LOS TIEMPOS DE LA RESTAURACION
O LA ESPAÑA «TRADICIONAL»: SU QUIEBRA.
La cuestión planteada, que da origen a este trabajo, se articula en dos partes: a), quiebra de la España tradicional; b), función que en ella pudieran haber desempeñado las ideas de Costa y Unamuno en la crisis llamada del 98. Naturalmente, esa bipartición se transforma en una problemática más compleja según nos acercamos al tema. Surge, en primer lugar, la pregunta sobre el alcance del 98 y sobre si la quiebra en cuestión no es un proceso mucho más largo que se viene produciendo y que se hace netamente perceptible el 98. Surge, sin duda, qué se entiende por España «tradicional» (y ponemos el entrecomillado porque Unamuno y Costa nos enseñan que tradición y tradiciones son conceptos ambivalentes), qué es una quiebra, qué es un punto de ruptura, etc.
Adelantemos que hemos identificado la España oficial de la Restauración, sus instituciones, sus prácticas, sus ideas y gustos dominantes, a la España «tradicional» o arcaica, a sabiendas de que no es exactamente la misma sociedad que la del antiguo régimen. No obstante, la permanencia de muchos factores esenciales nos inclina a dar por buena esa analogía: estructuras económicas apenas cambiadas; preponderancia de población y producción agrarias; intangibilidad de latifundio y minifundio; centros decisorios en manos de los grandes propietarios, unos nobles de antaño y otros recién ennoblecidos a los que se integra la alta burguesía naciente; constitución doctrinaria con sufragio censitario hasta 1980, pero sobre todo, falseada enteramente por la práctica del caciquismo; escala «tradicional» de valores, importancia de la moral externa (el «¿qué dirán?»), etc.
Por todo ello, la España «tradicional», cuando llega el último decenio del XIX es, para nosotros, la del sistema montado por Cánovas, la de la doble faz de Constitución legal y Constitución real = caciquismo, la del dominio de minorías oligárquicas, aquélla cuya crítica harán Costa y Unamuno, o el mismo Macías Picavea al decir —tal vez exageradamente— que «todos los males están reunidos en el sistema vigente desde 1874».
Si ahondamos un poco más, comprenderemos fácilmente que los males vienen de lejos. Tanto Costa como Unamuno no comienzan su crítica a partir del momento en que Martínez Campos proclama rey a Alfonso XII a la sombra de un algarrobo saguntino. Ambos critican la vacuidad de una llamada revolución, la de septiembre de 1868, que según ellos no lo es sino de nombre. Para Costa y Unamuno no cambió la sociedad española anterior a 1868; en el fondo, no hay tal restauración como no sea del trono de los Borbones, ya que, según ese punto de vista, eso fue lo único derribado. Sin duda, y dicho sea de paso, el sexenio 1868-1874 es demasiado complejo como para darle carpetazo con cualquier esquema perentorio; pero no es menos cierto que los objetivos (económicos y políticos) de una revolución enteramente burguesa no fueron alcanzados por las fuerzas de distinto signo social que ejercieron el poder en el citado sexenio. Ello explica suficientemente la decepción de nuestros autores.
El siglo, pues, tendía hacia sus postrimerías, y mientras el capitalismo se desarrollaba en Inglaterra, Francia, Alemania, Estados Unidos, etc., no vencía su raquitismo en una España que casi parecía petrificar sus antiguas estructuras. En 1887, la población activa parecía dividirse (decimos parecía por la poca fiabilidad de las estadísticas, censos, etc.) en 66, 5 por 100 de población agraria, 14, 7 por 100 de industria, 18, 8 por 100 de servicios. La industria fabril, la extracción minera y sus derivados no llegaban a reunir 250 000 personas. El número de artesanos, de pequeños comerciantes, etc., era considerable, pero también el de esas personas difíciles de clasificar, sin un trabajo estable ni un oficio definido, bordeando y hasta franqueándolas fronteras entre la vida laboral y la del pícaro, cuando no la de la delincuencia menor; jornaleros que no se sabe si eran del campo o de la ciudad y, naturalmente, la inmensa cohorte de criadas de servir en el sector terciario (así como la del clero secular y regular).
Cierto es que en el censo de 1900 la industria llega al 64 por 100, a costa de los servicios (el agrario apenas varía en porcentaje). Y da a reflexionar que el 51 por 100 del llamado sector industrial estuviese formado por la construcción y por las confecciones y que el 26 por 100 del terciario lo formasen las sufridas «chicas de servir».
España era un país agrario, pero ¿de qué agricultura? Recordemos que las cuotas de contribución de grandes propiedades no pasaban de 8000 en todo el territorio nacional, número inferior al de propietarios, pues la contribución se estipulaba por fincas y no por relaciones nominales de propietarios (lo que siempre fue un favorable factor de enmascaramiento para los latifundistas). Pensemos igualmente que, según la contabilidad de la recaudación de cédulas personales, en el año 1890 solamente 121 778 personas tenían sueldos superiores a 1230 pesetas al año o pagaban contribuciones directas de más de 300 pesetas. La política estaba tan reservada como la economía a grupos minoritarios. Todavía en 1886 no había más que el 2, 1 por 100 de la población que poseyese derechos electorales. La ley de sufragio universal de 1890 había sido votada con el propósito de no respetarla (y aunque se hubiese respetado, las zonas y distritos rurales necesitaban, de hecho, menos votos por diputado que las urbanas). Creo ocioso detenernos, una vez más, en detalles sobre un hecho incontrovertible: las palancas de mando del país se hallaban en manos de unas cuantas decenas de familias, cada cual con su «clientela» política y económica proyectada en jerarquía piramidal.
¿El caciquismo? Y a sabemos lo que escribía don Gumersindo de Azcárate: «Feudalismo de nuevo género… y por virtud del cual se esconde, bajo el ropaje del Gobierno representativo, una oligarquía». Y ya veremos cómo para Costa no hay caciquismo sin oligarquía, e incluso considera los partidos políticos como «gremios de oligarcas».
Sin duda, el caciquismo reviste el aspecto de ejercicio arbitrario del poder a nivel local (pero impulsado o protegido desde arriba), rectificando la ley escrita y desnaturalizando las funciones electorales, judiciales y administrativas. El caciquismo corresponde a un país de estructura y vida predominantemente rurales; si los centros nerviosos de la vida política española radicaban en las aglomeraciones urbanas, conviene no olvidar que las tres cuartas partes de españoles vivían aún en zonas rurales.
Pero no hemos de emplear páginas y páginas en esfuerzos definitorios sobre algo que luego recabará de nuevo nuestra atención. Preferimos aportar algunas pruebas de la realidad caciquil de aquellos tiempos. Tomemos un par de telegramas de gobernadores civiles:
Gobernador civil provincia Granada a señor Silvela, ministro de la Gobernación.
27 de septiembre 1890.
«Le manifiesto que, en efecto, la administración de Orgiva es desastrosa y el Ayuntamiento es uno que, bajo el punto de vista político, conviene quitar, no sólo para la elección de diputados a Cortes, sino cuanto para la de provinciales[1]».
Gobernador civil de Granada a don Antonio Maura, ministro de la Gobernación.
«He recibido su carta, en la que me dice los nombres de los amigos que(…) serán preferidos por el Gobierno. Procuraré apoyar dichas candidaturas, siguiendo en todo las instrucciones que usted ha dado…»[2].
Repasando el «Diario de Sesiones» del Congreso, leemos en la discusión de Actas de la provincia de Granada cuando las elecciones de 1891 (las primeras de sufragio universal bajo la Restauración) que «consta en el Acta de Alhama coacciones contra los electores; se les aseguraba que si no votaban al señor Angulo del Prado perderían la cosecha». Dos interventores fueron detenidos; el alcalde de Salobreña les había dicho: «Ya saben ustedes que están detenidos para que no asistan a la junta de escrutinio, porque ustedes hubieran presentado protestas». Lo que parece poco al lado de lo sucedido en el pueblo de Peligros, donde el cacique granadino marqués de Sardoal obtuvo 665 votos, «éxito» sin par si se tiene en cuenta que, según el censo, dicha localidad contaba 568 habitantes varones y 569 mujeres (sin voto).
No son los demagogos, sino los mismos responsables del poder, quienes reconocen múltiples veces la situación:
«El juez, el fiscal, el magistrado, sirven para preparar una circunscripción o un distrito a gusto de un ministro, o de un personaje, o de un cacique. Mas estos magistrados son los que hacen mayores progresos en su carrera, los que llegan los primeros a los puestos importantes». Es Gamazo quien habla[3].
Siendo Eduardo Dato ministro de Justicia, dice en una circular de 20 de enero de 1903:
«Los procedimientos de Ayuntamientos, alcaldes y concejales han sido utilizados a veces como arma electoral, y entre todas las coacciones, es ésta, ciertamente, una de las más graves y escandalosas, puesto que a la arbitrariedad añade los perjuicios morales y materiales…»[4].
Lo peregrino es que dos meses más tarde (30 de marzo), el ya citado gobernador de Granada, Polanco Crespo, escriba al ministro de la Gobernación (Maura):
«Expuestos estos antecedentes, debo manifestar a usted que para que el candidato adicto pueda asegurar la elección, necesita quitar los Ayuntamientos de Almegíjar, Cadiar y Gualchos por lo menos, pues de no ser así, su derrota es inevitable».
En la misma carta, el gobernador se queja de que el juez de Albuñol no haya procesado al Ayuntamiento de Almegíjar «a pesar de las denuncias presentadas». Análogas quejas dirige al juez de Motril.
No entra en nuestros propósitos adentrarnos más en esta faceta picaresca de nuestra historia contemporánea. Comprender esa picaresca es el primer paso para una comprensión del criticismo de Costa, Unamuno y tantos más.
A ese ambiente correspondía el tono general de la vida en el plano «ideológico» (aunque había sus excepciones). Baroja —que estudiaba Medicina en 1890— evocará el ambiente en una obra posterior, El árbol de la ciencia:
«El estudiante culto, aunque quisiera ver las cosas dentro de la realidad e intentara adquirir una idea clara de su país y del papel que representaba en el mundo, no podía. La acción de la cultura europea en España era realmente restringida y localizada a cuestiones técnicas; los periódicos daban una idea incompleta de todo: la tendencia general era hacer creer que lo grande de España podía ser pequeño fuera de ella, y al contrario, por una especie de mala fe internacional… España entera, y Madrid sobre todo, vivía en un ambiente de optimismo absurdo: todo lo español era lo mejor. Esta tendencia natural a la mentira, a la ilusión del país pobre que se aísla, contribuía al estancamiento, a la fosilización de las ideas».
En el plano de la política oficial, ¿qué mejor ejemplo de esas ilusiones, de ese mundo de huera palabrería que las palabras de Cánovas al periódico parisiense «Le Journal»? «Cuba, pour l’Espagne, c’est son Alsace-Lorraine. Son honneur y est engagé».
Esta España es la que va a quebrar a finales del siglo. Quiebra ideológica, que no social ni política. La oligarquía sufre un rudo golpe, pero las fuerzas sociales que le son hostiles actúan en orden disperso y carecen de madurez. La vieja estructura social entrará en crisis a partir de 1917; las instituciones políticas también, pero el remiendo de la Dictadura demorará hasta 1931 el cambio político. Por el contrario, la hegemonía ideológica del viejo régimen se habrá hundido para siempre, al mismo tiempo que los barcos de Montojo y de Cervera en aguas de Cavite y Santiago.