CONCEPTOS DE PUEBLO Y NACIÓN EN COSTA Y UNAMUNO
El joven Unamuno de En torno… concibe siempre la nación como una entidad supraestructural creada encima de una realidad básica formada por el pueblo. En el último capítulo es donde más claramente se advierte esa conceptuación; llega a ser la tesis final del libro; toda la salvación está en el pueblo. Pero ¿qué es el pueblo?
En el apartado V de Sobre el marasmo… (O. C., t. I, página 867) parece mostrarse partidario de la idea alemana del Volkgeist que había sido proporcionada por la Escuela histórica.
Más adelante, en el apartado VI, dice al empezar: «Es una desolación; en España el pueblo es masa electoral y contribuible. Como no se le ama, no se le estudia, y como no se le estudia, no se le conoce para amarle».
Y más adelante:
«¿Qué el pueblo es más tradicionalista aún que los que viven en la historia?… Es cierto, pero no al modo de éstos. Su tradición es la eterna». Y de nuevo interviene su teoría de la irrupción de lo subconsciente en la historia, esto es, irrupción de lo intrahistórico en lo histórico.
Pero lo que nos parece esencial es que para Unamuno todo eso se contrapone a lo específicamente nacional; para él el pueblo se hunde en «el protoplasma universal humano». Lo popular le resulta más humano que lo nacional.
El pueblo nos sustenta a todos, dice al final del libro, y líneas antes ha dicho que los que buscan el «pasado histórico» o «el presente momento histórico»… «no son más que instrumentos de empobrecimiento espiritual de un pueblo». En suma, para el joven Unamuno, lo popular se opone a lo castizo. Una vez más, tesis-antítesis, sin solución en el nivel de la síntesis, es decir, sin llegar a pueblo=nacional o, mejor dicho, a lo de ser nacional porque es popular, concepción a la que llegará, por ejemplo, Antonio Machado, para quien los máximos valores patrióticos y nacionales están representados por el pueblo (y en Machado pueblo=hombre que gana su pan trabajando).
Unamuno escribe en 1896 su artículo La crisis del patriotismo en donde opone la idea de pueblo a lo nacionalista, llegando a su conocida frase de que «cuanto más se diferencien los pueblos, más se irán asemejando, aunque esto parezca forzada paradoja, porque más irán descubriendo la humanidad de los mismos. El pueblo es en todas partes lo más análogo. Tratan de separarlo para vencerlo mejor, los que en todas partes lo explotan».
Su artículo Más sobre la crisis del patriotismo (publicado en la revista «Nuestro Tiempo» de Madrid, marzo de 1906) es un alegato en favor de la integración de las más diversas modalidades en una nación compleja, «la Patria grande, rica, variada, compleja». Frente a ella cree ver alzarse la rigidez de la patria «castiza» que Castilla quiso imponer. «Se buscaba —dice— la unidad pura; la unidad con la menor heterogeneidad y diferenciación de partes; la simplicidad, en una palabra».
Según don Miguel esa visión o concepción se expresa, por ejemplo, en un Hernando de Acuña cuando escribe:
«una grey, y un pastor sólo en el suelo, un monarca, un imperio, una espada».
«Ese simplismo —dice— produjo el Tribunal de Santo Oficio, instrumento de unificación».
Por fin, en su artículo Algo de historia, publicado en «La Nación» de Buenos Aires de 12 de noviembre de 1917, vuelve Unamuno a enfrentar los conceptos de nación oficial y pueblo: «… esa nación oficial que no es más que una hipoteca de los tenedores de la Deuda y una finca de los dueños de latifundios agrarios, fabriles o mercantiles». (Diríase que escribía el joven catedrático del 95).
También en «La Nación» (16 de marzo de 1918) habla Unamuno de una nueva Internacional que se construiría partiendo del fracaso de la precedente: «La Internacional que haya de fundarse sobre las naciones, teniendo a éstas en cuenta y aceptándolas sobre las personalidad individuales y colectivas y para afirmarlas y desarrollarlas, esta Internacional no cabe decir que haya fracasado. Apenas se inicia. Y ésta será la Internacional de los pueblos». Idea confusa desde luego, que todavía se hace más al evocar el lema de Mazzini: ¡Dios y Pueblo!
A fin de cuentas las definiciones precisas han faltado; y, sin embargo, la diferencia entre Pueblo y Nación se venía estableciendo ya en el siglo XIX por quienes se dedicaban a la Teoría del Estado liberal. El pueblo —Volk— había sido considerado como una formación cultural; para algunos (Herman Heller) se convierte en nación «cuando la conciencia de pertenecer al conjunto llega a transformarse en una conexión de voluntad política».
Se llega también a la confusión entre Nación y Pueblo. Eso sucede a partir de Rousseau. Ya sabemos cuántas confusiones ha habido entre «soberanía nacional» y «soberanía popular». Y es que resulta harto peligroso confundir la volonté unitaire du peuple con la volonté générale dé l’Etat.
¿Pueblo es el todo? ¿O Pueblo son ciertas clases sociales? ¿Qué sentido tiene soberanía popular, etcétera? ¿Y el despectivo «pueblo soberano» en boca de los aristócratas vencidos?
¿Y Nación?, ¿conjunto cultural?, ¿territorial?, ¿unidad lingüística o económica?, ¿voluntad de acción política?, ¿un proyecto común, un plebiscito constante?, ¡qué se yo! Lo que sí se perfila es que lo nacional tiene unas bases vinculatorias y definitorias ajenas a lo social, a las clases. Por el contrario, lo popular tiene una carga social y sólo puede definirse a base de sus vinculaciones con los conceptos de estructura social, estratificación, etc. Ahora bien, dinámicamente, tampoco se puede comprender lo nacional sin conocer el comportamiento y los intereses de cada clase social en cada coyuntura.
Joaquín Costa parece centrarse más sobre la idea de lo popular = lo nacional, estimando incluso que las clases superiores han desertado de la nación. En «Oligarquía y Caciquismo» leemos:
«Dice bien un periódico democrático, a propósito del grito de Gijón (“¡abajo el caciquismo!, ¡viva el pueblo!”, agosto de 1900), que ese grito significa decirles a todos los que gobiernan y a los que aspiran a gobernar que la libertad es una palabra vana, llena de viento, mientras subsista el caciquismo; es sintetizar en una fórmula sencilla las aspiraciones nacionales; es oponer política a política y sistema a sistema; es establecer como principio y axioma que para que viva el pueblo es preciso que desaparezca la oligarquía imperante (hay una nota a pie de página con la referencia al periódico “Heraldo de Madrid”, 21 de agosto de 1900). Para que viva el pueblo, sí; pero, además, para que subsista la nación porque el pueblo quiere que subsista[110]».
Compréndase bien que no se trata de una identificación o confusión entre los conceptos de pueblo y nación, sino de apoyar la realidad nación sobre la realidad pueblo. Realidad pueblo que no es lo mismo que población (de ahí toda la divergencia con la teoría del Estado liberal); pueblo es en Costa una categoría social, aunque todavía imprecisa.
«Pueblo que no es libre —dice—, no debe esperarse que se preocupe de la bandera, sobre todo cuando la psicología nacional ha mudado tan radicalmente como la nuestra desde 1898».
El profesor Carlos Serrano, que ha realizado un penetrante estudio de la noción de pueblo en Costa[111], tras explicar cómo se forma en él la idea de pueblo (en relación de oposición a «lo extranjero, primero», y, partiendo de ahí, en relación de oposición de «los humildes» a «los pudientes»), escribe: «Progresivamente se ve así surgir una nueva definición de pueblo, que cesa de significar la totalidad de la colectividad, y tiende a reducirse a las clases populares de la nación, en oposición a las clases dirigentes».
Ciertamente, Costa habla con frecuencia de «clases gobernantes», etc; que han faltado a su deber histórico y nacional; y se encamina a una reducción —y precisión— del concepto pueblo. Claro que si decimos clases populares de la nación incurrimos en tautología. El tema es fundamental, porque tal vez algunos aspectos de la historia de España habría que interpretarlos desde un concepto de «revolución popular» todavía no elaborado científicamente; para llegar a él hay que partir de una clarificación rigurosa de la estructura de clases (y fracciones, de clase, capas sociales, estratos, categorías, etc.) sociales. ¿Dónde termina el pueblo y dónde empiezan las clases dirigentes (yo prefiero el término «dominantes»)? ¿Dónde la burguesía deja de serlo para convertirse en pueblo? Rara vez hubo frontera tan mal definida para término del que se usa y abusa en todas las latitudes. Reconozcamos que durante más de un siglo se ha usado de él demagógicamente con harta frecuencia (por demagogos de izquierda y de derecha) y ha sido matizado por las más diversas connotaciones.
Puede decirse, empero, que Costa plantea constantemente las conexiones entre lo popular y lo nacional (mientras que Unamuno cargaba en las contradicciones). Si utilizamos la conceptuación instrumental de clases sociales (más precisa, pese a los pesares, que la de pueblo), en cada ciclo histórico encontramos varias clases sociales (y dentro de ellas, una clase hegemónica, cuya ideología «penetra» a las demás) que representan los intereses, los fines y hasta la voluntad de lo nacional. Pero nunca su protagonismo histórico es sin conflicto (la no-conflictividad, hasta ahora, es la no-historia). Enfrente hay otra clase o bloque de clases (con otra que puede ser hegemónica entre ellas). Independientemente de que un bloque u otro tenga el Poder, lo cierto es que los intereses de ambos bloques en pugna no pueden coincidir al mismo tiempo con el interés nacional. Para volver a la coyuntura finisecular de que trata Costa, es uno de esos casos en que una clase o bloque de clases (o alianza, que no es lo mismo) tiene ya caducado su capacidad de dirección si se obstina en guardar o en reconquistar el Poder, se divorcia de lo nacional: los ejemplos son múltiples y podemos elegir entre los más conocidos; la nobleza francesa reunida en Coblenza de acuerdo con los invasores de la patria; una mayoría de la gran burguesía, francesa cuya política del decenio de los treinta se inspiró por el lema «plutôt Hitler que le Front Populaire» y, en efecto, contribuyó al pacto de Munich, a la derrota del 40, y colaboró con el invasor. Costa, como «Clarín» y tantos otros, tomaban ejemplos de nuestra guerra de Independencia. Pero Costa va muy lejos en «Oligarquía y Caciquismo». Para él los «componentes del régimen oligárquico» son «extraños a la nación y contrapuestos a ella». Coloca a la oligarquía fuera de la nación.
Si emprendemos un estudio sociológico no podremos confundir la pertenencia a la nación con la identificación a sus intereses; no es lo mismo obrar contra el interés nacional que estar fácticamente al margen de la comunidad nacional. Y, sin embargo, para Costa no es más que «un cuerpo extraño, como pudiera serlo una facción de extranjeros apoderados por la fuerza de Ministerios, Capitanías, telégrafos, etc.». La exageración es palmaria. Carlos Serrano no la carga en la cuenta del temperamento de Costa, sino de su concepción del pueblo; los «humildes» son el pueblo, y el cacique es quien impide que se exprese «la voz del pueblo». Obrando así, el cacique se presenta como «agente de destrucción de la nación» y Costa lo equipara a un enemigo del exterior.
El profesor Serrano pone buen cuidado en señalar esa hipertrofia que hay en el pensamiento costiano del papel del cacique «sin duda importante, pero probablemente secundario en tanto que no es sino la emanación de una situación económica en la cual el poder está en manos de los grandes terratenientes[111bis]».
Pero hay más; la deserción de los deberes nacionales también la ve Costa en el sistema de servicio militar redimible por dinero que estaba en vigor cuando las guerras coloniales del 95 al 98 (sólo será abolido por Canalejas). Conocidos son los párrafos de «Oligarquía y Caciquismo» en que partiendo de un discurso de Martínez Campos en el Senado (en el que se cometía la torpeza de decir que las madres de los soldados que se batían en las Antillas «se desprenden de ellos por puro patriotismo»).
«Pero daba la casualidad de que sólo las madres de las clases populares habían dado tales señales de patriotismo, desprendiéndose de sus hijos por el honor y por la paz de España; que la clase llamada gobernante había echado la llave a las Cortes el día en que iba a discutirse el servicio militar obligatorio, y se había guardado los hijos en casa, sin mandar a la guerra ni una mala compañía de rough-riders por honor siquiera de la clase, ya que no fuese por amor a lo que, profanándola, denominaba patria[112]».
Opone Costa clases populares a clase (llamada) gobernante, por donde se infiere que lo que entiende por pueblo está excluido de la dirección de asuntos del Estado. Si históricamente hablando, la afirmación parece inobjetable, tiende en cambio a reducir demasiado el área de lo popular, al identificarla con quienes no tenían ninguna posibilidad de redimir a sus hijos del servicio militar; las clases medias urbanas e incluso la entonces rara fracción de obreros calificados daban escaso porcentaje a las filas del Ejército, nutridas fundamentalmente de hijos del agro.
Que Costa quisiese formar un partido llamado nacional no deja de ser significativo. Sin embargo, contra lo que algunos han supuesto, Costa no proyectaba un partido de conciliación de todas las clases. El programa en doce puntos (que resume en tres, un poco a la manera de Tablas de la Ley), no solamente presupone la extirpación del caciquismo, sino que lo que entiende por europeización representa un nivel de equipamiento social muy elevado (con ineludibles repercusiones en las finanzas públicas y en la política fiscal), una gran masa de inversiones en el sector agrario, creación de una verdadera clase media campesina, municipalización de los servicios públicos explotados por compañías privadas y otras varias medidas que ineludiblemente chocaban con los intereses de la gran propiedad agraria (agrícola y ganadera) y con algunos de grandes compañías anónimas entonces de reciente creación.