EL REGENERACIONISMO Y SUS CLASES
EN LA CRISIS DE 1895 A 1902
Estamos ante un término clave, del que todavía podemos preguntarnos si es un verdadero concepto que traduce una realidad cultural p socio-política o si no pasó de ser una etiqueta demasiado general usada con propósitos propagandísticos.
El término tiene carga utópica y por eso su manejo no siempre es cómodo. En general, la idea de «regenerar» a España es común a todos los que se plantean que hay un proceso de decadencia (por eso es difícil encuadrar ahí a Unamuno, que pretendía que no había decadencia, sino barbarie, esto es, estado intermedio en la progresión creciente que va desde salvajismo hasta civilización). De todos modos, el positivismo y el «cientificismo» al uso de la época ayudaban a plantear así el problema. Incluso, desde el punto de vista de afirmar la decadencia, la identificación de ésta con degeneración no pasa de ser un mecanismo de pensamiento de la época, identificando un proceso biológico con un proceso histórico.
Ciertamente, que ya en las conferencias dominicales que, siendo Fernando de Castro rector, organizara en 1869, el término la gran regeneración que se estaba operando en la patria fue pronunciado por Gabriel Rodríguez, el economista krausista y liberal[28].
Más adelante es muy probable que el término se generalizase en parte por influencia de la obra de Max Nordau, Degeneración (1895) muy conocida en España en su texto original (Unamuno habla de ella) antes de que en 1902 fuese traducida por Nicolás Salmerón y García (y no por su padre, antiguo presidente de la República, como parece creer Guillermo Díaz-Plaja). En el artículo de Silvela Sin pulse utiliza la imagen biológica seudocientífica para hablar de decadencia: «El efecto inevitable del menosprecio de un país respecto de su Poder central es el mismo que en todos los cuerpos vivos produce la anemia y la decadencia de la fuerza cerebral: primero, la atonía, y después, la disgregación y la muerte. Y a partir de ahí habla de degeneración de nuestras facultades y potencias tutelares».
Pero resulta difícil estimar que haya la menor analogía entre el oligárquico Silvela, Polavieja, «el general cristiano» favorito de la Regente; Picavea, Isern, Santiago Alba, Joaquín Costa a las primeras cabezas del krausismo, como Azcárate y Giner. Nada digamos de jóvenes personalidades más radicales, como Miguel de Unamuno, Vicente Blasco Ibáñez o Ramiro de Maeztu.
Apurando el término, decantándolo tanto a nivel sociológico como a nivel histórico, podemos considerar que el regeneracionismo está vinculado a la crítica y revisión del sistema político de la Restauración, de sus prácticas caciquiles, de la estructura socio-económica que la sustenta.
El mínimo de rigor prohíbe usar el término «regeneracionista» para designár a un Silvela, a un Maura (aunque dijese «revolución desde arriba»), ni a un Polavieja, aunque coyunturalmente se aliase con un sector de la burguesía catalana. Los tres están implicados en la estructura social oligárquica y en su aparato político y estatal. Y la idea genérica del regeneracionismo es la negación de un sistema socio-económico precapitalista, de su sistema político, de sus valores y representaciones conceptuales aferrados al pasado. Esa crítica del sistema, ¿de quién parte? Esencialmente de una burguesía media y pequeña, burguesía cuya disconformidad con el sistema sube de punto al sobrevenir la derrota colonial del 98 y se acentúa todavía más cuando el Poder pretende que sean esas clases quienes paguen la mayor parte de «los vidrios rotos»; me refiero a las medidas presupuestarias y fiscales de Fernández Villaverde. Viene entonces todo el movimiento de la Liga de Productores, de la Unión Nacional, la huelga de impuestos y, con sus caracteres específicos, la rebeldía de la burguesía catalana.
El regeneracionismo en sus últimas consecuencias tiende a resbalar de la crítica del caciquismo al antiparlamentarismo neto, así como de la crítica de los partidos turnantes se pasa alegremente a la crítica de los partidos políticos. El razonamiento, si así puede llamarse, es simple: se empieza criticando al parlamentarismo viciado y se acaba atacando al parlamentarismo viciado o no; se empieza denostando a los que llevan nombre de partidos políticos sin cumplir su función; y se termina criticando todos los partidos… ¡menos el propio! Todo ello acompañado las más de las veces de propuestas empíricas en las que rebrota el sempiterno arbitrismo hispánico. Como dijo Azaña, «por encima de la cabeza del cacique esos propagandistas disparan sobre los ciudadanos». (Claro que Azaña escribe eso y otras varias sugestivas reflexiones[29] sobre el cotismo, en 1923, cuando éste pretende ser «anexionado» por la Dictadura).
Prosiguiendo nuestra exploración del término regeneracionismo vemos que no está exento de ciertas ambigüedades; es un movimiento de burguesía y clases medias frente a la oligarquía, pero para ser un movimiento ascendente, embrión de un mañana, tiene puestos los ojos en demasía sobre la tradición, los problemas agrarios, etc. Tiene también un empacho «cientifista» y una pretensión de «apoliticismo». Ése es, sin embargo, el regeneracionismo neto de los Mallada, Picavea, Isern, etc. Costa, que en un momento de nuestra historia ejemplariza el regeneracionismo, fue mucho más que eso.
El regeneracionismo aparece en un momento histórico preciso; mientras las capas de alta burguesía (cuyo desarrollo e inversiones son importantes en el último decenio del siglo) se entrelazan cada vez más con la oligarquía de la tierra, las capas medias de esa burguesía, marginadas, se ven desfavorecidas. La catástrofe colonial pone al desnudo las contradicciones de un sistema organizado —como Cánovas lo dijo implícitamente— para salvaguardia de la propiedad tal como era concebida en la España del XIX, pero guardando las formas del liberalismo doctrinario (las apariencias, ante todo).
En el plano de las ideas, el regeneracionismo significa la ruptura con la hegemonía ideológica de esa oligarquía (una minoría de privilegiados que reservaba a los demás el papel de comparsas), pero no con el sistema social. No se quiere romper nada, ni las grandes líneas de las relaciones de producción, ni el aparato del Estado… Se trata de arreglar, de componer… Hoy se llamaría a todo eso reformismo, y más aún, paternalismo. Pero tenemos que situarnos en 1898; el regeneracionismo es una expresión ideológica no de quienes quieren cambiar los cimientos de la sociedad, no; es un reformismo de quienes se quejan —en el más avanzado de los casos, como Costa— de que no se hizo la revolución burguesa en 1868 (puesto que esa revolución era algo más que acabar con los señoríos jurisdiccionales y con la agremiación forzosa, como creen algunos), pero que en 1898 no se deciden a hacerla porque desesperan por anticipado de la participación popular. La «revolución desde arriba» en su origen no era más que una expresión efectista de Maura; luego, en su formulación intrínsecamente contradictoria, significa la intangibilidad de la estructura de Poder instalada.
Y sin embargo, el regeneracionismo, tomado en un sentido amplio, es quizá si no la forma más profunda sí la más extensa de la ruptura ideológica de fines de siglo que, por comodidad, llamamos crisis del 98.
a) Seudorregeneracionismo.
Hay que tener presente, al evocar la época, que fueron probablemente los medios dominantes en la sociedad española quienes primero se apoderaron del término regeneración. El 16 de agosto de 1898, Silvela escribe en «El Tiempo» un artículo de circunstancias, que ya hemos mencionado; se titula Sin pulso, se publica sin firma, pero el «todo Madrid» sabe quién es su autor. Parte de la idea de degeneración y concluye que «si pronto no se cambia radicalmente de rumbo, el riesgo es infinitamente mayor…». Silva no va ni puede ir al fondo de las cosas; se trata de una postura, la de un equipo oligárquico (el que se forma para sustituir a Cánovas en el conservatismo) que pide la marcha de Sagasta y turno en el Poder.
Semanas después tiene lugar un acontecimiento tal vez más significativo: el general Polavieja Lanza su Manifiesto, divulgado por Gasset. No es un gesto individual; tras Polavieja hay, incidentalmente al menos buena parte de la burguesía catalana más vacilante, la de la Unión Regionalista. El Manifiesto es conocido el 1.º de septiembre de 1898; en él los partidos son duramente vapuleados y su autor no pretende constituir otro. Con notoria puerilidad condena severamente «la política», «el mal gobierno», etcétera; que existan todavía republicanos y carlistas le parece una prueba del «mal gobierno». Las fórmulas mágicas se amontonan: progreso del Ejército y de la Marina, inventario del haber nacional, «no más dictadura que la de la Ley». El general llamaba a la «descentralización» en el orden económico. «Nuestro inmoderado afán de uniformidad —decía— nos hizo considerar como antipáticas al sentimiento nacional formas de tributación concertadas, que aún repugnamos para la vida local y, sin embargo, admitimos presurosos para el arrendamiento de monopolios y rentas[30]». En fin, la justicia fiscal, la reorganización de la justicia, la elevación de la cultura…, no faltaba ningún tópico al uso. Se dijo que era el mismo Ricardo Gasset quien había redactado el texto. Tan bueno es que parece imposible que saliera de la pluma del entonces director de «El Imperial», diario donde, en forma de carta abierta, conoció sus primicias la difusión del manifiesto; ¿se pedía el poder o se presionaba sobre el poder? Parecía lo primero, pero cabe preguntarse si no había parte de lo segundo.
Una carta de Polavieja a Domenech y Montaner (30 de septiembre) precisaba su programa de «concierto para tributación directa por medio de cupos», «creación de organismos regionales que dirijan la vida económica sin funciones políticas (unificando las cuatro diputaciones catalanas), enseñanza profesional y técnica a cargo de la región, “respeto a las instituciones jurídicas de cada región”». Eso bastaba para que se crease en Cataluña «La Junta de adhesiones al programa del general Polavieja» (que al dimitir Polavieja será el núcleo de la Unión Regionalista). Se trataba de un «regeneracionismo» puramente coyuntural en el que se mezclaban el arbitrismo del general que cree resolver «los males de la política» (Boulanger no estaba tan lejos) uniendo autoritarismo y populismo, con la táctica de una burguesía catalana (o parte de ella) cada vez más crítica frente al sistema «canovista» y la posibilidad de dar una apariencia de novedad al amplio frente conservador que Silvela se disponía a organizar. Silvela, que no había estado en el Gobierno desde 1892, parecía ser el único político al margen de la crítica de Polavieja. Sin embargo, no por eso dejaba de ser un miembro más de la oligarquía (personalmente, por casamiento con Amalia Loring y Heredia en 1875), que había aprobado la política colonial; no por eso dejaba de haber seguido las prácticas habituales cuándo fue ministro de la Gobernación. Silvela se apresta a realizar su «apertura» conservadora; por la derecha hasta Pidal, por la «izquierda» hasta Martínez Campos. El 6 de enero de 1899 Silvela es nombrado presidente del Círculo Conservador de Madrid; es su investidura oficial como jefe del partido. En realidad, Alejandro Pidal había obtenido el espaldarazo palatino de la jefatura y hasta del cambio de nombre del partido: Unión Conservadora en lugar de Partido Liberal Conservador. En el local de la Carrera de San Jerónimo (allí estaba el Círculo) habló Silvela usando a discreción los estribillos de «regeneración de la patria», «clases neutras», «clases mercantiles»… Aquello parecía un lenguaje nuevo y existía, en efecto, la intención de neutralizar a buena parte de las clases medias. La gran maniobra integradora será la formación del Gobierno Silvela, con Polavieja, Durán y Bas. La vasta maniobra de Silvela estaba condenada al fracaso. Para reequilibrar la Hacienda pública, Villaverde tenía que aplicar un programa drástico; pero era un programa de clase, un programa de «antiguo régimen»: mientras que la contribución agrícola y pecuaria no era aumentada la industrial sufría un recargo del 20 por 100 y la inmobiliaria urbana del 10 por 100; al mismo tiempo, la creación del impuesto que se llamó de «utilidades procedentes del capital y del trabajo» alcanzó a los sueldos de funcionarios, a las clases pasivas, a los dividendos de acciones y obligaciones (5 por 100), a los beneficios obtenidos por empresas y particulares, A la vez se elevaba el cupo de contribución concertado con las Diputaciones de las provincias Vascas y de Navarra. Como puede verse, el Gobierno buscaba colmar el déficit, buscaba los 300 millones de pesetas que necesitaba, en la burguesía y clases medias y de ninguna manera en los propietarios agrarios. El hecho es importante para explicarse las reacciones de la Liga de Productores, de la Unión Nacional y de organizaciones patronales cómo el Fomento del Trabajo en Cataluña. La política de austeridad de Villaverde chocó inmediatamente con las pretensiones más o menos regeneracionistas de Polavieja. Era septiembre de 1899 y llevaba el Gobierno seis meses de vida; en la pugna entre el «general cristiano» y el ministro de Hacienda, Silvela optó por el segundo. Dimitió Polavieja y pocos días después la negativa de los comerciantes barceloneses a pagar los impuestos fue motivo o pretexto de la dimisión de Durán y Bas (10 de Octubre). La «apertura» se terminaba, aunque Silvela, con la incorporación de Gasset al Gobierno, quiso conceder aún, en la forma por lo menos, unos puntos al regeneracionismo. Pero la burguesía catalana estaba defraudada y pasaría francamente a la oposición; se estaba a dos dedos la formación y primer triunfo de la Liga; la fase intermedia fue la constitución de la «Unió Regionaiista» por la mayoría de quienes habían integrado en Cataluña las Justas de adhesiones a Polavieja. En octubre de 1900 terminaría el Gobierno Silvela; éste, pese a cuatro o cinco fórmulas verbales no había sido amo la continuación de todo lo hecho desde 1875. La enemiga de Silvela a la Unión Nacional mostraba, tanto como la política fiscal discriminatoria de Villaverde, que para ese gobierno la burguesía no era aún sino una clase plebeya (haciendo excepción, claro está, de los burgueses ennoblecidos, procedimiento del que usó y abusó la oligarquía española).
Pero volvamos al año 98, cuando la palabra regeneración se hace tópica y todo el mundo la repite sin saber muy bien de qué se trata. Por eso, cuando las Cámaras de Comercio se reunieron en Zaragoza bajo la presidencia de Basilio Paraíso, «Blanco y Negro» comentaba:
«Ahora se habla mucho de regeneración: y mientras que para los espíritus escépticos es ésta sólo palabreja de moda o altisonante estribillo, para los que guardan un adarme de confianza en el porvenir de España, es síntesis suprema de generosos y patrióticos deseos[31]».
El semanario de Luca de Tena parecía caer más bien en el estribillo cuando poco después, en el número del 14 de enero de 1899, convierte el término en algo de chacota:
«Desde Cádiz a Gijón,
Desde Lugo a Castellón,
Toda España, o casi toda,
Después de la última poda,
Grita ¡Regeneración!».
* * *
El verdadero regeneracionismo —que sabemos tenía sus antecedentes que precedieron a la rota colonial— tiene como punto de partida, no ya el «Sin pulso» de Silvela ni el Manifiesto de Polavieja, que social y políticamente representaban a quienes estaban en la cúspide del país durante la Restauración y desde tiempos inmemoriales, sino aquéllos que plantean la cuestión con talante crítico y exigen un relevo de timoneles. El 18 de octubre de 1898 iniciaba «El Liberal», de Madrid, lo que hoy llamamos una encuesta, por medio de interviús a personalidades, bajo el título general de Habla el País. Joaquín Costa fue quien la inauguró. Éste fue el primer gesto de una campaña regeneracionista; luego vino la reunión en Barbastro de la Cámara Agrícola del Alto Aragón (13 de noviembre de 1898) que lanzó a los cuatro vientos el Manifiesto redactado por Costa. Una semana después, el 20 de noviembre, eran las Cámaras de Comercio quienes se reunían en Zaragoza bajo la presidencia de Paraíso; y, como es bien sabido, el 15 de febrero de 1899, la reunión de Cámaras Agrícolas (con la adhesión de las de Comercio) creaba, bajo la presidencia de Costa, la Liga Nacional de Productores.
Cronológicamente debiéramos situar con leve adelanto sobre todo los hechos citados el discurso de Altamira en la apertura de clases de la Universidad de Oviedo. Pero vale más que intentemos una relativa sistematización del alcance que tuvo el regeneracionismo a nivel ideológico, dejando para más adelante la praxis regeneracionista que fue fundamental en la conflictividad política de 1899 y 1900.
b) La línea Mallada-Isern-Picavea.
El primer tramo del planteamiento regeneracionista se inicia —ya lo hemos dicho— con Lucas Mallada (1841-1921), para quien «estamos pobres y hambrientos». Mallada, ingeniero y a quien unieron lazos a la Institución, deshace el mito de la «riqueza natural» de España en la que beatamente nos mecíamos desde tiempos de Alfonso X a despecho de los coscorrones que la realidad nos propinaba. Viene Mallada a decir, con algo de exageración, que cerca de la mitad del territorio nacional es roca estéril sin posibilidades de cultivo. El alcance del libro de Mallada no estaba en la mayor o menor precisión de sus afirmaciones (que buscan una apoyatura científica y estadística), sino en deshacer uno de los mitos más utilizados por las clases dominantes para enmascarar la decadencia.
Su libro Los males de la patria y la futura revolución española es una agudísima crítica de la agricultura española (cuyos «males» que enumera son treinta y tres), de los terratenientes absentistas y su estilo de vida, de la incuria y de los escándalos administrativos, etc. Pero como la mayor parte de los regeneracionistas cede a la tentación de criticar lo que llaman «carácter nacional»: la fantasía (dura arremetida al mito de «Don Quijote»), la ignorancia, la pereza… En realidad, es una crítica de los valores «señoriales» del antiguo régimen hecha con una óptica burguesa; la de la eficacia pragmática, la educación, la exaltación del trabajo. Cuando Mallada crítica que España con todo su mineral de hierro «no acierta a elaborar herramientas, máquinas y material de ferrocarriles para librarnos de un tributo al extranjero», es la voz de la burguesía ascendente la que habla a través de él. Cuando se apoya en la necesidad de que la enseñanza sea práctica («conocimientos útiles en artes y ciencias, enseñanza práctica de nociones agronómicas…») reduce la educación a los aspectos de enseñanza que interesan a la burguesía.
Ricardo Macías Picavea, hijo de militar, nació en Santoña en 1847. Republicano desde los diecinueve años, alumno de Sanz del Río, fue catedrático de segunda enseñanza (Latín y Castellano), primero en Tortosa, luego en Valladolid, donde en 1881 funda el periódico «La Libertad[32]». Murió el 11 de mayo de 1899, semanas después de aparecer su libro fundamental, El problema nacional.
Picavéa está inscrito en una línea netamente regeneracionista y sus vínculos con Costa y con los krausistas son fácilmente perceptibles.
«El régimen vigente desde 1874 comprenda todos males del país»; de esta manera Macías Picavea define su regeneracionismo como crítica implacable de la Restauración. Ciertamente, su crítica de nuestra historia va mucho más lejos: a partir de Carlos I caímos en el «austracismo», es decir, en la desnaturalización del curso de la historia de España que los monarcas de la Casa de Austria pusieron al servicio de los «ensueños e ideales que constituían la tradición perpetua del imperialismo alemán». Para Picavea los defectos o calamidades nacionales son nada menos que veintidós; junto al caciquismo y el centralismo, encontramos el teocratismo, el militarismo, la pérdida de la nacionalidad, la vagancia, la pobreza, etc. «Los partidos políticos al uso son tan antinacionales como la monarquía. Todos ellos son una entelequia, una formalidad sin enraizar en la nación, o un organismo que sólo quiere y consigue extender sus tentáculos en la administración… La Constitución vigente es una mera ficción… Las Cortes son otro embuste…».
La crítica contra los dirigentes tiene también acentos costianos: «No hay arrepentimiento en los directores del desastre, que viven arrogantes y orgullosos…».
La obra de Picavea tiene un basamento geoeconómico y sociológico. Su estudio del caciquismo comprende la base institucional y la base social del sistema, por donde resulta más científico que algunos historiadores de hoy que quieren escamotear las clases al tratar del caciquismo.
Si en Picavea hay la búsqueda de un enfoque sociológico, también hay —como en la mayoría de los hombres de su tiempo— una carga de «cientifismo» positivista que hoy puede parecemos ridículo; se trata, ante todo, de la tendencia a identificar los fenómenos biológico-naturales con los socio-históricos (de la que hemos visto no estaba exento el mismo Ganivet); según él, lo que tiene España es una enfermedad que evolucionó gravemente en los siglos XVI y XVII y a los veintidós males les aplica conceptos seudobiológicos.
Sin duda, sus páginas sobre enseñanza revelan al discípulo de Giner[33]; y cuando dice que «la guerra con los yankees, que tantas vidas ha sacrificado, era profundamente antinacional», está en las posiciones no sólo de Costa, sino de un Pi. Pero en su trilogía —hechos, causas y remedios—, la tercera y última parte es mucho más endeble. Picavea es un caso clásico de confusión entre parlamentarismo y seudoparlamentarismo viciado; acaba por pensar que las Cortes son malas por naturaleza y propone que se cierren durante diez años; su intento, para sustituirlos, de resurrección de gremios no es demasiado feliz y encierra un paternalismo corporativista que haría suyo el fascismo veinticinco y treinta años después. Picavea, por republicano que fuese o creyese ser, no había comprendido la coyuntura económica de su tiempo; si bien reconocía que sólo había dos focos industriales, el textil de Cataluña y el metalúrgico en torno a Bilbao, más adelante, en la parte de «remedios», muestra un total desconocimiento del asunto; ignora la función de industrias de cabecera (de producción de bienes e instrumentos de producción), que mezcla con las de bienes de consumo y con las derivadas de la agricultura, que pone por delante de todas…; en cambio, ve lúcidamente la necesidad de trazar ferrocarriles transversales para paliar el desequilibrio comercial producido por el tendido exclusivamente radial.
Pero, sobre todo, donde Picavea va por delante de Costa (cronológicamente y en lo tajante de la concepción, es en la búsqueda del Hombre histórico, del salvador). Ahí sí que Picavea pierde las bases sociológicas de la primera parte de su obra; para él un César, un Cromwell, un Washington o un Napoleón no tienen nada que ver con la sociedad de su tiempo y surgen solos, como por arte de encanto. Asombra, en efecto, la simplicidad de esta visión, aunque su base ideológica se comprende perfectamente cuando Picavea dice: «¿El pueblo? Está atrofiado».
Ciertamente, al tratar de la obra de Picavea se plantea la cuestión del «prefascismo» tan agudamente sugerida por Tierno Galván, probablemente con más fuerza que en el caso de Costa. Legaz Lacambra subrayó, hace una veintena de años, lo que estimaba como afinidad entre Picavea y el nacional-sindicalismo y sus lazos con lo que será La Conquista del Estado. Es, sin duda, aventurado este esfuerzo por rebuscar semejanzas entre proyecciones ideológicas que difieren cronológicamente en más de treinta años. Hay páginas de Picavea que dificultan ese paralelismo; por ejemplo, su defensa de las autonomías regionales:
«Resueltamente se erigirán en órganos particulares de la vida nacional y del Estado las regiones naturales de España… (…). La autonomía regional no se decretará por patrón único, sino que se hará surgir por grados, según la preparación y situación presente de cada región, habiendo algunas como el PaísVasco y Cataluña, que podrán ejercerla completa, o poco menos, desde luego».
Tampoco nos parece que se acuerde bien cpn el nacional-sindicalismo la teoría de Picavea que ve en el desastre de Villalar «la suspensión de la vida nacional interior y exterior». Pero, sobre todo, este juego intelectual de las «anexiones ideológicas» no parece demasiado serio y, por lo menos, puede afirmarse que es netamente antihistórico. Picavea está en su tiempo, en su España que acaba de perder las colonias, que tiene 67 por 100 de población activa agraria, cuando la energía eléctrica es una novedad y más promesa que realidad, en un régimen parlamentario viciado por el caciquismo y frenado por un Senado nobiliario, con los obreros que llevan todavía blusa y gorra con visera rígida… en una Europa con Kaiser y Zar, etcétera. ¿Qué tiene que ver todo eso con el decenio de los treinta? En cambio, Picavea tipifica perfectamente el regeneracionismo de su época, la crítica al sistema de la Restauración, intentando apoyarse en una base semisociológica, positivista, enfrentándose con la oligarquía, pero sin tener la menor confianza en el pueblo; confundiendo las instituciones democráticas con su total adulteración en nuestra patria y buscándole sustitutos en las empolvadas trastiendas de nuestra tradición. En Picavea, como en Costa, hay la quiebra del liberalismo decimonónico (quiebra más fácil en España, donde había sido bastardeado, porque la burguesía no tuvo nunca verdaderamente el Poder).
¿Es «costista» Picavea? ¿Es «picaveísta» Costa? Vale la pena plantearse la cuestión porque el libro de Picavea está escrito en el momento de los grandes alegatos de Costa, pero antes de la información de Oligarquía y caciquismo .José Luis Abellán ha tenido el mérito de abordar seriamente este problema en su trabajo El costismo de Macías Picavea[34]. Se desprende ante todo del trabajo de Abellán que Costa y Picavea tenían una base común, la del krausismo. La similitud en el enfoque del caciquismo y en el recurso al hombre «histórico» o cirujano de hierro es evidente. Pero Picavea va más lejos que Costa en el autoritarismo; él quiere cerrar el Parlamento, Costa preconiza una estricta separación de poderes. Abellán publica una carta de Costa a Picavea, fechada el 6 de marzo del 99, en la que precisa que tiene poca confianza «en la eficacia de ‘un hombre’, ‘artista de naciones’, como le califica usted hermosamente». Siete veces cita Costa a Picavea en su informe al Ateneo sobre Oligarquía y caciquismo, y pronto dice: «El malogrado Macías Picavea que es, a mi juicio, quien con más lucidez ha diagnosticado el morbo español y acertándole el tratamiento…»[35]; más adelante le llama «profundo conocedor de la historia y de la psicología nacionales y de la situación moral y económica del país…»[36]. No es menos verdad que Picavea tenía de tiempo antes relaciones con Costa, que conocía sus textos, sus programas de 1896 y de 1898, que estaba en relación con la Cámara de Comercio, etc. Es verdad que Picavea ha sido conocido sobre todo a través de Costa (Ya «El Liberal», de Madrid, comentó elogiosamente, el 4 de marzo de 1899, la aparición de El problema nacional), pero no es menos verdad que parten de un tronco común y que el profesor de Santoña tiene bien ganado su puesto propio en las filas del regeneracionismo finisecular.
c) La trayectoria regeneracionista de Joaquín Costa.
Es de todo punto evidente que Costa estuvo siempre preocupado por los problemas sociales a través de su formación krausista e institucionista; basta con pensar en sus estudios de Derecho consuetudinario o, en la óptica educativa, sus intervenciones en los congresos pedagógicos. Y, sobre todo, la inmensa obra de erudición que constituye su Colectivismo agrario, editado en 1898, pero elaborado durante varios años. Sin duda, la influencia de Henry George es considerable para hacerle escribir el colectivismo (también la tesis de Wallance pidiendo una nacionalización de la tierra). Cabe preguntarse si son estas influencias quienes le llevan a familiarizarse con la obra de Flórez Estrada o si, por el contrario, como sostiene Jacques Maurice, «George no es sino el pretexto que sirve para realzar el valor de otra personalidad, la de Flórez Estrada, el primero que, según Costa, formuló en España de manera coherente la ‘doctrina’ del colectivismo agrario[37]». Esta gigantesca obra debía componerse de tres partes: doctrinas, hechos y crítica. Por desgracia, sólo se publicó con las dos primeras; tal como fue editada constituye un momento de historia de las ideas sociales y de las prácticas de explotación comunal de tierras. Parece ser cierto que Costa tiende a sentar la tesis de que hay una escuela sociológica española y dice explícitamente que su «punto de arranque» está en Luis Vives y en el Padre Mariana[38]. Pero, según Costa, en Vives es «oscuro presentimiento» y en Flórez Estrada «disciplina formal y hasta gacetable». Para Costa hay un colectivismo teórico específicamente español que «no mira más que a la agricultura y ganadería; es colectivismo por excelencia agrario». En resumen, Costa, como dice Jacques Maurice, pretende que el Estado imponga a los grandes propietarios de la tierra las leyes de interés general, utilizando desde las más antiguas tradiciones comunales hasta las modernas cooperativas. Pero —y ése es su drama siempre— Costa se dirige al Estado que ya existe, le dice que hay que actuar de pararrayos contra las revoluciones (para él Spencer, Proudhon, Lasalle, Wagner o Le Play no son sino constructores del «pararrayos de las reformas sociales»). Costa ignoró siempre la cuestión del Poder. ¿Quién tenía el Poder en la España de la Restauración? Cuando Costa resucita una «doctrina» para el labrador medio y pequeño, cuando propone una práctica, ignora que la burguesía media no está en el Poder, se olvida de lo que él mismo ha dicho, que en 1868 se habló mucho de «libertad», pero que «esa libertad no se cuidaron más que de escribirla en la “Gaceta”, creyendo que a eso se reducía todo; porque no se cuidaron de afianzarla dándole cuerpo y raíz en el cerebro y en el estómago[39]».
Queremos decir que el Costa que se enfrenta con la problemática española de fines de siglo no es un neófito en los temas sociales. Su Colectivismo agrario es una aportación científica y más aún erudita, sin dejar de serlo «ideológica». Está buscando las bases de la sociología, aunque no sea el único orientado en ese sentido (Sales y Ferré es tal vez el iniciador, al que sigue G. Posada, los dos procedentes del krausismo, aunque el primero derive hacia el positivismo). No rehúye el término «sociología» ni el de «ciencias sociales». Incluso intenta una definición: «La Sociología española, en cuanto se refiere al origen, fundamento y objeto de la sociedad humana, a su relación con la Naturaleza útil, que es decir a su cimiento físico, a la solidaridad, necesaria o voluntaria, entre los asociados, a la dirección y gobierno de su actividad, a la conexión del organismo social con sus órganos y de los fines sociales entre sí…»[40].
Nos parece todavía más importante como principio metodológico aquél que Costa presta a Flórez Estrada (y a George) calificándolo de «tesis del más alto interés para la sociología»: «las reformas sociales son fundamento necesario de las libertades políticas y deben precederles. Para constituir de un modo sólido y ordenado las sociedades humanas (dice Flórez Estrada), antes de establecer las reformas políticas es indispensable fijar las bases sociales»: lo contrario sería empeñarse en levantar el edificio sin pensar en el cimiento[41]. (Lo cual, dicho sea de paso, es una norma metodológica de conocimiento, una concepción lógica de la estructura, pero mucho menos cierto una realidad cronológica histórico-concreta: el defecto de los del 98 no es que las libertades formales precedieran a la reforma social, es que no hubo ninguna transformación social y, por eso, las libertades se quedaron en formales, en prosa de la «Gaceta». Pero para hacer posible una reforma hay que tener previamente el Poder o ejercer una poderosa presión sobre él; esto es lo que nunca comprendió Costa).
Costa, como Azcárate, como Buylla, como tantos otros krausistas, se apoya en el organicismo para combatir la abstracción del liberalismo doctrinario; sobre todo cuando ese liberalismo (formal), representado por la Restauración, fracasaba a ojos vistas.
Volvamos ahora al regeneracionismo; la digresión precedente, si tal es, se imponía por la necesidad de mostrar que la definición de Costa no se agota con el concepto de regeneracionista. Costa lo es, tal vez el más ilustre, pero es también mucho más. Nuestro malogrado amigo Rafael Pérez de la Dehesa puso mucho interés en distinguir un Costa, digamos «permanente», de sólida base intelectual y un Costa «coyuntural» que se nos presenta en la imagen del constructor de programas regeneracionistas. Pienso, empero, que tampoco puede hacerse un corte tajante entre «dos Costas» (moda que anda por esos mundos de Dios y que me parece tremendamente antidialéctica y antihistórica); el Costa de base krausista, con todos sus heterogéneos ingredientes de escuela histórica, positivismo, etc., el Costa con todo un acarreo erudito y doctrinal para ser «ideólogo de labradores medios y pequeños» (des paysans parcellaires, que dice el profesor Carlos Serrano), es el mismo que, casi necesariamente, se va a convertir en portavoz de clases medias (incluso de la burguesía media, a despecho de su miopía por los problemas industriales) cuando el sistema político e ideológico de los grandes terratenientes se resquebraja y amenaza ruina.
Volvamos a 1896. Ya hace un año que la guerra hace estragos en Cuba y Joaquín Costa presenta entonces su candidatura a diputado por el distrito de Barbastro. Presenta su programa de doce puntos, paradigma del regeneracionismo; canales de riego; caminos baratos; apertura de mercados para la producción agrícola, sobre todo el de Francia para vinos; reforma del régimen hipotecario en favor del crédito territorial; suspensión de la venta de bienes de propios; autonomía administrativa de los municipios, a fin de luchar contra el caciquismo; adaptación del presupuesto del Estado a la pobreza del país; codificación del derecho civil aragonés; implantación de seguros y mutualidades para labradores y braceros, menestrales y comerciantes, bajo el patronato del Estado; mejora de la instrucción primaria, elevando la condición social de los maestros… El punto 11.º conviene destacarlo porque en general no se hace referencia a la actitud de Costa respecto a la guerra en las Antillas: «Justicia a Cuba y Puerto Rico en todos los órdenes, poniendo término breve a la guerra a cualquier precio que no fuera el deshonor». El punto 12.º es más convencional; se refiere a estrechar «los lazos morales con las naciones hispanoamericanas».
En este programa tan de circunstancias se observan, sin embargo, visiones de avanzada como el punto 9.º, que significa nada menos que proponer el comienzo de la seguridad social; cuestiones que responden a convicciones de principio (punto 5.º suspendiendo lo poco que quedaba por hacer de desamortización, para salvar bienes comunales); o aspectos de una manifiesta ingenuidad como el de los mercados y los vinos, pues cualquiera debía saber que Francia nos había comprado vinos durante diez años a causa de los estragos que le causó la filoxera, pero que en 1892 no se había renovado el tratado de comercio porque ya había repuesto sus viñas —las mejores del mundo— y no le interesaba, mientras que eran las nuestras las que padecían ahora la enfermedad.
Pasando por encima de la cronología y a trueque de insistir sobre ello, comparamos el programa de 1896 con los ocho puntos de la Asamblea de Zaragoza de febrero de 1899 (siguiendo así a Pérez de la Dehesa): 1). Plan de canales y pantanos; 2). Perfeccionamiento rápido de los caminos dé carretera y herradura, suspendiendo la construcción de carreteras generales; 3). Reforma de la educación nacional en todos sus grados; 4). Formación de una Caja especial autónoma para los tres fines precedentes; 5). Seguro y socorro mutuo por iniciativa y bajo dirección del Estado. Establecimiento de huertos comunales; 6). Nivelación de los presupuestos generales del Estado; 7). Simplificación y abaratamiento del sistema de titulación inmueble, de la fe pública y registro de la propiedad y de la administración de justicia; 8). Derogación de la Ley Municipal vigente y sustitución por otra más breve, inspirada en criterio descentralizador.
Una vez más sorprende la amalgama de pragmatismo provinciano y ciertas visiones atrasadas propias de una España rural (lo de los caminos de herradura) con los temas muy generales y, desde luego, con la obsesión por la política hidráulica.
Pero la idea que Costa persigue en aquel momento es la de constituirse en partido político, «… en partido nacional, sus comités y sus asambleas, con un programa desarrollado y gacetable…, reclamar el poder en la misma forma que ellos y con igual derecho cuando menos». Costa quiere un partido y no un grupo de presión por importante que fuera. Si se crea la Liga Nacional de Productores es porque el punto de vista de Costa no prevalece. «Partido y no Liga», era su lema. Costa intuye, si no sabe, que el Poder tal como está organizado no acometerá nunca las reformas «regeneracionistas»; querer un partido equivale a querer organizarse para acceder al Poder y ejercerlo. Pero, al mismo tiempo, dominado probablemente por el estudio del caciquismo y sus síntomas, Costa no ha ahondado en la naturaleza de los partidos políticos, en sus bases sociales, en las condiciones para su existencia y funcionamiento. Costa no ha comprendido que los republicanos no van a deshacer sus partidos, por imperfectos que sean, para integrarse en un partido regeneracionista, que es coyuntural por definición; que los catalanes, aunque coincidan con muchos de sus puntos de vista, están avirozando ya, tras laboriosa búsqueda, el partido político que por entonces buscan; que otros sectores de la burguesía, que con gusto integran momentáneamente uh grupo de presión, no van a dejar por eso los viejos partidos «históricos», con sus clientelas y sus intereses creados.
Nada desanimará a Costa. La línea regeneracionista del 96 es mantenida y desarrollada. Su conferencia, en el Círculo de la Unión, Mercantil de Madrid el 3 de enero de 1900, Quiénes deben gobernar después de la catástrofe, es uno de los trozos críticos más logrados del regeneracionismo en el que, por añadidura, hay una valoración del pueblo y de la nación más neta que en otros textos costianos. Mil novecientos es el año dramático de la Unión Nacional (de la que nos ocuparemos más adelante) y también el año en que edita Costa su vasta recopilación de textos bajo el título de Reconstitución y Europeización. Fracasa la Unión Nacional, pero el regeneracionismo de Costa sube de nivel y gana en rigor científico, llegando en 1901 a la famosa Información en el Ateneo de Madrid sobre Oligarquía y caciquismo. Costa va subiendo de nivel; cuando va más allá de la agitación agrícola o de los programas hidráulicos, vuelve a ser el sociólogo y pensador más riguroso.
En la segunda conferencia en el Ateneo, pronunciada en marzo de 1901, se concreta el programa costiano que ahora se hace mucho más general, menos provinciano:
¿Sigue creyendo Costa en la «revolución desde arriba»? Sí, a juzgar por lo que dice al comienzo de la Información. Costa sigue creyendo que su «revolución desde arriba» es un «pararrayos para enjugar las revoluciones de las calles y de los campos», fórmula que mantiene desde el Colectivismo agrario pasando por el Manifiesto de la Cámara Agrícola del Alto Aragón y por la Conferencia del Círculo Mercantil. Muchos años después Juan de Mairena ironizaría sobre la expresión:
«¡Revolución desde arriba! Como si dijéramos —comentaba Mairena— renovación del árbol por la copa. Pero el árbol —añadía— se renueva por todas partes, y, muy especialmente, por las raíces. Revolución desde abajo, me suena mejor».
Tal vez llegara a pensar así, un tanto desesperado, Joaquín Costa, cuando declara en 1903 al diario «El Globo» que «ha fracasado la dinastía», que «también las clases neutras han fracasado» y «que se ha hecho precisa, desgraciadamente, una revolución desde abajo». Don Antonio Machado, al expresarse por boca de Mairena, era sin duda más consecuente; desde 1919, por lo menos, era profundamente antirregeneracionísta en lo que el regeneracionismo tiene de reformismo cómplice con el sistema social imperante.
El programa de Costa, los programas de Costa, donde hay de todo un poco, no podrán ser representativos de la burguesía industrial porque su óptica era la de una España agraria. A pesar de ello, será justamente tachado por los socialistas de colaboración con la burguesía. Costa, que ha comprendido al trabajador de la tierra, no ha comprendido al obrero industrial; su frase de que «los obreros son ya las únicas Indias que le quedan a España», no deja de ser equívoca. Quiere evitar la huelga general, pero no por solidaridad con los obreros, sino como quien evita un temblor de tierra: «dando esa pequeña satisfacción a los trabajadores (se trata de la amnistía pedida para huelguistas y autores de delitos sociales, con una huelga que se complicaría con los sucesos de Alcalá del Valle), el solo hecho de conjurar una huelga general vale bien por una paz del Zanjón». Costa da la impresión de colocarse del «otro lado», lo cual no quita mérito a su espíritu de concordia:
«No se trata de ceder, sino dé transigir; de poner término a una guerra civil incipiente…», dice dirigiéndose al Gobierno de F. Villaverde.
El gran vacío costiano fue siempre la cuestión del Poder (aunque tal vez al final de su vida se diese cuenta de la inanidad de toda reforma que no pasase por ahí). En verdad, el vacío venía de lejos, ya que Costa no llegó a calar hondo en la esencialidad de la Constitución real o de hecho: ser una constelación de fuerzas sociales en orden al ejercicio del Poder. El caciquismo no era sino la expresión de una realidad estructural y social concreta. El prohombre o jefe de partido, más que un oligarca (como lo veía Costa), era, en la mayoría de los casos, un agente de los oligarcas, un miembro del «personal político» que utilizaba la oligarquía. Naturalmente, cuando el «político» era importante acababa por entrar en la oligarquía, ya por casamiento, ya por negocios, ya por ennoblecimiento y prebendas…
Como Picavea y como los regeneracionistas clásicos, Costa confunde la causa con la consecuencia; la primera es el poder económico y político de una oligarquía; las consecuencias son la práctica caciquil, la incapacidad para un verdadero parlamentarismo, la existencia de comités de notables con nombre de partidos políticos, etc. A esa confusión hay que añadir la visión elitista que les es común; todos consideran al pueblo español como menor de edad y necesitado de tutores.