuntes de griego, Marcela parecía no estar dispuesta a hablar de aquellos meses en los que habían compartido horas de charlas y de visitas al Parque Chacabuco. Cada alusión a aquellos días era ignorada por Marcela, como sí le molestara el recuerdo. Al fin y al cabo, pensaba Santiago, nada había sido tan terrible y después de cinco años bien podrían verlo con cierto condescendiente cariño. A él le gustaba recordar los buenos momentos con las chicas de otros tiempos, tanto como las formaciones de los equipos de Boca o de la selección: el Boca del Toto Lorenzo, el Boca del ’81 con Maradona y Brindisi, el Boca del ’92 del Maestro Tabárez con el gran Roberto Cabañas de 9, incluso podía acordarse de otros equipos como el Argentinos de Borghi, el Independiente de Alfaro Moreno (que le cagó el torneo del ’84 a Boca por un injusto sistema de puntaje) y sin ir tan lejos, el Vélez de Bianchi. Se acordaba de esos equipos como de las historias amorosas de sus amigos, marcaban hitos y se podía volver a esos momentos con la felicidad del recuerdo. Pero las mujeres no sólo no memorizaban una puta formación futbolera sino que jamás querían recordar con un ex o con un testigo privilegiado y masculino las historias de amor pasadas. Si era capaz de encontrarle el lado positivo a esta actitud absurda, bien podía ser una nota para Cosmo.
La cerveza y la gaseosa ya habían desaparecido y ahora tomaban un café mientras la facultad perdía puntos como tema de conversación. Ninguno comentó que ya era hora de estar en sus respectivos prácticos sino que siguieron hablando. Ella le preguntó si seguía en la V. y él le dijo que sí, quiso saber si la leía y ella le confesó que no pero que guardaba los primeros números que él le había regalado. Él le contó que ahora tenía una sección fija y que ya no escribía tantos artículos largos. Exageró: dijo que era muy popular en la facultad y que su nombre se había convertido en mala palabra para casi todos pero que algunos se sentían reivindicados por los comentarios que hacía en esa sección. Y qué hacía, preguntó ella. Él hizo un gesto con las manos como buscando la expresión adecuada que definiera su trabajo. Pensó decir «hago crítica literaria» pero le pareció demasiado formal, «denuncio iniquidades», demasiado creído; «me subo a la fama de los otros», demasiado autocrítico; «grito como aquel rey, que la literatura argentina está desnuda y encima se la están culeando unos cuatro o cinco aprovechados, para colmo aburridos», demasiado largo y levemente obsceno. Después de mover los brazos varios segundos, encontró la definición que más lo satisfacía:
—Qué hago. Pongo sangre donde otros pusieron tinta o agua.
Marcela y Santiago habían conseguido recuperar en esa charla en Sócrates la calidez de sus diálogos posclases de Griego. Ella le contó que ahora estaba desocupada y que había estado trabajando en un colegio como preceptora, después como redactora de informes en un estudio de marketing y finalmente había entrado en el departamento de Relaciones Humanas de una empresa de productos de belleza pero que no terminó de ajustarse al estilo de esa multinacional. No tener trabajo le preocupaba mucho. No era como su padre, a quien lo habían echado del trabajo y se las había ingeniado para conseguir otro enseguida. Él le preguntó cómo hacía para sobrevivir. Esta pregunta se la hizo ochenta y cinco minutos después de que él le tocara el hombro con la punta de sus dedos. Ochenta y cinco minutos tardó ella en decirle que se había casado. Sólo le tomó veinticinco segundos referirse a ese tema y no volvió a él. Un excelente síntoma en una mujer casada.
Con una excusa estúpida, Santiago le tocó la mano tratando de ver si volvía a sentir la electricidad en sus dedos. No sintió ninguna descarga eléctrica pero ella tenía una mano suave que daba ganas de continuar la caricia por el brazo, el antebrazo, el hombro y cuando pensaba seguir imaginando el recorrido de su mano por el cuerpo de ella, Marcela hizo la segunda referencia a su marido en aquella noche.
—Va a ser mejor que cruce. Raúl me va a pasar a buscar con el coche y no me parece muy conveniente que me vea salir del bar.
—Explícale que todo lo que sabes de literatura lo aprendiste en las mesas de los bares.
—No es verdad. Pero no niego que hoy me ilustraste debidamente sobre autores que ni conocía.
—Es mi forma de seducir chicas. Les hablo de literatura y piensan que escondo una doble personalidad de perverso sexual. No falla.
—Bueno, cruzo. ¿Te quedas?
—No, mejor voy a comprar los apuntes porque vos no me vas a fotocopiar los tuyos.
Se despidieron en la entrada de la facultad. Ella se quedó allí y él se fue hasta el CEFyL sin intención a esa altura de comprar ningún apunte. Simplemente no quería ver el momento en que ella se metiera en el auto de su marido. Mientras subía la escalera con el único sentido de gastar la energía acumulada en esas dos horas, se cruzó con Ramiro que venía del práctico de Siglo XIX.
—¿Qué haces acá? No viniste al práctico.
—No, surgió un contratiempo llamado Sócrates.
—Forro, me hubieras avisado y me iba con vos. Estuvo un plomo la clase.
Con Ramiro tomaron por Puán hacia Rivadavia para ir a la parada de colectivo. Iban a ir a tomar una cerveza y a comer algo pero en Palermo, fuera de la zona de influencia de la facultad. Después de cruzar Alberdi a las corridas, Santiago, que hablaba de fútbol con Ramiro pero que iba pensando en el encuentro en Cosmopolitan con Lucrecia, las miradas hirientes de Marina y la electricidad y el culo y el marido de Marcela, tomó a Ramiro del hombro y le dijo:
—Vos que escribís poesía, a ver si me contestas esta pregunta: ¿es posible estar locamente enamorado de más de una chica a la vez?
Ramiro lo pensó varios segundos. Muy seriamente le contestó:
—Es posible estar enamorado de más de una chica a la vez pero no «locamente enamorado».