El contenido de las cartas no me interesaba demasiado en aquel momento: conocía las aptitudes de Lajos en asunto de cartas. Sin embargo, me fijé bien en los sobres. Los tres tenían mi nombre y dirección escritos con la letra de Lajos, y pude comprobar por el matasellos que las cartas habían sido enviadas veintidós años antes, durante la semana anterior a la boda de Vilma con Lajos. El hecho es que yo nunca había recibido esas tres cartas. Alguien me las había robado. El robo no debió de haber sido una tarea especialmente difícil: era Vilma la que recibía el correo de manos del cartero, con una curiosidad especial, y ella misma guardaba la llave del buzón. Examiné los tres sobres con atención y los deposité en la cómoda, al lado de la fotografía de Vilma.
—¿No quieres leerlas? —me preguntó Lajos.
—No —le respondí—. ¿Para qué? Creo que contienen lo que me acabas de contar, pero no tiene mucha importancia. Tú —añadí, contenta de haber encontrado la expresión adecuada, como si hubiera descubierto por fin algo— sabes mentir hasta con los hechos.
—Entonces, ¿nunca recibiste mis cartas? —me preguntó Lajos, con tranquilidad, dando a entender que no le interesaban demasiado mis acusaciones.
—Nunca.
—¿Quién las robó?
—¿Que quién las robó? Vilma. ¿Quién más pudo haber sido? ¿Quién más podía tener interés en ello?
—Claro —dijo—. No pudo haber sido nadie más.
Se acercó a la cómoda, miró con atención los sellos y los matasellos y luego se inclinó sobre la fotografía de Vilma, con el puro en la mano, echando bocanadas de humo; miraba la foto con jovialidad, con una sonrisa llena de interés, absorto, como si yo no estuviera en la habitación. Meneó la cabeza y, de repente, lanzó un corto silbido, un silbido lleno de reconocimiento, como cuando un ladrón expresa su admiración por el trabajo de otro ladrón. Se quedó así, con las piernas separadas, con una mano en el bolsillo de la chaqueta y con la otra sosteniendo el puro humeante, contento y satisfecho.
—Fue un buen trabajo —observó después; se dirigió a mí, se acercó y se detuvo a un paso de distancia—. Pero, en ese caso, ¿qué quieres de mí? ¿Cuál es mi pecado? ¿Qué te debo? ¿Qué gran fallo he cometido? ¿En qué he mentido? En los detalles. Pero hubo un momento —dijo, indicando las cartas— en que no mentí, en que tendí la mano porque tenía vértigo, como el equilibrista sobre la cuerda, en medio de su actuación. Y tú no me ayudaste. Nadie me tendió la mano. Así que seguí haciendo equilibrios como pude, porque a los treinta y cinco años uno no tiene ganas de caer… Ya sabes que no soy especialmente romántico ni apasionado. A mí me interesaba la vida…, las posibilidades de la vida…, el juego, como tú acabas de decir… No soy ni he sido nunca el tipo de hombre que lo arriesga todo por una mujer, por una pasión sentimental… Hacia ti tampoco me atraía una pasión irresistible, ahora ya te lo puedo confesar. Ya sabes que no quiero hacerte llorar, no necesito que te enternezcas. Sería ridículo. No he venido para pedirte nada. He venido para exigir. ¿Lo entiendes? —me preguntó en voz baja, con tono serio pero amistoso.
—¿Para exigir? —dije, y mi voz apenas era audible—. Muy interesante. Pues exige.
—Sí —dijo—, lo intentaré. Naturalmente, de una manera demostrable o legal, no tengo derecho a exigirte nada. Pero también hay otro tipo de derechos, otro tipo de leyes. Quizá no lo sepas todavía, pero ahora te vas a enterar de que aparte de las leyes morales hay otras, igual de poderosas, igual de válidas. ¿Cómo decirte?… ¿Lo sospechas ya? La gente corriente no es consciente de ello. Pero tú tienes que enterarte de que a las personas no solamente las atan las palabras, los juramentos y las promesas; y que ni siquiera son los sentimientos y las simpatías los que rigen las relaciones humanas. Hay algo diferente, una ley más severa, más dura, que determina si dos personas están ligadas o no… Es como la complicidad. Esa ley fue la que estableció que yo tuviera que ver contigo. Yo conocía esa ley. La conocía incluso hace veinte años. Cuando te conocí, lo supe enseguida. No tiene ningún sentido que me haga el modesto. Creo, Eszter, que en realidad, de nosotros dos, soy yo el que tiene el carácter más fuerte. Claro, no en el sentido de los manuales de moral. Pero soy yo —el errante, el infiel, el fugitivo— quien ha podido permanecer, con todo mi empeño y convencimiento interior, fiel a esa otra ley que no figura en los manuales ni en los códigos penales, y que, sin embargo, es la verdadera. Es una ley dura. Atiéndeme. La ley de la vida dicta que acabemos lo que un día empezamos. No es precisamente un motivo de alegría. En la vida nada llega a tiempo, la vida nunca te da nada cuando lo necesitas. Durante largos años, nos duele ese caos, esa demora. Pensamos que alguien está jugando con nosotros. Sin embargo, un día nos damos cuenta de que todo ha ocurrido determinado por un orden perfecto, encajado en un sistema maravilloso… Dos personas no pueden encontrarse antes de estar maduras para su encuentro… Maduras, no desde el punto de vista de sus inclinaciones y de sus caprichos, sino en su fuero más íntimo, obedeciendo la ley irrevocable de sus destinos, de sus estrellas, de la misma manera que se encuentran dos astros, en la infinitud del universo, con una exactitud perfectamente determinada, en el instante previsto, en el instante que pertenece a los dos, en la infinitud del espacio y del tiempo, según las leyes de la astronomía. Yo no creo en los encuentros fortuitos. Soy un hombre y he conocido a muchas mujeres… Perdóname, pero te lo tengo que contar… He conocido a mujeres guapas y a mujeres entusiasmadas; y también a otras, que parecían el diablo en persona; he conocido a verdaderas heroínas, capaces de seguir a un hombre por las eternas nieves de Siberia; he conocido a mujeres maravillosas que sabían ayudar y disipar por un tiempo la infinita soledad de la vida. Sí, he conocido a muchas mujeres —concluyó en voz baja, como si estuviera hablando para sí mismo, como si estuviera repasando sus recuerdos.
Cuando se calló, le dije, con tono forzado:
—Me alegro de que hayas venido para contarme tus experiencias.
Me arrepentí enseguida de mis palabras: no tenían nada que ver conmigo, no tenían tampoco nada que ver con lo que me acababa de decir Lajos. Él me miró, tranquilo, y asintió con la cabeza, distraído.
—Qué otra cosa podía haber hecho. Siempre te he estado esperando —añadió, con amabilidad, pero sin énfasis, de una manera elegante y humilde—. ¿Qué quieres que haga? ¿Qué puedes hacer tú con esta confesión tardía que a nuestra edad ya no tiene ningún significado ni ningún valor moral? No es de buena educación decir cosas así; pero, lo sea o no, las reglas de la buena educación no sirven para nada cuando hay que hablar de la realidad. ¿Ves?, Eszter, los reencuentros son más apasionantes y más misteriosos que los primeros encuentros. Yo lo sé desde hace mucho tiempo. Ver de nuevo a alguien a quien hemos amado… ¿no es como volver al escenario del crimen, atraídos por una necesidad ineludible, como afirman las novelas de detectives? Yo sólo te he amado a ti en toda mi vida; ya sé que mi amor no se basaba en unas exigencias severas, y que yo no era muy consecuente con ello… Luego, algo sucedió, y no fue solamente que las cartas se «extraviasen», que las cartas fueran robadas por Vilma. Eso no pudo haber sido tan determinante. Lo que sucedió es que tú no querías aceptar ese amor. No trates de defenderte. No basta con querer a alguien. Hay que tener valor para amar de verdad. Hay que amar de una manera tal que ningún ladrón, ninguna mala intención, ninguna ley —ni la ley humana ni la ley divina— puedan hacer nada en contra de ese amor. Nosotros no nos amábamos con valentía… ése fue el problema. Y es tu responsabilidad, puesto que el valor de un hombre resulta ridículo en materia de amor. El amor es cosa de mujeres. Sólo destacáis en eso. Y en eso fracasaste tú, y contigo fracasó todo lo que pudo haber sido, todos nuestros deberes, el sentido entero de nuestras vidas. No es verdad que los hombres sean responsables de su amor. Hubieras tenido que amarme como ama una heroína. Sin embargo, cometiste el mayor error que una mujer puede cometer: te enfadaste, te echaste atrás. ¿No lo crees así?
—¿Qué importa eso ahora? —le respondí—. ¿Qué importa ya si fue así, si lo confieso, si lo acepto? ¿Qué importa todo eso ahora? —insistí, y mi voz sonaba tan extraña como si estuviese hablando otra persona, desde la habitación contigua.
—Por eso he venido —dijo, bajando la voz, porque la habitación estaba cada vez más a oscuras, y empezamos a hablar en voz baja, sin querer, como si en la penumbra todo se volviera más tenue, los objetos e incluso nuestra propia conversación—. Quería que supieras que nada puede terminarse de una manera arbitraria, antes de tiempo, entre dos personas… ¡No puede ser! —enfatizó, y se rió muy contento. Era como si se estuviera frotando las manos con júbilo, como si en medio de una partida de cartas se hubiese dado cuenta de que había ganado, para su mayor sorpresa y placer, cuando creía que estaba perdiendo—. Tú estás ligada a mí, incluso ahora, cuando el tiempo y el espacio ya lo han destruido todo, todo lo que nosotros construimos entre los dos. ¿Lo comprendes? Tú eres la responsable de todo lo que me ha sucedido en la vida, de la misma manera que yo soy el responsable de ti, por ti…, a mi manera… Sí, a la manera de un hombre. Era necesario que te enteraras de esto. Tienes que venir conmigo, con nosotros. Nos llevaremos también a Nunu. Escúchame, Eszter, por una vez tienes que creerme. ¿Qué interés podría tener yo ahora en decirte otra cosa que no fuera la realidad, la última, verdadera y letal realidad? El tiempo lo quema todo en nosotros, todas las mentiras. Lo que queda es la realidad. Queda el hecho de que tú estás ligada a mí, por más que hayas tratado de escapar, sin importar cómo era y cómo soy yo… Claro que yo tampoco creo que una persona pueda cambiar… Tienes que ver conmigo, por más que sepas que no he cambiado, por más que sepas que soy el mismo de antes: un hombre peligroso y poco fiable. No lo puedes negar. Levanta la cabeza y mírame a los ojos. ¿Por qué bajas la cabeza? Espera, voy a encender la luz… ¿Qué ocurre? ¿Todavía estáis sin luz eléctrica?… Mira, ya se ha hecho casi de noche.
Se acercó a la ventana, miró al jardín y luego la cerró. No encendió la lámpara de petróleo que había sobre la mesa. Me preguntó así, casi a oscuras:
—¿Por qué no me miras?
Como no le di ninguna respuesta, siguió hablándome desde la lejanía y desde la penumbra:
—Si pretendes tener tú la razón, entonces ¿por qué no me miras? No tengo ningún poder sobre ti. Tampoco tengo ningún derecho. Sin embargo, no puedes hacer nada contra mí. Me puedes decir que me vaya, pero no puedes hacer nada contra mí. Me puedes acusar, pero sabes que eres la única persona con quien siempre he sido inocente. Y, sin embargo, he regresado. ¿Tú todavía crees en palabras como «orgullo»? Entre dos personas ligadas por el destino no existe el orgullo. Vendrás con nosotros. Lo arreglaremos todo. ¿Qué pasará? Que viviremos. Quizá la vida tenga todavía algo guardado para nosotros. Viviremos en silencio. A mí, el mundo ya me tiene olvidado. Vivirás conmigo, con nosotros. No puede ser de otra manera —dijo, muy decidido, muy enfadado y molesto, como si acabara de entender algo muy sencillo, claro como la luz del día, algo obvio y evidente que no se puede discutir—. No te pido otra cosa más que esto: mantente fiel por última vez al imperativo que le da sentido y contenido a tu vida.
Apenas lo veía en la oscuridad.
—¿Me has comprendido? —me preguntó desde lejos, en voz baja. Era como si estuviera hablando desde el pasado.
—Sí —le respondí sin querer, como si hablase en un sueño.
En aquel instante empecé a experimentar un entumecimiento, como el lunático en el momento de comenzar sus peligrosas andanzas nocturnas: comprendía todo lo que pasaba a mi alrededor, comprendía el valor de mis palabras y de mis acciones, veía perfectamente la gente a mi alrededor, y también veía lo que el velo de los buenos modales y las convenciones cubría en ellos; y, sin embargo, sabía que estaba actuando —aunque de manera inteligente y decidida— en un estado de delirio, de éxtasis o de ensoñación. Estaba tranquila, casi alegre. Me sentía ligera y sin preocupaciones. El hecho es que comprendí algo en aquel instante, a través de las palabras de Lajos; algo que me resultaba más fuerte, más inteligible y más categórico que todo lo que él hubiese podido decir en contra de mí o en defensa de sus planes. Naturalmente, no creía ni una sola palabra suya… y esa incredulidad se me antojaba divertida. Mientras Lajos hablaba, yo comprendí algo, sin que fuera capaz de poner en palabras el sentido de esa verdad sencilla y elemental que me tranquilizaba. Lajos estaba obviamente mintiendo… No sabía exactamente en qué, pero mentía. Quizá no mintiese con las palabras ni con los sentimientos, sino simplemente con su ser; por el hecho de ser él mismo, de no poder ser otra cosa; como antaño tampoco había podido ser otra cosa de lo que fue. De repente, me eché a reír, no con ironía, sino con sinceridad, con unas verdaderas ganas de reír. Lajos no comprendió mi risa.
—¿De qué te ríes? —me preguntó con suspicacia.
—De nada —le respondí—. Continúa.
—¿Estás de acuerdo?
—Sí —le dije—. ¿Con qué? Sí, estoy de acuerdo —añadí rápidamente.
—Bien —observó—. Entonces… Mira, Eszter, no vayas a creer que puede ocurrir algo en contra de ti o en tu perjuicio. Las cosas se tienen que arreglar, de una manera sencilla y honrada. Vendrás conmigo. Nunu también. Quizá no al mismo tiempo, sino un poco después. Eva se casará. Hay que liberarla —explicó en voz baja, con complicidad—. Y a mí también. Todavía no puedes comprenderlo todo… Pero confías en mí ¿verdad? —me preguntó en voz baja, inseguro de sí mismo.
—Sigue hablando —le dije, también en voz baja, también con complicidad—. Claro que confío en ti.
—Eso es lo único que importa —murmuró, muy satisfecho—. No creas que me voy a aprovechar de tu confianza —continuó, en un tono de voz más alto—. No quiero que decidas sola. Iré a llamar a Endre. Él es amigo de la casa. Es notario, entiende de estas cosas. Es mejor que firmes delante de él —dijo con aire de generosidad.
—¿Firmar qué? —pregunté, casi susurrando, como si ya hubiese accedido a todo, como si hubiese aceptado la tarea, como si tan sólo me interesara por los detalles.
—Este documento —respondió—. Este documento que nos permitirá arreglarlo todo, para que puedas venir con nosotros, para que puedas vivir…
—¿Contigo? —le pregunté.
—Con nosotros —respondió con un tono más inseguro—. Con nosotros… Cerca de nosotros.
—Espera —le dije—. Antes de llamar a Endre…, antes de firmar…, podrías al menos aclararme una cosa con mayor precisión: tú quieres que lo abandone todo y que me vaya contigo. Eso ya lo he comprendido. Pero ¿qué ocurrirá después? ¿Dónde quieres que viva cerca de ti?
—Hemos pensado —dijo despacio, sopesando sus palabras, hablando en general— que podrías vivir cerca de nosotros. Nuestro piso, lamentablemente, no es lo suficientemente amplio. Pero hay un hogar cerca, donde viven damas solitarias. Muy cerca de donde estamos nosotros. Podríamos vernos muy a menudo —añadió con un tono motivador, como para animarme.
—Un hogar de la caridad ¿verdad? —le pregunté, muy tranquila.
—¿Un hogar de la caridad? —objetó, muy molesto—. ¡Qué palabras! Ya te digo que es un hogar donde viven auténticas damas. Como tú y como Nunu.
—Como yo y Nunu —repetí sus palabras.
Esperó un rato. Luego, se acercó a la mesa, sacó sus cerillas y con un movimiento inexperto y taciturno encendió la lámpara de petróleo.
—Piénsalo bien —me aconsejó—. Piénsalo bien, Eszter. Voy a buscar a Endre. Considéralo. Léete el documento antes de firmarlo. Léetelo con atención.
Sacó del bolsillo interior de su chaqueta un folio que estaba plegado en cuatro, y lo colocó en la mesa con un ademán modesto. Me miró otra vez de arriba abajo, con una sonrisa alentadora y benévola, se inclinó ligeramente y salió de la habitación con pasos rápidos y juveniles.