Septiembre 1995
I
Esa mañana había tormenta con una fuerte sudestada. Jorge Simone viajaba sentado en el último asiento individual del colectivo 97. Miraba la lluvia que caía como dardos sobre la gente, los edificios y los autos. Jorge Simone no lo sabía pero eran sus últimos minutos de una vida normal, de una vida que se repetía con la tranquilidad que da una rutina segura. Si lo hubiera sabido se habría encogido de hombros y no hubiera hecho nada para torcer el destino. Se dejaba arrastrar por las circunstancias como la lluvia se deslizaba entre los pliegues de la ropa o los marcos de las puertas.
Tenía puestas sus botas de lluvia y el piloto azul marino que usaba siempre que llovía y con el que protegía la bolsa en la que llevaba la vianda con el almuerzo. Son datos insignificantes y, sin embargo, muestran hasta qué punto ese día Simone estaba dispuesto a continuar con su vida habitual. Pero el jefe de personal ya lo esperaba para darle la noticia que iba a cambiar definitivamente su rutina. El jefe de personal era la misma persona que él había visto entrar a la fábrica como cadete catorce años atrás y que trataba a Simone con un respeto que no mantenía con el resto de los empleados. Lo trataba de usted y evitaba mirarlo a los ojos. Y esa vez, más que nunca.
No habló de un despido sino de un retiro voluntario, de la necesidad de achicar personal, de lo conveniente que le era a alguien como él un arreglo económico. Le seguirían pagando medio sueldo durante dos años.
—Es mucho más de lo que recibiría si lo despidieran —le mintió con poco convencimiento.
Simone firmó los papeles que le ofrecieron. Le parecía que era la manera más rápida de terminar esa conversación incómoda. Pero se sintió desorientado y por primera vez molesto cuando el jefe de personal le dijo que no era necesario que fuera a cambiarse para trabajar, que podía volver a su casa.
Salió de la fábrica sin ver nada de lo que ocurría alrededor, sin despedirse de nadie, sin notar a los demás empleados administrativos que lo estarían mirando con lástima. Ni se le ocurrió reclamar el equipo de mate que tenía guardado y que usaba todas las tardes en los veinte minutos de descanso. Salió a la calle y lo único que vio fue esa lluvia blanca pero de un blanco sucio, sobado, manoseado por el roce con esa ciudad gris que se mantenía impasible ante su desconcierto.
Las calles estaban inundadas pero eso no era un problema, tenía sus botas. Caminó en línea recta, bordeó el Parque Lezama y siguió derecho sin detenerse. Ya sabía que no iba a volver a su casa, que no iba a presentarse ante su mujer y decirle que lo habían despedido. Eso no lo iba a hacer ni ese día ni nunca. Caminaba en línea recta sin dirigirse a ningún lado.
En cambio atinó a entrar en un mercado municipal que estaba antes de llegar a la avenida Independencia. Cuando dejó la lluvia atrás sintió por primera vez el cansancio de esa caminata, de las gotas golpeándolo sin piedad. Miró las frutas, los pescados, los cortes de carne; pensó en su mujer, en la heladera con freezer que pagaban en cuotas, en los arreglos del frente que ella quería hacer. Se sintió débil, quería sentarse. Al final del mercado había un barcito de mala muerte, unas pocas mesas destartaladas y una barra improvisada detrás de la cual alguien leía un diario. Se sentó, dudó en qué pedir y se decidió por un vaso de vino blanco. Después se arrepintió porque él no tomaba alcohol durante el horario de trabajo y su mujer se iba a dar cuenta de que había estado bebiendo. Se tranquilizó pensando en que todavía faltaban muchas horas para volver a casa y además, muy probablemente, ella lo saludaría con un gesto a la distancia.
Los minutos transcurrían con la lentitud de un embotellamiento. Se fue del mercado sin haber estado ni una hora. Caminó hasta Plaza San Martín y allí dobló hacia Retiro. Se le cruzó la idea de tomar un tren, uno de esos trenes que él miraba pasar cuando era chico y se iba con su zaino hasta las vías, todas las tardes a las cuatro. Ese tren que soñaba tomar algún día para conocer un mundo distinto al campo. Ahora quería hacer el camino inverso. Ahí, parado frente a la estación de tren, con sus botas pesadas y su piloto empapado, soñaba con tomar un tren que lo devolviera al campo, a esa vía que apenas se alejaba de los maizales, a la montura de su caballo zaino. Incluso se acercó a la ventanilla de ventas y preguntó cuánto salía un pasaje para Gálvez. El dinero que tenía encima no le alcanzaba, si no, tal vez, su historia hubiera sido distinta. Se echó en un banco de la estación y así, sentado, se fue quedando dormido, levemente dormido, mientras creía escuchar el ruido de las máquinas de la fábrica.
Ahí mismo, cobijado de la lluvia que no se detenía, comió el almuerzo que traía de su casa: media tortilla de papas, un pan felipe y una manzana. En un bar de la estación se tomó un café con leche y cuando ya faltaba bastante menos para el horario de salida de su trabajo, comenzó a desandar el camino que había hecho. Volvió sobre sus pasos y llegó a la puerta de la fábrica en el mismo momento en que salían los operarios. Un compañero de sección fue el primero en verlo y se dirigió hacia donde él se había detenido. Otros compañeros iban notando su presencia y también iban a su encuentro.
II
Lo quisieron llevar a un bar pero él no quiso. Se despidió de ellos con tristeza, con la pálida promesa de que se verían al menos una vez al mes, cuando Simone fuera a cobrar su medio sueldo.
Llegó a su casa y, como lo había imaginado, su mujer no notó nada. Se pegó una ducha para hacer entrar en calor el cuerpo, húmedo de soportar todo el día la lluvia. Comieron viendo la tele, hablaron de Marcela y de Pablo, hicieron los habituales comentarios sobre la realidad nacional y él le dijo que notó que se estaba tapando la bañera, que en el fin de semana, cuando tuviera un poco de tiempo, iba a limpiar el desagüe para que no se juntara más agua.
Se sentía raro. No tenía ganas de contarle a su mujer lo que le había ocurrido ese día y que influía, invariablemente, sobre los dos. Pero tampoco se sentía culpable por ocultarle esa información. Era como si lo que sucedía en el trabajo correspondiera a su esfera más privada y sobre la cual no debía dar ninguna explicación. De la misma manera que jamás había traído un problema laboral a su casa, tampoco veía la obligación de hablar de esto. Ni con ella, ni con sus hijos que ya se habían independizado hacía rato. Para Simone, sólo se presentaban dos problemas: qué hacer a lo largo del día y cómo conseguir el medio sueldo restante.
Sabía que conseguir trabajo, a su edad, le iba a resultar imposible. No tenía sentido ponerse durante horas en una fila para pedir empleo cuando nada iba a conseguir. Había un motivo más que ni siquiera él se animaba plantear: no sabía pedir trabajo. Nunca lo había hecho. El empleo en la fábrica se lo había conseguido un primo de su mujer que ya había fallecido y antes… bueno, en Gálvez todos lo conocían y ahí trabajaba en su chacra.
Para el tema del dinero tenía por delante casi treinta días ya que recién cobraría la mitad del sueldo el mes siguiente. Su primer problema, entonces, iba a ser qué hacer durante las horas en las que iba a estar en la calle.
A la mañana siguiente, el clima seguía igual. Llovía con una fuerza injustificada, parecía a propósito, para complicarle más aún su situación.
Tomó el colectivo de siempre en la esquina de Pórtela y Eva Perón, antes de llegar a la autopista. No pensaba en nada, miraba la lluvia como la había mirado el día anterior pero sus ojos eran otros. Sus ojos buscaban aunque no supiera qué ni para qué.
En algún momento debía bajarse. No podía seguir hasta Hernandarias y Pinzón como lo hacía cada vez que iba al trabajo. Finalmente decidió bajarse unas paradas antes, en Olavarría y avenida Patricios. Caminó por Patricios y repitió el recorrido del día anterior. Volvió a entrar en el mercado y después de recorrerlo volvió a sentarse en la misma mesa que en la víspera y se pidió un vaso de vino blanco. Esta vez se detuvo más tiempo en todo. Comenzaba lentamente a tomarle el ritmo a ese deambular por la ciudad. Llegó a Retiro bastante después del mediodía y ya tenía realmente hambre. Comió la milanesa y el huevo duro que llevaba mientras miraba la llegada y la partida de los trenes. Cuando quiso darse cuenta ya era hora de volver a su casa. Ni siquiera tenía tiempo para repetir el camino hasta Barracas, así que buscó la parada del 50 y se fue directamente desde Retiro. Iba con la tranquilidad del que ha cumplido dignamente con la jornada de trabajo.
III
La mañana siguiente fue muy distinta. Había salido un sol de invierno que incluso en su palidez teñía todo de colores vivos. Simone se sintió contagiado por el cambio de clima y lo vivía como un día de fiesta.
Esta vez decidió bajarse bastante antes sin saber muy bien dónde estaba. A pesar de vivir en la Capital hacía más de veinte años, aún había zonas que no conocía bien y en las que su sentido de la orientación se confundía irremediablemente. Once, Boedo y Almagro eran barrios en los que él nunca podía moverse despreocupadamente como sí ocurría con Floresta, Liniers o Mataderos e incluso Barracas. Se bajó en Boedo u Once. Caminó sin rumbo hasta que se cruzó con una plaza y decidió descansar ahí. Se sentó en un banco que estaba desocupado y se dedicó a contemplar el mundo que giraba alrededor de ese banco: los paseadores de perros, los chicos que andaban en bicicleta o se subían al tobogán, los estudiantes de secundaria que se hacían la rata, las mujeres que leían libros o carpetas, los viejos que charlaban entre ellos y los que eran como él, gente solitaria sentada en esos bancos de madera esperando simplemente que el día se escurriera.
Al día siguiente buscó nuevamente la plaza y después de mucho andar, de perderse y volver a ubicarse, dio con ella. Cuando la vio aparecer a la vuelta de una esquina sintió una alegría inesperada. Como si supiera que ése iba a ser su lugar a partir de ahora. Su segundo hogar.
El banco que había ocupado el día anterior estaba vacío. La gente lo descartaba ante los otros bancos y lo dejaba como última opción porque era el que estaba más cerca de la vereda, es decir de la calle. Enfrente había unos edificios torre con algunos locales comerciales y con un agente de seguridad privada que vigilaba la cuadra. Desde ese banco se veía más la mole de cemento que los pajaritos de los árboles y por eso la gente prefería otros lugares para descansar. Simone se apropió de ese banco. Le tomó cariño y cada día que pasaba ahí le tomaba más afecto.
Con los días aprendió a reconocer a los visitantes habituales de la plaza y muchos, a su vez, ya lo reconocían a pesar de que nadie hacía un solo gesto de saludo. Compartían las horas silenciosamente.
De a poco el interés por la plaza fue decayendo y se dedicaba más a mirar a los edificios de enfrente, las ventanas que se abrían y cerraban, los clientes de los negocios de la planta baja, el agente de seguridad que se movía lentamente de un costado al otro de las torres.
No necesitaba tener reloj para saber la hora porque esos edificios eran un aparato cronométrico perfecto. A las nueve salía siempre del brazo una pareja treintañera, a las diez la chica del kiosco salía a poner un cartel de propaganda en la vereda, a las once llegaba el paseador de perros con cuatro animales y salía quince minutos después con nueve. A las doce y cuarto llegaban los chicos de la escuela, a las doce y media salían de sus casas los escolares del turno tarde y a la una menos cuarto cerraba el quinielero su local para irse a almorzar. A la una cerraba el local de computación y no abría hasta las tres. A las dos menos cuarto, el quinielero estaba de vuelta. Levantaba la cortina metálica y volvía a abrir su negocio de quiniela y lotería.
Todos tenían su rutina y él también se hizo la suya. A las once y a las dos de la tarde se levantaba del banco y caminaba tres cuadras, hasta el bar Los amigos. Se tomaba un vaso de vino blanco a la mañana y un café con leche a la tarde. A la segunda semana de repetir sus visitas, el mozo lo llamaba «don Jorge».
Mientras contemplaba el mundo también pensaba. Pensaba en el dinero que le hacía falta para cubrir el sueldo habitual. Pensó en buscar una excusa para pedirles prestada plata a sus dos hijos. También podía recurrir a Ofelia, una solterona que había sido compañera suya de la fábrica desde el día en que entró a trabajar ahí. Se había jubilado el año pasado y seguramente no iba a tener problemas para prestarle el dinero. Eso le pareció lo mejor. La semana siguiente iría a verla.
IV
Si Jorge Simone había cambiado de vida a partir del anuncio que le había dado el jefe de personal, ahora, una vez más, su vida estaba por atravesar un camino de no retorno. El responsable sería Alberto «Pajarito» Gómez, una persona a quien todavía no conocía y que había pasado muchos años de su vida en cárceles y comisarías.
El día que Jorge Simone y Alberto «Pajarito» Gómez se conocieron, el sol brillaba más que nunca. Era una especie de primavera anticipada que todos querían aprovechar en la plaza. Cuando Simone llegó, su banco estaba ocupado, algo inusual no sólo por la ubicación del asiento sino porque a esa hora había muy poca gente por ahí. Dio una vuelta alrededor del lugar y cuando volvió ya no había nadie. Ocupó su banco con la satisfacción de haber recuperado algo que le pertenecía.
Pajarito llegó a la plaza casi al mediodía. Venía caminando a paso vivo las últimas cuatro cuadras y había casi corrido las tres anteriores. Se había subido a punguear en un colectivo 132 y por poco no terminó preso nuevamente. Cuando estaba por sacarle la billetera a un tipo joven, de traje, que se movía por el interior del colectivo con la irresponsabilidad de llevar los bolsillos abiertos, cuando ya tenía el cuero de la billetera frotándose con la yema de sus dedos, el tipo se dio cuenta. Lo empujó y comenzó a pegarle al grito de «hijo de puta, te voy a matar». El resto del pasaje, en principio, no reaccionó, lo que le dio a Pajarito un margen para tratar de zafar de la locura desatada en el tipo. El chofer abrió la puerta en el mismísimo momento en que los demás pasajeros descubrían que Pajarito era un vulgar ladrón y comenzaban a avanzar peligrosamente hacia él. Se tiró del vehículo y fue una suerte que nadie lo siguiera.
Igualmente corrió y levemente fue aflojando el paso. En el desbande final había conseguido manotearle la billetera al tipo que le había dado las trompadas. Caminando revisó lo que había: un poco de plata, unos documentos que podía vender y no mucho más. Ni siquiera una tarjeta de crédito. Cuando encontraba tan poca plata en una billetera no se enojaba, le daba lástima, ganas de regresar sobre sus pasos y devolvérsela a su dueño. Pero había que estar loco para hacer algo así y él no lo estaba.
Se guardó la plata y los documentos en el bolsillo derecho del pantalón y tiró el resto en un cesto de basura. Se acomodó su saco marrón, que apenas se había arrugado en la pelea. Del bolsillo derecho sacó una boina y se la puso. Se estaba quedando pelado y el frío le pegaba duro en la cabeza. La boina le daba el aspecto de un abuelo bueno, de un empleado ferroviario jubilado hacía un mes. A medida que se acercaba a la plaza disminuía su paso y sentía el peso de los golpes y de la caminata forzada en todo su cuerpo. Unos años atrás, golpes así no los hubiera ni siquiera notado. Era hora de descansar.
Se sentó en el banco de Simone. En ese lugar ya se sentía seguro. Se aflojó y sintió el bienestar de estar sentado en una plaza debajo del sol y mirando hacia la nada.
Simone había hablado muchas veces con la gente que se sentaba distraídamente a su lado. Esta vez, hizo un comentario sobre el pronóstico del tiempo y Pajarito emitió un monosílabo. Después Simone insistió señalando algo sobre los paseadores de perros y Pajarito contestó con un gruñido. En seguida, se arrepintió de tratar tan mal a la única persona que había intentado ser amable con él en ese día y, por qué no decirlo, en semanas enteras. Pajarito dijo algo sobre las adolescentes que pasaban delante de ellos con su corto uniforme y esta vez fue Simone quien contestó con una palabra ininteligible.
Pajarito buscó algo simpático para decir y descubrió en la vereda de enfrente la agencia de lotería.
—Ése sí que es un negocio que da mucha plata —le señaló el local—. Yo dejé fortunas en negocios como ése.
Jorge Simone movió afirmativamente la cabeza. Se sentía a gusto hablando con ese desconocido, así que le siguió la conversación y agregó algo sobre el local de enfrente, de su experiencia como observador del movimiento de esos lugares y de esa gente. Una frase nimia y casi sin sentido, dicha sólo para mantener abierto el canal de comunicación entre esos dos extraños, pero que lo iba a llevar a un mundo mucho más desconocido que el mundo de los desocupados.
—Mire, usted no sabe lo fácil que sería robar en ese negocio.