20

Hacia la medianoche oí los pasos de Nunu: subía despacio por las escaleras de madera podrida que crujían bajo sus pies; se detenía cada tres peldaños y tosía. Como la noche anterior, a la misma hora, se detuvo en el umbral, con una vela en la mano, vestida de día, con su único vestido negro de gala que todavía no había tenido tiempo de quitarse.

—No duermes todavía —constató, y se sentó en la cama, a mi lado, poniendo la vela en la mesita de noche—. ¿Sabes que se han llevado hasta las conservas?

—No lo sabía —dije, enderezándome en la cama, y me eché a reír.

—Bueno, sólo las de melocotón en almíbar —añadió, para ser exacta—. Los veinte frascos. Me los pidió Eva. Se llevaron también las flores del jardín, las últimas dalias que quedaban. No importa. Para mediados de semana, se habrían marchitado de todas formas.

—¿Quién se llevó las flores?

—La mujer.

Tosió y se cruzó de brazos. Estaba sentada, erguida, tranquila y orgullosa, como siempre, como en todas las situaciones de la vida. Le cogí la mano, huesuda: no estaba ni fría ni caliente.

—Deja que se las lleven, Nunu —le dije.

—Claro —asintió—. Que se las lleven, hija. Si no podía ser de otra forma.

—No pude bajar para la cena —le dije, y le apreté la mano en señal de disculpa—. Perdóname. ¿No se extrañaron?

—No. Más bien callaban. Creo que no se han extrañado.

Mirábamos la llama oscilante de la vela. Yo tenía frío.

—Nunu, querida —le pedí—, haz el favor de cerrar los postigos. Luego, encima de la cómoda encontrarás tres cartas. Tráemelas, querida.

Caminaba a pasos lentos por la habitación. Su sombra parecía gigantesca en las paredes. Cerró las ventanas, me trajo las cartas, me cubrió con la manta y se volvió a sentar en el borde de la cama, cruzando otra vez los brazos, con un gesto un tanto solemne. Con su vestido de gala parecía participar de la fiesta extraña y amarga de la vida, una fiesta singular que no era ni una boda ni un entierro. Allí estaba, sentada y en silencio.

—Tú me entiendes, ¿verdad, Nunu? —le pregunté.

—Te entiendo, hija mía, te entiendo —me respondió, abrazándome.

Nos mantuvimos así, esperando que la vela ardiera hasta el final, o que se detuviera el viento que azotaba el jardín desde la medianoche, arrasando las hojas mojadas de los árboles, esperando la llegada del alba: no sé ni yo misma qué más esperábamos. Yo temblaba de frío.

—Estás cansada —me dijo, y me volvió a cubrir.

—Sí —le dije—. Estoy agotada. Ha sido demasiado para mí. Me gustaría dormir. Nunu, querida, por favor, léeme estas tres cartas.

Sacó las gafas de montura de metal del bolsillo de su delantal y examinó las cartas con mucha atención.

—Las ha escrito Lajos —constató.

—¿Has reconocido su letra?

—Sí. ¿Las has recibido ahora?

—Ahora mismo.

—¿Cuándo las escribió?

—Hace veinte años.

—¿Se debe a un error del correo el que no las hayas recibido hasta ahora? —me preguntó con curiosidad y recelo.

—No, no es por el correo —le dije, sonriendo.

—Entonces, ¿por qué?

—Por Vilma.

—¿Te las robó?…

—Así es.

—Claro —dijo, suspirando—. Que descanse en paz. Nunca la quise.

Se ajustó las gafas, se inclinó hacia la llama y empezó a leer una de las cartas, con una voz melodiosa, como de colegiala:

—«Amor mío —empezaba la carta—, la vida juega con nosotros de una manera maravillosa. No tengo más esperanza que haberte encontrado a ti para siempre»…

Dejó de leer, se puso las gafas sobre la frente, me miró con ojos brillantes y me dijo, emocionada y entusiasmada:

—¡Qué cartas más maravillosas sabía escribir!

—Es verdad, escribía unas cartas maravillosas. Sigue leyendo.

Sin embargo, el viento, aquel viento de finales de septiembre que estaba merodeando alrededor de la casa, abrió los postigos de la ventana con un empujón, agitó las cortinas y, como si trajera alguna noticia de algún lugar, tocó y removió todo en mi habitación. Luego, apagó la vela. Eso es lo último que recuerdo. Y, de una manera imprecisa, también recuerdo que Nunu volvió a cerrar la ventana, y que yo me quedé dormida.