3 - Puán 480

Abril 1996

I

Tengo que cambiar de actitud, se dijo mientras bajaba las escaleras de Puán 480, esquivando a los que venían en sentido contrario y que iban a sus clases de las siete de la tarde. No puede ser, se dijo, que siempre me enganche con minas de Filo. Le costaba eludir a la masa de alumnos que subían: además de su habitual mochila repleta de cosas que nunca usaba, llevaba una bolsa enorme atiborrada de libros.

Santiago Pazos venía de un práctico de Literatura del Siglo XIX y se dirigía a Boquitas Pintadas, el bar del subsuelo de la Facultad de Filosofía y Letras. Allí iba a estar esperándolo Marina, su flamante ex novia. La pelea definitiva había ocurrido el sábado anterior pero las cosas venían mal desde hacía rato y todo había empeorado cuando Santiago decidió inscribirse en algunas materias de Letras porque quería retomar la carrera.

—No lo hagas —le habían gritado a coro sus amigos de la revista—, es un error. ¿Para qué querés terminar la carrera? Y además, la mitad de los profesores te deben odiar y la otra mitad no te conoce.

No le hizo caso a sus amigos. Soy un personaje de Racine, se dijo casi llegando a la planta baja, todos me adelantaron mi destino y no les hice caso. No tendría que haber vuelto por esta facultad de mierda.

Pero Santiago iba a volver porque siempre volvía a Filo. Era la segunda vez que retomaba y si dejaba ese cuatrimestre iba volver al año o un lustro después, pero siempre iba a estar en ese lugar que amaba y odiaba en partes iguales. Y además estaban las chicas de Letras, nunca iba faltar alguna que le complicara la vida.

Santiago no pensaba confesarlo pero este segundo retorno a la facultad no tenía tanto que ver con su interés por las novelas rusas o los poemas japoneses como con Marina. Tenía unos celos terribles de ella, no tanto por los hombres que podía conocer en la facultad (un lugar menos peligroso que cualquier bar de la avenida Santa Fe) sino por lo que pudiera aprender ella y que él no supiera.

Marina y Santiago se habían conocido casi un año atrás en la fiesta aniversario de la V., la revista cultural en la que él escribía. Ella era una estudiante de Comunicación cansada de su carrera, buena lectora y con ganas de escribir en algún medio cultural. Él exageró sus contactos con la revista y le habló de todos los libros que había leído. A las cinco de la mañana, tal vez cansada de escuchar tanta enumeración de obras y autores, Marina accedió a que la besara. Así consiguió que se callara la boca. Pero Amor ya había lanzado su flecha y ese beso se convirtió en un noviazgo revelador para ambos. Para ella, porque descubrió que su vocación no era el periodismo sino la literatura. En el siguiente cuatrimestre cambió de carrera y se anotó en Letras. Por su parte, Santiago descubrió que podía convertirse en el tipo más celoso de la Tierra. Cuando se encontraban, él podía estar más atento al bolso de ella (a los libros que llevaba y que él no le había recomendado) que a su nuevo juego de ropa interior. Y no era que no le interesara la ropa interior de Marina, muy por el contrario, pero no podía reprimir las ganas de cruzarle un cachetazo cuando descubría, escondido en el fondo de su cartera, el último libro de César Aira.

—¿Quién te lo dio? —preguntaba como un macho latino ante la prueba indiscutible de que su novia no era virgen.

Ella inventaba excusas, trataba de calmarlo, de llevarlo a territorios más amorosos pero él ya estaba perdido para siempre. Se había anotado en Letras para tenerla más a mano, para poder controlar sus lecturas y, ya que estaba, a los compañeros con los que se juntaba. Poco le faltó para que se inscribiera en las mismas materias pero una pequeña brizna de lucidez y del sentido del ridículo le aconsejó que se anotara sólo en una materia en común, Literatura Latinoamericana. No era menos cierto que las otras tres en las que ella se había inscripto eran Latín I, Literatura Argentina I y Gramática, tres materias que Santiago ya tenía aprobadas.

Llegó a Boquitas y la buscó con la mirada. Ella estaba sentada casi en el fondo del enorme salón. Tenía un café sobre la mesa, fumaba y leía. Recién descubrió la presencia de Santiago cuando él le tocó el hombro para saludarla. Ella levantó la vista como si viniera de un mundo muy lejano. Pero no tan lejano como para desviar la cara a tiempo cuando él atinó a darle un rápido beso en los labios y ella puso la mejilla. Tres gestos en menos de un par de segundos (interés por la lectura antes que la expectativa de su llegada, despreocupación manifiesta en la mirada de viajera o de dormida y beso en la mejilla) para ponerlo a Santiago en su lugar y ya ir ganando la pelea por puntos.

Él tiró su mochila sobre una silla vacía, se sentó en otra y dejó la bolsa de libros en el piso, al lado de él. Con voz que intentaba ser tranquila, le preguntó:

—¿Qué lees?

—¿Ya empezamos?

—Veo que estás tomando café con edulcorante Hileret, veo que fumas cigarrillos Marlboro y simplemente quiero ver qué lees. Mi interés es por las marcas.

Sin decirle nada le mostró la tapa del libro. Se trataba de La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento de Mijail Bajtin.

—Ah, sí. No está mal, un poco viejo pero su teoría de la risa es interesante.

—Qué suerte que consideras que no está mal porque Bajtin debe estar temblando por temor a tus opiniones.

—¿Ya empezamos?

Y sí, habían empezado.

II

¿Hay algo más aburrido que corregir parciales o trabajos prácticos? En el mejor de los casos repiten lo que el profesor o algún libro ya dijeron antes y en el peor son balbuceos ininteligibles casi ajenos al lenguaje humano. Y después estaba la letra, descifrar esos jeroglíficos que parecían desafiar al alfabeto latino. A Lucrecia, corregir parciales o trabajos prácticos le daba asco, un rechazo físico que la dejaba de cama y, a veces, con fiebre. Su única manera de seguir adelante era pensar que ya faltaba poco para el próximo concurso de cargos. Iba a dejar su puesto de Jefa de Trabajos Prácticos para ser Profesora Adjunta de la Cátedra de Literatura Latinoamericana. Eso si ganaba el concurso, pero no le quedaban dudas de que iba a ganar. Ella sentía que corría con ventajas.

Se acomodó en un sillón de la sala de profesores. Tenía casi dos horas por delante para corregir esos putos parciales. Lo mejor en estos casos era guiarse por los prejuicios y el instinto. Eso le iba a servir para poner la nota sin preocuparse demasiado por el contenido de esas hojas. Le bastaba recordar las caras, las posturas físicas de sus alumnos, su actitud frente a la materia para ponerles una nota. Nota de concepto, se dijo y no le pareció una actitud reprochable.

A los cuarenta minutos y mientras trataba de descifrar la letra de un alumno, bastante inteligente por cierto, que insistía en citar a un ensayista mexicano que ella desconocía (¿o sería una trampa y ese autor no existía?, siempre había que estar atento a estas posibles zancadillas) se dio cuenta de que necesitaba un poco de cafeína en la sangre. Pensó en ir hasta Sócrates, su bar desde los tiempos de estudiante, pero había refrescado y no tenía ganas de caminar una cuadra, así que bajó al subsuelo a pesar de que no le gustaba ir a bares iluminados con luces tan blancas como Boquitas.

Iba a pedir un café doble y una medialuna de grasa. No había comido nada desde el mediodía y no iba a cenar hasta casi medianoche así que era mejor que comiera algo. Buscó con la vista una mesa vacía y casi se le caen todos los parciales al suelo cuando descubrió en una mesa del fondo a Santiago. Estaba de espaldas a ella pero necesitaba mucho menos que eso para reconocerlo. ¿Qué estaría haciendo en la facultad? ¿Habría venido a visitar a alguien? Imaginó el peor escenario posible: que estuviera cursando y que se hubiera anotado en Latinoamericana. Al menos en su práctico no estaba, pero si estaba haciendo la materia era capaz de aparecerse el día que a ella le tocaba dar el teórico. En el mejor de los casos le iba a hacer preguntas que no sabría responder. ¿Cómo zafaba si se acercaba en el descanso a saludarla delante de todos los compañeros de la cátedra?

La espalda de Santiago en ese asiento del fondo del bar le pareció, un mal augurio para el próximo concurso de cargos. Estuvo a punto de suspender el café y la medialuna e irse a refugiar a la sala de profesores pero decidió comportarse como una mujer adulta. Buscó una mesa alejada de Santiago y también del posible trayecto que podía recorrer para salir del bar. Se sentó, le hizo el pedido al mozo que volvió a los pocos minutos. Tomó el café y comió la medialuna leyendo el trabajo de un alumno con una concentración desmedida en la hoja. Aunque cada tanto levantaba la vista y controlaba a Santiago que seguía ajeno a los ojos que se le pegaban en la espalda.

Ella no entendía por qué pero Santiago sacaba libros de una bolsa que tenía a un costado en el piso y se los iba pasando a la chica que tenía sentada enfrente. Después ella hizo lo mismo con otros libros que él guardaba en la bolsa. ¿Qué sería ese intercambio de libros? ¿Estarían canjeándolos? ¿Sería su nuevo trabajo? Mejor no averiguar. No meterse en nada que tuviera que ver con Santiago. El círculo entre ellos se había cerrado hacía ya muchos años y no tenía por qué volver a abrirse de ninguna manera, ni siquiera con esa actitud condescendiente de los sentimientos que era la amistad con un ex. Es cierto que ya no lo odiaba como creyó odiarlo años atrás y hasta lo admiraba secretamente por las pavadas que escribía y que le recordaban al Santiago que ella había conocido, cuando era capaz de indignarse hasta la ofensa si alguien decía que Tolstoi era mejor que Dostoievski o si alguien se animaba a afirmar que Virgilio era algo más que un poeta cortesano. Recordaba que Santiago decía que lo único bueno que había escrito Virgilio eran Las Bucólicas y que La Eneida era el primer ejemplo lamentable del marketing cultural al servicio del Estado. De un día para otro (tal vez influido por las malas compañías de sus amigotes) había puesto toda esa energía para hablar de literatura argentina. Y esa pasión literaria se había convertido en una postura literaria, algo mucho menos interesante y más banal.

En el fondo se moría de ganas de que él la reconociera leyendo esos parciales y la viera como era: una profesora ocupada. Total, en el bar no había ningún compañero de cátedra ni nadie que después se convirtiera en testigo de cargo.

III

Leyó: «Capítulo VI: Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo». Pero no se podía concentrar. Había llegado una hora antes del práctico de Literatura Española del Siglo de Oro y se había ido al bar del subsuelo a leer el capítulo del Quijote que iban a analizar esa noche. La lectura del Quijote precisa de un ambiente tranquilo, acogedor y solitario. Está de más decir que Boquitas Pintadas no era el lugar adecuado para llevar a cabo tan magnífica tarea.

Dejó de lado la edición de Clásicos Huemul (a cargo de Celina Sabor de Cortázar e Isaías Lerner) y se puso a hojear unos volantes y panfletos que le habían dado al entrar en la facultad. Paseó la vista por el bar y recién ahí lo vio, de espaldas pero también podía ver su perfil derecho. Ese tipo que estaba sentado en el rincón del extremo izquierdo del bar era Santiago. Marcela se acordaba muy bien de él.

Marcela y Santiago se habían conocido en el segundo cuatrimestre del ’90. Ella se había peleado casi un año antes con Raúl y venía de cortar una relación breve y poco digna de ser recordada con un compañero de Lingüística. A Santiago lo conoció en el práctico de Griego I. Cursaban a las diez de la mañana y él llegaba inevitablemente tarde. Molestaba a todos tratando de averiguar qué se había dado en esa primera media hora y al final de la clase terminaba pidiendo los apuntes que el compañero de al lado había tomado porque no hacía a tiempo ni de actualizarse ni de seguir a la profesora. Marcela le tomó cariño enseguida y él pareció descubrirlo porque comenzó a sentarse al lado de ella y a pedirle sus apuntes. Después de un tiempo, era ella misma la que le guardaba un asiento a su lado y tomaba nota de la clase con mayor claridad para que él no se perdiera nada.

Tanto ir a la fotocopiadora juntos comenzaron a tratarse con más confianza. Algunas veces habían ido a tomar un café a Boquitas y la conversación abandonaba los temas griegos o de las demás materias para avanzar por territorios más interesantes. Los dos supieron que el otro no tenía novio y la atracción parecía mutua.

Como ninguno de los dos tenía clase hasta la una de la tarde, los días primaverales se iban hasta Parque Chacabuco y se sentaban en el pasto a comer un sandwich, una porción de tarta o una fruta. Todo iba bien salvo por una cosa: Santiago no daba el paso siguiente. Ella lo miraba con ojos arrobados para demostrarle su interés y que el camino hacia ella venía despejado pero él no avanzaba, se quedaba en la frase elogiosa, levemente histérica, dirigida a su persona.

Pero lo que no hacía Santiago al mediodía lo hacían otros compañeros de noche. Marcela por entonces cursaba dos materias vespertinas, Literatura Francesa y Teoría Literaria II. Un tipo que le llevaba como diez años la invitó a ir al cine después de haber compartido una única charla en Platón en una mesa junto a otra gente que cursaba Teoría. La llevó al Cosmos a ver El espejo de Tarkovsky y si no se durmió fue porque estaba con todos los sentidos puestos en su compañero que, después de un café en un bar, le declaró su más profundo amor apasionado. Acto seguido, la quiso llevar a un albergue transitorio. Ella se negó esa vez pero no la siguiente cuando fueron a la Sala Leopoldo Lugones a ver una película de Fernandel.

La actividad sexual con su compañero no había estado mal pero dejaron de verse por dos razones: ella no soportaba su gusto cinefilo y porque después de haber cogido, el tipo, con lágrimas en los ojos, le confesó que era casado. Pero se estaba por separar.

Con leves variaciones de cinefilia y estado civil, la situación se repitió con otros compañeros. Mientras tanto seguía tomando apuntes para Santiago, charlaban muchísimo (ella, obviamente, evitaba contarle sus historias vespertinas y nocturnas) y miraban a los que practicaban Tai Chi en Parque Chacabuco. Pero el encantamiento que había sentido por Santiago se había ido convirtiendo poco a poco en una especie de rechazo.

Cuando el cuatrimestre llegaba a su fin y compartían tal vez el último mediodía en Parque Chacabuco, él le dio un beso en la boca. Ella respondió al beso con pasión y cuando sus bocas se separaron dijo lo que Santiago merecía que le dijeran por tarado:

—Ya es tarde.

El cuatrimestre terminó, no se hablaron ni se vieron en todo el verano y a los pocos meses ella conoció a su novio diseñador gráfico dando por terminada su saga de experiencias sexuales con estudiantes de Letras. Con Santiago se cruzaron alguna vez en los pasillos y unos cuatrimestres más tarde se enteró por un compañero que lo conocía que él había abandonado la carrera. Después fue ella la que dejó Letras y ahora estaban allí los dos, como cinco años atrás. Salvo que estaban en mesas separadas, él le daba la espalda e intercambiaba libros con una chica. Y ella ya no era aquella chica a la búsqueda de nuevas sensaciones, sino una mujer casada a la que le faltaban pocas materias para recibirse y tal vez muy poco tiempo para quedar embarazada y convertirse en toda una madre. Ellos dos ya no eran los de entonces. Era necesario que ella se lo repitiera para que le quedara claro.

Marcela abandonó definitivamente la lectura del escrutinio de la librería del Quijote para no perderse un gesto de Santiago. Si la suerte estaba de su lado, él iba a pasar por delante de ella cuando se fuera del bar y seguramente la iba a reconocer. Al fin y al cabo, ella tanto pero tanto no había cambiado en esos años.

IV

Marina y Santiago se habían citado en Boquitas después de la última gran discusión, para poner fin a ese noviazgo. Así se lo hizo saber ella por teléfono la noche anterior y no quería que se encontraran después del práctico de Literatura Latinoamericana para que el encuentro no se extendiera más tiempo del necesario. Santiago, en un rapto de enojo y buscando herir donde más podía doler, le dijo que estaba bien pero que quería que le devolviera todos los libros que le había regalado. Lo que no esperaba era que ella le pegara donde más le dolía. Le dijo que estaba bien pero que él llevara los que ella le había regalado a su vez. Y ahí estaban, entregándose libros como si intercambiaran rehenes.

A él le tocó primero entregar los suyos. Empezó por aquellos que no le interesaban mucho: una biografía de Gala, Las lágrimas de Eros de Bataille y Los diez días que conmovieron al mundo de Reed.

—La verdad es que el libro es poco conmovedor. Me gustó más la película.

Después venían los que le dolían un poco más.

—Acá está la Antología de Ernesto Cardenal: «Al perderte yo a ti, tú y yo hemos perdido:/ yo porque tú eras lo que yo más amaba/ y tú porque yo era el que te amaba más./ Pero de nosotros dos tú pierdes más que yo:/ porque yo podré amar a otras como te amaba a ti/ pero a ti no te amarán como te amaba yo».

—Qué significativo que el único poema de Cardenal que te sepas es justamente el que aparece como póster o señalador en cualquier librería.

—Acá tenes la antología de humoristas norteamericanos, Señas de identidad de Goytisolo, El tiro de gracia de Yourcenar, total el tiro de gracia ya me lo diste, esta traducción poco feliz del Tom Jones.

—Si vos no sabes inglés, ¿cómo podes opinar de una traducción que encima es de un texto de otro siglo?

—No sé inglés pero sé de literatura. Estoy loco pero cuando el viento sopla del este sé diferenciar una garza de una paloma. Y esta traducción es una mierda. Te lo puedo asegurar. Llévate El mundo es un pañuelo de David Lodge. Acá está Poeta en Nueva York de García Lorca, Larva de Julián Ríos…

—Ése no te lo regalé yo.

—¿No? ¿Estás segura? ¿Y entonces quién pudo haber tenido el mal gusto de regalármelo? Bueh, no importa, llévatelo igual.

—Estás loco. No lo quiero. Estamos acá para devolvernos los libros y vos me regalas este libro que decís que es una porquería encima. No soy tu basurero.

Los escritos costeños de García Márquez, gracias porque aprendí mucho, y El caso Satanowsky de Walsh. Ya está. Acá los tenés.

—Faltan La hora de la Estrella de Clarice Lispector y los diarios de Pavese.

—Acá tenés. Dame los míos.

—Fíjate: están todos. Sin embargo Juan vivía de tu ídolo Alberto Vanasco, Prontuario de tu querido Viñas, La espuma de los días de tu amado Boris Vian, Triste solitario y final de tu guía espiritual, Modéralo cantabile de tu cbérie Duras, Primer amor y últimos ritos de McEwan, Una dama neoyorquina de Dorothy Parker, la antología del Centro Editor de Poesía argentina de los ’50, La reina de las nieves, de Elvio, 62/Modelo para armar y la Antología de Pessoa. ¿Falta algo?

—No sé, no me acuerdo. No llevo un inventario de lo que regalo.

—Esto es absurdo.

—Es estúpido.

—Vos lo quisiste.

—Lo dije para que lo discutiéramos y viéramos qué era lo más conveniente. No para que llegáramos a esta situación patética. Falta que me devuelvas las cartas que te escribí y la hacemos completa.

—Nunca me escribiste una carta. Mira, me parece que lo mejor es que cada uno se quede con los regalos del otro.

—No me parece mal si eso te sirve como vacuna para inmunizarte con la mala literatura argentina que lees.

—No empieces.

—No empiezo. ¿Y nosotros?

—Y nosotros nada. Me tengo que ir a mi clase. Éste es el fin, Santiago. Ya lo hablamos.

—Es cierto, ya lo hablamos.

—¿Te quedas?

—Me quedo a leer Larva.

Marina le dijo chau y ni siquiera le dio un beso en la mejilla. Santiago se quedó mirando el pocillo vacío de café. En ningún momento se dio vuelta. No se imaginaba que sobre sus espaldas estaban concentrados cuatros ojos que tensamente esperaban que se diera vuelta y caminara hacia donde estaban ellas. Pero ya eran las nueve. Lucrecia tenía que dar uno de sus dos prácticos de Literatura Latinoamericana y Marcela debía ir a tomar su clase de Literatura Española. Como si estuvieran de acuerdo, las dos se pusieron de pie a la vez y subieron en fila india por la escalera hacia sus aulas. Santiago seguía de espaldas sin saber que a derecha y a izquierda lo habían esperado el pasado y el futuro. Pero de qué le servía eso si el presente le dolía. Mierda, cómo le dolía.