Marzo 1996
I
Esa noche tuvo un sueño erótico con su padre. Estaba recostada en el sillón que tenía en su habitación de soltera. Estaba desnuda, pero envuelta en una especie de mortaja o sábana. Su padre se acercaba y la besaba en la boca. Ella le tocaba los hombros y los sentía fuertes debajo de una camisa a cuadritos, igual a casi todas las camisas que él usaba. No pasaba nada más pero la sensación primigenia de placer se convertía en un sentimiento desagradable. Al despertarse recordó el beso, sus manos en los hombros, la camisa y las sensaciones.
Se quedó una hora más en la cama, lo suficiente para oír a Raúl levantarse sigilosamente, para que ella no lo notara. Le dio un poco de lástima su marido, por todos los cuidados que se tomaba para no hacer ruido. En la cocina iba y venía, encendía el fuego, abría la heladera. Finalmente apareció, prendió la luz de la habitación y ella entreabrió los ojos para acostumbrarse a la claridad.
—Que los cumplas feliz…
Sobre la bandeja que traía, además del café, el jugo, el pan del día anterior, el fiambre y la manteca, había un florerito con un jazmín. Ella puso su mejor rostro de sorprendida y él buscó algo en su maletín. Sacó una bolsa prolijamente plegada. Era el regalo: un juego de ropa interior. No era la primera vez que le regalaba bombachas, corpiños o medias. A él le gustaba comprarle ese tipo de ropa, ir a los negocios, hablar con las vendedoras. Se sentía contento, seductor, comprando y regalando ropa interior. No abusaba de las circunstancias, no compraba ropa digna de un pornoshop sino bombachas y corpiños sencillos, cómodos, lindos. Era un conocedor. A ella le encantó ese juego celeste, no tenía ninguno de ese color. Inmediatamente se le cruzó por la cabeza que no le había venido el periodo. Si estaba embarazada le crecerían los pechos y la panza y no podría usar esa ropa durante bastante tiempo. Le agradeció con un abrazo y un buen beso. Cuando terminaron de besarse se le habían pasado las ganas de decirle que tenía un atraso y que tal vez, esta vez sí, estuviera embarazada. En cambio, le dijo:
—Soñé con vos.
II
No estoy gorda, estoy deforme, se dijo mientras se miraba en el espejo del placard. En los últimos años había engordado cinco kilos y ella sentía que se le habían acumulado casi todos en la espalda. Es como si tuviera un par de tetas en la espalda, se dijo a la vez que hacía un esfuerzo por verse. Estaba perdiendo la cintura, las piernas también habían engordado y los pechos estaban como siempre, levemente caídos. Parecían haber encontrado su posición hacía un par de años y no habían seguido cayendo. Se mantenían en un equilibrio conmovedor que la reconciliaba con esa parte del cuerpo que siempre odió. Primero porque le crecieron cuando todavía era una nena, después porque ese crecimiento se detuvo en un punto que no lograba despertar aullidos masivos de los hombres, como ocurría con sus mejores amigas. Luego, cuando notó que los hombres igual se abalanzaban sobre ellos sin preocuparse por el tamaño, descubrió que su pecho izquierdo era más chico que el derecho. Desde entonces siempre temió que alguien lo notara. Era un secreto que no compartía ni con sus amigas ni con Raúl y que pensaba llevarse a la tumba. Más tarde odió sus pechos cuando vio que comenzaban a caer. Pero cuando esa caída anunciada se detuvo, por primera vez en veintiséis años (ahora veintisiete) se reconcilió con sus pechos.
Decidió no estrenar el regalo de Raúl. Lo guardaría para una ocasión más especial. Quizás a la noche, si es que veía que había onda para hacer el amor, o al día siguiente, o el martes, o el miércoles. Tal vez Raúl se sentiría excitado cuando la viera con su ropa interior nueva. Ya hacía una semana que no tenían sexo. Con esa cuestión había ocurrido lo mismo que con los pechos. El ritmo de las relaciones había ido bajando lenta pero inexorablemente hasta detenerse en un punto. Hacía más de un año que se mantenía en una vez por semana, con leves variaciones hacia los diez días y rara vez hacia los cinco. Cuando era adolescente y leía que los matrimonios tenían sexo una vez a la semana le parecía la muestra más acabada de la destrucción de la pasión, del triunfo de la rutina y la indiferencia. Se habría matado si le hubieran dicho que algún día, ocho años más tarde, ella también tendría sexo cada siete días. Y se hubiera reído mucho si alguien ahora le dijera que lo suyo era una sexualidad pobre. No lo sentía así. Simplemente los días pasaban, había que trabajar, descansar, ver la tele y cada tanto disfrutar del sexo. No veía nada de malo en eso.
III
Cargaron en el auto las gaseosas, el vino, el agua, salamín, queso, un paquete de papas fritas, servilletas de papel, un cuchillo grande y un termo con agua caliente. Antes de pasar a buscar a los padres de ella se detuvieron en una panadería y compraron un kilo de pan felipe, ocho figazzas para los choripanes y dos docenas de facturas.
Raúl había puesto la radio a un volumen que a ella le molestaba. No por el sonido alto en sí mismo sino porque lo veía como un gesto adolescente de Raúl, como si ése fuera todavía el auto de su padre, el viejo Falcon con el que salían a pasear casi diez años antes, cuando recién comenzaban a salir. Él, entonces, ponía la radio a todo volumen cuando la llevaba a su casa, feliz de haberle acabado en la ropa o en la boca. Extrañamente, cuando comenzaron a tener sexo de manera más completa, Raúl comenzó a sintonizar esas radios melosas, con locutoras de voces aterciopeladas y cerebros vacíos. Muchas veces ella pensó que la razón por la que habían cortado aquella vez había sido para no tener que seguir soportando ese momento de radio FM.
Al igual que en ese primer periodo de su primer noviazgo, en los últimos meses Raúl había vuelto a la radio a todo volumen. Ella no sabía si interpretarlo como un patético retorno a la adolescencia. Como su interés por entrenarse casi a diario para jugar en el equipo de rugby de su club.
Habían dejado de salir cuando los dos tenían veinte años y ella comenzaba el segundo año de la carrera de Letras. Al poco tiempo se puso de novia con un compañero de la facultad pero no funcionó. Pasó por una etapa levemente promiscua, con más histeriqueos que concreciones, hasta que terminó de novia con un diseñador gráfico. Con él salió casi dos años y aunque la relación parecía destinada a consolidarse, todo quedó en la nada. El diseñador era un inmaduro poco interesado en constituir una pareja sólida y poco dispuesto a trabajar duro por crecer. Para colmo, en los últimos días de su relación, el novio había entrado en cierto delirio paranoico que los había terminado de alejar.
Tachado el diseñador, como en una telenovela, se volvió a cruzar con Raúl en un semáforo que ella intentó cruzar en rojo. Él venía en su nuevo auto comprado con el dinero ahorrado gracias a su trabajo en la compañía aseguradora. No la atropelló y la invitó a tomar un café. Era todo lo contrario a su ex más reciente: trabajaba, ahorraba, se comportaba como un hombre y su único vicio eran los partidos de rugby. En menos de un año se casaron y seguían juntos casi cuatro años después. Ella había abandonado la carrera de Letras cuando apenas le faltaban cursar seis materias y dar dos finales. Cada año soñaba con volver a Filo[1] pero nunca reunía las fuerzas suficientes para anotarse de nuevo, algo que seguramente a Raúl no le iba a gustar nada. Los años que había pasado en la carrera conformaban para él un período negro en la historia de ella, algo que quería olvidar.
IV
Casi no se hablaron durante el viaje, salvo para chequear si llevaban todo lo acordado. Raúl hizo algún comentario irónico sobre la calidad de la carne que su cuñado compraría y ella no le contestó porque seguramente tenía razón. Su hermano y su cuñada acostumbraban a comprar una carne grande y grasosa. Su hermano insistía siempre en ser él el encargado del asado y dejaba lo demás librado a ella y a sus padres. Hasta un par de años antes el asado era tarea de su padre pero un día su hermano lo reemplazó. Ella no recordaba cómo había sido pero sucedió. Tampoco hubo quejas o comentarios. Y su hermano disfrutaba haciendo el asado, con su vaso de vino al lado de la parrilla y sintiéndose lo que pudo haber sido y no era: un hombre de campo.
En cambio su padre era, o había sido, un auténtico hombre de campo, de esos que se levantan a las dos de la mañana para ordeñar a las vacas, que desayunan con mate y pan y queso, que salen con el lucero a trabajar la tierra y que se acuestan, como las aves, al comienzo de la noche.
Ella no se acordaba nada del campo y era muy probable que su hermano, apenas un año y medio mayor, tampoco tuviera recuerdos de esos primeros años de infancia, cuando vivían en Gálvez, antes de que su madre convenciera a su padre de dejar esa vida y trasladarse a Buenos Aires.
Su madre no era del campo pero casi: era del pueblo que estaba apenas a unos cinco kilómetros. Era hija del farmacéutico de Gálvez. Había conocido a quien iba a ser su esposo en un baile y para horror del farmacéutico (que soñaba con ver a su hija casada con un abogado o un médico o, al menos, con un comerciante próspero del pueblo) se pusieron de novios y se casaron dos años después, cuando ella se recibió de maestra normal.
Se fue a vivir al campo pero nunca se acostumbró: ni a los horarios, ni al aislamiento, ni a las faenas con las que se encontró: darle de comer a los animales, limpiar el establo, armar las facturas, sacar el agua del aljibe. Por eso, cuando apareció la oportunidad de entrar a trabajar en una fábrica de cerámicos en Barracas, gracias a un primo que era jefe de operarios en esa empresa, ella lo convenció, para cambiar de vida. Vendieron las pocas hectáreas que les quedaban, la casa tipo colonial que alguna vez había sido el casco de una estancia, los animales y las herramientas. Con el dinero se compraron una casa con un gran jardín en Floresta. Su padre dejó de ser un hombre de campo y se convirtió en un hacendoso obrero que ascendió lentamente en la escala de cargos de la empresa. Cuando todavía le faltaban tres años para jubilarse, era subjefe de la sección menos calificada. Su madre pudo también ejercer, como maestra primero y luego como inspectora escolar. Y los dos hermanos crecieron como lo que eran: chicos de ciudad.
V
Se sintió una estúpida cuando, en medio de una canción de Phil Collins que le recordaba la fiesta de su casamiento, distraídamente se encontró acariciándose el vientre. ¿Era el instinto de madre o su imaginación enferma? Sus propias caricias le recordaron el sueño y una vez más las sensaciones placenteras se mezclaban ya no con la culpa que había sentido en la cama sino con el ridículo. Tengo veintiséis años, un cerebro de quince y ojeras de cuarenta, se dijo mientras intentaba mirarse en el espejo retrovisor de su puerta.
Vio a su padre media cuadra antes de llegar, de pie en la puerta de la casa con un bolso y una heladera de telgopor, como un chico ansioso esperando la llegada del micro que lo llevara a la excursión. Tenía puesta una camisa a cuadritos azules y grises. Ella sacudió la cabeza.
Su madre debió oír el auto porque salió antes de que se detuvieran. ¿O estaría espiando escondida detrás de la puerta? Con su madre nunca se sabía.
—Llegan tarde —acusó mientras le sacaba el bolso de la mano de su marido. Él le dio un beso a Marcela y le acarició el pelo.
—Feliz cumpleaños —le dijo.
—Pensé que se iban a olvidar —se quejó ella.
Su madre la miró levemente ofendida.
—Es que tu padre no tiene nada en qué pensar y se acuerda de todo. Yo, hija, tengo la cabeza en mil cosas —la abrazó, le dio un beso sonoro—. Feliz cumpleaños, feliz cumpleaños.
La radio seguía pasando esa música que ella había decidido odiar para llevarle la contra a Raúl. Ninguno de los cuatro hablaba. ¿En qué estarían pensando?, se preguntó. Raúl estaría resolviendo discusiones imaginarias con alguno de sus clientes de la aseguradora, vendiendo millonarios seguros y convirtiéndose en el empleado del mes. O tal vez estaría pensando en alguna de esas putas que tenía por compañeras, chicas dispuestas a todo con tal de vender un seguro. Aunque seguramente a él sólo le histeriqueaban con sus minifaldas y su ropa ajustada. Se guardarían para los clientes o para los jefes. Pobre Raúl, babeándose detrás de ellas.
Y su madre tal vez había dejado de lado sus preocupaciones por arreglar el frente de la casa o sus mortificaciones porque su marido se iba a jubilar con una cifra de hambre. Tal vez estaba pensando en cómo era ella misma veintiséis años atrás, cuando todavía era joven y amaba a su marido y tenía una hija recién salida de su vientre y creía que la vida le sonreiría: que su esposo iba a triunfar lejos de ese campo que ella odiaba, que iban a tener dinero y que sus dos hijos iban a ser los mejores, los más bellos y más inteligentes. ¿Qué sentiría su madre si le decía que ahora ella estaba embarazada? Hacía más de dos años que con Raúl se habían propuesto tener hijos pero sus periodos menstruales se repetían religiosamente. Muy pocas veces se atrasaba y nunca tanto tiempo como hasta ese día. Durante un año hicieron el amor creyendo que ese polvo era el que iba a darles un hijo y ella trataba de recordar cada caricia, cada gemido. Pero un año después ya se había hartado de memorizar momentos que se habían convertido en un ritual repetido, no carente de placer aunque sí de sorpresa o de expectativa, las dos sensaciones que tanto había disfrutado en otros tiempos. Y lo que más bronca le daba eran los años anteriores, esos años en que se habían cuidado por temor a quedar embarazada sin desearlo. Píldoras y preservativos estúpidamente gastados.
¿Y su padre? ¿Se estaría acordando de ella bebé? Seguro que no porque en eso habría estado pensando cuando se despertó y recordó que era su cumpleaños. Ahora pensaría, como debía hacer siempre, en el campo. En esa tierra de la que lo habían arrancado para instalarlo en una fábrica que debía agotarlo, debía hacerlo sentir un pobre hombre a la deriva, golpeándose contra las máquinas y los demás operarios. Se estaría acordando de las vacas que ordeñaba, de las facturas hechas con los cerdos faenados, de los caballos que se acercaban a su llamado, de las gallinas que huían a su paso.
Y ahora, como quien ofrece un par de aspirinas a un adicto a los fármacos, iban a festejar el cumpleaños de ella a una especie de estancia, un campo para gente de ciudad, un simulacro que para ellos no debía tener ninguna diferencia con un campo de verdad pero que su padre (siempre agradecido, siempre dispuesto a soportar su destino) debía ver cómo una copia infiel.
VI
—Pensé que iban a llegar para tu cumpleaños de treinta. ¿No habíamos quedado a las doce? —su hermano ya había puesto la carne al fuego y el vaso de vino tinto estaba vacío. Su cuñada acomodaba la mesa con unos mantelitos individuales de hule que Marcela odiaba. Siempre odió el kitsch, desde mucho tiempo antes de que en la facultad le enseñaran el kitsch como un valor. Nunca le había encontrado la gracia a esas flores en los manteles, a los angelitos de los calendarios o a esas novelas argentinas en que las mujeres tejían en punto cruz mientras hablaban de cualquier cosa.
Pero sobre todo, odiaba a su cuñada a quien conocía bien, mejor de lo que la conocía su hermano. Había sido novia del mejor amigo de Marcela de la adolescencia. Era de esas chicas absorbentes, esponjas de amor que chupan el alma de sus parejas. Difícil ver a alguien más enamorado que a esa clase de mujeres: llaman a sus novios con las expresiones más edulcoradas, hablan de ellos con una pasión que hace sentir un témpano a sus interlocutores, parecen vivir por los ojos de sus parejas y son terriblemente celosas. Celosas de las otras mujeres, de los amigos, de los familiares, hasta del club de fútbol del que el novio es hincha. Pero llega un día en que se cansan o cambian de objeto de deseo. Así hizo su cuñada. Un día dejó a su amigo y se puso de novia con su hermano. Casi termina en tragedia porque su amigo tomó pastillas en un patético intento de suicidio y su hermano intentó pegarle a su vez en un par de reuniones en las que se cruzaron. El resultado fue que Marcela terminó perdiendo a su amigo (cada vez resultaba más difícil verse sin que surgiera el tema de su cuñada) y su hermano se convirtió en la muestra más acabada de la estupidez masculina siguiéndole el jueguito de apelativos azucarados, de miradas apasionadas hasta para pasarse el salero, de no poder despegarse ni un segundo.
La mesa de madera cubierta de mantelitos de hule estaba a la sombra de unos árboles y bastante alejada de las otras mesas de esa estancia para gente de ciudad. Era el último día del verano de 1996. Ya no hacía el calor de los días anteriores. El fresco que se dejaba sentir adelantaba el otoño que comenzaba. Había nubes pero el sol era más poderoso y alguien que se hubiera tirado una hora bajo cielo abierto se habría bronceado como en los mejores días de ese verano lluvioso y ciclotímico.
Su cuñada no era ciclotímica, siempre resultaba insoportable. Mientras acomodaba la mesa tarareaba una canción de Montaner, su hermano la miraba con el arrobo de un adolescente enamorado y, lo que era mucho peor, su madre sonreía satisfecha. He ahí, pensó Marcela, la hija que su madre hubiera querido tener: una mujer enamorada que tararee canciones de Montaner. Ella escuchaba a Paco Ibáñez, al cuarteto Cedrón, a Piazzolla.
Marcela había traicionado a su madre doblemente. Primero por haber elegido Letras en vez de seguir Magisterio, con lo buena maestra que habría salido. Y cuando su madre se había resignado a que su hija siguiera una carrera a la que asistía tanta gente inconveniente, la volvió a traicionar al abandonar los estudios antes de terminarlos. Pero un día iba a sorprender a su madre, iba a sorprender a todos. Iba a volver a estudiar Letras. O iba a quedar embarazada, tal vez ya lo estaba, tal vez un hijo estaba creciendo en sus entrañas y todo iba a ser distinto.
VII
—¿Vieron los caballos que hay en el establo? —dijo con tono excitado Raúl que venía de una recorrida por el establecimiento y de pagar la estadía—. Después de comer me voy a subir a uno. ¿Te animas, Pablito? Vos que sos hombre de campo me imagino que también, ¿no? ¿Y usted, Jorge? ¿Se prende?
—No creo, ya estoy viejo para montar a caballo.
—Vamos, don Jorge, que no se diga. Un hombre de campo como usted no se va a amedrentar con estos matungos.
Su padre le sonrió, parecía dispuesto a agredirlo con una ironía pero se contuvo. Su nuera le estaba sirviendo vino y su hijo llegaba con la parrilla crepitante. El asado estaba listo.
Se sirvieron las ensaladas, comieron los chorizos inevitablemente grasosos, la morcilla vasca (menos Marcela que también odiaba las pasas de uva en la morcilla), los chinchulines a los que les faltaban unos minutos de parrilla para estar bien secos, el vacío jugoso y las costillas poco carnosas. Había vino, soda, agua mineral sin gas (cuándo no, su cuñada) y gaseosa (ella y Raúl).
Si la pareja de su hermano y su cuñada siempre resultaba empalagosa, ese día lo era peor que nunca porque se sonreían y se hacían gestos cómplices, como si tuvieran un as oculto en una manga. Eso la ponía más nerviosa y terminó pagando los platos rotos Raúl al que le contestó mal un par de veces. Raúl se había enojado con ella y si no se lo manifestaba más abiertamente era porque ese día festejaban el cumpleaños.
Después de la comida, las mujeres levantaron la mesa y limpiaron los platos en las piletas comunitarias. Su madre sirvió el café y sacó una torta de ricota que, a la sazón, era la torta con velitas. Le cantaron, las sopló, pidió tres deseos (un hijo varón sanito —no se dio cuenta que ahí ya pedía tres cosas—, fuerzas para volver a inscribirse en Letras y que sus padres no se enfermaran) y todo volvió a la normalidad de un día de estancia. Su madre se sentó a la sombra a leer la revista del diario. Su cuñada y su hermano fueron hacia la derecha, hacia donde estaban los caballos y ella agarró del brazo a su padre y se lo llevó hacia la izquierda, donde estaba el lago. Raúl los siguió.
El campo era más grande de lo que hacían parecer las instalaciones, más acordes a las de una chacra que a una estancia de la oligarquía. Tenía un chiquero con varios chanchos, un establo con tres vacas y un ternero, un gallinero no muy grande superpoblado de aves, un lago con patos y peces enormes de colores y un bosque de árboles añejos. No estaba nada mal. Raúl se había atrasado tratando de atraer, como si fueran palomas, la atención de unas gallinas. Su padre y ella se quedaron frente al chiquero. Ella lo había notado un poco ausente, tal vez algo nervioso, pero no sabía descubrir la causa. Tampoco se animaba a preguntarle abiertamente. Él le contó por qué los chanchos tenían un aro en el hocico y cómo hacían en Gálvez para separar a las crías de sus madres.
—Estaría bueno tener un campito por lo de la tía Ana —lo alentó ella.
—Sí, pero un campo es mucho trabajo y yo ya no estoy para esos trotes.
—Pablo y Raúl te pueden ayudar.
—Pablo y Raúl —repitió y se rieron—. Tu hermano no sabe diferenciar un ternero de un novillo. Y tu marido…
—Es muy hacendoso, está dispuesto a aprender.
—Seguramente.
Le gustaba ir del brazo de su padre. Era una costumbre bastante nueva, que había adoptado después de casada y que la hacía sentir cómplice de su padre. O la hacía sentir que lo salvaba de las maquinaciones que contra él podían preparar los demás integrantes de su familia, especialmente su madre.
Esa caminata le recordaba otra que habían compartido un par de meses atrás. Cuando él le insistió en que hiciera aquello que le gustaba, que si quería estudiar literatura no se resignara.
—¿Vas a volver a la facultad?
—Todavía no sé.
Caminaron hacia donde estaban los caballos. Raúl los alcanzó y se cruzaron con su hermano y su cuñada.
—Che, Raúl, no te recomiendo esos caballos. Los más mansos se los llevó un contingente de turistas y los que quedan son un poco chucaros.
—Son unos matungos. Yo aprendí a andar a caballo con un tío en San Vicente y te aseguro que monté en pelo caballos más salvajes que ésos.
—Vos sabrás.
Raúl entró al establo donde estaban los caballos y ellos dos se quedaron afuera, viendo a unos nenes jugando con un perro y un pony. Un par de minutos más tarde apareció Raúl montado en un ejemplar blanco que emitía un resoplido inquietante. Raúl iba tieso arriba del caballo.
—¿Todo bien? —le preguntó su padre al verlo.
—¿Estás bien, Raúl? ¿No es peligroso?
—Nada que ver, tengo que tomarle la mano. Amansarlo un poquito pero viene bien. Lo voy llevar a campo traviesa.
Y se fueron a paso lento, como contenido, bestia y jinete, hacia el lado del campo, al costado del bosque.
—Mira, hija —le dijo como continuando una conversación anterior y como si estuviera dispuesto a hablar claramente—. La vida no es fácil.
—Eso ya lo sé, pa.
—Vos sabes que yo siempre trabajé para darles lo mejor a ustedes tres.
—Eso nadie lo pone en duda, ni siquiera mamá. Además sabemos que esa fábrica no es tu lugar favorito y que preferirías estar en Gálvez.
—Además de eso, hay cosas de mi trabajo que no sabes. Que no sabe ni tu madre.
—Qué querés decir.
—En los últimos meses ocurrieron algunas cosas en mi trabajo que no conté para no molestar a tu madre. Para que ustedes no se preocupen.
—Me estás preocupando, ¿qué pasó?
—Me echaron.
—¿Te echaron?
—Hace siete meses hicieron una reducción de personal y me echaron.
—¿Pero entonces cómo hiciste todo este tiempo con todo? ¿Cómo haces para traer plata a casa?
—Tengo otro trabajo. Es largo de explicar y algún día te voy a contar todo. Pero ahora quiero que sepas que ya no trabajo más en la fábrica.
No se habían dado cuenta de que su hermano y su cuñada los estaban llamando alegremente a los gritos. Tuvieron que dirigirse hacia ellos que estaban al lado de su madre.
—Hija, esto te lo cuento porque sé que puedo confiar en vos y porque no puedo seguir ocultándoselo a todos, pero ni una palabra a tu madre ni a nadie, por favor.
—Por supuesto, pa. Pero yo quiero que estés bien.
—Y estoy bien, no te preocupes.
Llegaron a donde estaban los demás y su madre dijo:
—Me parece que vamos a tener que ir al almacén de la estancia y comprar una botella de champagne o de sidra.
¿Por su cumpleaños? ¿No sería demasiado?
—Acá, Pablo y Adriana tienen algo que anoticiarles. Su cuñada puso su mejor sonrisa, miró a Pablo con el amor de siempre y los miró a ellos con el rostro iluminado:
—Estoy embarazada. Pablo y yo vamos a ser papás. Difícilmente Marcela pudiera describir qué dijo su madre o cómo reaccionó su padre porque en su mente se hizo un vacío como después de un golpe en la nuca. Sólo atinó a reírse y todos entenderían que se reía de felicidad pero se reía porque le resultaba sumamente divertida la situación. Su cuñada estaba embarazada. ¿No era para revolcarse de la risa? ¿Y Raúl, dónde estaba Raúl?
—¿Y Raúl? —preguntó su madre—, ¿dónde está Raúl, que hay que contarle esta hermosa noticia?
Raúl estaba a unos cincuenta o sesenta metros de ahí, donde comenzaba el bosque. Estaba quieto montado a caballo, movía las riendas pero no movía los pies. El caballo no avanzaba ni retrocedía, parecían una estatua ecuestre. Lo llamaron. Él apenas los miró, no quería sacar la mirada de la nuca del animal. Se acercaron unos metros y le preguntaron qué le pasaba.
—No quiere moverse, no puedo hacerlo mover —exclamó aterrado. No atinaba a nada y mucho menos a bajarse. Fue su padre el que se acercó al animal, tomó la rienda con una mano y le acarició el final del cuello con la otra.
—Bajá tranquilo que yo lo tengo.
Raúl apoyó una mano sobre el hombro de su suegro y se bajó. Las piernas se le aflojaron levemente cuando tocó el piso.
—Hay que devolverlo al establo —pidió con un tono culposo.
Su padre no dijo nada, se montó sobre el caballo y también se quedó unos segundos quieto pero su quietud era distinta, era la quietud de quien vuelve a vivir en un instante un episodio de su vida que se ha repetido cientos de veces pero hacía años que estaba olvidado. Finalmente agitó las riendas, golpeó sus piernas contra el lomo del caballo y salió al galope hacia las caballerizas. Cabalgaba seguro entre los árboles, esquivando mesas, caminantes y sobrellevando las irregularidades del camino. Marcela pensó que su padre cabalgaba como sólo saben cabalgar los héroes.
Fue en esos segundos que ella sintió tres cosas.
Primero: Que su padre era mucho más que ese hombre apocado que había visto noche tras noche en la mesa familiar.
Segundo: Que ella también debía, finalmente, tomar las riendas de su vida.
Tercero: Que una gota imperceptible y atroz bajaba hacia su bombacha. Se estaba indisponiendo. Buscó con la mirada el bolso donde siempre llevaba sus toallas femeninas y los tampones.
Su padre había entrado en las caballerizas. Raúl caminaba hacia ellos con la cabeza gacha. Ella no lo esperó. Fue hacia su cartera tratando de recordar dónde estaban los baños. Tenía ganas de llorar pero no lo hizo. Evitó el llanto tomando una decisión. Iba a volver a Filo. Salvo a su padre, iba a sorprender a todos, seguramente.