17

—Y ahora déjame que te diga algo —dijo apoyándose en la cómoda. Encendió un puro y con un movimiento despreocupado tiró la cerilla en la bandejita para las tarjetas de visita—. Entre nosotros dos han sucedido ciertas cosas que ya no pueden mantenerse en silencio durante más tiempo. Uno mantiene en silencio, durante toda su vida, las cosas más importantes. A veces, incluso hasta se muere así. Sin embargo, hay casos en que se presenta la ocasión de decir esas cosas… y entonces uno ya no puede ni debe mantenerse callado. Creo que el pecado original de la Biblia pudo haber sido un silencio así. Hay una mentira ancestral en la propia vida, y uno tarda en darse cuenta de ello. ¿No quieres sentarte? Siéntate, Eszter, y escúchame, por favor. Perdóname, pero esta vez seré yo quien acuse y quien dicte sentencia. Hasta ahora, has sido tú. Siéntate, por favor.

Hablaba con un tono de voz educado, pero como si estuviera dando órdenes.

—Aquí —me indicó, acercándome una silla—. Mira, Eszter: nosotros dos hemos hablado de cosas distintas desde hace veinte años. Y no es tan sencillo. Tú me sacas la lista de mis pecados (tú y también los demás), y esos pecados son, lamentablemente, verdaderos. Me hablas de anillos, de mentiras, de promesas no mantenidas, de letras no pagadas. Sin embargo, hay otras cosas, Eszter. Hay cosas todavía peores. No serviría de nada enumerarlas todas… y yo no me quiero defender… Detalles así no van a decidir ya mi destino.

»Yo siempre he sido un hombre débil. Me hubiese gustado hacer algo en este mundo, y creo que disponía de algún talento para ello. Sin embargo, la intención y el talento no son suficientes. Ahora ya sé que no son suficientes. Para la creación, hace falta algo más… una fuerza especial, una disciplina; o las dos cosas juntas. Creo que es a esto a lo que se suele llamar carácter… Esa capacidad, ese rasgo es lo que me falta a mí. Es como la sordera. Como la sordera de alguien que conoce las notas musicales que está tocando, pero que no oye los sonidos. Cuando te conocí, no sabía esto con la precisión con la que te lo estoy contando ahora… no sabía tampoco que tú eres para mí mi carácter. ¿Lo entiendes?

—No —le respondí con sinceridad.

No eran sus palabras las que me sorprendían, sino su tono de voz y su manera de hablar. Nunca lo había oído hablar así. Hablaba como una persona que… Me resulta casi imposible describir su tono de voz. Hablaba como una persona que ve algo, la verdad, un descubrimiento, sin haber llegado a ello, pero atisbándolo, y que trata de comunicar desesperadamente sus impresiones a los demás. Hablaba como una persona que siente algo. Yo no estaba acostumbrada a ese tono de voz en Lajos. Lo observaba en silencio.

—Sin embargo, es sencillo —dijo—. Lo comprenderás. Tú fuiste… Tú hubieras podido ser para mí lo que me faltaba: mi carácter. Uno se da cuenta de estas cosas. Una persona que no tiene carácter o que no tiene un carácter perfecto, es un inválido en el sentido moral de la palabra. Hay muchas personas así. Son seres perfectos en todos los sentidos, pero es como si les faltara un miembro, una mano o un pie. Luego, se les pone una prótesis y se vuelven capaces de trabajar, de ser útiles para el mundo. Perdóname la metáfora, pero tú hubieras podido ser una prótesis así para mí… Una prótesis moral. Espero no ofenderte —añadió, y se inclinó hacia mí con ternura.

—No me ofendes —le dije—, pero no creo en todo eso, Lajos. Un carácter no se puede suplantar por otro, postizo. La moral no puede ser trasplantada de una persona a otra. Perdóname, pero todo eso son sólo teorías.

—No son sólo teorías. El sentido de la moral, ya lo sabes, no es un rasgo de carácter heredado, sino que es algo que se adquiere. Uno nace sin moral alguna. La moral del hombre salvaje y la moral del niño son diferentes de la moral de un juez de sesenta años que trabaja en un tribunal de casación de Viena o de Amsterdam. Uno adquiere la moral durante toda la vida, de la misma manera que adquiere modales o cultura. —Hablaba como un sacerdote: con sabiduría—. Hay personas que tienen un carácter fuerte, que son unos genios en su carácter, como hay genios en la música o en la poesía. Tú eres así, Eszter, un genio de la moral, no protestes. Yo sé que eres así. Yo, para las cuestiones de la moral, soy un sordo, un analfabeto. Por eso quise estar a tu lado, creo que sobre todo por eso.

—No lo creo —insistí, obstinada—. Y aunque así fuera, Lajos, no puedes haber deseado que alguien te estuviera acunando toda la vida por ser una persona moralmente imperfecta. Una mujer no puede ejercer de nodriza moral durante toda su vida.

—Una mujer, una mujer —repitió, haciendo un ademán de desprecio—. Se trata de ti, Eszter. Se trata de ti —dijo con decisión y cortesía.

—Una mujer —insistí, y sentí que la sangre se me subía a la cabeza—. Ya sé que se trata de mí. Hace mucho tiempo que me harté de ser el ejemplo de un ideal falso. ¡Entérate de una vez! Ya no tiene ningún sentido decirlo… Quizá tengas razón, no se puede estar callado durante toda una vida. No creo ninguna de tus teorías, Lajos, pero creo en la realidad. La realidad es que me has engañado. Antes, con un lenguaje romántico se hubiese dicho que estabas jugando conmigo. Tú eres un jugador de cartas muy especial: alguien que juega, en vez de con cartas, con pasiones y con seres humanos. Yo era una dama en tus juegos. Luego, te levantaste de la mesa y te fuiste… ¿Por qué? Porque estabas aburrido. Te fuiste porque estabas aburrido. Ésa es la verdad. Ésa es la horrible e inmoral verdad. A una mujer se la puede apartar, tirar, como se tira una caja de cerillas vacía, por pasión, porque es así la naturaleza del hombre, porque es incapaz de mantenerse al lado de una mujer, o porque quiere lograr más, llegar más alto, y utilizar para ello a todas y a todos. Todo esto lo puedo comprender… Es infame, pero tiene algo de humano. Pero tirar a alguien sólo por aburrimiento… Eso es peor que infame. Para eso no hay perdón, porque es inhumano. ¿Me comprendes?

—Pero si yo te llamé, Eszter —dijo, en voz muy baja—. ¿No te acuerdas? Reconozco que me mostré débil. Pero, en el último momento, me di cuenta de que sólo tú me podías ayudar, y te llamé, te rogué. ¿No te acuerdas de mis cartas?

—No sé nada de ninguna carta —dije, y oí con terror que mi voz sonaba cortante, como no había sonado nunca, y que casi estaba chillando—. Es una pura mentira todo eso. Las cartas son una mentira, como el anillo, como todo lo que me has dicho o prometido. No sé nada de esas cartas, no creo en esas cartas. Hace un rato me he enterado por Eva de que había encontrado unas en la cajita de palo de rosa… Pero ¿cómo puedo saber lo que es verdad de todo esto? ¡No te creo nada! ¡No creo tampoco a Eva! ¡No creo ni siquiera en el pasado! Todo es mentira, todo forma parte de un complot, de una representación teatral, con sus accesorios, con cartas y promesas antiguas, promesas que ni siquiera fueron hechas. Yo ya no voy al teatro, Lajos. Hace muchos años que no voy al teatro, que no voy a ninguna parte. Pero conozco la realidad. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo? Conozco la realidad. ¡Mírame! ¡Ésta es la realidad! ¡Mírame a los ojos! He envejecido. Me encuentro en el final de mi vida, como acabas de decir hace un momento, de una manera tan enternecedora y tan teatral. Sí, estoy en el final de mi vida, y tú eres el responsable de que mi vida haya transcurrido así, tan vacía y tan falsa. Tú eres el responsable de que me haya quedado sola, como una solterona que, por ahorrarse sus sentimientos, al final acaba cuidando de sus perros y de sus gatos. Tú sabes que yo no me los he ahorrado nunca, y que nunca he tenido perros ni gatos… Yo tenía personas.

—Sí —dijo con imparcialidad y con un sentimiento de culpa, bajando la cabeza—. Y eso es muy peligroso.

—Peligroso —repetí en voz baja, y luego callé. Nunca en mi vida había hablado tanto sin parar, ni de una manera tan apasionada. Me había quedado sin aliento—. Bueno, dejémoslo… —concluí. De repente, me sentí muy débil, pero no quería llorar. Crucé los brazos, manteniéndome en posición recta, pero debía de estar muy pálida, porque Lajos me preguntó, asustado:

—¿Quieres que te traiga un vaso de agua? ¿Quieres que llame a alguien?

—No llames a nadie —protesté—. No tiene importancia. Será que mi salud empieza a fallar. Mira, Lajos: mientras una persona duda de la palabra de la otra persona, o de sus sentimientos, se puede seguir construyendo una vida en común, o una relación cualquiera, sobre tal terreno movedizo. Puede tratarse de un terreno pantanoso, como suele decirse, o de arenas movedizas. Sabes que lo que estás construyendo se derrumbará un día, pero sigue siendo una tarea real, humana, una tarea designada por tu destino. Pero la persona que para su infortunio esté construyendo algo sobre ti, está perdida, porque un día tendrá que darse cuenta de que ha construido castillos en el aire, en la nada. Hay quienes mienten porque es así su naturaleza, o porque les conviene, o por intereses, o por imposiciones momentáneas. Pero tú mientes como cae la lluvia; sabes mentir con lágrimas, sabes mentir con hechos. Debe de ser difícil hacerlo. A veces pienso de verdad que eres un genio… El genio de las mentiras. Me miras a los ojos, me tocas, las lágrimas corren por tus mejillas, tus manos tiemblan, y sin embargo sé que estás mintiendo, que siempre has estado mintiendo, desde el primer instante. Toda tu vida ha sido una mentira. Ni siquiera creo en tu muerte, puesto que también será una mentira. Sí, eres un genio.

—Toma —me dijo con tranquilidad—. De todas formas, te he traído las cartas. Al fin y al cabo, eran para ti. Aquí están.

Con un movimiento sencillo y servicial, sacó las tres cartas del bolsillo de su chaqueta y me las entregó.