CAPÍTULO II

LA EROSION DE LA ESPAÑA ARCAICA

O «TRADICIONAL» DESDE 1890

Sería insensato y eminentemente antihistórico creer que las quiebras ideológicas, económicas o políticas se presentan súbitamente, de la noche a la mañana, en la vida de los pueblos. Por el contrario, van siempre precedidas de un proceso más o menos largo de erosión y resquebrajamiento. En el seno de cada conjunto estructural (cada sociedad dada concretamente) existe potencialmente la conflictividad que, agudizada, acaba por estallar en la superficie del tiempo histórico.

La España tradicional agraria, de mentalidad aristocrática de «ancien régime», orgullosa de las derrotas gloriosas de su historia, adormilada en la huera altisonancia poética de un Núñez de Arce o de un Bernardo López, superficial con Campoamor… cierta «España» que, aplaude a Echegaray desde el patio de butacas y las plateas (incapaz de comprender a Galdós, que estrena Realidad en 1892 y grita «¡Más luz! ¡Aquí hay que abrir las puertas!»), que se edifica con El escándalo, de Alarcón, y aprecia el costumbrismo de Pereda, que lee «Blanco y Negro»…, vieja estampa de corridas de toros, desfiles militares, sopa boba en los conventos, picaros en arrabales y carreteras, mano de obra sin empleo, latifundios mal labrados y dehesas para toros de lidia, sacerdotes que condenan el liberalismo como nefando pecado y se entrometen en la vida civil, Universidades dominadas aún por la escolástica y reducidas a la función de expendedurías de títulos académicos (¡cuántos de ellos para que amarilleen enmarcados en el despacho de un propietario rural!)…

Y sin embargo, esa España estaba ya batida en brecha desde el 68 (aunque Unamuno y Costa, para quienes su combate era muy actual, no quisieran o pudieran verlo), porque la historia hace zigzags, pero no vuelve nunca a su punto de partida. Primero se trató de una minoría en situación difícil (eran jóvenes, se llamaban Azcárate, Leopoldo Alas, Benito Pérez Galdós…; otros —Salmerón— habían tenido que expatriarse momentáneamente o pasar algunos años de silencio —Pi y Margall—); luego, la burguesía liberal no oligárquica, la misma pequeña burguesía, se expresará a través de distintos «ideólogos», capitalizará o recuperará numerosas expresiones de protesta, porque esas clases se niegan ya a admitir la escala tradicional de valores. Va a proseguir la «erosión»; a comenzar por las bases estructurales, que, si no cambian enteramente, ven nacer en ellas el embrión del mañana, el empuje de las fuerzas de producción hacia fines de siglo.

López Morillas ha escrito que durante los treinta años que transcurren desde la revolución de septiembre del 68 al desastre del 98 «se produce una crisis de la conciencia española en muchos sentidos más honda que la que, ya un tanto rutinariamente, se viene atribuyendo a la generación del 98[5]». Y si un Costa o un Unamuno —añadimos nosotros—, como un Giner o un Azcárate, se dan menos cuenta de esa renovación crítica, es precisamente porque ellos mismos son sus protagonistas, están dentro de esa crisis de conciencia.

Sin embargo, la falta de novedades estructurales, el mantenimiento rutinario de las instituciones y de sus prácticas viciadas no dejan salir a la superficie esa crisis que, por otra parte, no es patrimonio de las grandes multitudes, sino de grupos minoritarios. No lo será tampoco en 1898, a pesar de que el andamiaje del sistema político ofrece alarmantes señales de ruina. Pero permitirá entonces que se separen del bloque dominante los ideólogos pequeño-burgueses e incluso un sector de cierta burguesía. Será, al mismo tiempo, la coyuntura propicia para que el movimiento obrero deje de ser una rara minoría, como lo era hasta entonces.

Pero hay ocho años —desde 1890, aproximadamente— durante los cuales ya está quebrando, poco a poco, la España arcaica o «tradicional».

Observamos, en el plano económico, el proceso ascensional de la hulla y el hierro (del 90 al 97 se va a doblar la producción carbonera; algo análogo puede decirse de la siderurgia, que en esos años pone en explotación primero los convertidores Bessemer, luego los hornos Martin-Siemens). Las grandes empresas del norte entran en liza (el 82, las dos que veinte años más tarde se unirán creando Altos Hornos, la Santa Bárbara en Asturias, tantas y tantas más. Aparecen por aquel entonces las primeras industrias de productos químicos con capital extranjero, por cierto) y, ya con criterio comercial, las de electricidad. Los tejidos prosperan gracias al proteccionismo que les otorga el monopolio de los mercados coloniales. Igual sucede con las harinas castellanas, que, por el ferrocarril de Alar del Rey, llegan al puerto de Santander y parten desde allí para que con ellas se amase el pan que se come en Cuba y Puerto Rico (el arancel proteccionista de 1892 es fundamental a este respecto). En fin, culmina el tendido ferroviario; no es vano señalar que en el último decenio del siglo el ritmo de tendido de líneas fue mayor que nunca, alcanzando al final los 13 000 kilómetros de líneas en explotación.

Un examen del censo de 1900 nos da también cierta aproximación a los cambios del decenio; en la población activa de industria y minas encontramos ahora 990. 000 personas, aunque bien es cierto que se incluyen en ese número numeroso artesanos, pequeños patronos, etc. No obstante, la progresión era considerable. Había también 18 000 ferroviarios, millares de pequeños funcionarios (fundamentalmente los de Correos y Telégrafos). Incluso los profesores de enseñanza superior y media eran algo más numerosos (los maestros de primera enseñanza vegetaban aún a merced de los municipios); el periodismo empezaba a ser una verdadera profesión…

El ímpetu industrial y comercial de Cataluña se enfrentaba con el centralismo de Madrid; 1892 es el año en que los catalanes lanzan las bases de Manresa. Tras Almirall, más influyente en el decenio precedente, Prat de la Riba es ahora más rotundo. Germinan, pues, las tendencias diversas del catalanismo; apunta el nacionalismo vasco.

La gran industria que empieza lleva consigo otro nivel de clase obrera; en 1890, Bilbao y su periferia conocieron la primera huelga general ganada por los trabajadores. En cambio, Cataluña conoce la dispersión de corrientes anarquistas. Sin embargo, el oportunismo de Las tres clases del vapor favorece por contrabanda al anarquismo, que recibirá del societarismo sus bases sindicales. En el campo meridional siguen las rebeldías milenarias: 1892 es el año de la marcha de campesinos sobre Jerez.

Prospera y se difunde la prensa: «El Imparcial» y «La Correspondencia de España» pasan de los cien mil de tirada, cota que pronto alcanza «El Liberal» (hacia el 98 llegarán a los 140 000). Más tarde, hacia 1900, «El Imparcial» se estabiliza entre 110 y 120 000. Crea el «Heraldo» la familia Canalejas. Se mantienen «El Globo» y «El País»; de una escisión de éste sale «El Progreso», de menor tirada. «Blanco y negro», conformista y técnicamente bien presentado, ganaba a las clases medias. Los anarquistas editarán revistas de importancia: «Ciencia Social», dirigida por Anselmo Lorenzo (1895), que desaparece pronto para dejar paso a «Tierra y Libertad», dirigida por Urales. En los medios socialistas (cuya importancia crecerá al terminar el siglo) destacan como semanarios «El Socialista», de Madrid, y «La Lucha de Clases», de Bilbao. En fin, en lo literario, «Madrid Cómico» —que compagina notorias concesiones a lo vulgar con la más resonante crítica literaria de entonces, la de «Clarín»— está en primera fila. Revistas como «La España Moderna» y la «Revista Contemporánea», de Lázaro Galdiano, son de lo que hoy llamamos de alta cultura, pero parece comprobado que su tirada y difusión fueron harto limitadas. Su medio de lectores era también estrictamente intelectual. De otras muchas publicaciones podríamos hablar, pero nos limitaremos a señalar que la mayoría de las de nueva creación, que suelen ser las que más llaman nuestra atención, tenían escasa tirada, a diferencia de aquellas otras como «La Ilustración Española y Americana», el citado «Blanco y Negro», etc., de amplia difusión, paradigmas de la «ideología» del bloque dominante.

Los partidos turnantes siguen su marcha como si nada sucediese. Cánovas, que había sustituido a Sagasta tras el «grito de Baire», es asesinado el verano de 1897. Otra vez Sagasta. Los republicanos, al fin en candidatura única, logran grandes victorias electorales en 1893, pero el peso caciquil de la España agraria es inmenso. En fin, el carlismo parecía tomar nuevas fuerzas bajo la dirección del marqués de Cerralbo y la inspiración de Vázquez de Mella.

En el plano ideológico se sienten ya los primeros síntomas de resquebrajamiento del «unanimismo» de principios de la Restauración; desde luego, en sectores minoritarios. Se trata de los intelectuales krausistas o más exactamente («institucionistas»), que empiezan a regentar bastantes cátedras universitarias; de los escritores que están cerca de ellos, y de otros, menos numerosos, que se proyectan hacia el movimiento obrero.

Los informes orales y escritos ante la Comisión de Reformas Sociales habían puesto de manifiesto, ya en 1884, el bajo nivel de vida que condicionaba el comportamiento de la mayoría de los españoles. El informe allí presentado por la Institución Libre de Enseñanza hacía radicar la situación aflictiva de los obreros en la insuficiencia de la educación. Así se expresaba lo que nos hemos atrevido a llamar «el utopismo educativo».

En 1890 hay las primeras manifestaciones del 1.º de mayo. Galdós, que todavía se cree «burgués», escribe: «Los desheredados de entonces se truecan en privilegiados. Renace la lucha, variando los nombres de los combatientes, pero subsistiendo en esencia la misma». Galdós, abierto hacia el «institucionismo», había, sin embargo, transcrito al libro un León Roch, impugnado por Giner como caricatura del hombre krausista. Poco después Giner aplaudirá entusiasmado La desheredada. Pero con Roch, como con Isidora Rufete o con Miau, Galdós no escapa todavía a la vieja querella ideológica. Y «Clarín», que en La regenta alcanza la crítica más magistral no sólo de la sociedad provinciana y caciquil de la Restauración, sino también de su decadente escala de valores, ese mismo «Clarín», republicano y krausista, no deja de guardar una «ortodoxia» de valores literarios con fuerte dosis de recelo hacia las corrientes juveniles. No es la menor contradicción de esa época.

Cronológicamente hablando, puede partirse para hablar de crisis finisecular del libro Los males de la patria, del ingeniero Lucas Mallada, publicado en 1890. Ése sería el más seguro punto de referencia para dar partida de nacimiento al regeneracionismo que tanto va a prosperar en los años posteriores. Nos parece más acertado que no partir de Polavieja o de Silvela —como hacen algunos—, que no eran regeneracionistas, sino que querían servirse de esa terminología en favor del bloque de poder (gran propiedad terrateniente + alta burguesía).

Como es sabido, Mallada sostiene la tesis de que el suelo español es muy pobre, hace una crítica del atraso económico, de la administración y de los partidos y se lanza a revisar sobre nuevas bases la cuestión del «carácter nacional» de los españoles (precedente indudable del 98). Para Mallada, los españoles padecen cuatro defectos capitales: la fantasía, la pereza, la ignorancia y la rutina. El prototipo «quijotesco» es vigorosamente atacado.

Dentro de este cuadro general hay que mencionar —aunque luego nos ocupemos con detalle de él— que por aquellos años (1890) Costa vuelve a instalarse en Graus, crea un año después la Liga de Contribuyentes del Ribagorzana y al siguiente la Cámara Agrícola del Alto Aragón, futuro instrumento de sus campañas.

Añadamos que en 1895 se han publicado las Notas sociales del joven Martínez Ruiz; el 29 de octubre del mismo año estrena Joaquín Dicenta su Juan José (entusiásticamente acogido por Unamuno), que constituye un estallido en el «orden moral» de la época; en 1897, el grupo «Germinal» aglutinará a Dicenta, Felipe Trigo, Valle, Verdes Montenegro, Blasco Ibáñez[6].

Nuestro don Miguel, cuyo rumbo hemos de seguir con más detalle, está en su salmantina cátedra (desde el curso 1891-92); en 1894 entra en el Partido Socialista y colabora en «La Lucha de Clases»; en 1895 escribe En tomo al casticismo. Don Miguel lee, estudia, escribe, discute, empieza a desencantarse, tendrá su crisis religiosa, pero seguirá aún colaborando en la prensa socialista, también en la anarquista (esto era usual en la época) y protestando contra la guerra de Cuba.

En ese panorama de fuerzas ideológicas opuestas a la dominante (que son la «punta de lanza» de la erosión), la fundamental es la Institución: Giner, Azcárate, Cossío, Uña… Los discípulos de Giner son ya catedráticos en diversas Universidades (la Universidad de Oviedo tiene mayoría krausista y sueña ya con experiencias de educación popular). Aniceto Sela se plantea la necesidad de nuevos sistemas de enseñanza; Alvarez Buylla estudia la política social; Posada, la sociología y el derecho público… De ahí ha salido un sector encaminado hacia el positivismo, pero tantos rasgos comunes, que puede decirse que no deja de ser institucionista. Nos referimos a Salmerón, Salillas, Dorado Montero, Simarro. En él ejerce cierta influencia Auguste Comte, pero mucho más Spencer y Max Nordau.

Dentro de ese medio resulta de imprescindible referencia para nuestro trabajo la obra de Gumersindo de Azcárate El régimen parlamentario en la práctica (1885). Azcárate, estudioso del Estado democrático liberal, choca con la realidad existente. Define el caciquismo como «Constitución real» de España (la idea, en política, había sido ya formulada por Lasalle, pero estaba inédita en nuestra patria). Duro con el caciquismo, lo califica de «feudalismo de un nuevo género, cien veces más repugnante que el feudalismo de la Edad Media, y por virtud del cual se esconde bajo el ropaje del Gobierno representativo una oligarquía mezquina, hipócrita y bastarda»,(Obsérvese que el binomio costiano oligarquía-caciquismo está ya presente en esta definición de Azcárate quince años antes).

Azcárate antepone el orden de derecho al orden material, incluso al orden legal; según él, el orden de derecho está basado en la justicia, y es lo que llama derecho racional; ese orden puede incluso engendrar la legitimidad de la revolución cuando se hallan en contradicción con el orden material y el legal.

En el marco del krausismo citemos todavía a Rafael María dé Labra, estudioso de los problemas coloniales, a «Clarín», al joven Rafael Altamira, secretario de Museo Pedagógico (que dirige Cossío) hasta el 97, en que gana su cátedra de Oviedo.

En fin, en lo estrictamente político, Castelar vive sus últimos años identificado con el bloque de poder. Lo contrario de Pi, cuya influencia seguirá marcándose en los medios populares de la periferia-este y en jóvenes intelectuales como Machado, Martínez Ruiz, etc.

Un periodista republicano crea en Valencia un periódico llamado a tener gran difusión: «El Pueblo». El periodista se llama Vicente Blasco Ibáñez; es también novelista, y en 1894 publica Arroz y tartana. También republicano y periodista, demagogo por añadidura, es Alejandro Lerroux, que dirigirá «El País», luego «El Progreso»…