CAPÍTULO III

LA QUIEBRA MILITAR, POLITICA

E IDEOLOGICA DE 1898

Fácil no es adelantar que las grietas que iban abriéndose en el sistema tradicional se ahondaron hasta producir una especie de seísmo en 1898, es decir, cuando el Estado español pasó por el trance de perder los restos de su imperio colonial. 1898 sirve de punto de referencia para fijar la crisis que se abre. Crisis que es evidente en lo que se refiere al sistema colonial sobre el que todavía se apoyaba gran parte de la vieja España, de donde procede un «saneado» sector de la acumulación primitiva del capitalismo español; pero también la permanencia de aquellas colonias galvanizaba la «ideología de consolación», que daba una falsa conciencia de dominadores y «civilizadores» cuando en realidad se estaba en una situación marginal a la Europa de entonces. La crisis era también el sistema político de la Restauración, en cuanto a él incumbía la responsabilidad de haber dirigido el país durante un cuarto de siglo. Las catástrofes navales de Cavite y Santiago, el armisticio de agosto de 1898, el tratado de París de diciembre del mismo año, son como el fulminante que transforma la crisis potencial en crisis efectiva y abierta. Dicho de otro modo: la crisis estructural existente (crisis latente, como son siempre las estructurales) se transformaba en crisis abierta, en coyuntura conflictiva, al aplicársele el «detonador» de los acontecimientos de 1898. El 98 marca, pues, un punto de ruptura, sobre todo en dos aspectos esenciales:

a) El dominio colonial.

b) La hegemonía ideológica de la oligarquía.

He aquí dos hechos históricos que cesarán de tener vigencia a partir de aquella coyuntura.

Y ¿qué tienen que ver con todo esto Joaquín Costa y Miguel de Unamuno? Dos hombres de generaciones diferentes, de formación distinta, de concepciones que a veces distan mucho entre sí. Tienen, empero, una coincidencia: la crítica de la sociedad «tradicional», la crítica del sistema de la Monarquía de Sagunto —y de sus precedentes—, la obsesión de una España renovada mediante el desplazamiento de la oligarquía, de aquéllos que, en opinión de Costa, «en vez de jubilarse, han preferido que se jubile la nación».

La crisis que va de 1898 a 1902, aproximadamente, se expresa sobre todo por la ruptura de la hegemonía ideológica: los puntos de fractura son muchos. El valor fundamental de Costa y del joven Unamuno es el de ser paradigmas de corrientes fundamentales de aquella ruptura; lo esencial para nosotros debiera ser el conocimiento de su función en dicha ruptura. Y eso sólo se puede conseguir tratando de insertar la obra de ambos en la constelación de fuerzas ideológicas de la época, con sus relaciones mutuas y sus trayectorias diferentes:

Unamuno, aunque dieciocho años más joven que él autodidacta aragonés, desempeña una función de ruptura ideológica antes del 98. Inútil recordar que En torno al casticismo (que a partir de ahora denominaremos simplemente En torno…) es del 95 y que su colaboración en La lucha de clases empieza el 94. Sin duda, hay un receso en el 97, a partir de ahí su actitud es contradictoria, pero el cambio involutivo no está claro antes de 1902. Durante el ciclo crítico, la función de Unamuno, pese a las mezcladas cargas «ideológicas» que arrastra, es de crítica de la oligarquía, de neta ruptura de su hegemonía ideológica.

En cuanto a Costa, está en la línea krausista desde que conoce a Giner y lee El ideal de humanidad para la vida, de Krause y Sanz del Río, en el curso 1870-71. Pero cofundador de la Institución Libre de Enseñanza, habrá sufrido también una fuerte influencia de la Escuela histórica del Derecho, de Henry George, etc. Costa pertenece a la minoría «erosionante» de los veintitrés años de «canovismo». Profesor de la Institución, director de su Boletín durante cuatro años… Pero lo curioso es que Costa parece estar siempre «dentro del sistema», propugnando por su «revolución desde arriba», mientras que Unamuno, en aquel tiempo, está siempre fuera del sistema.

Por último, parece casi superfluo precisar hoy que la quiebra ideológica del 98 (o si se quiere del 95-98 o de 1895-1900) tiene poco que ver con la llamada generación del 98 (sobre cuyos componentes nadie ha llegado aún a ponerse de acuerdo). Ninguno de los que se suele nombrar con tal motivo es verdaderamente conocido entonces, con la sola excepción de Unamuno… y ¡aún! Se trataba de jóvenes periodistas, por lo general de ideas muy radicales, cuya irradiación era limitada. El 98 ejerce influencia sobre ellos, pero no ellos sobre el 98.

Todo lo precedente no puede servimos sino de pórtico para adentrarnos en un conocimiento más preciso de nuestra temática, a saber:

Si nos aproximamos a la realidad cultural de la época nos damos cuenta de que las diferentes formas de la ruptura intelectual, «ideológica», su exultante proliferación, su fecundidad, no son sino la expresión a nivel de las ideas ya de las nuevas clases, que, apoyadas en el desarrollo de las fuerzas de producción, pide el relevo del poder (burguesía no oligárquica, burguesía catalana, etc.) o de clases medias, ya de pequeña burguesía (a la que en España podría añadírsele la de hidalgos arruinados, ya rurales, ya transferidos a la ciudad, funcionarios cesantes, etcétera), ya de otras clases medias ciudadanas. También, en un extremo del frente de ruptura, se encuentra ya la óptica ideológico-crítica del cuarto estado.

* * *

Es harto sabido cómo la situación de guerra colonial se fue degradando desde 1895. De nada sirvió la draconiana represión de Weyler, ni de nada después que Blanco (con el último Gobierno Sagasta) representase la concesión de una autonomía que nada interesaba ya a los cubanos, a dos dedos de la independencia, ya casi seguros del apoyo directo estadounidense. Se fue, pues, del despeñadero diplomático al despeñadero bélico, a los acordes de «La Marcha de Cádiz», aunque los hombres más lúcidos del régimen preveían el desenlace fatal del drama. Se va de desastre en desastre; el armisticio es ya casi una entrega colonial; incluso se cede en él Manila, que todavía no se había rendido. Prácticamente, nada hay que hacer el día en que empiezan en París las sesiones de la conferencia de la paz (entre españoles y estadounidenses, con curiosa ausencia de los primeros protagonistas, los cubanos). Montero Ríos no tendrá más remedio que firmar, en nombre de España, la renuncia a todos los restos del Imperio, el 12 de diciembre de 1898.

Mientras tanto, una parte del público español (y llamamos público al que no iba a la guerra, ni él ni sus hijos y se enteraba de las noticias por los periódicos) se daba buena conciencia y optimismo contemplando las patrioteras portadas de «Blanco y Negro», los cuentecitos en que nuestros caballerosos héroes vencían siempre o creyéndose aquello de que los norteamericanos eran unos «choriceros» y que sus buques darían media vuelta despavorida al divisar los nuestros (sus buques, cuyos cañones tenían alcance para tirar sobre los nuestros sin ser alcanzados por la réplica). Tomaban conciencia del drama, pero de manera fragmentaria, las capas más humildes de la población, cuyos hijos eran enviados a batirse en las Antillas.

En los medios que podían disponer de medios de comunicación (aunque muchos de escaso radio de acción) sólo el Partido Socialista y don Francisco Pi y Margall mantuvieron una postura de oposición a la acción bélica (al segundo le costó perder su acta de diputado por Figueras). Pero es justo decir que Unamuno y Costa compartieron esa actitud. Con más energía el primero (también era menos conocido). En cambio, republicanos como Blasco Ibáñez titulaban «La Patria de luto» la noticia de la rota de Santiago; «El País» tenía una postura colonialista. Tomemos al azar algún que otro ejemplo: editorial de 24 de febrero de 1898, titulada Cuba yankee. En él se critica ásperamente incluso la labor del gobierno «autónomo» que actuaba en La Habana de acuerdo con el metropolitano y se termina así: «El problema cubano no tendrá solución mientras no enviemos un ejército a los Estados Unidos».

El editorial de 10 de abril de 1898 del mismo diario se titula Unión republicana y es un llamamiento a todos los grupos con ese denominador común, para con la República lograr que «el Ejército y la Marina, los dos brazos del poder nacional, apoyados resueltamente por todos los patriotas y especialmente por el partido republicano unido, salven el honor y el territorio de la Patria». En el mismo número puede leerse un violento ataque a Henri de Rochefort, que presidía en París el Comité de «Cuba libre».

En otra ocasión hemos escrito que aquellos meses del 98 fueron el «despertar de un sueño imperial». Mal despertar, al darse cuenta súbitamente y demasiado tarde de la realidad. Y si buena parte de la opinión no se dio cuenta mientras había hostilidades de lo que en las colonias pasaba, de cuáles eran nuestras dificultades, nuestras bajas; si pocos sospechaban que más de 50. 000 españoles habían muerto allí de fiebre amarilla y de otras enfermedades, el dantesco espectáculo de la repatriación de soldados famélicos, enfermos y harapientos fue entonces conocido de grandes sectores del país. En «Blanco y Nebro», periódico que no se distinguía por su espíritu crítico, podemos leer[7], comentando un reportaje gráfico sobre los lazaretos de Vigo, La Coruña y Santander:

«… este triste amontonamiento de héroes que infructuosamente marchitaron su juventud por la patria, evoca en el alma amargas y melancólicas meditaciones. Quizás muchos de los que en las adjuntas fotografías aparecen mirando el objetivo de la máquina hayan sucumbido a las graves dolencias que los postran en el duro camastro del hospital o les dan el aspecto valetudinario y achacoso que traen la mayoría de los repatriadqs».

En el Congreso de los Diputados, Blasco Ibáñez, de vuelta de ciertas ilusiones coloniales y consecuente con su idea de que a Cuba debían haber ido a luchar todos, pobres y ricos, increpa así a los gobernantes:

«¡Ah, Srs. ministros! ¡Bien se conoce que la carne del pobre es barata, y os importa poco que mueran esos soldados! (Rumores). Si hubierais cumplido la promesa de establecer el servicio obligatorio, de otra manera hubieran venido los repatriados y se les hubiera dado alojamiento y asistencia[8]».

Casos hubo en que la indignación estalló en forma de protesta airada. Así ocurrió en Vigo a la llegada del vapor León XIII (de la Trasatlántica de Comillas, como todos los que hacían el servicio) el 15 de septiembre de 1898, abarrotado de soldados repatriados. El vapor atracó a las ocho y media de la mañana, pero no había orden de desembarcar; durante largas horas gran parte del pueblo de Vigo esperó en vano, mientras que los jefes y oficiales habían dejado el barco desde su llegada. Varios soldados, en estado febril, se dirigieron a la multitud pidiendo agua, diciendo que morían de sed. De súbito estalló el motín dentro y fuera del barco, que la multitud intentó tomar por abordaje. El gobernador militar tuvo que ir al puerto, calmar a todos y hacer que el desembarco se realizase inmediatamente.

Muchos de aquellos hombres volvieron a sus aldeas y campos, a padecer el paro endémico y los bajos salarios. Algunos terminaron peor:

«Sevilla: se ha suicidado, disparándose un tiro en la sien derecha, Eduardo Ferreas, soldado repatriado de Cuba. Envió una carta a su novia diciendo que temía que le despreciase a causa de la pobreza en que se encontraba y que se quitaba la vida».

La noticia la ha tomado Carmen del Moral, de «El Globo», de 24 de mayo de 1899, insertándola en un interesante artículo sobre Baroja y la guerra de Cuba[9].

A otros niveles y tocando otros resortes de sensibilidad, la firma del Tratado de París arrancó las últimas ilusiones a quienes habían creído o querían hacer creer que la España oficial de la Restauración era un modelo de países. Sin dejar la lectura de «Blanco y Negro», he aquí su comentario entre triste y jocoso:

«Pero, oiga usted, cristiano, me preguntará de seguro algún lector, y otros lo pensarán aunque no me lo pregunten: ¿qué es lo que ha ocurrido el día 10, el sábado pasado?».

—Pues nada, que como era sábado nos dieron el jornal: veinte mil dollars, ni un ochavo menos, y en seguida nos borraron de las listas en América, en Oceanía, en Asia, casi en África y por poco en Europa»[10]

La crisis estaba abierta y de nada sirvió que Polavieja lanzase su famoso manifiesto (1 septiembre 1898) en combinación con Rafael Gasset. Silvela, en su célebre artículo —aunque sin firma— publicado en «El Tiempo» (16 agosto 1898) afirmaba que España estaba sin pulso, pero para ofrecerse a renglón seguido a regenerarla. Se trata de la maniobra de una Unión Conservadora extendida a Pidal y a Martínez Campos, con el sencillo propósito de sustituir a Sagasta. Y presentándose con aires de «aperturismo» incluyendo a Polavieja y a Durán y Bas, que durarán poco en el Gobierno, quedando éste como uno más de la larga serie de conservadores.

Aunque nuestro objeto no es un examen detallado de aquella crisis (empresa que intentamos en otro trabajo en curso de realización) en sus aspectos socio-políticos y económicos, podemos avanzar que si bien puso en delicada situación a la industria textil catalana y a los harineros castellanos (al perder el monopolizado mercado de las colonias) no puede hablarse de tal crisis para el norte en unos años en que se crean en Vizcaya más sociedades que nunca[11], se extrae y se aporta más hierro que nunca, haciéndolo pagar en libras y no en pesetas. Tampoco hay crisis en la hulla asturiana, etc.

Lo que está en crisis es el Estado de la monarquía, el sistema colonial, todo el sistema canovista de los partidos de turno apoyados en una monstruosa falsificación del régimen parlamentario por medio del caciquismo y vicios anejos. Hay una crisis política evidente, una crisis del sistema imperial-colonial tal como los gobernantes y clases dominantes se habían empeñado en hacer prevalecer; y, consecuentemente, se produce una profunda crisis ideológica.

Pero ¿es que no hay crisis económica? Entendámonos; hay una crisis económica estructural agudizada día tras día. La falta de capitalización de las explotaciones agrícolas, la estructura latifundista y minifundista de la propiedad agraria, el bajísimo poder de compra de la población rural (la mayoría del país) eran el primer freno a toda expansión y desarrollo de la industria en un mercado nacional. Si se ganaba dinero exportando hierro, esas exportaciones contrariaban lo que hubiera debido ser el desarrollo industrial del país. De sobra es sabido que las tremendas contradicciones que han motivado que se hable de dos modos de producción coexistiendo en España en el siglo XIX (y también de «economía dual», de «yuxtaposición económica», etc.) eran la clave del atraso español. Lo que queremos decir es que en 1898 no es esa contradicción la que se presenta con mayor fuerza, sino la política y, más todavía, la ideológica. Porque, a fin de cuentas, la oligarquía dominante sigue integrando altos burgueses y la estructura económica tarda más de quince años en ser puesta en tela de juicio; e incluso el personal político del bloque de poder consigue aferrarse al timón de la embarcación —el Estado y los instrumentos de Poder— y los partidos de turno, sin sus jefes de antes, fragmentados, desacreditados, etc., siguen funcionando durante cuatro lustros. Ahora bien, lo que se acaba para siempre es la posibilidad de seguir empleando los tópicos «ideológicos» anteriores al 98. Aquí la ruptura es total y definitiva; del unanimismo se pasa al pluralismo; la burguesía «no integrada», la pequeña burguesía y la clase obrera irrumpen ideológicamente al nivel de distintas tomas de conciencia. El intelectual bien sostiene la tesis burguesa del Estado democrático liberal y de Derecho (y es el caso de Azcárate, de Giner, de Pedregal, de Posada) o bien expresa la protesta irritada, sentimental de la pequeña burguesía. Condicionados ideológicamente —como señala Abellán en sus Claves del 98—, insertos en el mercado de las profesiones liberales, la mayoría de ellos acabarán por recaer en el conformismo de una u otra manera; pero una minoría no retrocederá jamás después de la ruptura.

El 98 como crisis es: la ruptura de la hegemonía ideológica del bloque oligárquico y no la cota cronológica de una generación literaria todavía mal definida, cuyos componentes en su mayoría eran todavía muy jóvenes.

Desde el último tercio del siglo XIX, manejando los textos y la documentación de la época, se observa fácilmente que lo que subsiste del seísmo del 98 es la revisión crítica a ultranza, el rechazo de lo que antes se consideraba como verdad establecida, el replanteamiento de todos los temas concernientes a la realidad socio-política de España.

Hemos dicho que esta revisión crítica (ya empezaba antes, pero a la que sirve de fulminante el desastre colonial) es pluralista. Diremos más; se produce en orden disperso y con ópticas muy diferentes. Podemos tipificar varias direcciones entre las más importantes líneas de fuerza que van a hacer saltar la línea «ideológica» defensiva de la España «tradicional»:

Otros están integrados o muy cercanos al socialismo: Verdes Montenegro y, desde luego, Miguel de Unamuno, aunque precisamente su apartamiento del socialismo se inicia en esa fecha durando la situación, intelectualmente ambigua, hasta 1902.

Hay, pues, un hecho; la crisis ideológica que culmina o «estalla» en 1898; y otro, muy distinto; el grupo generacional de escritores que se denomina con la etiqueta de aquella fecha (y la cuestión se complica sobremanera si además se incluyen los escritores modernistas). Toda confusión de esos dos fenómenos conduce a mixtificaciones de diverso género; una de ellas, demasiado habitual, ha sido la de hablar de las ideas «noventayochistas» de Machado. Sólo el mismo Machado, pocos meses antes de morir, negaba lúcidamente su inclusión en la generación del 98.

Ahora bien, no es muy fácil precisar el contenido, el repertorio «ideológico» de la crisis que estalla el 98. Podemos intentar, con inevitable riesgo de error, el enunciado de algunos elementos comunes a todas o a la mayoría de las posturas críticas de entonces:

En resumen, ¿qué líneas de fuerza presenta la ofensiva «ideológica» del 98 contra los conceptos, representaciones y valores del bloque dominante?, crítica del sistema socio-político, de los partidos de turno, del falso parlamentarismo, del caciquismo; denuncia de los «males nacionales»: horror al trabajo, ignorancia, hambre; soluciones elitistas, con cierta carga de arbitrismo y negativa del protagonismo popular; en fin, demolición crítica de los valores «históricos» exaltados por la ideología dominante.

Antes de seguir adelante se hace preciso recordar la diferencia entre lo antedicho y el repertorio ideológico del grupo generacional literario del 98. Este coincide en la revisión de los valores históricos, incluso de los literarios; se adhiere a la tesis de la abulia nacional y tiende a la exaltación estetizante del paisaje, no sólo del castellano, como suele decirse, aunque sí con predominancia de él.

En fin, la inclinación a la secularización de actos de la vida civil (p. ej. estreno de Electra) no es específica de un grupo de escritores, sino común a vastos sectores de la sociedad, tanto de medios populares como de la burguesía no vinculada al bloque del Poder. Hay también la actividad específica de «los tres» (Azorín, Maeztu, Baroja) hacia 1900-1901, que no pasa de ser una faceta anecdótica del regeneracionismo.

Aunque más adelante hemos de insistir sobre este asunto, queremos salir ya al paso de la habitual confusión creada por el mito literario del 98.

Y volvamos a los grandes lineamientos de la ruptura ideológica. Frente a los rasgos enunciados, que son mayoritarios, no es posible ignorar que Vera, Iglesias, y con ellos el joven Unamuno, discrepan en un aspecto: el protagonismo popular.

En 1895, en En torno…, escribe Unamuno: «¿Está todo moribundo? No, el porvenir de la sociedad española espera dentro de nuestra sociedad histórica, en la intrahistoria, en el pueblo desconocido, y no surgirá potente hasta que le despierten vientos y ventarrones del ambiente europeo». (Surge ahí el binomio unamuniano pueblo-Europa del que habremos de ocuparnos con detenimiento).

Más rotundamente, Jaime Vera escribe el 1.º de mayo de 1900:

«Sentís bien que la vida pública nacional es la de un organismo incompleto… ¿No veis que le falta el pueblo? ¡Y le increpáis porque os vuelve la espalda, cuando su cordura está en alejarse de vosotros!… (…). Hundida la patria en simas más hondas que hoy, ha renacido por el vigor del pueblo. En él es donde han de buscarse vírgenes energías; por él, contra los errores y horrores de la política tradicional, está asegurada la perennidad de la familia española sobre la haz de la tierra[15]».

Las diferentes direcciones del pensamiento ponían en tela de juicio, cada una a su manera, los valores establecidos que habían permitido justificar la sociedad de la Restauración como una continuación armoniosa de la historia de España. Lo característico del fin de siglo es que la revisión crítica que años antes era patrimonio de un pueblo de profesores krausistas —o positivistas— fuera ahora llevado a la plaza pública por la prensa diaria, las conferencias, a las conversaciones… Hay una inmensa crisis de confianza.

Sin embargo, hay algo más hondo que todavía no ha ganado los primeros planos de la discusión pública ni de la preocupación de las conciencias. ¿Lo intrahistórico, que diría Unamuno? Aceptemos el término provisionalmente, aunque no sea muy científico. El hecho sobre el que se sustentaban los demás era que la mayoría de la población pasaba todavía hambre y necesidades, que labraba las tierras que no eran suyas o que, si lo eran, eran pocas y pobres.