CAPITULO XII

CONCEPTO DE TRADICION EN COSTA Y UNAMUNO

Sabemos ya que la tradición «eterna» o «verdad» (es decir, intrahistórica y anticastiza) es la de Unamuno. Se opone por naturaleza a la «castiza», «tradicionalista». Su famoso artículo Renovación (31 mayo 1934), escrito al final de su vida, confirma ese punto de vista unamuniano:

«¿Qué? Lo más de lo que ustedes llaman tradición es plagio. Y es traición y traducción. Y poco, muy poco, casi nada, nacional, española[107]». Ahí es donde Unamuno dice, adelantándose a su tiempo (y al Vaticano II): «Y dejemos la blasfemia de que no puede ser buen español quien no es buen católico. En sus últimos años no pensaba así don Marcelino».

Es decir, anticastizo, como cuarenta años atrás; frente al negro o blanco, el todo o nada, en el que se sustenta la trágica dicotomía de buenos-malos. Por anticasticismo escribirá también al final de su vida: «El españolismo contrapuesto a la españolidad. Lo que lleva a la más perniciosa forma de guerra civil». (Fiesta de la raza, 12 de octubre de 1934).

Si regresamos al Unamuno joven, releamos Sobre el marasmo actual, etc…:

¿Que el pueblo es más tradicionalista aún que los que viven en la Historia? Es cierto, pero no al modo de éstos: su tradición es la eterna.

El 20 de agosto de 1898 se publica en «La Lucha de Clases» de Bilbao la recensión que Unamuno había hecho de Colectivismo agrario .Sin duda, allí confunde don Miguel el socialismo con las doctrinas de Costa («georgismo», o mejor y más nacional, colectivismo agrario de Flórez Estrada), lo que no debe extrañar demasiado, pues ya había dejado de ser socialista. Sin embargo, es allí donde se explicita el concepto unamuniano de tradición:

«Todos los que se llenan la boca con aquello de las Venerandas tradiciones de nuestros mayores deben aprender en la obra de Costa cuáles son las tradiciones de nuestro pueblo, no la bullanga de Pavía, Otumba, Lepanto, etc., sino las tradiciones íntimas… Allí verán cómo el régimen del concejo de Liébanes, por ejemplo, es mucho más glorioso para España que la rendición de Breda».

La afirmación es de talla, y si bien está orientada en sentido axiológico (qué vale más o menos para la gloria nacional), también tiene aplicación en sentido epistemológico (qué permite llegar mejor al conocimiento de la intrínseca realidad española).

En el artículo Renovación que publica Unamuno en «Vida Nueva» (31 julio 1898, a no confundir con el del mismo título publicado en «Ahora» treinta y seis años después), puede verse la base costiana que tiene la concepción de la historia (o intrahistoria) unamuniana:

«No creo quede ya otro remedio que sumergirnos en el pueblo, inconsciente de la historia, en el protoplasma nacional, y emprender en todos los órdenes el estudio que Joaquín Costa ha emprendido en el jurídico. Hay que aprender a desengañarse de Segismundo, que soñó historia; y a vivir del Alcalde de Zalamea». He aquí una clave para comprender los capítulos centrales de En torno al casticismo.

Muerto Costa, el Unamuno casi quincuagenario pública en la revista «Nuestro Tiempo» (marzo 1911) un trabajo escrito, sin duda, con la rapidez de las circunstancias y titulado Sobre la tumba de Costa («A la más clara memoria de un espíritu sincero»). Aquí Unamuno, que ya no es europeísta, afirma que Costa tampoco lo era y, llevado por su concepción del carlismo popular como expresión intrahistórica, establece su paralelismo con Costa:

«Tenía (Costa) muy poco de europeo. Su método era de intuición, de adivinaciones parciales, y, sobre todo, de fantasía y retórica, aunque éstas se ejerciesen sobre datos».

«Hay en la vida de Costa —sigue Unamuno— otra viceversa o antinomia, y es que apareciese como republicano, él, cuyo programa político es con el del carlismo con el que tiene más analogías. Con el carlismo, sí. Dejémonos, desde luego, de todas esas vacuidades del clericalismo y el absolutismo, y mucho más del Cura Santa Cruz y de Flix.

»El carlismo es el representante, con todo lo bueno, pero también con todo lo malo, de la vieja y castiza democracia rural española, de lo que Menéndez y Pelayo ha llamado la democracia frailuna. El carlismo puede decirse que nació contra la desamortización, no sólo de los bienes del clero y los religiosos, sino de los bienes del común».

Naturalmente, ahí se toma don Miguel libertades de veinte años de diferencia con la historia, pero no es menos significativo su intento de situar a Costa en una tradición agraria: «Con esa democracia rural de calzón corto; con ese colectivismo que lejos de ser el que el socialismo propugna, es todo el contrario de éste, pues el de Costa era un colectivismo retrospectivo y no el que el industrialismo puede traer…». Don Miguel pone aquí el dedo en la Haga de las lagunas que las ideas de Costa ofrecían ante la sociedad de su tiempo (que ya no era el de Flórez Estrada).

Pasaron los años y don Miguel (que siempre guardó respeto y admiración por Costa) abordó de nuevo el tema en el discurso de homenaje al polígrafo de Graus pronunciado en el Ateneo de Madrid el 8 de febrero de 1932.

«Aquel hombre —dice Unamuno— tenía la preocupación de la Historia, y como era un historicista, era también un tradicionalista; un hombre que vivía por y para la tradición, comprendiendo, como es natural, que la tradición es una misma cosa que el progreso, como el progreso es progreso de una tradición. Para que marche un carro es menester que haya un carro (sic). Este hombre era un tradicionalista hasta en el sentido específico que en España se da al tradicionalismo… (…). Y era también, en este sentido, un conservador. No hay que asustarse de la palabra. Era; naturalmente, y sobre todo, un español. ¡A él sí que le dolía España! Era español. Fomentó aquello de la europeización, inventó lo de la europeización en puro españolismo, porque era, como Job, un hombre de contradicciones interiores…».

Ciertamente, hay una parte de la obra costiana que es investigación histórica e incluso mirada vuelta hacia la tradición; no menos cierto es que Costa (y lo mismo le ocurrirá al Unamuno del siglo XX) apenas veía la textura sociológica española como no fuera con óptica agraria. El modo de producción de la sociedad capitalista le resultaba ajeno, a pesar de que su identificación coyuntural con la burguesía media hacia 1900 le hizo escribir algunas páginas de exaltación de la fundación empresarial como las anteriormente citadas.

El Costa tradicional es, probablemente, el de Colectivismo agrario, pero no tradicionalista según el común entender (como parece querer presentarlo el Unamuno anciano). Costa revive toda la tradición antifeudal y antiseñorial. Pero si era casi normal que Flórez Estrada no viera más allá del campesino trabajador y del artesano de las ciudades, que Costa padeciese igual miopía era ya un anacronismo. Tampoco había visto Costa que uno de los grandes males causados por las desamortizaciones fue el de desviar hacia la compra de bienes nacionales capitales susceptibles de inversión industrial (pero ésta es otra historia y asaz compleja).

Sin embargo, hay páginas de lucidez «moderna» en Colectivismo agrario; por ejemplo, cuando escribe que «uno de los mayores méritos de Martínez de Mata consiste en haber adivinado el peligro que corría España con haberse constituido exclusivamente agricultora; la apremiante necesidad de que se transforma en potencia manufacturera y comercial, etc».

A lo largo de todo ese libro queda patente la idea de intervención del Estado, sobre la que habrá que volver al tratar del llamado neoliberalismo de Costa. Pero la tradición que allí se expone y defiende no es la del intervencionismo, sino la de organismos y comunidades a nivel local; es la tradición de los hombres sencillos, de los villanos, de los pecheros. Y ahí viene el punto de coincidencia Costa-Unamuno; es todo lo contrario de la «tradición tradicional», que es la de las clases dominantes; la que recuerda y quiere perpetuar los «acontecimientos» de sus gobernantes, de sus guerreros, de sus diplomáticos; se ha tratado siempre de transmitir la «gloria» de batallas coloniales o de invasión en campos de Europa, el poder de la realeza al alba del Estado moderno encarnado en Isabel y Femando; la religión como «ideología» de clase dominante cubriendo, por ejemplo, la batalla de las Navas de Tolosa, la tradición jacobea o la expulsión de los judíos. Esa tradición de clase dominante es la que expresamente combatieron en muchos textos Costa y Unamuno (como también la mayoría de los institucionistas); es la exaltación de los valores del antiguo régimen. Se comprende perfectamente que fuese en 1898 y años que le siguen cuando la práctica del antiguo régimen (más exactamente es una práctica residual dirigida por un núcleo social dominante que procede de ese antiguo régimen) hace bancarrota, cuando se siente en muchos intelectuales la necesidad de derribar unos valores que ya había demostrado su inviabilidad.

La importancia que Unamuno concede al concejo de Liébanes (puro pueblo enfrentado con la gloria oficial de Breda transmitida por el pincel de Velázquez) y a quienes trillaban con sus bueyes en las horas de la invasión musulmana es, si se quiere, intrahistoria, pero no es menos la tradición del trabajo (y no la de los nobles a quienes el trabajo deshonraba), la tradición de las estructuras socio-jurídicas de las gentes sencillas, la tradición olvidada por los tradicionalistas.

Lo castizo, lo blanco y negro, la exaltación de valores «calderonianos», el «sostenella y no enmendalla»… todo ello pertenece al sistema ideológico de la feudalidad (en su acepción extensa), de los señores, así como la Inquisición pertenece a la tradición institucional del mismo sector social. La «casta histórica Castilla», que según Unamuno crea —dominando— la nación, es quien va a engendrar la ideología calderoniana del siglo de oro; y ahí tendremos lo castizo.

Creo que Unamuno, aunque atraído ya por otros temas, no deja de madurar sus conceptos sobre lo histórico. Y me parece imprescindible señalar, una vez más, ciertos vínculos espirituales con los hombres de la Institución en esa búsqueda de nuevas bases historiológicas. De 1904 es el breve pero sustancioso artículo de Manuel Bartolomé Cossío Sobre la enseñanza de la Historia en la Institución[108]. De él entresacamos lo siguiente: «Esta (la historia), como se ve, tiene desde el comienzo carácter de Historia de la cultura. No sólo porque no se reduce a mera Historia política (que, por el contrario, representa muy poco en este grado), sino porque, ante los objetos y las láminas, base principal por ahora de la enseñanza, se habla más de los pueblos que de los personajes: »…«el verdadero sujeto de la Historia no es el héroe, sino el pueblo entero, cuyo trabajo de conjunto produce la civilización».

Sabemos que esa orientación respondía a la concepción de Altamira de «historia de la civilización»; pero al mismo tiempo es un punto de apoyo de la idea de tradición (y de lo histórico auténtico) en Unamuno y Costa, como es, en general, un cambio total en la concepción del objeto y del protagonismo de la historia que corresponde netamente a la irrupción hecha por la ideología de la burguesía liberal e incluso por cierta visión del mundo que otorga prioridad a los sectores populares de la sociedad.

La concepción de Unamuno a la que hacía referencia, me parece expresada mejor que nunca en el discurso que leyó con ocasión de la apertura del curso académico 1900-1901, el 1.º de octubre de 1900, cuatro semanas antes de ser nombrado Rector de aquella misma Universidad de Salamanca. Hay en ese texto un intento de definir la historia (lo que no hay en otros) que descansa, desde luego, en la idea de intrahistoria y en su oposición al acaecer superficial y ruidoso.

«Historia es lo que en torno vuestro ocurre, el motín de ayer, la cosecha de hoy, la fiesta de mañana. Sólo con el hoy aquí entenderéis rectamente el ayer allí, y no a la inversa; sólo el presente es clave del pasado y sólo lo inmediatamente próximo lo es de lo remoto. Lo que no descanse de una manera o de otra en el presente, ya a flor de él, ya en su lecho de roca sedimentado, no fue más que fugitiva apariencia. Es el presente el esfuerzo del pasado por hacerse porvenir y lo que al mañana no tienda en el olvido del ayer debe quedarse». Esta concepción de lo histórico en función del porvenir está sin duda teñida de cierto pragmatismo. Pero de ella se desprende también: a) la negación del tradicionalismo en el sentido de que los valores y normas del pasado tengan vigencia en el presente; b) lo que queda del pasado con verdadera solidez es hoy presente; lo intrahistórico sigue siendo presente.

Veamos la continuación del texto:

«En la historia apenas se oye más que a los bullangueros y vistosos; los silenciosos y oscuros, que son los más, callan en ella y por ella se deslizan inadvertidos. Oyese en la nuestra el trotar de los caballos de los moros que invadieron nuestro suelo, pero no el lento y silencioso paso de los tardos bueyes que trillaban en tanto las mieses de los que muy de grado se dejaron conquistar. Y sin la comprensión de esto es aquello incomprensible[109]».

La imagen es ahora más ajustada, y a la vez más efectista, que nunca; la sonoridad del «acontecimiento» y la lentitud y solidez del trabajo «intrahistórico» alcanzan su mayor penetración. Lo aparencial es el «acontecimiento», los guerreros musulmanes ocupando la mayor parte de la Península; lo esencial es el trabajo, es la producción de bienes (y, de paso, Unamuno señala la mitificación de la «conquista», puesto que aquellos hombres «muy de grado se dejaron conquistar»). Es explícito; sin esto (sin el trabajo, sin el conocimiento de la producción y de todo lo que de ella se deriva: costumbres, mentalidades, vida cotidiana, etc.) aquello es inexplicable, aquello que refulge siempre al trotar de los caballos, al estampido de los cañones o incluso de las explosiones nucleares.