15

—Mira, Eszter —prosiguió Eva, un tanto confusa, encendiendo otro cigarrillo—. Mi padre ya te lo aclarará. Yo creo que tiene razón. Ya te puedes imaginar que han pasado muchas cosas desde que nos abandonaste; han sucedido muchas cosas, y no siempre alegres. No me acuerdo de los primeros años. Luego, empezamos a ir al colegio y nuestra vida fue muy movida. Cambiábamos de casa cada año, cambiábamos de colegio, cambiábamos de institutriz. Las institutrices… ¡Dios mío!… Como podrás imaginar mi padre no las escogía muy bien. La mayoría se fugaba, llevándose algún objeto de valor de la casa; o bien huíamos nosotros, abandonando nuestro hogar y todos nuestros objetos de valor, cambiándonos a casas de alquiler. Hubo una época, cuando yo tenía doce años, en que vivíamos en hoteles. Era una vida muy divertida: el maître nos echaba una mano para vestirnos y el mozo del ascensor nos ayudaba a hacer los deberes. Mi padre se iba, pasaba fuera varios días, y a nosotros nos cuidaban y nos educaban las encargadas de las habitaciones. A veces, nos alimentábamos durante varios días sólo de gambas, otras veces no comíamos nada. A mi padre le encantan las gambas. Así nos hemos educado. Otros niños toman yogures y galletas… Sin embargo, nos divertimos muchísimo.

»Más tarde, cuando mi padre se estableció y empezó un negocio en el que yo lo ayudé desde el principio, cuando se incorporó otra vez a la vida burguesa, alquilando un piso y llevando una vida normal, nosotros empezamos a añorar el tiempo pasado en los hoteles, ya que en la vida normal también nos sentíamos como una familia nómada en medio del desierto. Ya sabes que a mi padre no le gusta la vida urbana. No protestes, yo lo conozco mejor que tú. Mi padre no tiene ningún tipo de apego a las casas, a los muebles, a los objetos… A veces creo que no le importa siquiera el tener un techo encima de la cabeza. Tiene algo de cazador o de pescador: por la mañana se sube a su caballo —siempre tuvo un automóvil, incluso en los tiempos difíciles, incluso cuando tenía que conducir él mismo— y se va en medio del desierto o del bosque que es para él la ciudad, monta guardia, olfatea, caza o pesca un billete de cien, lo trae a casa, lo asa y nos da un bocado a cada uno; y mientras no se acabe la pieza, a veces durante días o semanas enteras, no se preocupa de nada en absoluto… Esto es precisamente lo que nosotros amamos en él, y esto es lo que tú amas en él, Eszter. Mi padre sabe desprenderse de un piano o de un trabajo con la misma facilidad con la que tira un par de guantes usados: no venera los objetos, no venera ninguno, ya lo sabes. Nosotras, las mujeres, no podemos comprender esto… Yo he aprendido muchas cosas de mi padre; pero no he sido capaz de llegar a conocer su secreto más íntimo, ese desapego, esa falta de ataduras. En realidad, no tiene nada que ver con nada, sólo le importa el peligro, el peligro más extraño, la vida misma… Sólo Dios sabe cómo es eso, sólo Dios lo comprende… Mi padre necesita el peligro, la vida humana, la vida sin más concesiones, de la misma manera que se muestra incapaz de respetar las convenciones. ¿Tú no entendías esto cuando…? ¿No lo sentías? Yo, desde mi infancia, tuve la sensación de que éramos los miembros de una tribu nómada, que vivíamos en tiendas, que atravesábamos paisajes hostiles o benignos, que mi padre iba delante, con su arco y sus flechas en la mano, que estaba siempre alerta: cogía el teléfono, escuchaba, atendía señales extrañas y, de repente, se llenaba de vida, de atención y de determinación… Los elefantes bajan al río para beber, y entre los matorrales mi padre tensa el arco y prepara la flecha. ¿Te ríes de mí?

—No —le respondí con la garganta seca—. Sigue hablando. No me río de ti.

—Ya sabes cómo son los hombres —me dijo con un ligero suspiro y con aire conocedor, como para instruirme.

Me reí, pero enseguida me puse seria. Tuve que admitir que Eva, la hija de Vilma, la joven con la que yo estaba utilizando un tono propio de una mujer madura, sabía sobre los hombres cosas más sustanciosas y seguras de las que yo, que podría ser su madre, sabía. Sentí vergüenza por haberme reído de ella.

—Pues sí —prosiguió, mirándome con ingenuidad y seriedad, con sus grandes ojos azules—. Los hombres son… Bueno, hay muchos hombres como mi padre. Hombres a quienes no mantienen atados ni la familia, ni los objetos de valor, ni las propiedades. Son como los cazadores y los pescadores primitivos. Mi padre se iba a veces durante meses. Entonces nos metía en un internado; a mí con unas monjas que se esforzaban, asustadas y benevolentes, en asearme y en limpiarme, como si me hubiesen encontrado en una cuneta, como si mi cabello estuviera grasiento por la mugre de la selva, como si hubiese estado comiendo con los monos y viviendo en la copa de algún baobab. En fin, que nuestra infancia fue divertida y variopinta… Yo no me quejo. No te creas que me quejo de mi padre. Lo amaba, y quizá lo amase más todavía cuando regresaba de las aventuras de algún viaje, con un aspecto un tanto desgarrado, completamente despojado de todo, como si hubiese estado peleando contra una manada de bestias. Entonces se portaba muy bien con nosotros. Los domingos por la mañana nos llevaba a los museos; luego a la pastelería y al cine. Revisaba nuestros cuadernos del colegio, poniéndose el monóculo, nos aleccionaba con seriedad y con severidad… Y todo aquello era divertidísimo: mi padre como educador… ¡ya te puedes imaginar!

—Sí —dije yo—. Pobrecito.

Sin embargo, no sabía quién de ellos me inspiraba más lástima, si los niños o Lajos; pero Eva no me lo preguntó. Se la notaba absorta en sus recuerdos. Continuó con un tono amistoso y neutro:

—La verdad es que no vivíamos tan mal. Hasta que un día llegó esa mujer.

—¿Quién es? —le pregunté, tratando de hablar bajo, para que mi voz no me delatara.

Se encogió de hombros.

—Una fatalidad —dijo con ironía, haciendo una mueca de disgusto—. Ya sabes… La mujer que llega en el momento preciso, en el último instante…

—¿Qué instante? —pregunté con la garganta seca.

—En el instante en que mi padre empezó a envejecer. En el instante en que el cazador se da cuenta de que sus ojos ya no ven como antes y que sus manos empiezan a temblar. El día en que mi padre se asustó.

—¿De qué?

—De la vejez. De sí mismo. ¿Sabes, Eszter?, no hay nada más triste que cuando un hombre así empieza a envejecer. Entonces, cualquiera lo puede atacar.

—¿Qué fue lo que le hizo?

Hablábamos en voz baja, susurrando como dos cómplices.

—Tiene poder sobre él.

Luego añadió:

—Le debemos dinero. ¿Te han dicho que me voy a casar con él?

—¿Con su hijo?

—Sí.

—¿Lo quieres?

—No.

—Entonces, ¿por qué te casas con él?

—Es necesario salvar a mi padre.

—¿Qué sabe ella de él?

—Algo malo. Tiene unas letras firmadas en su poder.

—¿Quieres a otro hombre?

Ella calló y miró sus uñas pintadas de rosa. A continuación respondió, en voz baja, a la manera de una mujer madura e inteligente:

—Quiero a mi padre. Hay dos personas en el mundo que aman a mi padre de verdad: tú y yo. Gabor no cuenta, él es diferente.

—¿No quieres casarte con él?

—Gabor es mucho más tranquilo —dijo, para no responder a mi pregunta—. Como si se hubiese encerrado en una especie de sordera. No quiere oír nada y vive como si no viera lo que pasa a su alrededor. Así se defiende.

—¿Hay alguien a quien ames? —le pregunté directamente, acercándome a ella—. ¿A quien ames, y con quirn te casarías… si las cosas se pudieran arreglar?… De algún modo… aunque difícilmente… Yo soy pobre, Eva, tienes que saberlo; Nunu, Laci y yo somos pobres… Pero quizá sepa de alguien que pueda ayudarte.

—Tú eres la que nos puedes ayudar —insistió, con una voz fría, segura y distante. Llevaba tiempo sin mirarme a los ojos. Estaba de espaldas, atisbando por la ventana, y yo no podía verle el rostro. Después del almuerzo, el cielo otoñal se había cubierto de nubes grises y densas que desfilaban por encima del jardín. La habitación estaba en penumbra. Me acerqué a la ventana y cerré uno de los batientes, como si temiera que nos pudiera escuchar alguien desde el jardín silencioso que estaba aguardando la lluvia.

—Tienes que decírmelo —insistí, mientras el corazón me latía con una fuerza inusitada desde hacía tiempo, desde la noche en que había muerto mi madre—. Si hay alguien a quien ames, si de verdad quieres huir de esta gente… tú y tu padre… Si eso se puede arreglar con dinero… entonces dímelo ahora.

—Creo, Eszter… —dijo entonces, con voz de niña pequeña, bajando la vista con pudor—, creo que con dinero, quiero decir que sólo con dinero ya no se puede arreglar nada. Tú eres la única que me puede ayudar. Pero mi padre no sabe nada del asunto… —añadió, casi asustada.

—¿De qué asunto?

—De este… que te estoy contando.

—¿Qué quieres? —le pregunté en voz alta, impaciente.

—Quiero salvar a mi padre.

—¿De ellos?

—Sí.

—¿Y salvarte tú también?

—Si es posible…

—¿No lo amas?

—No.

—¿Quieres irte?

—Sí.

—¿Adónde?

—Al extranjero. Lejos de aquí.

—¿Hay alguien esperándote?

—Sí.

—Sí —repetí la palabra, aliviada, y me senté; estaba agotada. Me puse la mano sobre el corazón. Me sentía mareada, como siempre que me veo obligada a salir de mi mundo inmaterial de espera, de contemplación y de sombras, para enfrentarme a la realidad. ¡Qué sencilla es la realidad! Eva ama a alguien, quiere irse, salir a su encuentro, vivir una vida pura y sincera. Y yo debo ayudarla. Sí, con todo lo que tengo. Le pregunté, casi con ansiedad:

—¿Qué puedo hacer, Eva?

—Ya te lo explicará mi padre —respondió con cierta renuencia, como si le costara pronunciar esas palabras—. Él tiene planes concretos… Creo que tienen planes concretos. Ya te enterarás, Eszter. Es asunto suyo y tuyo. Sin embargo, puedes hacer algo más por mí, si quieres. Hay algo en esta casa que me pertenece. Por lo menos, según lo que yo sé… Perdóname, ya ves que me he puesto colorada. Es difícil para mí hablar de esto.

—No te entiendo —le dije, y sentí que mis manos se ponían frías—. ¿A qué te refieres?

—Necesito dinero, Eszter —dijo entonces, con voz ronca y dura, como si me estuviera atacando—. Necesito dinero para irme.

—Sí, claro —observé, sin saber qué decir—. Dinero… Claro, seguramente podría conseguir algo de dinero. Y quizá Nunu también… Quizá pueda pedirle algo a Tibor. Sin embargo, Eva —agregué, como si de repente hubiera recobrado el conocimiento, desengañada e impotente—, me temo que lo que yo te pueda conseguir no sea suficiente.

—Yo no necesito tu dinero —dijo entonces con frialdad y orgullo—. Yo no necesito nada que no sea mío. Sólo quiero lo que mi madre me dejó.

De repente, me miró a los ojos, con una mirada ardiente y acusadora, y añadió:

—Mi padre me ha dicho que tú guardas mi herencia. Lo único que me queda de mi madre. Devuélveme el anillo, Eszter, devuélvemelo ahora mismo. ¿Me oyes?

—Claro, el anillo —dije.

Eva se puso tan beligerante que me eché hacia atrás. Por casualidad, me detuve justo delante de la cómoda en la que guardaba el falso anillo. Sólo hubiera tenido que extender la mano, abrir el cajón y entregar el anillo que la hija de Vilma me reclamaba con un tono tan exigente y lleno de odio. Me encontraba de pie, con los brazos cruzados, impotente pero decidida a salvaguardar a toda costa el secreto de la infamia de Lajos.

—¿Cuándo te ha hablado tu padre del anillo? —le pregunté.

—La semana pasada —me respondió, encogiéndose de hombros—. Cuando supe que íbamos a venir.

—¿También te ha mencionado el valor que tiene el anillo?

—Sí. Una vez lo hizo tasar. Hace ahora muchos años, después de la muerte de mi madre… Antes de entregártelo, hizo que lo tasaran.

—¿Y qué valor tiene? —le pregunté con tranquilidad.

—Un valor muy alto —me dijo, con una extraña ronquera en la voz—. Vale miles de coronas, quizá decenas de miles.

—Claro —le dije.

Luego sentencié, con un tono sosegado y de superioridad, sorprendente incluso para mí:

—Pues, hija mía, no vas a tener el anillo.

—¿No existe? —me preguntó, mirándome de arriba abajo. Después me preguntó, con un tono más bajo—: ¿No lo tienes o no me lo quieres dar?

—No voy a responderte a esa pregunta —dije, mirando al vacío. En ese mismo instante sentí que Lajos entraba en la habitación, sin hacer ruido, como siempre, con sus pasos ligeros de actor, y que se hallaba cerca de nosotras.

—Déjanos solos, Eva —le oí decir—. Tengo que hablar con Eszter.

No miré para atrás. Pasó un rato hasta que Eva, lanzando una mirada oscura, interrogante, llena de suspicacia, que recordaba la mirada de Vilma, se alejó con pasos lentos. Se volvió desde el umbral, se encogió de hombros y, a continuación, aceleró sus pasos para salir de la habitación. Cerró la puerta tras de sí, sin hacer ruido, como si ya no estuviera tan segura de sí misma. Nosotros dos nos mantuvimos un rato sin movernos, sin mirarnos. Luego me di la vuelta, y —por primera vez después de veinte años— me encontré delante de Lajos, a solas con él.