Septiembre 1995
I
Primero creyó que era una broma. Después, ante la insistencia, fue él quien tuvo que decir que lo suyo no era más que un comentario gracioso, dicho al pasar. Pero el otro insistió. Simone pasó de la confusión al miedo. Para él, que nunca se había traído ni un tornillo de la fábrica, la idea del delito le producía tanto rechazo como temor. Había leyes y había que respetarlas. No le tenía miedo a la cárcel sino a la acusación de delincuente, de ladrón.
—No soy un ladrón —le dijo.
—Yo sí —le respondió el otro.
Era la primera vez que Simone estaba hablando con un delincuente. De chico, su padre y sus tíos habían conseguido atrapar a un par de cuatreros que, junto con otros cómplices, asolaban los campos de Gálvez. Los encerraron en una habitación a la espera de la policía del pueblo. Él y un primo se subieron al techo y espiaron por la claraboya a los dos ladrones. Él los miró detalladamente: la cara, el pelo, el cuerpo, las manos, los pies, las posturas que tomaban en el piso de esa habitación desnuda. Simone se asustó: esos hombres no se diferenciaban de su padre o su tío. Esa falta de diferencia lo persiguió por siempre. Sin ir más lejos, este hombre que se presentaba como Pajarito no parecía un delincuente. Incluso vestía mejor que él, con ropa más nueva y de mejor confección. Si los detuvieran tal vez lo llevarían a él y dejarían a Pajarito en libertad.
El otro insistía y preguntaba. A qué se dedicaba, qué hacía en la plaza, si iba seguido. Simone le dijo la verdad, le habló del despido, de sus veintipico de años en la fábrica, de su negativa a mostrarse en su casa como un hombre sin trabajo, de su rutina en esa plaza. Era la primera vez que le contaba a alguien lo que le venía sucediendo en esas semanas y sintió que por fin se sacaba un peso de encima. Recién en ese momento, mientras conversaba con este hombre que hasta hace pocos minutos no existía en su vida, se dio cuenta de cuánto había necesitado hablar del tema con alguien.
No existía pero de pronto pasó a ser la única persona que pertenecía a su nueva vida. La única que conocía sus problemas y sus decisiones. Pero en un momento, como si se hubiera cansado de sus confesiones o de persistir, Pajarito dijo:
—Bueno, me voy.
Se puso de pie, se acomodó la ropa y agregó:
—Pero mañana voy a volver a insistirle.
II
Al día siguiente Simone le prestó más atención que nunca a la agencia de lotería. La explicación que le había dado a Pajarito de lo fácil que resultaría robar ahí le parecía cada vez más sólida.
La agencia permanecía cerrada de una menos cuarto a dos menos cuarto. Contaba con una persiana metálica que no bajaban al mediodía porque en la cuadra había un guardia de seguridad que vigilaba el complejo de edificios y negocios. Pero el agente a la una se retiraba al interior de uno de los edificios y permanecía hasta la una y cuarto, incluso hasta la una y veinte. Debía almorzar con el portero. La puerta de la agencia de quiniela tenía una cerradura simple, para él era como si estuviera sin llave. En la fábrica había un par de máquinas que se habilitaban por medio de una cerradura que las destrababa. Nadie nunca vio la llave de esas cerraduras. Simone había creado una ganzúa que funcionaba de maravilla. Era una especie de navaja suiza que se abría una vez que se la metía en la cerradura, adaptándose a su forma. No había más que girar para que el mecanismo cediera. Él se había hecho una copia de esa llave maestra para tener en la casa. La había probado en distintas puertas y siempre había funcionado perfectamente.
—¿Vigilando nuestro negocio? —Pajarito se había aparecido por atrás y él se sintió en falta. Negó que estuviera mirando el local de quiniela e inventó una historia de unos vecinos del edificio del medio. Pajarito no insistió y, contrariamente a lo que había dicho al despedirse el día anterior, no volvió a hablarle del robo.
Ya era la hora de la comida, así que Simone abrió su tupper, sacó las milanesas y el huevo y le ofreció a Pajarito compartir su almuerzo. Para su sorpresa, Pajarito aceptó con gusto. Le dio una milanesa, un pan y medio huevo que comió con ganas. Al terminar de comer se quedaron en silencio, mirando la vereda de enfrente. Justo llegaba el quinielero a abrir el local. Simone pensó que saldría otra vez el tema, pero en cambio Pajarito preguntó:
—Dígame, don Jorge, ¿no se quedó con hambre?
—No mucho —volvió a mentir.
—Venga, lo voy a llevar a un lugar adonde me dan crédito. Primero se negó. Le parecía una locura ir con ese hombre a cualquier parte y además ya iba siendo la hora de ir a Los amigos a tomar su café con leche. Pero, por otra parte, no tenía ganas de que Pajarito se fuera y lo dejara solo. Terminó aceptando. Caminaron más de diez cuadras y llegaron a una fonda que también funcionaba como bar y pizzería. Adentro había sólo hombres comiendo y un televisor encendido mostraba las noticias.
El plato del día era pollo a la cacerola. Pajarito pidió un pingüino de litro de vino tinto y soda. Simone tomó un solo vaso porque no quería tomar más alcohol. Comió el pollo como si ese día no hubiera almorzado y después Pajarito pidió dos cafés. Prendió un cigarrillo y se desparramó en la silla. Simone sabía que en cualquier momento iba a comenzar a insistirle con el asalto.
—En una semana cumplo cincuenta y ocho años —le dijo dejando de mirar la tele para poner los ojos en él—. Cincuenta y ocho años. Nunca maté a nadie. Muy pocas veces usé armas de fuego para un trabajo. Le digo algo: si bien estoy en esto desde que era chico, no soy un buen profesional. En total estuve como quince años preso. Es mucho, ¿no? Conozco Olmos, Batán, Caseros. Y eso que no le cuento las comisarías para no apabullarlo. Me agarraron muchas veces. La cana es más inteligente de lo que uno cree.
—¿Siempre roba en negocios?
—En sentido estricto, nunca. Mire, si fuera un boga le diría que yo no robo. Hurto, estafo. En los últimos años me dedico casi exclusivamente al interior de los colectivos. Es un trabajo bastante tranquilo siempre y cuando no lo descubran. Digamos que es un trabajo de bajo riesgo en comparación a otros del ramo.
—Así que es carterista.
—Usted no es de Buenos Aires, ¿no?
—Viví hasta los treinta y dos en Gálvez, un pueblito chico de la provincia de Buenos Aires, cerca de La Pampa.
—Conozco. Yo soy de Junín. Mi abuela paterna vendía telas a negocios de otros pueblos y recorría toda la zona en micro y me acuerdo que una de sus paradas era Gálvez.
Le ofreció otro café pero Simone no quiso. Llamó al mozo y le pagó a pesar de lo que había dicho sobre el crédito que tenía en el negocio. Simone se ofreció a pagarle la mitad pero Pajarito lo desechó con un gesto.
—Ya que estamos le voy a confesar algo. O mejor dicho, le voy a aclarar algo. En muchas oportunidades trabajé en equipo. De a dos siempre es más fácil aunque si lo agarran le dan la misma cantidad de años a cada uno, no dividen. Trabajé con hombres inteligentes y con bestias arriesgadas. Con gente fría y con tipos que les temblaba la voz todo el tiempo. Así que no se haga a la idea de que es el primero ni que esto es excepcional porque para mí es tan rutinario como era su trabajo en la fábrica.
Salieron juntos de la fonda pero Pajarito no lo acompañó a la plaza. Simone comenzó a caminar hacia su banco pero sintió ganas de perderse, de no volver a ese lugar, de animarse a desafiar a su nueva vida. Por un momento pensó que su mujer, la fábrica y el banco eran la misma cosa. O distintas caras para una misma función: eran el ancla que lo ataba a una realidad que él no quería, de la que debía zafar a pesar de sus años y de la situación complicada. O mejor, justamente, por sus años y por su situación debía ser capaz de dejar la seguridad del barco anclado para dedicarse a navegar.
Y por encima de todas estas reflexiones había una circunstancia acuciante: se acercaba fin de mes y todavía no había ido a ver a su antigua compañera de trabajo para pedirle plata prestada. Por eso, el temor de dar un paso hacia el mundo del delito de pronto se vio absolutamente relegado ante la perspectiva de no tener que pedirle plata a nadie para cubrir el medio sueldo que le iba a faltar.
Esa tarde, apenas llegó a su casa, fue al tallercito para buscar su llave maestra. Ahí estaba, en el cajón de las herramientas chicas. Probó en distintas cerraduras y en todas funcionó correctamente. La guardó en un bolsillo de la campera.
Fue inútil que al día siguiente la llevara para mostrársela a Pajarito porque ese día no apareció. ¿Se habría arrepentido? Volvió a su casa con un enojo y una sensación de frustración tan grande que por primera vez en años su mujer le preguntó si estaba todo bien en la fábrica. Él le dijo que sí, que estaba todo bien.
El jueves lo vio venir a Pajarito por la vereda de los edificios de enfrente. Simone se alegró y estuvo tentado de hacerle gestos con los brazos para que lo viera. Obviamente, Pajarito ya lo había reconocido.
Tenía la tranquilidad de siempre y olía a agua de colonia. Se sentó a su lado y encendió un cigarrillo mientras perdía la vista en la vereda de enfrente. Sin tampoco mirarlo, Simone dijo:
—Los viernes es el día que mejor trabaja por la mañana. Es cuando más clientes entran. Tendríamos que hacerlo un día viernes.
—O sea, mañana.
—O el otro viernes.
—¿Qué le parece mañana?
III
Pajarito llegó a las nueve. Se saludaron con un gesto serio. Simone se sentía como en un país extraño o en una cena de gala. No sabía cómo comportarse y le daba vergüenza preguntarle a Pajarito si estaba todo bien. Sólo se animó a preguntarle qué llevaba en el bolso que traía en la mano.
—Otro bolso.
—¿Adentro del bolso tiene otro bolso?
—Más exactamente una mochila. Es un poco femenina porque delante tiene una rosa y un corazoncito, pero si quiere yo me quedo con la mochila y usted carga el bolso.
A las diez Simone le preguntó si lo acompañaba al bar a tomarse un vaso de vino.
—Ni se le ocurra. Hoy nada de alcohol. Si quiere vamos a tomar un café o una Coca.
Simone obedeció como un chico encontrado en falta. No se animó a llevarlo al bar Los amigos así que terminaron en otro boliche similar. Se tomaron el café casi sin hablar. El estilo de Pajarito parecía ser el de hablar lo menos posible. Eso le gustaba a Simone, a quien siempre le molestó esa gente que habla todo el día del trabajo que hace. En un momento, sin embargo, cuando ya habían terminado el café y Simone miraba por la ventana y Pajarito encendía un cigarrillo y se desarmaba en la silla, en ese momento, como si de pronto se acordara de algo que siempre fue muy evidente pero nunca se nombró, Pajarito le preguntó:
—¿Y el negocio de computadoras?
Simone pareció no entender la pregunta.
—El negocio de computadoras que está casi al lado de la agencia de loterías, ¿también cierra al mediodía?
—Cierra un poco más tarde, a la una y vuelven a abrir cerca de las cuatro.
—O sea que cierra justo cuando se va el policía.
—Sí, pero es más complicado.
—¿Una cerradura más compleja?
—No, la cerradura debe ser casi igual. Lo que no sé es si ese negocio tiene alarma. Además entre la agencia y ese local está el kiosco en el medio que no cierra al mediodía.
—Lo del kiosco lo pensé por la agencia, pero la verdad es que no creo que salgan a ver quién abre el local de al lado. En todo caso, es el único riesgo que corremos. Mire, hagamos esto. Puede haber dos tipos de alarmas: de ésas que suenan ahí mismo y las que están conectadas a la policía o a los servicios de vigilancia. Si es la primera nos vamos a dar cuenta enseguida. Nos damos media vuelta y caminamos como caballeros alejándonos del ruido.
—Me parece muy arriesgado.
—Mire, tenemos menos de quince minutos para movernos. En vez de diez minutos, dediquemos siete u ocho a la agencia y probemos tres o cuatro minutos en la casa de computación. Si tiene alarma conectada, la policía va a tardar más de ese tiempo.
—¿Le parece?
—Estoy seguro.
IV
Cuando volvieron a la plaza pasó algo que cualquiera, incluso Simone que no era nada supersticioso, hubiera tomado como un signo negativo: el banco estaba ocupado por una pareja de adolescentes. Se quedaron a diez metros de la pareja mirándola perplejos. Simone propuso suspender la acción pero Pajarito le contestó que no era necesario.
—Espéreme acá.
Se acercó a la pareja. Le dijo algo y los chicos se pusieron de pie. El muchacho buscó algo en los bolsillos y se lo pasó a Pajarito. Era el documento. Pajarito lo miró de los dos lados y se lo devolvió. La chica parecía dar explicaciones, los dos estaban muy serios. Pajarito les dijo algo más y los chicos se retiraron. Le hizo un gesto a Simone para que se acercara.
—Le voy a decir algo: los adolescentes son los seres más crédulos del mundo. Sobre todo cuando están enamorados. Esos dos no se ratean más por un buen tiempo. Hoy ya hice mi buena acción del día.
A la una menos cuarto, el quinielero cerró su negocio y se fue. Ninguno de los dos hizo ningún comentario pero el corazón de Simone comenzó a palpitar más fuerte. A la una, el agente de seguridad entró en el edificio y el empleado de la casa de informática cerró la puerta del local. «Vamos», dijo Pajarito poniéndose de pie. Simone apretaba fuertemente la llave maestra que llevaba en su bolsillo derecho. Pajarito se puso de costado a la puerta. Simone introdujo la llave en la cerradura y desencadenó la maravillosa mecánica que producía el efecto de abrir la puerta. No falló. Entraron. Pajarito cerró la puerta tras de sí y abrió el bolso. Tomó la mochila de dibujos femeninos y se la pasó a Simone. Fue a la caja registradora, sacó el dinero y lo guardó dentro del saco. Vio una cédula de identidad y también la agarró. Buscó algo más pero no encontró nada lo suficientemente valioso y pensó que lo mejor era reservar los bolsos y el tiempo para la casa de computadoras.
—Cinco minutos, vamos. Hasta tenemos tiempo de ir a tomar un café y volver.
Cruzaron delante del kiosco mirando hacia la plaza y Simone pidió a Dios que el kiosquero no los estuviera observando. Volvió a introducir su llave maestra en la cerradura y una vez más funcionó. En el momento que se abría la puerta esperó el sonido de la chicharra pero no se oyó nada. Pajarito repitió la acción sólo que lanzó una exclamación de satisfacción al sacar la plata de la caja registradora. Había una terminal de tarjetas de crédito, la desconectó y le dijo a Simone que la metiera en la mochila. Los movimientos de ambos intentaban parecer lentos y naturales, como el de personas que están cambiando la decoración del lugar. No había que llamar la atención de alguien que justo pasara por la puerta del negocio.
Pajarito cargó en su bolso dos computadoras laptop y algunas cajas de insumos de informática. Le hizo llenar a Simone todo el espacio que quedaba en la mochila con esas cajas que él no sabía qué contenían pero que eran livianas, como si adentro tuvieran sólo papeles. Si una alarma había sonado en la policía o en un servicio de seguridad ya estarían por llegar. Debían apurarse.
Cuatro minutos más tarde cruzaron nuevamente la puerta, siguieron derecho y atravesaron la plaza. Pajarito lo llevó a mano izquierda y al pasar por una parada de colectivos coincidieron con uno al que estaban subiendo pasajeros. Ellos también se subieron. Tenían que alejarse de la zona lo más rápido posible: Al llegar a la avenida 9 de Julio bajaron y caminaron hacia la parada de otro colectivo. Simone se animó a preguntarle:
—¿Adónde vamos?
—A un lugar tranquilo adonde podamos ver qué traemos en estos bolsos.
—Le pido un favor: me cambia la mochila por el bolso.
—Mire que pesa, ¿eh?
—No importa.
Se subieron a otro colectivo y se bajaron un par de cuadras antes de llegar a Plaza Constitución. Doblaron por una calle en donde varias prostitutas esperaban a sus clientes y a pocos metros de un albergue transitorio entraron a un hotel familiar llamado Plaza C.
En la recepción había un adolescente que ni los miró. Se limitó a darle la llave a Pajarito. Subieron por una escalera hasta el segundo piso. Ya no era necesario que Pajarito le dijera qué lugar tranquilo era ése pero igual se lo aclaró:
—Acá vivo yo.
Entraron a una habitación que tenía una cama matrimonial, un armario, un sillón, dos sillas y una mesa de madera. El cuarto era amplio, los muebles parecían lustrosos, la cama estaba hecha y no había ropa tirada por ningún lado. Se veían unas pantuflas al lado de la cama y sobre ella, una toalla y un toallón. En la mesa había un florerito con flores y en la pared, presidiendo la cama, un Sagrado Corazón de Jesús. Lo invitó a sentarse en una de las sillas y le dijo que ya volvía. Se arrepintió:
—Mejor venga conmigo. Seguro que usted también tiene ganas de orinar. Venga que le digo donde está el baño.
Cuando volvieron se sentaron frente a frente. Pajarito se abrió el saco y fue poniendo el dinero sobre la mesa. De un lado, la plata de la agencia, y del otro, la del negocio de informática. También puso el documento que había tomado en la agencia.
—Ciento quince pesos de la agencia y setecientos treinta y ocho de las computadoras. Esto hace un total de ochocientos cincuenta y tres pesos. ¿Qué me cuenta? ¿Vio que teníamos que ir a la casa de computadoras?
Abrió el bolso y la mochila y sacó de ahí las laptop y las cajas.
—¿Vio estas cajas? Son partes de computadoras y estos maletines son computadoras portátiles. Todo esto vale mucho más que esta plata. Si me espera, en un par de horas convierto estos cachivaches en dinero.
Se levantó, fue hacia el placard y sacó una botella de ginebra y dos cepitas.
—Me parece que podemos brindar, ¿no? Vamos, don Jorge, cambie esa cara. No me diga que se arrepiente.
—No, discúlpeme. Creo que todavía no se me pasa el miedo. No me arrepiento. Le puedo asegurar que si no fuera por el miedo podría decir que estoy feliz, si cabe la palabra.
—Cabe, cabe. Yo también me siento hoy feliz. Hicimos un buen trabajo. A ver, digamé, ¿qué nos cocinó la patrona?
—Pollo al horno con papas.
—Mire, a la dueña de este hotel no le gusta que coman en las piezas pero hoy vamos a hacer una excepción. Comamos ese pollo que debe estar riquísimo y después lo invitó a un bodegón de unos amigos que está a un par de cuadras de acá.
Comieron el pollo y lo acompañaron con un par de copas de ginebra. Simone se sentía levemente mareado. La voz de Pajarito le llegaba con una dulzura que alimentaba su tranquilidad:
—Hay algo que no hemos hablado pero que se cae de maduro, mi amigo —le dijo Pajarito—: ni usted ni yo podemos volver por esa plaza.
A Simone se le transformó el rostro. Ni siquiera cuando lo echaron del trabajó miró así al jefe de personal.
—No es tan grave. Le voy a decir algo: estuve pensando mucho en usted estos días y me parece que no puede andar todo el día en la calle. ¿Qué va a hacer si llueve? ¿Se va a meter en un cine o en un shopping? Yo tengo una idea: alquílese una habitación acá, en este hotel, la dueña es una persona muy agradable, ya va a ver, una gallega realmente encantadora. Se alquila una habitación y se queda acá las horas que pasaba en la plaza. Cuando quiere sale a pasear o salimos a buscar alguna actividad como la de hoy. Plata para pagar la pensión no le va a faltar.
—No me veo haciendo de nuevo lo que hicimos hoy.
—El tiempo es más sabio que usted y yo. Dejemos que el tiempo haga su trabajo. ¿Pero no le parece bien lo de la pensión?
¿Por qué no? ¿Por qué no disfrutar de esa nueva vida que hasta ahora sólo era un padecimiento? Todo parecía realmente una locura pero Pajarito sabía convertir la propuesta más delirante en una realidad simple y conveniente. No se imaginó un lugar mejor para estar que ese hotel.
Bajaron hacia la recepción donde ya estaba la dueña pasando una franela con limpiador de madera al escritorio.
—Estimada Paquita, le presento a mi amigo, don Jorge Simone. Le estuve mostrando el establecimiento y ha quedado encantado. Quiere tomar una habitación aunque desde ya le aclaro que la va a ocupar sólo de día porque necesita un lugar donde estar mientras desarrolla su actividad profesional.
Paquita le dio la mano y le sonrió. Quería ser amable con alguien que había quedado encantado con su hotel.
—Con todo gusto. Tengo una habitación un poco más pequeña que la de don Alberto, con una cama simple y sin sillón.
—Mi amigo va a estar muy bien allí.
—¿Y cuál es su oficio?
Pajarito dudó un segundo, como si no hubiera previsto esa pregunta obvia. Simone se acordó de su hija Marcela que estudiaba literatura y antes de que Pajarito contestara por él dijo:
—Soy escritor.