Mi hermana Vilma me había odiado. Eva decía la verdad: siempre había existido entre Vilma y yo un odio ancestral, una oscura pasión indefinible cuyo contenido se perdía en la lejanía. No se podía decir con exactitud por qué nos odiábamos, puesto que yo también la aborrecía y no buscaba ninguna razón ni ningún pretexto para ello; tampoco sabía exactamente qué acciones suyas me habían molestado tanto, ni qué nos habíamos hecho o dicho para odiarnos con tanta intensidad. Ella siempre había sido la más fuerte, incluso al odiar. Si le hubiesen preguntado por qué me aborrecía de una manera que no daba cabida al perdón, seguramente habría enumerado varias razones y acusaciones, con un tono relampagueante; pero ninguna de ellas hubiera podido explicar su odio. Hacía mucho que nos habíamos olvidado de los pretextos. Sólo quedaba la pasión, un sentimiento fogoso y denso que había inundado con su fango toda nuestra relación. Cuando Vilma murió, sólo me quedó un paisaje desolado y devastado allí donde antes habían estado mis relaciones familiares.
Acerqué su foto a mis ojos miopes y la observé con suma atención. «¡Qué fuerza tienen los muertos!», pensé, impotente. En aquel instante, Vilma estaba otra vez viva, recobraba esa nueva vida, misteriosa, que suelen adquirir los muertos para intervenir en nuestra existencia; los muertos a quienes creemos acabados, desaparecidos, enterrados bajo tierra, descompuestos. Sin embargo, un día reaparecen y actúan de nuevo. «¡Quizá este día sea el día de Vilma!», pensé. Me acordé de la tarde en que agonizaba, cuando ya sólo durante breves instantes reconocía su entorno; yo me encontraba de pie, al lado de su cama, llorando, esperando una palabra suya, deseando que me dijera una palabra de despedida, de paz, de perdón; pero al mismo tiempo yo sabía que no la perdonaba ni en el momento de su muerte, y que ella tampoco era capaz de perdonarme en su agonía. Me cubrí el rostro con las manos y lloré. Ella me dijo: «¡Te acordarás de mí!». Estaba delirando. «¡Me ha perdonado!», pensé, esperanzada. Pero, en el fondo, sentía que me estaba amenazando. Murió casi enseguida. Después del entierro, me quedé en su casa durante unos meses. No podía dejar solos a los niños, Lajos había partido al extranjero y no regresó hasta varios meses más tarde. Yo viví en soledad en aquel piso vacío, esperando algo.
Sin embargo, el armario de Vilma, el armario donde muchos años más tarde Eva encontraría las cartas, no lo abrí nunca. Si me hubiesen preguntado por qué, habría respondido como es debido diciendo, sin creérmelo siquiera yo, que no tenía ningún derecho a rebuscar entre los secretos de una persona muerta. En realidad, yo era una cobarde: temía el contenido de aquel armario, temía el recuerdo de Vilma. Porque, al morir ella, terminó de manera unilateral nuestro diálogo apasionado, nuestra disputa, y con eso vetó todo lo que hubiera sido un recuerdo común entre las dos, todo lo que hubiera sido una pasión común, una meta común.
Lajos se marchó después del entierro, y yo viví con los niños, en un piso donde nada era mío y donde, sin embargo, todo lo que allí había, de alguna forma, me lo habían arrebatado a mí. Los objetos habían sido confiscados por un ejecutor invisible —en aquel entonces, solamente sentíamos la presencia de un ejecutor invisible en aquel piso; los de verdad, los de carne y hueso, llegarían más tarde, a raíz de las deudas contraídas por Lajos—, y yo actuaba, llevando la casa, sin atreverme a tocar nada, sin tocar unos objetos que no eran míos, educando a los niños de una manera indecisa, como si fuera una institutriz contratada. Todo era hostil en aquella casa, todo estaba prohibido, cubierto con una capa invisible de animadversión, con esa capa que determina el contenido profundo de las relaciones de posesión en el mundo. Allí no había nada que fuera mío. Vilma se había llevado todo a la tumba, todo lo que yo hubiese querido poseer; ella lo había estropeado todo, había prohibido definitivamente todo lo que yo deseaba. Ella nos gobernaba con la tiranía y el infinito poder de los muertos. Y durante un tiempo lo soporté todo. Esperando el regreso de Lajos, esperaba algún milagro.
Él escribía pocas veces desde el extranjero: con la excepción de alguna breve carta, sólo mandaba tarjetas postales. Estaba actuando otra vez, se trataba de unos momentos grandiosos para él, de unos momentos llenos de fatalidad que él afrontaba disfrazado de nuevo, actuando con gestos grandilocuentes. El disfraz era el duelo que llevaba; los gestos grandilocuentes se resumían en el viaje que estaba realizando. Se había ido como quien no soporta el dolor, como quien huye de los recuerdos.
Creo que en realidad se divertía a lo grande en las ciudades que visitaba, que mimaba sus relaciones de negocios, que se refugiaba en el trabajo, como él mismo afirmaba; me imagino que iba a veces a los museos y a las bibliotecas, pero que frecuentaba más las cafeterías y los restaurantes, consolándose con alguna que otra relación íntima. «Lajos es una persona flexible», pensaba yo. Sin embargo, durante aquellos meses, mientras lo esperaba, comprendí que no podría vivir con él, que su ser y sus actos carecían de la argamasa que es necesaria en toda verdadera relación humana. Sus lágrimas eran lágrimas reales, pero no lo aliviaban en absoluto, no aliviaban ni sus recuerdos ni sus dolores: Lajos siempre estaba dispuesto por completo para la alegría y para la tristeza, pero en realidad nunca experimentaba ningún sentimiento. De alguna manera, todo aquello era inhumano.
Regresó al cabo de cuatro meses, pero yo no lo esperé: volví a mi casa unos días antes de su llegada, entregando el cuidado de los niños a una señora de confianza, dejándole una carta a Lajos en la que le explicaba que me negaba a mi papel de tía abnegada, que no quería saber nada de sus asuntos, que no quería volverlo a ver. No hubo ninguna respuesta a mi carta. Durante semanas y meses, incluso durante años, esperé una carta suya. Más tarde comprendí que no podía responderme: el mundo en el que habíamos vivido él y yo se había descompuesto, se había caído a pedazos. Después, ya no esperé nada.
Cuando Eva mencionó las tres cartas, desconocidas para mí, con un tono apasionado y acusador, me acordé de la cajita de palo de rosa. Había sido mía, me la había obsequiado Lajos para mi decimosexto cumpleaños, pero un día Vilma me pidió que se la regalara. Lo hice de mala gana. Entonces, todavía no conocía la verdadera naturaleza de Lajos, ni tampoco mis sentimientos hacia él. Vilma insistió tanto, que al final le regalé la cajita, de mala gana, pero sin oponer resistencia, probablemente aburrida de sus súplicas. Vilma tenía la costumbre de pedirme todas mis pertenencias: mis vestidos, mis libros, mis partituras, todo lo que ella consideraba importante o significativo a mis ojos. Así que me pidió también la cajita de palo de rosa. Al principio protesté, pero acabé cansándome y se la entregué. Tuve que hacerlo simplemente porque ella era la más fuerte de las dos. Más adelante, cuando empecé a intuir algunos detalles sobre Lajos y sobre mí, algunos aspectos de nuestra relación, le pedí con desesperación que me la devolviera; pero Vilma me mintió, diciendo que la había extraviado. Aquella cajita con incrustaciones de palo de rosa, forrada de terciopelo rojo y que desprendía un fuerte perfume embriagador, ha sido el único regalo que yo he recibido de Lajos en toda mi vida. El anillo nunca lo consideré un auténtico regalo. La cajita desapareció de mi vida. Y fue a reaparecer, al cabo de varias décadas, a través de las palabras de Eva, con un contenido muy peculiar: con las tres cartas de Lajos en las que, justo antes de su boda, me suplicaba que huyera con él, que lo salvara.
Volví a colocar la foto en su lugar.
—¿Qué queréis de mí? —exclamé, apoyándome en la cómoda.