CAPÍTULO VII

UNAMUNO Y EL REGENERACIONISMO

Este aspecto unamuniano coincide con su posición fluctuante entre 1898 y 1901, en la que, sin embargo, quedan rasgos de lo que ya se conviene en llamar «el primer Unamuno».

Al abordar este tema importa hacer una precisión: la de no confundir la relación Unamuno-regeneracionismo con la de Unamuno-Costa. Este último ejerció en Unamuno una influencia mucho más honda (véanse los temas de Derecho consuetudinario, de la tradición, del carlismo popular, etcétera), pero se trata de otro asunto al que nos referiremos más adelante. Y ello se desprende de algo que está bien establecido; Costa, aun siendo regeneracionista, era mucho más que eso. (Hemos visto como también Giner distinguía entre Costa y movimiento regeneracionista).

Para algunos, como Pérez de la Dehesa, la influencia de Costa sobre Unamuno no fue la de «escuela y despensa» y otros términos regeneracionistas, sino la más sustancial del hombre que escribió el Colectivismo agrario[58]. Pero dejando ese otro vínculo, y volvamos al asunto más concreto que ahora nos ocupa. Puede iniciarse con la frase de una conocida carta que Unamuno dirige á Jiménez Ilundaín el 2 de diciembre de 1898: «La moda ahora es lo de la regeneración, moda a la que no he podido sustraerme». Pérez de la Dehesa, comentando esa actitud, dice: «El interés de Unamuno por el regeneracionismo llena los años de 1898 y 1899, época intermedia de su biografía intelectual, que marca la transición desde la separación del partido socialista hasta su vuelta a una actividad en cierto modo política en 1900». Y abundando en la materia cita también[59] la carta dirigida por Unamuno a Costa el 29 de diciembre de 1898 acusando recibo de Colectivismo agrario, que empieza: «No quiero demorar más tiempo ya el felicitarle por el manifiesto de la Cámara agrícola, que hemos comentado aquí muy largo los amigos».

El regeneracionismo en su sentido más amplio, como sobresalto intelectual tras el 98, no deja de impresionar a Unamuno. A ese respecto es siempre conveniente referirse al prólogo que escribe en septiembre de 1902, para la primera edición en libro de En torno al casticismo: los libros que allí menciona «acerca de la psicología de nuestro pueblo» (…), «que conozco y he leído», son: el Idearium español, de Ganivet; El problema nacional, de Macías Picavea; Hampa, de R. Salillas; La moral de la derrota, de Morote; Hacia otra España, de Maeztu; Psicología del pueblo español, de Altamira; El alma castellana, de Martínez Ruiz; también dice, tras citar a Ganivet y Picavea, «las más de las investigaciones de Joaquín Costa», con lo que se patentiza la importancia que da a sus trabajos, calificados de investigaciones y de los que ha leído una pluralidad entre 1896 y 1902.

Cierto es que en Del sentimiento trágico de la vida… Unamuno desbarrará contra «aquella hórrida literatura regeneracionista, casi toda ella embuste…». Aún estamos muy lejos de esa actitud, pero no es menos verdad que Unamuno no acepta nunca pasivamente esa «moda» a que se refiere; el Unamuno de fin de siglo difiere en cuestiones esenciales del repertorio regeneracionista.

Que costismo no es lo mismo que regeneracionismo para Unamuno nos lo demuestra en su artículo que con el título de Renovación publica en «Vida Nueva» de 31 de julio de 1898: «No creo quede ya otro remedio —dice— que sumergirnos en el pueblo, inconsciente de la historia, en el protoplasma nacional, y emprender en todos los órdenes el estudio que Joaquín Costa ha emprendido en el jurídico».

En tres artículos fundamentales aborda Unamuno el asunto: 1.º Doctores en industrias, publicado en «La Estafeta», del 18 de octubre de 1898:

«Ahora que se ha puesto entre nosotros en irresistible moda todo eso de la regeneración de España, vuelven a oírse dos viejos estribillos sin más que el cambio de tonada. Son ellos las dos famosas sentencias de “menos política y más administración” y “más industriales y menos doctores”, sentencias que han partido de políticos la primera y de doctores la segunda».

El Unamuno del 98 enfoca aún este problema como algo de naturaleza socio-económica. Y criticando a los terratenientes dice:

«Cuando se habla de maquinaria agrícola se oye repetir a las gentes del campo que es inaplicable al suelo de España, pero si se les aprieta un poco se acaba por ver que a lo que es inaplicable es a nuestra economía. No se aplica una máquina que cuesta 5. 000 duros mientras no ahorre 5. 000 reales de jornal (si calculamos al 5 por 100), y donde los jornales son tan bajos como aquí sucede, las máquinas resultan caras».

Por extraño que a algunos pueda parecer, Unamuno da una explicación más precisa que Costa de un aspecto esencial del latifundismo. Sabido es que éste se caracteriza por no estar interesado por la productividad por unidad de producción y también por disponer de abundante oferta de mano de obra, que, por consiguiente, es retribuida a bajo precio; de ahí que mientras esa oferta subsiste no está interesado en invertir en capital constante.

Pocas semanas después (el 9 de noviembre) publica Unamuno, en el «Diario del Comercio», de Barcelona, un artículo fijando su postura frente al regeneracionismo (piénsese que entonces el término lo usan todos, incluidos Silvela, Polavieja, Gasset…); el título es De regeneración; en lo justo. Comienza así: «Mientras la masa popular española, cimentada en resignación, continúa su oscura labor de cotidiano trabajo, álzanse por aquí y por allá voces pidiendo regeneración, sin que tales voces logren cuajar en un verdadero ideal, porque no lo es el positivismo o practicismo de importación, que se nos inculca a diario».

En la línea de En torno…, la masa que trabaja anónimamente se opone al parloteo de quienes se agitan en la superficie. Y para el joven Unamuno no se trata de recetas arbitristas, sino de problemas de clase y de otros de envergadura. Dice así, más adelante: «Más que de cartillas agrícolas necesita el pueblo de nuestros campos sacudir el yugo de las rentas a señoritos que no distinguen el trigo de la cebada, y más que de ingenieros, de que no se ataque en beneficio de individuos la herencia comunal». (Puede verse la coincidencia con Costa en la crítica de la desamortización). «Perdido nuestro imperio colonial y recluidos en nuestra pobre casa, no tardarán en surgir dos problemas sociales que absorberán a todos los demás; el que plantea el movimiento obrero y el que impulsa al movimiento regionalista». Cualquiera que sea el juicio de valor que se haga sobre esos dos problemas, resulta difícil negar la lucidez de quien veía más allá de la gritería del momento.

Hay, en fin, otro artículo que Unamuno publica en el número de noviembre del 98 de «La España Moderna», con el título de La vida es sueño; reflexiones sobre la regeneración de España:

«Y el pueblo está aquí en lo firme; su aparente indiferencia arranca de su cristiana salud. Acúsanle de falta de pulso los que no saben llegarle al alma, donde palpita su fe secreta y recogida (…).»

«… Ahora le van con la cantinela de la regeneración empeñados en despertarle otra de su suelo secular. Dícenle que padece de abulia, de falta de voluntad, que no hay conciencia nacional, que han llamado moribunda a la nación que sobre él y a su costa se alza; nación a la que llaman suya. ¡Suya! ¡Suya! ¡Él no la tiene! Sólo tiene, aquí abajo, una patria de paso, y otra, allá arriba, de estancia».

La exaltación popular va unida a la diferenciación pueblo-nación, que veremos también en ciertos aspectos de Costa. En fin, se observa una secuela de interpretación del «Manifiesto» marxiano en el sentido restrictivo como se interpretaba en el siglo XIX, combinado con una visión, cristiana.

Más adelante dice, en defensa del pueblo y contra los «regeneradores»: «¡Ignorancia! ¡Saben tantas cosas que no saben! Ellos (los hombres del pueblo) saben mucho de lo que ignoran, y los regeneradores, en cambio, ignoran casi todo lo que saben».

Por último, la misma oposición pueblo-nación: No sé si hay conciencia nacional en España, pero popular sí la hay, seguido de una evocación del alzamiento proindependencia de 1808 que atribuye al pueblo español y no a la nación.

Ni el Unamuno joven ni tampoco el que sería años después podían cuadrar mucho con las recetas regeneracionistas. Cuando atravesaba su crisis de marzo de 1897 escribió Una carta a Martínez Ruiz (pues todavía no era éste «Azorín») en respuesta a la propuesta que le hiciera en unión de Maeztu y Baroja. Y dice así:

«Ahora, aunque no me parece mal, ni mucho menos, la forma concreta que piensan darle a esa acción social, en ella no podría más que ayudarles indirectamente, porque ni entiendo de enseñanza agrícola nómada, ni de ligas de labradores, ni me interesa, sino secundariamente, lo de repoblación de montes, cooperativas de obreros campesinos, cajas de crédito agrícola (aquí las hay) y los pantanos, ni creo que sea eso lo más necesario para modificar la mentalidad de nuestro pueblo, y con ella su situación económica y moral».

«Con verdad se dice que cada loco con su tema, y usted conoce el mío. No espero casi nada de la japonización de España, y cada día que pasa me arraigo más en mis convicciones. Lo que el pueblo español necesita es cobrar confianza en sí, aprender a pensar y sentir por sí mismo, y no por delegación, y sobre todo, tener un sentimiento y un ideal propios acerca de la vida y de su valor».

Esta carta, fechada el 14 de marzo, no sólo es, como casi toda la producción unamuniana, muy crítica respecto a los «remedios» regeneracionistas, sino de interpretación acusadamente «idealista» de los hechos sociales. En ella nos parece interesante destacar la oposición a la «japonización», ya que supone cierta oposición al Costa de cuatro años después. Sabido es que Costa toma al Japón como modelo de «revolución desde el poder[60]».

Que las actitudes de aquel tiempo de crisis no fueron forzosamente unívocas es algo que reconoce lealmente Unamuno al hablar sobre Costa en el Ateneo de Madrid en 1932: «¡Hay que ver en qué mar de contradicciones, en qué mar de perplejidades nos sumió el golpe de 1898! Sobre todo, a los que entonces empezábamos a despertar a la más honda vida civil de la historia[61]».

Los escritores jóvenes.

Contamos con una multitud de testimonios que prueban cómo los escritores jóvenes se entusiasmaron con el Costa regeneracionista del 98 y 99, con aquel «krausista patético» (feliz expresión de Gil Novales) que buscaba soluciones apostrofrando a sus contradictores y electrizando a sus seguidores en tonos de profeta bíblico.

De aquellos jóvenes, Maeztu y Martínez Ruiz eran los más «radicales» cuando adviene la derrota del 98. (Debemos a Inman Fox aportaciones sustanciales que han dejado claro ese hecho). En cuanto a Baroja, ya se sabe que muy poco después, cuando escribe La Busca, tomará un poco a chacota lo del regeneracionismo. Sin embargo, en uno de los documentos de «Los Tres» (Martínez Ruiz, Maeztu, Baroja), firmado en diciembre de 1901, hay afirmaciones regeneracionistas; según los firmantes, la solución al problema de España no estaría en la democracia, sino en la ciencia (el «cientifismo» de la época fue bandera que cubrió mercancías intelectuales de la más diversa índole; piénsese en el positivismo de México o de Venezuela…). En el texto que nos ocupa, dicen así: Y ese mejoramiento sólo puede darlo la ciencia, única base inderruible de la humanidad… La aplicación de la ciencia social a las miserias de la vida puede ser el lazo de unión entre los hombres de tendencias altruistas…

Para Maeztu, más crítico que nadie, la derrota, un Sedán doloroso sería bienvenida si fuera el punto de partida para una nueva España; ésa es su postura de 1897. Pero el 98, cuando se produce la intervención norteamericana, los «¡Viva España!» cambian para él de significación, teniendo ahora un contenido positivo.

Cuando llega la asamblea de Zaragoza en que se crea la Liga, Maeztu exalta esta obra; ese artículo se convertirá en capítulo V de su libro Hacia otra España (1899). No obstante, Maeztu cree entonces que es la economía y no la política (por «hidráulica» que sea) la que puede salvar a España. Maeztu, que se dice entonces «socialista» (colaboró en Germinal, de Dicenta, orientación socialista «revisionista»), hace un canto al capitalismo ascendente; según él, hay que «colonizar» la meseta castellana para que así tengan mercados las industrias del litoral (e incluso «los frutos de Valencia…, los ricos vinos de Cádiz», ignorando que ésos eran productos fundamentales de exportación). Pero esa visión encontrará un paralelo en los artículos de Unamuno sobre La Dehesa española y La Conquista de las Mesetas, publicadas en «La Estafeta» el 6 de marzo y el 11 de septiembre, respectivamente, de 1899. Sin embargo, para Unamuno la naturaleza del problema es distinta:

«Es inútil —dice— que se excite al capital a la conquista de las mesetas. Cuando no lo hace será, de seguro, porque no le conviene. Es muy fácil hablar de rutina y de falta de iniciativa; pero no es tan fácil indagar si esta supuesta falta no obedece a profundas razones económicas». «En el caso concreto en que en estos artículos me ocupó, paréceme que el capital se lucra más del estado lamentable en que las mesetas se hallan, que se lucraría de intentar mejorarlas».

«Es más: creo que la situación en que la agricultura central se halla es uno de los más poderosos soportes de las industrias de la periferia y que una de las funciones económicas de los desolados páramos es producir una población excedente y con ella brazos baratos para las fábricas».

Unamuno ignoraba, más que Maeztu, la naturaleza de la naciente industria, ignoraba su carencia de mercados. Había leído lo de la afluencia de brazos del campo a las fábricas escrito por Marx sobre Inglaterra y quería aplicarlo a España, donde la industria no demandaba fuerza de trabajo. Para que los fenómenos migratorios de esa naturaleza empezaran a producirse, tendría que pasar una buena docena de años, y aun así, esos brazos llegaron primero a Barcelona del sudeste mediterráneo. (Las minas de Vizcaya y Asturias tuvieron un sector minoritario de mano de obra venido del interior).

Volviendo a Maeztu, no es posible olvidar que en su libro Debemos a Costa (1911) dejará constancia del impacto que produjo sobre él la obra y el ejemplo del «león de Graus».

En cuanto a Azorín, ha salido en 1897 de «El País» por «extremista» y colabora semanalmente en «El Progreso», que dirige Lerroux. Un año más tarde va a iniciarse su evolución; lo único que guardará de este tiempo será su admiración por Costa.

***

De todo lo expuesto deducimos que hay en Costa una importante faceta «regeneracionista» común a todos los que consideramos bajo ese denominador común; un aspecto de política coyuntural de la burguesía y pequeña burguesía; hay también en él una concepción general de la sociedad de base tradicionalista-populista (en el segundo aspecto Costa parte más de sus estudios que de la totalidad de la realidad circundante).

Pero las formas de ruptura ideológica son múltiples en aquel momento. Costa parece agarrarse al eslabón más…eficaz, al que tiene más fuerza para arrastrar a los demás. Sin embargo, le faltó unirse —o proponérselo tan siquiera— al mundo que aportaba la fuerza de trabajo, que ya tenía sus hombres, sus vanguardias, sus primeras tomas de conciencia. Claro que parecía difícil, cuando no paradójico, aliarse con los de abajo para intentar la revolución desde arriba. Pero falto de esa alianza, como también les ocurre entonces a los institucionistas, estará situado entre el yunque y el martillo.

Los socialistas o quienes estaban cerca de ellos consideraban el regeneracionismo algo así como una estratagema burguesa. Si es lógico que criticasen esa autodenominación de «productores», etcétera, no es menos cierto que no habían comprendido aún que los estratos inferiores de esa burguesía estaban en flagrante conflicto con los sectores dominantes (minoritarios y oligárquicos) y que una conjunción de esfuerzos y una comunidad inmediata de objetivos era perfectamente posible.

Unamuno, que ya no es socialista, está, sin embargo, mucho más cerca de ellos que de los regeneracionistas, a pesar de su admiración por Costa: el punto de divergencia es capital. ¿Quién será el protagonista de la historia, la garantía del porvenir? Para unos, el «cirujano de hierro», el «hombre histórico», las minorías «selectas» o «tutelares»; para otros, para decirlo con palabras de Unamuno, el pueblo que nos sustenta a todos.