13

Tengo que relatar tres conversaciones que mantuve aquel día. Sucedió que por la tarde vinieron a verme tres de los presentes: primero Eva, después Lajos y, por fin, Endre, «en su condición de notario». Tras el almuerzo, los invitados se dispersaron. Lajos se echó la siesta de una manera tan natural como si estuviera en su propia casa y no quisiera alterar en lo más mínimo sus arraigadas costumbres. Gabor y los desconocidos se fueron en el coche a visitar la iglesia, las ruinas de la fortaleza y los alrededores, y sólo regresaron al atardecer. Eva vino a mi habitación inmediatamente después de comer. Me acerqué con ella a la ventana, cogí su cabeza entre mis manos y examiné su rostro con detenimiento. Ella soportaba mi curiosidad con tranquilidad, mirándome con sus ojos azules.

—Tienes que ayudarme, Eszter —me dijo a continuación—. Eres la única persona que me puede ayudar.

Su voz sonaba dulce y melosa, como la voz de una niña pequeña. Ella sólo me llegaba a la altura del hombro. La abracé, y la escena me pareció demasiado sentimental, así que me alegré cuando se retiró suavemente de mis brazos. Se alejó de mí, se colocó delante de la cómoda, prendió un cigarrillo, tosió un poco y, como si se hubiese liberado de una situación no del todo sincera, se puso a examinar, un tanto confusa, los objetos y las fotografías enmarcadas que se encontraban sobre el mueble. La parte superior de aquella cómoda era para mí un lugar de culto, como el altar que montan en sus hogares los chinos para venerar entre profundas reverencias el recuerdo de sus antepasados. Desde ese lugar me miraban, puestas en fila, todas las personas amadas que habían tenido que ver conmigo y que influyeron en mi vida. Me coloqué a su lado, para fijarme en los movimientos de sus ojos.

—Aquí tienes a mi madre —observó en voz baja, con alegría—. ¡Qué guapa era! En esta foto es más joven que yo ahora.

Desde la foto, nos miraba Vilma, con sus dieciocho años recién cumplidos. Era rellenita y estaba vestida según la moda de la época: llevaba un vestido blanco, de encaje, y botas negras, altas; tenía el cabello suelto, ondulado, cubriéndole la frente, y sostenía en la mano un ramo de flores y un abanico. Se trataba de una foto de carácter solemne, sentimental y artificial. Tan sólo los ojos oscuros e interrogantes delataban algo del carácter verdadero de Vilma, rencoroso y apasionado.

—¿Te acuerdas de ella? —le pregunté, y noté que mi voz sonaba insegura.

—Sólo de una manera vaga —respondió—. Me acuerdo de una vez que entró en mi habitación y se inclinó sobre mí; desprendía un olor cálido, familiar. Ése es el único recuerdo preciso que conservo de ella. Yo tenía tres años cuando murió.

—Tres y medio —la corregí, confusa.

—Es verdad. Sin embargo, con precisión, sólo me acuerdo de ti. De cómo encontrabas constantemente algo que arreglar en mis vestidos, en mi peinado; de cómo ibas y venías por la casa, siempre tan atareada. Luego, desapareciste tú también. ¿Por qué te fuiste, Eszter?

—Cállate —le ordené—. Cállate, Eva; tú todavía no puedes entenderlo.

—¿Todavía? —repitió, y se echó a reír, con su voz melosa, alargando la risa de una manera tan artificial, casi teatral, que confería a cada palabra suya un toque de importancia y de decisión—. Sigues tratando de desempeñar el papel de la tía abnegada, ¿no es así, Eszter? —añadió con alegría, superioridad y compasión.

Me abrazó con un gesto de madurez; me cogió por los hombros y me condujo al sofá, invitándome a que me sentara. Nos miramos como dos mujeres que conocen o tratan de adivinar los secretos de la otra. De repente, me invadió un cálido sentimiento de excitación. «¡He aquí la hija de Vilma! —pensé—. ¡La hija de Vilma y de Lajos!». Me ruboricé, me embargaron los celos que resurgían desde las profundidades de mi corazón, y me asusté por su intensidad y su fuerza: la voz de los celos empezó a gritar dentro de mí, pero yo no quise acallarla. «¡Podría ser tu hija! —decía la voz—. ¡Tu hija, el sentido de tu vida! ¿Para qué ha regresado?». Bajé la cabeza y escondí el rostro entre las manos, con un gesto nervioso. El momento fue más intenso que la vergüenza que el gesto me provocó. Sabía que estaba entregando a Eva mis secretos más ocultos; que ella me miraba, observando mi lucha interior y mi vergüenza, sin ninguna compasión. La joven que hubiera podido ser mi propia hija no me absolvió, no me salvó de aquella situación embarazosa. Al cabo de un rato, que me pareció eterno, volví a oír su voz madura, extraña, segura y neutra:

—No tenías por qué haberte ido, Eszter. Claro, seguro que no te era fácil estar al lado de mi padre. Sin embargo, hubieras tenido que tener en cuenta que tú eras la única persona que lo habría podido ayudar. Y también que estábamos nosotros: Gabor y yo. A nosotros también nos abandonaste a nuestro destino. Como cuando se abandonan dos bebés delante de la puerta de una iglesia. ¿Por qué lo hiciste?

Como yo callaba, ella añadió con calma:

—Lo hiciste para vengarte. ¿Por qué me miras así? Fuiste mala y actuaste movida por la venganza. Tú eras la única mujer que tenía poder sobre mi padre. Tú eras la única mujer a quien mi padre amaba. Sí, Eszter, eso lo sé yo también, no sólo tú y mi padre. ¿Qué pasó entre vosotros? He reflexionado mucho sobre ello. He tenido tiempo de pensar en ello durante toda una larga infancia. Mi infancia, ya lo sabes, no fue un camino de rosas. ¿Conoces los detalles? Te los puedo contar. He venido para contártelos. Y para pedirte que me ayudes. Creo que nos debes eso.

—Te ayudaré —le dije—, te ayudaré con todo lo que tengo.

Me enderecé. Lo difícil del momento ya había pasado.

—Mira, Eva —continué, ya tranquila—. Tu padre es un hombre muy atractivo, de mucho talento. Sin embargo, todo lo que estamos dilucidando ahora debe de estar borroso en su memoria. Debes saber que tu padre olvida muy pronto. No lo estoy acusando, no creas. Él no tiene la culpa. Es así, por naturaleza…

—Lo sé —me respondió—. Mi padre no se acuerda nunca de la realidad. Es un poeta.

—Tienes razón —dije aliviada—. A lo mejor es un poeta. La realidad sólo se presenta de una manera imprecisa en sus recuerdos. Por eso no hay que creer todo lo que dice: se acuerda mal de ciertas cosas.

»La época que estás evocando fue la más difícil, la más complicada, la más dolorosa, casi insoportablemente dolorosa, de mi vida. Tú hablas de venganza. ¿Qué palabra es ésa? ¿Quién te la ha enseñado? No entiendes nada de nada. Todo lo que tu padre te haya contado al respecto, es sólo una fantasía de su ofuscada imaginación. Sin embargo, yo sí que me acuerdo de la realidad. Y la realidad fue bien diferente. Y no tengo que dar cuentas a nadie.

—Pero si yo he leído sus cartas —repuso con objetividad.

Yo callé. Nos miramos.

—¿Qué cartas? —le pregunté, muy sorprendida.

—Sus cartas, Eszter —repitió, más animada—. Las cartas de mi padre, las tres cartas que te escribió en aquel entonces. Ya sabes, cuando venía a verte aquí, a esta casa, muy interesado por ti; cuando te rogaba que lo dejarais todo, que huyerais juntos porque no aguantaba más, porque no podía consigo mismo, con su carácter, con Vilma, que era más fuerte que él, y que te odiaba, Eszter… Porque mi madre te odiaba, sí… ¿Por qué? ¿Porque eras más joven que ella? ¿O porque eras más bella, más auténtica? Esta pregunta sólo la podrías responder tú misma.

—¿Qué dices, Eva? —le pregunté gritando, sacudiéndola por el brazo—. ¿De qué cartas me estás hablando? ¿Qué sueños te ofuscan?

Liberó el brazo, se acarició la frente con sus finas manos de niña, y me miró con aquellos grandes ojos suyos.

—¿Por qué me estás mintiendo? —me preguntó con dureza y frialdad.

—No he mentido ni una sola vez en mi vida —le respondí.

Se encogió de hombros.

—He leído las cartas —repitió, cruzando los brazos como un juez instructor—. Estaban allí, en el armario, donde mi madre guardaba la ropa interior, en el lugar donde tú misma las habías escondido… Ya lo sabes… en esa cajita de palo de rosa… Hace ahora tres años que las encontré.

Yo me puse pálida y sentí que la sangre bajaba de mi cabeza.

—Cuéntamelo —le pedí de inmediato—. Piensa lo que quieras, piensa que te estoy mintiendo. Pero cuéntamelo todo sobre esas cartas.

—No te entiendo —observó, con un tono entre animado y sorprendido—. Te estoy hablando de las tres cartas que mi padre te escribió cuando ya estaba comprometido con mi madre: en ellas te rogaba que lo liberaras de su cautiverio sentimental, porque tan sólo te amaba a ti. La última carta lleva la fecha del día anterior a su boda. Me he fijado bien en las fechas. En esa última carta te explica que se siente incapaz de hablarte cara a cara, que se siente débil, que le da vergüenza por mi madre. Creo que mi padre nunca ha escrito ninguna carta tan sincera. Te dice que reconoce que es un hombre herido y acabado, y que sólo confía en ti, porque sólo tú puedes devolverle la confianza en sí mismo y el equilibrio. Te pide que huyáis, sin hacer caso de nada ni de nadie, que os marchéis al extranjero; y te dice que entrega su destino a tu decisión. Es una carta desesperada, Eszter, es imposible que no te acuerdes de ella. ¿Es así o no, Eszter? Por alguna razón, tú no quieres hablar conmigo de esas cartas… Quizá te cause dolor, a causa de mi madre, o por la vergüenza que sientes ante mí. Yo lo comprendí todo al leer esas cartas, y desde entonces miro a mi padre de otra manera. Para mí, basta con que alguien haya tratado de ser bueno una sola vez en su vida, bueno y valiente. No fue por él por lo que aquello no pudo ser. ¿Por qué no le respondiste?

—¿Por qué hubiera tenido que responder? —objeté, con tono apagado y objetivo, como si reconociera mis mentiras, como si de verdad hubiese recibido esas cartas.

—¿Por qué?… ¡Dios mío! Era necesario que respondieras, aunque sólo fuera por educación. A cartas así, siempre hay que responder. Cartas así sólo se reciben una vez en la vida. Él te decía que esperaría tu respuesta hasta el amanecer. Que si no respondías, sabría que no habías tenido el valor de tomar una decisión… y entonces él tampoco tendría otra opción, sino quedarse y casarse con mi madre. Fue incapaz de hablarte de estas cosas cara a cara. Tenía miedo de que no le creyeras, porque te había mentido en muchas ocasiones. Yo no puedo saber lo que había sucedido entre vosotros dos… y tampoco tengo derecho a preguntarte nada; pero el hecho es que tú no respondiste a sus cartas, y con eso todo se echó a perder. Perdóname que te lo diga, Eszter…, pero, ahora que ya todo ha terminado, tengo que insistirte en que tú también eres responsable de lo que sucedió.

—¿Cuándo escribió tu padre esas cartas?

—La semana antes de su boda.

—¿Adónde las envió?

—¿Adónde? Aquí, a esta casa, a vuestra casa. Tú vivías aquí, junto con mi madre.

—¿Encontraste las cartas guardadas en una caja de palo de rosa?

—Sí, en una caja de palo de rosa. En el armario que había sido de mi madre.

—¿Quién tenía la llave de aquel armario?

—Tú, solamente tú. Y mi padre.

¿Qué le hubiera podido responder? Le solté el brazo, me puse de pie y me situé delante de la cómoda. Cogí la fotografía de Vilma, y la estuve mirando durante un largo rato. Hacía tiempo que no contemplaba su imagen. La observé con atención, escudriñando su frente, sus ojos familiares y sin embargo terriblemente desconocidos y, de repente, lo comprendí todo.