EL INSTITUCIONISMO COMO FORMA
DE UN REGENERACIONISMO PARTICULAR.
Dentro de las coordenadas generales del regeneracionismo se impone señalar la presencia de la poderosa corriente «institucionista» (que llamamos así porque reúne a krausistas y a positivistas, pero todos amigos discípulos de Giner y de Azcárate, todos vinculados a las diversas formas de acción en qué cristalizará el impulso de la Institución). Sin duda, el institucionismo es anterior al regeneracionismo y le sobrevive; es una gran fuerza ideológica de la burguesía liberal presente durante más de medio siglo en los más diversos quehaceres culturales, sociales y políticos de España. Por su propia naturaleza tenía que ser regeneracionista en la coyuntura de fin de siglo.
Son los institucionistas una fuerza paralela a la de los regeneracionistas típicos, más vinculada a la burguesía liberal no-oligárquica, a la vida política y a la universitaria, con un reformismo social más lúcido. Pero no dejaron de entusiasmarse con el regeneracionismo. No en balde Costa partió de posiciones institucionistas, había sido profesor de la Institución y director del BILE. Téngase presente que el aspecto educativo fue siempre esencial en los programas costianos.
Los lazos entre costismo e institucionismo son naturalmente muchos y estrechos, como estrecha fue su vinculación a Giner. Entre esos lazos eran importantes los que unían a Costa con Rafael Altamira; éste será uno de los institucionistas de más acusado «regeneracionismo». Ya en 1895 Costa propuso a la sección de Historia del Ateneo de Madrid que se abriese una información sobre el tema «Tutela de pueblos en la Historia», al que había dedicado un capítulo en su obra La vida del derecho. La información logró escaso éxito y sólo tuvo dos conferencias; una de Costa, sobre Viriato y la cuestión social; la otra, de Altamira, quien trató «el problema de la dictadura tutelar en la Historia». En ella encontramos el antecedente teórico del «cirujano de hierro» costiano. Altamira utilizó textos de Roéder (muy en la línea krausista) para justificar el derecho que asiste a los pueblos más civilizados a ejercer la tutela sobre otros pueblos[45]. De esos propósitos —que hoy escandalizarían a cualquiera— se pasaba a la «justificación» de la dictadura: a) por insuficiencia en el desarrollo de los pueblos; b) por enfermedad (anormalidad, degeneración o crisis). El dictador podía ser legal en la forma o en el fondo, aceptado o no, etc. La publicación por Cheyne de una serie de cartas de Altamira a Costa ayuda a situar la relación entre los dos hombres[46]. En una de las cartas, fechada el 22 de octubre del 98, Altamira dice: «Su artículo de ‘El Liberal’ nos ha gustado a todos muchísimo, por su valentía, su sinceridad… y su miga. Hoy lo reproduce aquí ‘La Unión Republicana’.» Se trata, sin duda, de la interviú del 18 de octubre. Para esa fecha ya Altamira había sido el primero en romper el fuego «regeneracionista» con su discurso de apertura del año académico en la Universidad de Oviedo, que llevó el título de La Universidad y el patriotismo. Se trata de un verdadero regeneracionismo de la educación, netamente institucionista, en el que no faltan los intercambios con profesores y estudiantes extranjeros, la extensión universitaria, la vinculación de la Universidad con el medio social… Inmediatamente le escribe Costa, con fecha 8 de octubre: «Los problemas que usted plantea —restauración del crédito de nuestra historia, psicología colectiva de España— son de alta novedad y capital importancia». Piensa Costa que los viajes de profesores y alumnos al extranjero serían «la materialización del punto de partida para la nueva era intelectual de España[47]».
El discurso fue publicado en «La España Moderna» con el título de Necesidad de modernizarnos. (No hay que confundirlo con el artículo de Altamira en la misma revista, publicado en el mes de octubre, que se titula El problema actual del patriotismo. Todos ellos, y otros, eran capítulos destinados a su libro La psicología del pueblo español, publicado por entregas en «La España Moderna», dé 1898 a 1899, pero que sólo sale en libro [por no haber encontrado antes editor] en 1902, editado por Fernando Fe).
Altamira seguía siendo elitista: «No nos dejemos alucinar por la esperanza de lo que vagamente se llama pueblo, masa, etc. —dice en su discurso inaugural de Oviedo—. Hay doce millones de españoles que carecen de instrucción. El pueblo no puede dar el impulso por la regeneración, puesto que es el primero que necesita regenerarse por medio de la cultura». Altamira, estrictamente institucionista (prioridad a la educación), lleva esa concepción a las últimas consecuencias, lo que cuadra perfectamente con los puntos de vista de Costa. Sin embargo, Altamira tiene una confianza a la larga en el pueblo español, como no podía menos de ser en la persona que transformó la historia de España, dio la primera batalla a la historia «episódica» o «de acontecimiento» y fue (partiendo del organicismo social krausista) el primero que concibió la historia de España total, porque —decía— «hay que estudiar la unidad de la vida en el organismo social».
La correspondencia publicada por Cheyne muestra la participación de Altamira en la constitución de las Cámaras Agrícolas de Asturias (marzo de 1900) integradas en la Liga Nacional de Productores, así como también las esperanzas que pone en la Unión Nacional que, según él, debe «demostrar la incompatibilidad del régimen existente con la regeneración» y tomar «posiciones políticas francas». Cierto que, al mismo tiempo, muestra su pesimismo para entenderse con comerciantes y hombres de negocios de Asturias.
Los lazos de institucionistas y costismo se presentan de diversas maneras. Giner y Labra colaboraron en la «Revista Nacional», órgano de la Liga Nacional de Productores. Giner, en una carta dada a conocer por Cheyne (febrero de 1900), demuestra que es más costista que regeneracionista. «Este movimiento de ustedes —con el cual no simpatizo por completo, sino con el programa de usted en la mayoría de las soluciones que soy capaz de juzgar— es ya una fuerza; y esta pobre y amada horda española de todas necesita y sería grave responsabilidad dejar que se disuelva». Para los institucionistas, Costa y Palomares son «de la casa», son sus representantes en la Unión Nacional. Y cuando ésta se acerca a su dislocación, Azcárate y Labra instan a Costa para que permanezca allí (cargas del 20 y 30 de mayo de 1900). No dejan, sin embargo, de vivir una situación contradictoria, puesto que no pueden darle su adhesión al ser ellos republicanos y no definirse la «Unión»; por esa razón, Sela, Buylla y Posada explican su negativa, a una adhesión más explícita. Ya en una carta de 29 de noviembre del 98, a raíz del Manifiesto de la Cámara del Alto Aragón, Giner había escrito a Costa: «Partidos actuales. Aquí sí que veo más difícil la cosa, no desapareciendo el carácter de partido, en el grupo de usted o disolviéndose los otros; aquí no parece que cabe tener dos patrias, como a veces en el Derecho internacional».
En cambio, cuando llega la Asamblea de Zaragoza y, en ella, el marqués de Palomares expone el programa educativo de Costa, Giner se entusiasma. La postura de Giner, inequívoca, quedó plasmada en su estudio El problema de la educación nacional y las clases «productoras», que fue apareciendo en varios números del «Boletín de la Institución Libre de Enseñanza» (BILE) en el año 1900 [48].
Giner se pronuncia netamente y dice: El espíritu de este trabajo (el de la «asamblea de productores» de 1899 sobre la educación), tanto en las críticas como en proyectos de reformas, coincide, en general, con el que la Institución aspira a difundir y aún a realizar, hasta donde lo consienten sus exiguos medios. Su orientación, además, en el fondo, en la misma que el presidente de aquella Agrupación ha venido acentuando en los diversos documentos que, ya como presidente, ya como particular, ha publicado con motivo de este movimiento. Nada tiene de extraño: si el marqués de Palomares es uno de nuestros antiguos alumnos (cuya Corporación hoy preside), don Joaquín Costa ha sido uno de nuestros primitivos colegas, que han contribuido a formar el espíritu de la Institución. Giner hace también referencia al movimiento de las Cámaras de Comercio, cita a Santiago Alba, etc. Volviendo a Costa, hace historia desde la famosa interviú en «El Liberal» y se complace en reproducirla frase del Manifiesto de noviembre de 1898: «La mitad del problema español está en la escuela». Cita también otro documento de la Liga en que se dice: «El problema de la regeneración de España es pedagógico, tanto o más que económico y financiero…». No podemos insistir más en el extenso trabajo en que Giner va glosando por medio de extensas notas, cada uno de los puntos educativos del programa de Zaragoza que, en realidad, es una síntesis del programa de la Institución. Dos años después, la redacción por Giner de la Memoria sobre La Universidad española confirmará y ampliará esos puntos de vista.
La postura específica, de indudable hondura, que adopta Gumersindo de Azcárate, representa ese «regeneracionismo» de altos vuelos o, mejor dicho, la actitud coyuntural regeneracionista de quienes representan durante largos decenios el pensamiento de la burguesía liberal. Hay que esperar a sus estudios (más que artículos de 1901 y 1902 España después de la guerra y El presente y el porvenir de España[49]) para conocer los puntos de vísta de Azcárate. El caciquismo y el centralismo son para él los peores males del país, cuyos problemas fundamentales clasifica así: 1.º, corregir y purificar el régimen parlamentario; 2.º, «el mal llamado problema religioso, y que es propiamente jurídico y político», es decir, «la excesiva multiplicación de comunidades religiosas[50]», 3.º, el problema regional; 4.º, el problema financiero; 5.º, el problema social. Azcárate, aunque nunca llegó a gobernar, era un verdadero «hombre de Estado», de modo que sus enfoques y su crítica se apartan del casuismo y del arbitrismo; por un lado, es capaz de la abstracción más general; por otro, busca la apoyatura científica y precisa; y todo dentro de un orden intelectual, de un sistema, Para Azcárate el fracaso de los partidos es el fracaso de la monarquía. «Los partidos de la Restauración están agotados… El día en que con intervención más o menos ruidosa de la violencia, cosa inevitable en tales casos según el profesor Burges, tenga lugar un cambio de régimen, surgirán, como surgieron en Francia en 1870, hombres nuevos que conduzcan al país por la senda de esa regeneración por todos pedida y anhelada…». Ésta es su conclusión general. Azcárate escribe en conocer directo de la realidad económica: él no se hace ilusiones sobre las exportaciones de vinos y expone perfectamente cómo, a causa de la filoxera, tuvimos el mercado francés durante diez o doce años; conoce el «boom» del azúcar de remolacha tras la pérdida colonial, sabe lo que la mayoría ignora; que España es un gran productor de materias primas del subsuelo, pero exportadas en bruto y sin beneficiarse en el país. Pero también sabe (con más claridad que Costa, Paraíso, etc.) que la coyuntura está ya propicia para la inversión industrial y conoce al detalle la formación de nuevas sociedades anónimas en 1900 y 1901 (se apoya, sobre todo, en la «Revista de Economía y Hacienda» y en los trabajos de Théry).
Como buen institucionista, para Azcárate el problema de la educación es, tal vez, el fundamental. A nivel «ideológico» también estima Azcárate que «lo primero que necesita hacer España para entrar en una nueva senda es curarse por entero de las ilusiones engendradas por la gloria recogida en otros tiempos en sus empresas y conquistas».
En el segundo de estos trabajos, Azcárate se plantea como objeto del mismo la pregunta de si es posible la regeneración. (Hace siempre referencia a Morote, Picavea, Isern, Maeztu, etc., y, naturalmente, a Costa). Azcárate no es liberal clásico, sino moderno, con su carga de reformismo social, y, por ello, partidario del intervencionismo estatal. De ahí que se plantee la cuestión básica: ¿ayuda o estorba el Estado a la obra de regeneración? Como la mayoría de los regeneracionista, Azcárate condena la obra del Estado de la Restauración; cuando Cánovas dijo que «continuaba la historia de España», Azcárate piensa que lo que continuaba era la historia de la monarquía; como argumentos aduce que se falsificó sistemáticamente el régimen parlamentario y que «continuó triunfante el caciquismo, que es la forma más repugnante de la oligarquía». Apoyándose en la terminología de la ciencia política de la época, Azcárate concluye en «un divorcio hondo y profundo entre la sociedad y el Estado[51]».
Obsérvese que Azcárate no critica el régimen parlamentario y ni los partidos políticos, sino precisamente su desnaturalización, su adulteración y casi inexistencia; ésa es una diferencia esencial con el regeneracionismo al uso, que se manifestó en el debate sobre Oligarquía y caciquismo en el Ateneo (1901).
Al año del fracaso de la «Unión Nacional», Azcárate dice que «empezó con muchos bríos», pero cree que terminó porque la huelga de impuestos era un error y por la incompatibilidad «entre los dos jefes» (¿Costa y Paraíso?). Para él la falla de la «Unión Nacional» es lo que califica de «agrupación de clase», que es en realidad grupo de presión. No se puede, según Azcárate, condenar a todos los partidos y no decidirse a constituir uno que, además, opte claramente en la cuestión de formas de gobierno.
Azcárate es una de las mentes más políticas del institucionismo; su juicio responde al modelo político y social de la burguesía liberal de la época situada frente a la oligarquía (y, por consiguiente, frente a la alta burguesía integrada en ésta). Sabemos bien que la obra de Azcárate venía de lejos y fácil es observar que es el autor más citado por Costa en Oligarquía y caciquismo; pero lo nuevo consistía en que el pensamiento de Azcárate no era ya minoritario en el medio intelectual, sino que resonaba en esa ruptura ideológica de fin de siglo a la que llamamos regeneracionismo (definiéndola así no por su totalidad, sino por la parte coyunturalmente más importante).
Junto a Azcárate, habría que nombrar a otros profesores como Alvarez Buylla, Aniceto Sela, etc., en la línea del reformismo social. La misma Extensión Universitaria de la Universidad de Oviedo (en cuya primera línea figura al lado de «Clarín», Altamira, Posada, etc.) no es, en el fondo, sino la proyección de ese reformismo en el ámbito cultural. Se trata de una educación del obrero, pero «obrerista» (es decir, que procede de un medio exterior al mundo laboral) y con propósitos integradores. La burguesía liberal, en su gran perspectiva histórica, tiene necesidad de una fuerza de trabajo calificada (necesita trabajo complejo y no simple) y tiene también necesidad de ofrecer un horizonte sociopolítico «integrador»; la burguesía liberal se presentará durante muchos años como la sola capaz de «nacionalizar» las instituciones. Esa burguesía presenta su programa de identificarse con los intereses de la nación; es muy de notar cómo insisten, esos medios en el carácter oligárquico (no representativo de los intereses nacionales) que han adquirido los equipos que dirigen el Estado desde 1875.
En la eclosión intelectual de la época sería necesario tener en cuenta obras como Hampa, de Salillas; los artículos de Dorado Montero, los textos de Sales y Ferré, los artículos del ya citado Morote. Los tres primeros, que derivan filosóficamente hacia el positivismo, se sitúan siempre en la corriente que concede prioridad a la empresa educadora.
Santiago Alba regeneracionista.
El joven y emprendedor secretario de la Unión Nacional es una personalidad específica en la que vale la pena detenerse: liberal y perteneciente a la burguesía vallisoletana, propietario a los veintiún años de «El Norte de Castilla», estrechamente relacionado con los medios políticos de Gamazo, cofundador a los veintinueve años de la importante empresa «Electra Popular» que desempeñó un papel de primer orden en el desarrollo y electrificación de la provincia… Santiago Alba se presenta, cuando el siglo va a expirar, como el prototipo de «burgués emprendedor» («bourgeois conquérant» en la visión de Morazé) en litigio con el «Sistema», lo que ya se advierte al retirarle Gamazo su apoyo haciéndole víctima de los caciques de Toro (Zamora) cuando en 1898 presentó su candidatura a diputado por aquella dudad[52].
Y he aquí que Alba va a terciar en el debate «regeneracionista» por medio de una introducción (más que prólogo) al libro del francés Edmond Demolins (discípulo de Le Play) A quoi tient la superiorité des Anglo-saxons, traducido con el título de ¿En qué consiste la superioridad de los anglosajones? La introducción, con las notas, tiene más de cien páginas y es una verdadera obra autóctona, lo que explica que entre 1899 y 1904 saliesen tres ediciones. La misma obra, según su tercera edición, precedida de un trabajó sobre la Liga Agraria, constituye el libro Problemas de España, que Alba edita en 1916, cuando era ministro de Hacienda.
La crítica es extensa y profunda; parte de la derrota para explayarse luego, con relente krausista, en la enseñanza formalista que fabrica titulados, pero no forma hombres. Menos optimista que Azcárate y que Costa, estima Alba que el dinero español no fluye como debiera para invertirse en las sociedades anónimas, lamentando que las «de ferrocarriles, algunas de tranvías, bastantes de electricidad, etc.» estén en manos extranjeras.
Alba, pues, es un hombre «moderno» que estima que el dinero debe convertirse en capital, que debe darse toda su importancia a la educación y terminar con deserciones como la de la aristocracia «que en masa ha huido de la agricultura». Pero, en buen regeneracionista, donde la criticase hace más intensa y documentada es al tratar del falseamiento de la vida pública por los métodos caciquiles. La descripción del Parlamento que hace Alba y de la «fabricación» de diputados es la que más se acerca a métodos sociológicos de nuestro tiempo. Y a él debemos las primeras clasificaciones profesionales del Congreso de los Diputados.
Naturalmente, no queremos decir que el análisis de Alba vaya hasta el fondo esencial de la realidad social. Presenta a las «pobrecitas» agricultura e industria como víctimas de las «Profesiones liberales parasitarias», olvidando que, por ejemplo, los ciento y pico de abogados eran todos propietarios y que ochenta y nueve propietarios y rentistas reflejaban bien la estructura de las clases dominantes. ¿Cómo iban a ser diputados los agricultores (labradores directos) y los industriales en la España de fin de siglo? Alba encuentra seis y dieciocho, respectivamente, pero es que el patrono medio y el labrador medio eran bien poco importantes en, la constelación social de nuestra patria entonces.
Alba parece querer sacudir la sociedad hasta sus cimientos. Y escribe con singular simpatía sobre el Partido Socialista, su prensa, sus organizaciones, sus triunfos en elecciones municipales y hasta algunas de las huelgas por él dirigidas. Refiriéndose a la guerra de Cuba, dice: «Con el señor Pi y Margall, de todos los partidos españoles el socialista fue el único que, exponiendo razones sólidas, tuvo valor bastante para oponerse a la guerra hispano-yanqui». (Desde luego no lo tuvo, que sepamos, el concejal y candidato a diputado Santiago Alba, que «a posteriori» parece aplaudir tal comportamiento).
En suma, Santiago Alba parece representativo de un sector social de la coyuntura; tal vez de ése que vacilará pronto y buscará, mal que bien, una integración en el sistema nunca exenta de contradicciones y de problemas. En 1903, Alba era subsecretario de la Presidencia del Consejo, que ejercía Villaverde. Luego se hizo liberal y allí consiguió acceder al puesto de ministro (de Marina, para empezar) en el gobierno que en 1906 formara el general López-Domínguez, ya anciano y bajo la égida espiritual de Canalejas. Pero la paradójica carrera de Alba no hacía sino empezar.
¿Un regeneracionismo catalanista?
Si el regeneracionismo es ruptura ideológica de vastas capas burguesas y pequeño-burguesas con el bloque hegemónico del Poder (poder político más hegemonía ideológica que perderá ya entonces aunque conserve varios decenios el primero) parece lógico situar en esta línea ciertos catalanes muy representativos de esa trayectoria.
En su interesante prólogo a la edición de La literatura del desastre, de Miquel S. Oliver, Gregori Mir dice: «En Cataluña el regeneracionismo significa prenacionalismo, regionalismo o nacionalismo catalán. Desconocer esta dualidad del pensamiento peninsular es simplificar la realidad histórica a una sola versión, la castellana[53]».
Solé-Tura sostiene que «el nacionalismo de Prat de la Riba es la forma catalana del regeneracionismo de finales del siglo XIX», que opone al de «los intelectuales de la generación del 98» (místico, irracionalista, etc.) y al de Costa de «burguesía rural inexistente». Para Solé-Tura «representa, en cambio, la solución de una burguesía industrial, realmente hegemónica en Cataluña…» [54]. Retenemos el concepto esencial (que también recoge Mir, pero éste de manera más amplia), dejando de lado la confusión sobre la mal llamada generación del 98, atribuyéndole actitudes de diez años después; pensamos que a partir de los trabajos de Blanco Aguinaga (y también de Irman Fox y de Pérez de la Dehesa) no puede seguir manteniéndose esa confusión sobre el 98. Lo cierto es que el desarrollo de una burguesía industrial catalana, de una auténtica clase empresarial, no sólo plantea la discrepancia regeneracionista con el sistema de manera tajante, sino que la madurez de esa clase la hace concretar sus exigencias, y que la especificidad catalana matiza y personaliza este regeneracionismo.
No es extraño que esa corriente catalana que tanto emparenta con el regeneracionismo, empezase antes allí. Por eso, casi todos coinciden en señalar como a su primer representante, cronológicamente hablando, a Valentín Almirall. Pensamos que éste corresponde al nivel generacional de Giner y Galdós, Maragall al de Unamuno (nacido en 1860 es cuatro años mayor) y Prat (nacido en 1870) al de los jóvenes del 98.
Almirall deja el federalismo por el catalanismo, y deja así la pequeña burguesía por la clase empresarial; abogado e hijo de industrial, Almirall tenía razones «históricas» de ser portavoz de esa burguesía catalana. Si la fundación del «Diari Catalá» en 1881 y la redacción de la Memoria presentada a Alfonso XII en marzo de 1885 son hitos de la obrá de Almirall, lo más significativo de ella es L’Espagne telle qu’elle est (1886, colección de artículos en la revista de París «Le monde latin») y su libro, producto de una brillante improvisación Lo Catalanisme, que data del mismo año. Los aspectos críticos se inscriben en la línea regeneracionista (entre ellos la gran desconfianza hacia el parlamentarismo), y son, probablemente, de tono más mesurado.
Prat de la Riba tiene en su haber la elaboración de la teoría del hecho nacional. En la época que nos ocupa es todavía joven y se encuentra sólo precedentes (por ejemplo, su conferencia en el Ateneo de Barcelona en 1897) de lo que no rematará hasta 1906 (La nacionalitat catalana). A nivel de regeneracionismo pensamos que sólo interesa el joven Prat; el otro es ya de un tiempo en que hay también un Melquíades Alvarez, un joven que se llama Ortega y Gasset, un Ossorio y Gallardo, etcétera, partiendo todos desde posiciones de burguesía no oligárquica.
En 1890, tiene Prat veinte años y ya es presidente del «Centre Escolar Catalanista». En 1892 es secretario de la Unió Catalanista y es el principal redactor de las Bases de Manresa. Durante años escribe en «La Renaixenca», luego en «La Veu de Catalunya», cuya publicación diaria, con Prat de director, empieza en fecha tan crítica como es el 1.º de enero de 1899. Pronto fracasará la «experiencia Polavieja y Durán y Bas», desilusionando al sector más moderado de la burguesía catalana. Es la hora del catalanismo; el 20 de agosto del 99. Prat publicará su artículo Nacionalisme catalá i separatisme espanyol, en el cual Prat dice que él y los suyos se sienten españoles, pero no castellanos, pero pide un cambio radical en la política de los Gobiernos de Madrid. Es el momento en que han creado el «Centre Nacional Catalá»; dos años después, al fusionarse con los de la «Unió Regíonalista», darán lugar al nacimiento de la Lliga.
Joan Maragall (1860-1911) es uno de los catalanes sobre los que repercute más hondamente el desastre colonial y la crisis de fines de siglo. Ya desde 1890, en que comienza a trabajar en «Diario de Barcelona», Maragall va a ser un crítico implacable del Estado de la Restauración.
Ningún regeneracionista es más antiparlamentario que Maragall. En el Juicio de la Restauración española (1894), dice que «nada hay como el parlamentarismo para falsear la opinión pública y para hacer de la política y del Gobierno de los Estados una cosa completamente artificial…». No es menos duro su juicio sobre los partidos políticos de turno, aunque no ve en ellos que sean formados más que «por meras atracciones personales» o que «gobierna el andalucismo», etc. Sin embargo, en La regeneración política (1899) reconoce Maragall que el parlamentarismo español no es malo por parlamentarismo, sino por no serlo: «… en España el Parlamento se hace después que el Gobierno y a gusto de éste, por el sistema del encasillado, que es, como si dijéramos, de la farsa electoral. Y este vicio de origen trasciende a todo su funcionamiento. Por esto aquí los cambios de Gobierno nunca son los normales del sistema; aquí los Gobiernos no se van por haber perdido unas elecciones (que nunca pierden), ni vienen por haber logrado una mayoría en las Cámaras. Van y vienen por sucesos exteriores, por un motín de cadetes, por incompatibilidad de humor entre los Ministros, por corazonadas, etc.»[55]. En un Maragall de madurez (condicionado, en parte, por los progresos de la Lliga, etc.) se observa la tendencia a pedir la dirección del país, a que Castilla «deje el cetro a otras manos».
El desastre colonial inspiró a Maragall tres poemas fundamentales: Els adéus, Oda a Espanya y Cantdel retorn. De ellos nos interesa retener sobre todo la Odá a Espanya; poéticamente, hace la misma crítica que pueden hacer un Costa, un Azcárate, un Unamuno, luego un Machado:
«Than parlat massa —del saguntins
i dels que per la patria moren:
les teves glories —i els teus records,
records y glòries —només de morts;
has iscut trista».
Y sigue así: ¿para qué derramar la sangre? «tus fiestas eran, los funerales, oh, triste España». Y esos barcos que él ha visto marchar repletos de hijos de España que iban a la muerte.
Y no sólo los poemas; los artículos de Maragall durante la guerra de Cuba (por ejemplo, La obsesión, 12 de abril 1898) son todos de análogo talante.
Otro aspecto de semejanza con el regeneracionismo es el «europeismo» de Maragall. Éste es europeista como catalanista que es; ciertamente, Maragall no es separatista; quiere solucionar el problema Cataluña dentro de su concepción de Iberia, una España «patria nueva», pero también sueña en que el todo se integre en una «Europa de las nacionalidades». Los matices de esta idea, con óptica catalana, serán forzosamente muy distintos de los del joven Unamuno, de Costa o incluso, más tarde, de Ortega. Como Mercedes Vilanova ha señalado, «si para la generación del 98, “España es un país aparte entre todos los europeos”, Cataluña, para Maragall, en más de un aspecto es ya una parte integrante de esta Europa[56]».
En efecto; el desarrollo económico con sus implicaciones en la estructura social, el estilo de vida, los intercambios culturales, el auge del modernismo literario catalán, de sus escuelas plásticas…, todo hacía que la superficie de contacto catalano-europea fuese mucho más extensa que la que podía haber desde Madrid (no digamos de las capitales de provincia). Dice Mercedes Vilanova que «el catalanismo de Maragall fue europeísta» y que para él no tiene vigencia la tensión casticismo-europeísmo. Cierto cuando se sitúa en la óptica catalana, pero no cuando se dirige a España. En el Cant del retorn, tomemos por ejemplo, Maragall dice:
«Massa pensaves —en ton honor
i massa poc en el teu viure».
La crítica de la hipertrofia de lo que en sentido «castizo» se entiende por honor es análoga a la de Unamuno en En torno…, Cap. III, «El espíritu castellano».
«Ser buen español al uso parlamentario —decía Maragall— es fácil cosa; basta con cruzarse de brazos y dejar que España se hunda al son de los retruécanos; mientras que para ser buen español a secas se necesita ser héroe». Esto lo escribe, en 1902, cuando también dice: «¿cómo podemos ser españolistas de esta España?»(recordemos que Unamuno siempre distinguió entre españolismo-casticismo-falsa tradición y españolidad), lo qüe le costó un proceso, sobreseído poco después. Se cerraba o estaba a punto de cerrarse la coyuntura de crisis, pero el desfase con Barcelona era evidente; el triunfo electoral de la Lliga (la candidatura de los cinco presidentes) había sido allí, en 1901, un punto de partida, que ejerció gran influencia en Maragall. No en vano se habla, para Cataluña de «la generación de 1901».
La amistad de Unamuno y Maragall viene a reforzar nuestro interés específico por el poeta catalán, amistad que fue más fuerte que sus innegables divergencias de principio; también tuvo contacto con los hombres de la Institución, sobre todo a través de su estrecha amistad con Pijoán, que le facilitó el conocimiento de Giner y su feliz encuentro con él en 1906, en Barcelona. Por cierto que cuando Maragall estuvo en Madrid en 1900, enviado por Mañé y Flaquer, quiso ver a Giner y se lo quitó de la cabeza, horrorizado, Fabié, el corresponsal en Madrid del «Diario de Barcelona». Verdad es que Mañé ponía en guardia a Maragall contra las «politiquerías de Fabié, pero también le decía: “No se venga sin conocer a Menéndez y Pelayo” y “He recibido una cariñosa carta de Núñez de Arce en la cual se manifiesta impaciente por conocer a V.” (Por cierto que Maragall espíritu independiente, no se apresuraba en visitar a las “personalidades”)».
Maragall es netamente elitista; en ello se asemeja a los regeneracionistas, tan escépticos del pueblo. Va hasta ser enemigo del sufragio universal, porque da el poder a las mayorías. Orteguiano «avant la lettre», se siente entusiasmado por las minorías «selectas»; en cambio, escribe: «¿en qué parte del mundo está ese pueblo dispuesto y con suficiente discernimiento para entregar su poder en manos de los realmente mejores?».
Pero el «elitismo» de Maragall va mucho más lejos que la «tutela» de los pueblos de un Altamira o un Costa, que por principio creen en esos pueblos, aunque piensen que momentáneamente no están en condiciones de autogobernarse; y se aleja más todavía de los otros institucionistas, que también admiten el principio de soberanía popular, pero supeditado a una previa educación del pueblo. Y es que Maragall no es un ideólogo pequeñoburgués, nacido de esas clases medias, como pueden ser un Unamuno, un Giner, un Costa de origen más popular, o un Azcárate de una burguesía intelectual de un cierto patriciado progresista. Nada de esto en Maragall, hijo de una burguesía en pleno florecimiento, integrado en un órgano de la burguesía (incluso amarrado en cierto modo a la oligarquía, cosa que él repudia) como era el «Brusi». Por eso Maragall, a diferencia de todos los regeneracionistas del resto de la Península (y como Maragall los otros catalanistas de la época, ya fueran Prat, Cambó, Ventosa, Abadal… habría que señalar la excepción de Carner) tiene una postura contra el movimiento obrero. Hubiera sido inconcebible ver la firma de esos catalanes en «El Socialista» o en «La Revista Blanca», como se veían las de «Clarín» Giner, Dorado Montero, Unamuno, Maeztu, Buylia, Altamira, Sales y Ferré, etc. La poesía y la prosa de Maragall son ajenas a la clase obrera, precisamente allí donde ésta era más importante y numerosa, en Cataluña. Maragall comprende, sin embargo, como dice Mercedes Vilanova, «que el socialismo es la cuestión más importante de su tiempo» y lo achaca a los excesos individualistas. El hombre y el poeta que exaltan el amor no pueden coincidir con la mentalidad de muchos patronos coterráneos suyos. No olvidemos, en fin, que cuando va a cumplirse la sentencia contra Ferrer, Maragall escribe La Ciutat del Perdó. Prat de la Riba se niega a que se publique en «La Veu de Catalunya»; la carta en que Prat niega a Maragall las columnas del periódico para implorar perdón ha sido publicada por José Benet en su libro Maragall y la Semana trágica. La diferencia entre los dos hombres es de talla y vale la pena de que quede inscrita en la historia.
Este enlace con lo que en términos flexibles podría llamarse «regeneracionismo catalán» no debe terminarse sin mencionar la intervención de Federico Rahola (secretario del Fomento de la Producción Nacional de Barcelona) en la información del Ateneo sobre Oligarquía y caciquismo. Es una crítica al sistema de la Restauración hecha con óptica catalana: los catalanes son eliminados, según él, de los puestos decisorios del país. Señala Rahola que desde la muerte de Femando VII hasta 1856 hubo 210 ministros, de los cuales 11 catalanes (incluyendo Baleares); de 1856 a 1868 hubo 63 ministros, de los cuales sólo uno fue catalán; del 68 al 75 hubo 81 ministros, de los cuales 11 catalanes. En fin, durante veintisiete años de la Restauración el señor Rahola sólo recordaba que hubieran sido ministros catalanes los señores Balaguer y Durán y Bas.
Toda la argumentación de Rahola se encamina a mostrar esa preterición de los catalanes en diversos aspectos institucionales, contraponiéndola a sus aportaciones tributarias, etc. Hay otro aspecto de esta intervención que ofrece gran interés: «En Cataluña no contamos con oligarcas propios; los caciques son de segundo orden y arraigados fuertemente en el centro, aun cuando residen en la localidad». Rahola habla del oligarca «político», tal como lo entendía Costa, ya que otra cosa fuera hablar de oligarcas económicos. Dice Rahola que el caciquismo se manifiesta allí a través de los empleados municipales; pero eso no es el caciquismo. Eso puede ser una irregularidad más del orden electoral que, por añadidura, empieza a no ser eficaz desde comienzos del siglo. Indirectamente se prueba que el caciquismo es planta rural y de atraso económico, de difícil o imposible coincidencia con el desarrollo económico y las grandes aglomeraciones urbanas.
En todos los casos que hemos tomado en consideración para el regeneracionismo catalán nos encontramos con que a diferencia de la protesta pequeñoburguesa (o de una burguesía media pobre y discriminada) del resto del país, se trata de ideólogos de una burguesía empresarial que continúa acumulando beneficios y aspiraciones de Poder. Su contradicción con lo estrictamente popular, con el mundo del trabajo es mucho mayor, llega a ser insalvable; se ha manifestado ya, con toda virulencia, en la Cataluña del Sexenio, de modo que pasando a primer plano en Cataluña la contradicción patronos-obreros, facilita la tácita aceptación de la Restauración y del poder de preponderancia terrateniente, por una burguesía industrial demasiado temerosa ya de su clase obrera. Esa diferencia de nivel socioeconómico con la mayoría del país explica que los «regeneracionismos» sean muy distintos; el catalán es el de una burguesía triunfadora económicamente que pide su «puesto al sol» en el poder político y que coyunturalmente hegemoniza ideológicamente a toda una minoría nacional; el momento catalán es muy distinto del de Madrid y del resto de España. La inserción social del intelectual es también diferente y la «ideología» que expresan unos y otros corresponde a dos niveles o dos tramos («paliers») distintos de desarrollo socio-histórico.
Socialismo frente a Regeneracionismo.
En Madrid, en toda España fuera de Cataluña, la correlación de fuerzas sociales en presencia es diferente y también la falla o línea de fractura aparece en distinto lugar. Es el naciente socialismo (nos referimos, pues, a un movimiento obrero que tiene ya un «techo teórico» socialista, más o menos sólido) quien muestra su recelo y marca sus distancias del regeneracionismo. Pero como éste, a diferencia de Cataluña, expresa ideológicamente a un conjunto de clases medias e incluso de la burguesía, todas poco fuertes, se verá abocado a la clásica y peligrosísima «lucha en dos frentes».
El punto de vista socialista nos resulta doblemente interesante por sus posibles coincidencias con el de Unamuno, aunque éste ya no fuera militante en 1898. Ya el V Congreso del P. S. O. E., celebrado en Madrid en septiembre de 1899, muestra su desconfianza hacia el regeneracionismo. Pablo Iglesias dice en el Congreso: «No hay ningún partido que pueda regenerarnos. Los reaccionarios están descompuestos, igualmente que los liberales; a los avanzados les falta la energía y la burguesía y los capitalistas siguen con sus trapacerías».
Meses después, en el momento de actualidad para la «Unión Nacional», Jaime Vera escribe en «El Socialista» de 1.º de mayo de 1900: «Con el retraimiento de la opinión pública y del pueblo quedó sin su natural y único sostén el interés nacional. Aun cuando se definiere con mayor nitidez en el pensamiento de los regeneradores, es estéril todo esfuerzo para que este interés nacional se sobreponga a los intereses parciales y de cuerpo que, como parásitos insaciables, han chupado y chupan todo el jugo de la patria».
»A la inmensa resistencia de tanto abuso organizado hay que oponer una fuerza poderosa: ¿de dónde la sacaréis, hombres de gobierno, partidos políticos, o vosotros los comerciantes, los industriales y propietarios agrícolas que os llamáis productores y os aplicáis el nombre de «Unión Nacional»? Proclamáis la necesidad de una revolución desde arriba o desde abajo… ¿y cuándo se han hecho revoluciones, desde abajo o desde arriba, sin el pueblo?
»Sentís bien que la vida pública nacional es la de un organismo incompleto. ¿No veis que le falta el pueblo?».
«Hundida la patria en simas más hondas que hoy, ha renacido por el vigor del pueblo. En él es donde han de buscarse vírgenes energías; por él, contra los errores y horrores de la política tradicional, está asegurada la perennidad de la familia española sobre la haz de la tierra (…)…
»El pueblo que, por su natural atracción, arrastrará en su día a todos los hombres de trabajo, reducido por la fuerza bruta y la falsificación descarada y sistemática de las leyes a la nada, como el tercer estado en su día, quiere ser algo y mañana lo será todo. En su camino no olvidará el interés nacional, pero será en las ocasiones un asociado, no un inocente comparsa. No estamos ya en el 69 ni en el 73[57]».
La identidad de interés nacional y pueblo trabajador puede relacionarse con algunos textos de Unamuno; en todo caso, es un lema fundamental del marxismo. A su vez engarza con el tema más directamente vinculado a nuestro objeto: ¿quién ha de ser el protagonista de la historia, el pueblo o las elites? Vera —y veremos que en eso coincide exactamente con Unamuno, o, si se quiere, ambos coinciden con la teoría socialista— piensa que una transformación revolucionaria sólo puede venir del pueblo; la ausencia del pueblo ha hecho que el mecanismo político de la Restauración sea estéril porque da vueltas en el vacío. Con un criterio marxista, Jaime Vera niega el calificativo de productores a quienes son propietarios de medios de producción, ya en la industria o en la agricultura y, con mayor razón, les rehusá el nombre de Unión Nacional, ya que para él es una unión de comerciantes, industriales y propietarios agrícolas. Vera, siguiendo en eso una actitud que siempre había mantenido, no rechaza la alianza de los obreros de la ciudad y del campo con esos sectores sociales; pero exige que el pueblo (un pueblo que adquiere significación equivalente a la de trabajador) no sea «un inocente comparsa», un punto de apoyo, para auparse en el Poder, una alianza de sentido unilateral para ganar unas elecciones, aquél que, para emplear una frase popular… «saca las castañas del fuego». No; ha de ser un asociado, es decir, un aliado en pie de igualdad. Jaime Vera no corta los puentes, cosa que parece hacer Iglesias en este caso concreto. En todo caso hubiese sido necesario que los «productores» (y recordemos que también Giner utilizaba las comillas) hubieran reconocido en los productores —sin comillas— un factor esencial de alianza. No fue así.