CAPÍTULO XIV

CONCLUSIÓN

Al cabo de este recorrido, forzosamente incompleto, por algunos aspectos ideológicos de la coyuntura de finales del XIX (y comienzos del XX, que todo es una) nos preguntamos qué consecuencias es posible obtener. Si la ruptura de la hegemonía ideológica se vino preparando durante casi un decenio, los años que hemos estudiado y las figuras que han llamado nuestra atención son muy representativos de aquélla. Con sus vacilaciones, sus imprecisiones, sus ensoñaciones también, nuestros dos autores muestran una voluntad no sólo de crítica, sino de estudiar las realidades poniendo los hechos sobre sus pies y no en posición invertida (óptica deformante).

El Unamuno de finales de siglo abre campo a las concepciones de la historia que dominarán en nuestro siglo. No hay, sin embargo, que sacar las cosas de quicio. En el fondo su pensamiento no es dialéctico, hegeliano (y menos aún marxista, en cualquier sentido y de entrada en lo que tiene de metodología sociohistórica). Hay un «fijismo» por debajo —o por encima— de ese pueblo que, según él, no cambia. ¿Por qué Unamuno apoya sus razonamientos sobre los campesinos que apenas han cambiado, y no sobre los obreros de su tierra vizcaína, en pleno cambio? Elias Díaz[113] señala esto diciendo que se trata «de una dialéctica idealista que no genera síntesis», y cita ampliamente a Blanco Aguinaga[114]. Cree éste que en Unamuno «bajo la obra histórica se esconde una realidad estática y más real que la Historia misma».

Por nuestra parte, insistimos en que las «varias lecturas de Unamuno», la polifonía de su obra, permiten diversas estimaciones. En su coyuntura, ciertos párrafos de Unamuno, ya en En torno…, ya en diferentes artículos, tienen no sólo el valor de ruptura de la ideología dominante, sino de anunciar etapas venideras de la historia, de apoyarse en la confianza dada al pueblo, en valorar de hecho (con toda la garrulería que se quiera) la historia del trabajo, de los bienes que produce, de los hombres que producen aquéllos, muy por encima de la historia de acontecimientos que hoy nos parece muerta y enterrada (tal vez así lo pensamos con demasiado optimismo), pero que entonces estaba viva y dominando en todos los lugares de lo que ahora llaman «aparato ideológico» (expresión sobre la que todavía habría que afinar y reflexionar).

En cuanto a Costa (cuyo poder de irradiación en aquel tiempo fue igual o mayor que el de Unamuno treinta y tres años después), el solo hecho de su crítica al liberalismo doctrinario lo sitúa como paradigma del cambio ideológico.

Elias Díaz ha dicho que «la actitud de Costa suponía una muy profunda crisis de confianza en el liberalismo, por lo menos en las posibilidades del liberalismo en ese momento de la historia que es precisamente cuando empiezan a manifestarse claros síntomas preautoritarios y prefascistas, plenamente desenvueltos en él, primer tercio de nuestro siglo. Costa, de fondo indudablemente liberal, se puede decirse, expresión objetiva de esa crisis del liberalismo[115]».

Pienso que esa crisis se expresa en Costa no como simple protesta sentimental de un intelectual frente a la injusticia, sino con sólidas bases sociológicas. Los ejemplos a tomar son múltiples; escojo uno, que me parece fundamental, de un discurso sobre la república, reproducido en La tierra y la cuestión social, págs. 52 y ss.:

«Esa libertad no se cuidaron más que de escribirla en la “Gaceta” creyendo que a eso se reducía todo; porque no se cuidaron de afianzarla dándole cuerpo y raíz en el cerebro y en el estómago; en el cerebro, mejorando y universalizando la instrucción; en el estómago, promoviendo una transformación honda de la agricultura… Se contentaron con la sombra, olvidando la verdadera sustancia de la libertad y su verdadera garantía, que se hallan en la escuela y en la despensa; y el fracaso era inevitable. No vieron que la libertad sin garbanzos no es libertad[116]. Ni vieron que por encima de todas las Constituciones y de todos los derechos individuales y de todas las urnas electorales, el que tiene la llave del estómago tiene la llave de la conciencia, y, por tanto, que el que tiene el estómago dependiente de ajenas despensas no puede ir a donde quiere, no puede hacer lo que quiere, no puede el día de las elecciones votar a quien quiere…».

Ahí la crítica de Costa desborda el tingladillo de la Restauración (que podía criticarse desde una óptica estrictamente liberal) para atacar la concepción entera del liberalismo burgués. Y no se le tilde de prefascista, puesto que no quiere prescindir de la libertad (ni de las libertades), sino hacer de ellas una realidad. Recuérdese que el fascismo vino porque esas «libertades» sin despensa fueron debilitándose, quedaron inermes, y que con él no hubo libertades, cierto, pero tampoco despensa ni escuela.