CAPÍTULO XI

OLIGARQUIA Y CACIQUISMO

La información en el Ateneo.

Todavía Costa, tras el fracaso de la Unión Nacional, intentará crear un partido de intelectuales (arraigado espejismo del que más tarde será víctima Ortega); cree en «la aristocracia intelectual universitaria», pero sus intentos resultarán vanos y, como bien es sabido, terminará por adherirse en 1903 a la gran corriente que se aglutina aquel año (y no por mucho tiempo) en la llamada Unión Republicana.

Pero Costa es incansable; más allá de un pragmatismo regeneracionista que, sin embargo, va más lejos y más hondo del regeneracionismo al uso, su obra esencial prosigue. En 1898 ha publicado Colectivismo agrario y en 1901 organiza la Información del Ateneo de Madrid que da lugar a su ponencia Oligarquía y caciquismo, completada con las respuestas a las intervenciones —primera redacción, hecha en 1901—, y, luego, al resumen más elaborado que data de 1902. En esa edición que podemos llamar definitiva de Oligarquía y caciquismo, de noviembre de 1902, el texto original de Costa es de 251 páginas de formato de 0,22 por 0,16 mts.

La Información empezó en marzo de 1901; a ella fueron invitadas 171 personas que constituían una auténtica elite de la política, la Universidad, el periodismo, etc. Participaron 56 de ellas representando la mayoría de las tendencias. Fue significativa la ausencia de Pablo Iglesias, que marcaba las distancias puestas por la corriente socialista; en cambio, no tenían significación ausencias como las de Giner o Cossío, ya que sus amigos participaban activamente (Azcárate, Posada, Buylla, Altamira, Bernaldo de Quirós…). El integrismo estuvo representado por Ortí y Lara, la extrema derecha por el profesor Gil y Robles, el catalanismo por Rahola, el conservadurismo moderno por Maura. Nos es de extrañar la ausencia de Alzola, tras la ruptura en Unión Nacional; en cuanto a los liberales (que habían sustituido a Silvela en el Gobierno, siguiendo imperturbablemente «el turno» a despecho de todos los críticos) no creyeron oportuno desdender al Ateneo (Montero Ríos, Romanones, Vega de Armijo).

El Informe de Costa es una crítica directa del liberalismo formal y del concepto de libertad mitificado. La existencia del caciquismo y de la oligarquía hacen inexistente la libertad del pueblo. La crítica se hacer particularmente aguda al tratar de la revolución de 1868; el ¡Viva la libertad! falto de ir acompañado de ¡Abajo el cacique! redujo aquélla a la nada. Costa habla de «autosugestión» en «la psicología de las muchedumbres», manera de prefigurar el concepto de «ideología» aplicado a la vida institucional. Costa se inspira claramente en la distinción que ya había hecho Azcárate entre «Constitución legal» y «Constitución real», aunque va todavía más lejos (también señala a Salillas en su libro Hampa como fuente de una distinción parecida).

Ciertamente, lo que Costa llama «clase directora» son los oligarcas, caciques y junto a ellos un tipo de alto funcionario de designación política que es el gobernador civil. Hay, sin duda, impresiones sociológicas, ya que en realidad no se trata de «clase», sino de «personal político» o de «elites políticas». El oligarca para Costa es aquél que aparentemente tiene el Poder o participa en él; ministro, subsecretario, diputado, senador, jefe de partido de turno en la «oposición», etc, Pensamos qué en esos casos sigue tratándose de ejercicio cotidiano del Poder, sin que la potestad de las grandes decisiones inexorablemente ejecutadas sea común a todos ellos, mientras que la poseen otros que aparentemente no están en los organismos estatales encargados de decidir. En cuanto al cacique, su poder decisorio lo es sólo a nivel local. Es difícil concebir al cacique sin el sistema de partidos de turno, la estructura agraria dominante, la falta de información, el tejer y destejer de la Corona sin contar con las decisiones electorales, etc. Verdad es que en nuestros días está de moda decir que los caciques hubieran existido sin los partidos de turno y que éstos no hubieran podido acabar con el caciquismo en caso de haberlo así deseado. La afirmación es anticientífica como toda aquélla que consiste en suponer cómo hubiera transcurrido la historia si las premisas de un hecho hubieran sido diferentes de las que fueron. Porque la verdad es que ni Cánovas, ni Sagasta ni sus próximos colaboradores tuvieron la menor veleidad de terminar con los caciques. Pero es que ahora también está de moda eso de «pobrecitos Cánovas y Sagasta», «pobrecito Fernando VII», etcétera. Eso de «innocenter» (absorber) a ciertos personajes de la historia es menos «inocente» de lo que a primera vista pudiera parecer.

Volviendo a nuestro tema, Costa trata del Cacique, se apoya en una abundante bibliografía y en multiplicidad de ejemplos, aunque en realidad no llega a una elaboración conceptual, que es sustituida por la atribución de rasgos diversos. La idea de cacique es completada con la de oligarca, prohombre o notable, y todo ello integrado en la trilogía del régimen oligárquico: oligarcas-caciques-gobernador civil, «que les sirve de órgano de comunicación y de instrumento[98]».

Pienso que si hoy reconsideramos la sociedad española de la Restauración no veríamos la extensa red de notables —caciques—, partidos de turno y altos funcionarios, no como una «clase» (¿por qué clase? a no ser en términos banales) ni como una oligarquía en sí misma, sino como un conjunto instrumental de las clases dominantes y, más concretamente, instrumento de la verdadera oligarquía, del bloque oligárquico formado por los grandes terratenientes y la alta burguesía.

El otro aspecto de la crítica costiana es que lo que en general se consideran vicios o deformaciones del sistema parlamentario y de partidos, él lo considera como esencialidades; según Costa, España no tenía un régimen parlamentario viciado por corruptelas y abusos, sino «un régimen oligárquico, servido, que no moderado por instituciones aparentemente parlamentarias». Podría decirse qué Costa rompe la primera corteza de lo aparencial en las instituciones, aunque no cale hasta el núcleo o almendra. A las Cortes les llama pseudo-Cortes y les asigna la función de «relación, de los oligarcas entre sí» (olvidando que había diputados, aunque pocos, fuera del sistema de turno y que gracias a las Cortes lo que ellos decían podía difundirse sin censura por todo el país). A los partidos políticos los trata de facciones, banderías o parcialidades de carácter personal. Sin duda, eran Comités de notables apoyados en el aparato caciquil (me refiero a los partidos de turno y sus secuelas).

En suma; nada se hizo el 68 hablando de libertad y entonando el Himno de Riego ni menos aún se hizo después con el liberalismo doctrinario. Todo quedó igual. ¿Por qué? Porque, según Costa, proclamar la libertad sin abatir al cacique no servía para nada. Lo que nos hace pensar de nuevo en Unamuno; todo quedó igual porque no se llegó a lo intrahistórico.

Sin embargo, a través de este texto (y de otros) de Costa se siente siempre una lucha o contradicción entre la intuición que él tiene de las clases sociales (el cacique, incompatible con la libertad, porque representa la propiedad; la nación formada por aquellos cuyos hijos se batieron en Cuba, es decir, por el pueblo, etc.) y la incapacidad para llegar a elaborar un concepto de clase y aún menos de antagonismo entre ellas. Con frecuencia se tiene la impresión de que Costa pensaba más en el campesino miserable de la España minifundista (o ese pobre que coexiste junto al latifundio) como fue su familia, que en el jornalero andaluz y aún menos en el obrero de fábrica o mina. Su mismo concepto de «clases neutras» (ni había ni hay tal neutralidad, ni objetiva, ni subjetiva) le incapacitaba para una conceptualización científica en ese orden de cosas.

Como Picavea y otros regeneracionistas, Costa confunde las causas (estructura agraria atrasada, poder de una oligarquía ideológicamente precapitalista, etc.) con las consecuencias (caciquismo, pseudoparlamentarismo, comités de notables en lugar de partidos). Producto de esa confusión es su ilusión, su espejismo: la revolución desde arriba. Si no hay un problema de clase y de antagonismo social, si no hay una instrumentalización de instituciones al servicio de una dominación de clase, ¿por qué no se realizaría el «milagro» de transformar la sociedad desde el Poder sin transformar el Poder mismo?

Costa tiene certera penetración cuando dice que se trata de «definir España por lo que es y no por las engañosas ficciones de la Gaceta». Sabe que esa revolución, «su» revolución, consiste nada menos que en transformar la Constitución real del país; por eso dice: «la clave del remedio no está en reformas mecánicas de una u otra ley».

¿Qué propone? Lo que él llama «remedios orgánicos» y «acción quirúrgica»:

  1. Fomento intensivo de la enseñanza y de la educación por los métodos europeos.
  2. Fomento intensivo de la producción y difusión consiguiente del bienestar material de los ciudadanos.
  3. Reconocimiento de la personalidad del Municipio.
  4. Independencia del orden judicial.

La política quirúrgica para aplicar su programa era incompatible con el Parlamento (de ahí la divergencia entre Costa y Azcárate y los institucionistas). Pero Costa no pide, como Picavea, que se cierre el Parlamento por diez años. Se limita a propugnar un sistema de estricta separación de poderes. No reincidiremos en el manoseado asunto del «cirujano de hierro», producto momentáneo de la exaltación costiana, hábilmente aprovechado después por muchos que distaban considerablemente del pensamiento de Costa. Baste con recordar que en el resumen de Costa niega expresamente toda identidad entre su «política quirúrgica», su «cirujano», etc., y cualquier género de dictadura. A fin de cuentas, lo que Costa postula es un régimen presidencialista como hoy existen tantos por el mundo.

Lo interesante de Costa es, sin duda, el aspecto crítico-sociológico; cuando entra en el camino de las soluciones, no solamente desciende el tono, sino que muchas de sus sugerencias han servido a que, como decía Azaña, «por encima de la cabeza del cacique se tire contra el ciudadano», o a extrapolarlas para plantear la tesis del «prefascismo» costiano. En verdad que en una situación difícil y de crisis, las críticas contra el parlamentarismo, los partidos, etc., que se quedan en la superficie no hacen sino justificar a quienes pretenden liquidar cualquier rasgo de democracia, creando así una base de masa para una política de fines no menos oligárquicos que la combatida por Costa.

Tampoco Costa, como todos los «regeneracionistas» y al revés que Unamuno o que los socialistas, tenía confianza en el pueblo español y estimaba que «la nación es menor de edad». Y eso es grave; se empieza hablando del «gobierno de los peores», de la exclusión de una llamada «aristocracia natural» creada por la imaginación del autor, y se termina negando a cada hijo de vecino el derecho a intervenir en algo que le es tan vital como los destinos de su patria. Porque… es muy fácil declarar al pueblo menor de edad, pero la facilidad resulta peligrosa a la hora de nombrar los tutores.

Hay que reconocer que el «elitismo» de Costa es evidente y que la dicotomía elite-masa amorfa no deja en él lugar a dudas:

«El concurso de ésa que hemos denominado en la Memoria elite intelectual y moral era tanto más necesario, tanto más imprescindible, cuanto que todo en España, fuera precisamente de lo que constituye su organización oligárquica, es masa amorfa, indiferenciada[99]».

En el prólogo a Juan Corazón (1906) insistirá Costa en «la falta de una élite intelectual y moral, de una aristocracia natural».

Acusa Costa a los intelectuales de haber desertado de su puesto. La acusación, a tres cuartos de siglo de distancia, nos parece injusta. Lo que no podían hacer los intelectuales era movilizarse con «las clases neutras» y las Cámaras de Comercio.

Europeísmo de Costa.

En el Resumen de la Información Costa insiste con más fuerza que nunca en la necesidad de europeizarse[100]. La entrada en materia no deja de ser impresionante, sobre todo porque, salvando lo salvable, su esencialidad ha guardado plena vigencia:

«Que se harán europeos, sin más tardar, los españoles, porque no puede ser otra cosa, he dicho. Y no puede dejar de ser así, por dos distintos órdenes de exigencia: por una exigencia de fuera, y por una exigencia de dentro».

¿Qué entiende Costa por Europa? Él mismo lo dice: libertad, justicia, cultura, bienestar… Hay, pues, una parte de verdad y una parte de espejismo. En cuanto a la «desnacionalización» causada por la oligarquía, es probable que Costa recargase sus tintas.

Precisiones y detalles dados de lado, la exigencia de vivir en Europa como se vive en Europa es, ante todo, el reconocimiento de una situación de hecho.

Mucho insiste Costa en el paralelo con el Japón (lo que nos hace pensar que su «europeización» no es exactamente la misma propugnada por Unamuno). Resulta que, según él, el Japón acababa de hacer su «revolución desde arriba» y que para autoerupeizarse, «para llevar a cabo por nosotros mismos aquella europeización», el camino que Costa encuentra es el de la «revolución desde el poder». Tremendo equívoco, desde luego, porque bien verdad es que las revoluciones se hacen después de conquistar el Poder y, por consiguiente, desde el Poder. Pero no era ésa la óptica de Costa, sino la de la «revolución pararrayos» desde arriba, hecha por el Poder ya existente, con el aparato existente y en virtud del sólo cambio de un equipo de gobierno (lo que, por otra parte, se hallaba en plena contradicción con el propósito de desarraigar caciques y caciquismo, cambiar la función de los gobernadores civiles, los procedimientos judiciales, etc.). Recordemos que también en el Colectivismo agrario evoca Costa lo que según él se está realizando en Europa, «… el pararrayos de las reformas sociales, satisfacción a la justicia y al espíritu cristiano y preventivo de la revolución».

Manuel Azaña decía por eso: Costa quería que se hiciese una revolución poniéndola en buenas manos; inventó el escultor de naciones, después de haber pensado en la revolución conservadora, digámoslo así, preventiva, hecha por los contribuyentes, que, claro está, se frustró[101].

En nuestros días Jacques Maurice ha hablado del «catolicismo social a la española[102] y lo ha definido funcionalmente: «El socialismo agrario defendido e ilustrado por Costa tenía por función inmediata prevenir los riesgos inherentes a la fase de transición de un modo de producción arcaico a un modo de producción más moderno, más “europeo[103]”».

En el fondo, si Costa no tenía confianza en el protagonismo popular, era consecuente consigo mismo postulando una revolución desde arriba. Objetivamente, el reformismo social de Costa (sobre todo de tipo agrario), como el reformismo social, por ejemplo, de un Azcárate, respondían perfectamente a la función histórica del vasto sector burgués que no se hallaba integrado en la oligarquía del Poder. Se va a entrar en el siglo XX y la revolución cuyo protagonista central sean las masas populares adquiere ya matices peligrosos y no se sabe hasta dónde puede ir. Pero la contradicción surge: precisamente porque se ha llegado al nivel de desarrollo de comienzos del siglo XX, esos «contribuyentes», esas «clases neutras», los comerciantes, los pequeño-burgueses no son una fuerza para quebrantar la oligarquía; es imprescindible una vasta operación de alianza con el sector popular que no sólo trabaja, sino que vende su fuerza de trabajo por un salario. Y ahí es donde falla «operacionalmente» el proyecto de Costa.

A veces, más por temperamento que por reflexión, comprende o intuye el alcance de la fuerza laboral. Su discurso de mayo de 1902, que se reproduce luego en La tierra y la cuestión social, dice en sus párrafos finales: «… una revolución se acerca, y la más vulgar previsión está pidiendo el pararrayos. El cual pararrayos no es precisamente el máuser, porque puestos en ese camino los jornaleros disponen de un instrumento que tiene mucho más alcance que el máuser, y no lo digo precisamente por la hoz, sino por la funda de la hoz…».

En el Informe hay un párrafo que se ha tomado a veces como un llamamiento a la insurrección (así lo creyó Galdós) y, sin embargo, no eso… y es más que eso.

«Las hoces no deben emplearse nunca más que en segar mieses; pero es preciso que los que las manejan sepan que sirven también para segar otras cosas, si además de segadores quieren ser ciudadanos: mientras lo ignoren no formarán un pueblo; serán un rebaño a discreción de un señor, de bota, de zapato o de alpargata, pero de un señor. No he de aconsejar yo que se ponga en acción el colp de fals de la canción catalana, ahora tan en boga, tomando el ejemplo de la revolución francesa por donde mancha; pero sí he de decir que en España esa revolución está todavía por hacer; que mientras no se extirpe al cacique, no se habrá hecho la revolución…».

Las dos citas no son una incitación a la violencia, pero sí a la toma de conciencia y al protagonismo de los trabajadores. Cierto que a Costa, como a tantos autores, se le puede hacer decir todo, tomando cifras de aquí o allá. No es ése nuestro propósito; tratamos de saber lo que fue realmente Costa, el contradictorio Costa, en su contradictoria coyuntura histórica. Y cabe pensar que «un» Costa, desesperado de tanta ineficacia, decepcionado de una burguesía sorda ante las advertencias de dotarse de pararrayos para conjurar la tormenta, se vuelve hacia aquéllos que «ganan el pan con sus manos», como él cuando era un adolescente, porque no queda otro remedio de salvación[104].

Unamuno y Galdós ante el debate de «Oligarquía y caciquismo».

Siguiendo nuestro itinerario unamuniano pondremos atención en esta nueva encrucijada (la Información del Ateneo) en que se encuentran los caminos de Unamuno y Costa. Don Miguel es de quienes responden a la llamada y escribe una extensa respuesta. Su evolución está ya avanzada; «no es el mal el cacique en sí; el mal es cómo el cacique sea», discrepando del juicio de Costa, para quien cacique y bueno son términos inconciliables.

Sin embargo, en esa etapa de transición, Unamuno, cual los institucionistas, concede prioridad a la educación para resolver los males de la patria. Con una precisión: «la sociedad española, dice Unamuno, no me parece degenerada, lo repito, sino bárbara, no ha entrado aún en la cultura europea». El principio es de talla; no hay degeneración a lo Nordau ni, por consiguiente, empeño en «regenerar»; no se trata de decadencia. Todavía es Unamuno europeísta y siente que para dejar el nivel de barbarie (intermedio entre salvajismo y civilización) hay que entrar en lo europeo, mediante la educación. Y así dice: «Y en cuanto al “tratamiento médico de acción lenta y paulatina”, lo entiendo como acción pedagógica, porque no se trata, a mi parecer, de curar a un enfermo, sino de educar a un bárbaro… Nuestra historia toda es la lucha de un pueblo contra la vida europea, que quería imponerle una minoría. Y esta minoría, minoría de europeos, está en el deber de seguir luchando, pero estudiando mejor al sujeto que trata de educar».

(Puede observarse que persiste la tesis del casticismo a través de nuestra historia).

Medios de europeización: 1.º «La industrialización hará mucho, creando necesidades, que es una de las cosas que más ha de menester nuestro pueblo». 2.º «La prensa, contra la que tanto se habla, es el agente más eficaz, junto con el movimiento industrial, de la europeización».

A fin de cuentas, viene a decir este Unamuno ya rector, que cuenta treinta y siete años de edad, el caciquismo no es sino un epifenómeno: «No quiero seguir por aquí, que me llevaría a la que estimo cuestión capital, de la que dependen todas las demás, incluso la del caciquismo: a la cuestión religiosa, que con la economía son los dos goznes de la historia[105]».

No quisiera cerrar estas líneas sobre la información en el Ateneo sin referirme a un escritor que va a reflejar las sacudidas ideológicas que se producen entre el último decenio del XIX y el primero del XX. Galdós no respondió a la invitación de participar en el debate, pero se interesó vivamente por él, como lo prueba el largo artículo publicado en «La Prensa» de Buenos Aires, el 17 de noviembre de 1901, y que hoy conocemos gracias a los trabajos de Shoemaker[106]. Galdós siente simpatía por Costa, pero no se decide a criticar él mismo la plaga caciquil.