19

Cuando, transcurridos unos minutos, Endre entró en mi habitación, yo ya había firmado el documento, que era una suerte de contrato en el que yo autorizaba a Lajos a vender la casa y el jardín. Era un contrato en toda regla, repleto de expresiones jurídicas concretas, redactado con un lenguaje altisonante que recordaba el de un testamento o el de un contrato matrimonial. Lajos denominaba al documento «contrato de mutuo acuerdo». Yo era una de las partes contratantes y Lajos la otra, que —a cambio de la titularidad de la casa y del jardín— se comprometía a cuidar de mí y de Nunu «de por vida y en condiciones dignas». Las condiciones de tal cuidado no se detallaban ni se precisaban.

—Lajos me ha contado todo —me dijo Endre, cuando nos sentamos, uno enfrente del otro, al lado de la mesa redonda—. Es mi deber advertirle, Eszter, que Lajos es un canalla.

—Lo sé —le dije.

—Es mi deber advertirle que el plan y la decisión con los que ha venido hasta aquí son peligrosos, incluso aunque Lajos respete las condiciones del contrato. Ustedes, querida Eszter, hasta ahora han vivido aquí (gracias a Nunu y al jardín) en paz y en tranquilidad, aunque en condiciones humildes. Los planes de Lajos pueden parecer, por lo menos a los ojos de un desconocido, muy emocionantes. Sin embargo, yo no creo en las emociones de Lajos. Lo conozco bien, lo conozco desde hace veinticinco años. Un hombre así, un hombre como él no cambia.

—Lo sé —le dije—, él también dice que no ha cambiado.

—¿Él también lo dice? —me preguntó Endre. Se quitó las gafas, y me miró con sus ojos de miope, parpadeando, confuso—. Da lo mismo lo que él diga. ¿Ha sido sincero ahora? ¿Muy sincero? No tiene ninguna importancia. Ya conozco yo las escenas de sinceridad de Lajos. Hace veinte años, si se acuerda, Eszter… Yo me he mantenido en silencio durante veinte años. Ahora ha llegado el momento de hablar. Hace veinte años, cuando el viejo Gabor, su padre, querida Eszter… Perdóneme, pero era muy buen amigo mío, casi un hermano para mí… Hace veinte años, cuando su padre murió, y yo, como notario y amigo, tuve el triste deber de arreglar los asuntos de la herencia, descubrí que Lajos había falsificado su firma en unas cuantas letras. ¿Usted lo sabía?

—Más o menos —le respondí—. La gente decía cosas… Pero no se pudo probar.

—Sí que se pudo —me dijo, limpiándose las gafas. Nunca lo había visto tan confuso—. En el testamento encontramos las pruebas de que Lajos había falsificado las letras. Si entonces no hubiéramos arreglado las cosas, esta casa y este jardín no se habrían salvado, querida Eszter.

»Ahora ya se lo puedo contar. No fue fácil… Baste con decir que en aquella época fue cuando vi una de esas escenas de sinceridad de Lajos. Me acuerdo muy bien: una escena así no se olvida en la vida. Le repito que Lajos es un canalla. Yo fui el único entre todos que no se dejó engañar por sus números. Y él lo sabe, lo sabe muy bien, por eso me tiene miedo. Ahora que ha irrumpido en esta casa y que, por lo visto, pretende robarlo todo, todo lo que queda, y arrebatar la tranquilidad de ustedes dos (esta pequeña isla donde se han refugiado después del naufragio), es mi deber advertirla: es verdad que Lajos anda ahora con más cuidado y ya no utiliza letras. Pero parece que se encuentra entrampado, una vez más, y que no tiene otra vía de escape que regresar aquí, con el pretexto de una despedida, y llevarse todo lo que queda… Si usted le regala la casa y el jardín, yo no podré hacer nada en contra de él, desde un punto de vista legal. Nadie puede hacer nada en contra de él. Solamente yo… Si usted quiere.

—¿Qué puede hacer usted, Endre? —le pregunté, sorprendida.

Bajó la cabeza y se miró los zapatos, ramplones, abotonados.

—Pues yo… —empezó, muy confuso y avergonzado—, pues… Tiene que saber, Eszter, que yo entonces actué con ligereza y salvé a Lajos. Lo salvé de la cárcel. ¿De qué manera? Eso ya no importa. Hubo que pagar las letras, para que ustedes se pudieran quedar en la casa… No fue a Lajos a quien yo quise salvar. El hecho es que arreglamos lo de las letras. Y ustedes se quedaron aquí, en paz y en tranquilidad. Y yo permití que Lajos escapara. Sin embargo, guardé las letras, junto con las demás pruebas de lo que había hecho. Todo eso ya ha prescrito ante la ley. Pero Lajos sabe que está en mi poder, aunque la ley ya lo haya soltado de sus garras. Le ruego, querida Eszter —me pidió, con un tono casi solemne, poniéndose de pie para ello—, le ruego que me permita hablar con Lajos, que le devuelva este…, este documento… y decirles a sus invitados que se vayan. Si yo se lo digo, se irán. Créamelo —añadió con tranquilidad.

—Lo creo —le dije.

—Entonces… —dijo, muy decidido, disponiéndose a salir de la habitación.

—Lo creo —repetí rápidamente, con el aliento entrecortado. Sentí que Endre no me podía comprender, que no podía consentir lo que yo estaba dispuesta a hacer, que no lo podría comprender nunca—. Le agradezco todo lo que ha hecho y todo lo que intenta hacer por mí… Me doy cuenta ahora de todo lo que hizo por nosotras, y no sé cómo agradecérselo. Todo lo que quedó después de la muerte de mi padre se lo debemos a usted, querido Endre. Si no hubiese sido por usted, habríamos perdido la casa y el jardín, habríamos perdido todo hace ya veinte años. Todo habría sido distinto entonces, mi vida entera. Habría tenido que vivir en una casa ajena… ¿No es así?

—No del todo —respondió confuso—. No fui sólo yo… Ahora ya se lo puedo confesar. Tibor me lo prohibió en su día. Él también ayudó. Como amigo del viejo Gabor, lo hizo con placer. Se lo debíamos a él —añadió en voz baja, incómodo y con modestia.

—Tibor… —dije, y me eché a reír de lo nerviosa que estaba—. Así es la vida de una mujer, así transcurre, en la ignorancia. Sin darse cuenta de cuándo algo marcha mal y también sin darse cuenta de cuándo algo marcha bien. Todo esto es imposible de agradecer. Y hace más difícil el…

—¿Decir a Lajos que se vaya? —me preguntó, muy serio.

—Decir a Lajos que se vaya —repetí de una manera mecánica—. Sí, ahora se ha hecho más difícil. Claro, él se irá, junto con sus hijos y esas personas desconocidas… Se irán pronto, quieren aprovechar los últimos momentos de luz. Lajos se irá de aquí. Pero la casa y el jardín… se los he entregado. He firmado este documento. Y a usted, Endre, lo único que le pido es que hable con él, para que cuide de Nunu. Eso es lo único que me tiene que prometer. Claro, una promesa suya no vale nada, usted tiene razón. Todo esto habría que arreglarlo por la vía legal… redactar un escrito, un escrito que tenga absoluta validez… Que ponga una parte del dinero de la venta en una cuenta a plazo fijo, para Nunu. Ella ya no necesita mucho, la pobre. ¿Se puede hacer?

—Sí —me aseguró—. Todo eso se puede hacer. Pero ¿qué pasará con usted, Eszter?

—¿Qué pasará conmigo? —repetí la pregunta—. De eso se trata, exactamente. Lajos me ha propuesto que me vaya de aquí, para vivir cerca de él. No exactamente con él… No me ha querido dar explicaciones sobre ese punto. Pero tampoco importa —añadí rápido, porque veía que Endre me miraba con seriedad y que levantaba la mano para interrumpirme—. Quisiera explicarles, Endre, a usted, a Tibor y a Laci, a todos ustedes que han sido tan buenos con nosotras… A Nunu no le tengo que explicar nada, ella lo entiende… Quizá ella sea la única en comprender que todo ha tenido que suceder así, que tuve que hacer lo que hice hace veinte años y que ahora tengo que hacer lo que estoy haciendo. Quizá ella lo comprenda. Creo que sólo pueden comprenderlo las mujeres, esas mujeres que ya no son tan jóvenes y que ya no esperan nada más de la vida. Como Nunu y como yo.

—No lo entiendo —me dijo, desganado.

—Y yo no pretendo que lo entienda. —Me hubiera gustado cogerle la mano o tocar con mis dedos su rostro viejo, barbudo, preocupado, aquel rostro de hombre triste e inteligente, el rostro de un hombre que nunca había querido importunarme, y a quien yo debía el haber podido pasar los últimos veinte años de mi vida en unas condiciones dignas y honradas—. Usted, Endre, es una persona excelente, un hombre de verdad, y se ve obligado a pensar de una manera consecuente, de la manera sabia que determinan las leyes, las costumbres o la razón. Pero nosotras, las mujeres, no podemos ser siempre tan sabias y tan consecuentes… Ahora comprendo que no es ésa nuestra tarea. Si yo hubiese sido sabia y verdaderamente sincera, habría huido, hace veinte años, con Lajos; me habría fugado de esta casa en una noche oscura, con Lajos, el novio de mi hermana; con Lajos, el falsificador de letras, el eterno mentiroso; ese desecho de la humanidad, como diría Nunu a quien le gustan ese tipo de expresiones fuertes. Eso habría tenido que hacer, si hubiese sido valiente, sabia y sincera, hace veinte años. ¿Qué habría pasado? No lo sé. Probablemente nada especialmente bueno o alegre. Pero, por lo menos, habría obedecido una ley, un orden; una ley más fuerte que las leyes del mundo y de la razón. ¿Lo comprende? Porque yo ya lo he comprendido… Lo he comprendido hasta el punto de entregarles a Lajos y a Eva esta casa, puesto que se la debo… Todo lo que tengo, se lo debo a ellos… Después, ya veremos lo que ocurre.

—¿Se irá de aquí? —me preguntó en voz baja.

—No lo sé —le respondí. De repente, me sentí muy cansada—. No lo sé todavía, no sé con exactitud lo que pasará conmigo. En todo caso, le ruego que entregue este documento a Lajos… Sí, ya lo he firmado… Pero usted, Endre, debe añadir un anexo determinante y legal, para que lo poquito que Nunu necesita no se pierda entre las manos de Lajos. ¿Me lo promete?

No respondió a mi pregunta. Cogió el contrato, con dos dedos, como si fuera un objeto sucio y sospechoso.

—Por supuesto —respondió en voz baja—. Es que yo desconocía todo eso.

Le cogí la mano, pero la solté enseguida.

—Perdóneme —le dije—, pero a mí nunca nadie me ha preguntado sobre todo ello en veinte años. Ni usted, ni Tibor… Y, quizá, ni yo misma lo sabía con certeza, con la certeza cruel con la que me he percatado de ello esta tarde. Lajos tiene razón, Endre; tiene razón al decir que en la vida hay un orden invisible y que hemos de terminar lo que un día empezamos, de la manera que podamos… Así pues, resulta que ahora lo he terminado —concluí, y me puse de pie.

—Sí —dijo, con el documento en la mano y la cabeza agachada—. No es necesario decirle que si usted se arrepintiera, ahora o más tarde, nosotros seguiremos aquí; tanto Tibor como yo.

—No es necesario que me lo diga —le dije, tratando de sonreír.