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Lo único que no acababa de entender era la presencia de la mujer desconocida. Era demasiado mayor y muy poco guapa para ser la amante de Lajos. Tardé también en entender que el joven del abrigo de cuero —el que había bajado del automóvil rojo en primer lugar, había saludado educadamente a todos pero no había dicho ni una palabra después, y se limitaba a adiestrar a su perro de hocico de león— era el hijo de la mujer.

Todo eso parecía salirse de las reglas establecidas. El joven era rubio, rubio platino, imberbe; tenía el cutis muy blanco y las pestañas tan claras que apenas se distinguían, y pestañeaba sin parar. Su cabello era rizado, así que parecía el de un negro albino. En un momento dado, se caló unas gafas oscuras y desapareció por completo detrás de ellas. Sólo por la tarde me enteré de que el joven era el novio de Eva, que la mujer era de origen noble —sembraba sus conversaciones con palabras francesas mal pronunciadas— y que era el ama de llaves de Lajos. En la confusión de las primeras horas de la visita, todos esos detalles se me habían escapado.

La mujer, a quien los niños llamaban Olga, parecía confundida y triste; no pretendió entablar conversación y, durante las horas siguientes a las presentaciones, se mantuvo alejada de nosotros, sentada en silencio al lado de la mesa. Jugaba con su parasol y miraba su plato. «Una aventurera», pensé en un primer momento. Pero más tarde me di cuenta de que era una aventurera cansada y malhumorada, como si ya no creyera del todo en las aventuras, como si prefiriese dejarlo todo para dedicarse a alguna ocupación más sosegada, a hacer ganchillo o trabajos manuales. A veces, mostraba una sonrisa amarga y enseñaba unos dientes amarillos y grandes, como si fueran los de un hombre. Cuando me tuve que enfrentar a ella, no supe qué decirle. Nos miramos, primero entre sonrisas, luego sin ellas, con una dureza y una suspicacia sin disimulos. Su cabello teñido de rubio amarillento y su vestido desprendían un perfume dulzón.

—Querida Eszter —me dijo.

Pero yo le respondí, con un elevado tono de protesta:

—Señora…

Enseguida me eché a reír. La casa, en aquella hora que precedía al almuerzo, parecía flotar, como un espejismo multicolor. Se oían las puertas que se abrían y se cerraban; Lajos había sacado una tortuga de una caja y enseñaba a los demás cómo el animal apreciaba la música: con los silbidos de Lajos, el quelonio se movía, extendía el repugnante cuello y siseaba para responder. Él presentaba aquel reptil como una curiosidad, como un accesorio para uno de sus números, como una prueba de sus incomparables dotes de domador. La tortuga cosechó muchos éxitos. Todos rodearon a Lajos para observar la demostración, incluso el serio de Endre, que tampoco pudo vencer su curiosidad.

Luego, Lajos comenzó a distribuir regalos: un reloj de pulsera para Laci; dos tomos de poesía francesa encuadernados en piel para Nunu —con una dedicatoria especialmente escrita para ella, sin tener en cuenta en absoluto que Nunu no sabía ni una palabra de francés—; puros carísimos para Tibor y Endre, y una pañoleta de seda, de color malva, para mí. La excitación se había generalizado y el ambiente hervía a nuestro alrededor. Al otro lado de la valla del jardín se había formado un grupo de curiosos, así que nos tuvimos que meter dentro de la casa. La casa se llenó con un olor a comida caliente, con el olor eterno e inolvidable de los días festivos, cargados de experiencias vitales; con el rumor de un ir y venir incesante y el golpeteo de puertas que se abrían y se volvían a cerrar; con el entrechocar de los platos; con los ruidos de disponer la mesa; con las conversaciones de los invitados y sus excitadas voces, de un tono alto y agudo. Era como si todo expresara que la vida es maravillosa y que está saturada de alegres fiestas. Mirara por donde mirase, todo parecía indicar lo mismo. La mujer desconocida se sentó en un rincón para charlar conmigo con un tono monótono.

Me contó que conocía a Lajos desde hacía ocho años, desde que había abandonado a su esposo. Su hijo era funcionario, no me explicó exactamente de qué tipo, ni me dijo dónde trabajaba. Yo nunca había conocido a nadie parecido a aquella mujer y a su hijo. Había visto personas parecidas en las revistas que traen noticias de los jóvenes modernos, de ese tipo de hombres que bailan por las noches en las salas de baile de los hoteles, ataviados con trajes de grandes hombreras; que pilotan sus propias avionetas o que corren en motocicletas hacia variados destinos, con una joven sentada detrás de ellos, cuya falda, al moverse, se desliza por encima de la rodilla. Ya sé que existen otro tipo de jóvenes, más auténticos. Los de las revistas son como unas caricaturas cuyo recuerdo yo conservo: representan, a mis ojos, una raza rara e inquietante, puesto que no los conozco en absoluto. Sólo sé que ya no tengo nada que ver con ese tipo de género humano. Sé —porque me siento confusa e ignorante en su presencia— que en el mundo vive una raza humana inabordable para mí: jóvenes que corren en sus motos y que se divierten en las salas de baile, que aparecen en las películas; en fin, jóvenes que sobrepasan las convenciones sociales que mis padres respetaban, y que yo también respeto. Había algo en el hijo de aquella mujer que era ajeno al mundo cotidiano: a mis ojos parecía el héroe de una novela, de una novela de aventuras. Hablaba poco, y cuando decía algo, miraba al techo y pronunciaba las palabras con una larga entonación, como si estuviera cantando. Él también parecía triste, como su madre. Los dos desprendían un aire de abatimiento fastidioso. Nunca había experimentado una sensación tan pronunciada de extrema e hiriente extrañeza en presencia de nadie. El joven no bebía ni fumaba, y llevaba una fina cadena de oro en la muñeca de la mano izquierda. A veces, levantaba la mano con un movimiento seco y rápido, como si fuera a abofetear a alguien, y se subía la cadena con un tic nervioso. Me enteré de que acababa de cumplir los treinta y que trabajaba como secretario en la oficina de algún partido político; cuando se quitaba las gafas oscuras y con sus acuosos ojos miraba los objetos y a las personas que se encontraban a su alrededor, parecía más viejo que Lajos.

«¡Qué te importan!», pensé. Pero los seguí observando, y me di cuenta de que el joven también observaba a los demás. No me gustaba ni su nombre: se llamaba Bela, un nombre insignificante y ordinario. Tengo una sensibilidad especial con respecto a los nombres, hay algunos que me gustan mucho y otros que no soporto. Claro que se trata de unos sentimientos primarios, injustos. Sin embargo, los sentimientos de este tipo son los que determinan nuestra relación con el mundo, nuestras simpatías y antipatías. No pude dedicar mucha atención al joven, porque su madre me entretuvo hasta la hora de la comida. Me contó toda su vida, sin que yo la animara a ello. La historia de su vida parecía una lista de agravios contra hombres y mujeres, contra sus parientes y sus amantes, contra sus hijos y sus maridos, y ella clamaba venganza, citando como testigos a los poderes terrenales y celestiales. Expuso sus acusaciones mediante frases cortas y precisas, como si estuviera recitando una lección aprendida. Todos la habían engañado, todos habían tramado algún complot contra ella y, al final, todos la habían abandonado: ésa fue la conclusión que saqué de lo que me contó. A veces me estremecía, pues tenía la sensación de estar escuchando las peroratas de una loca. En un momento dado, empezó a hablar, inesperadamente, de Lajos. Hablaba con tono confidencial, como si fuéramos cómplices. Yo no podía tolerar ese tono de voz. Me humillaba el que Lajos hubiese irrumpido en mi casa acompañado de sus cómplices, lo consideraba indignante. Me puse de pie, con la pañoleta de seda de color malva, el regalo de Lajos, en la mano.

—No nos conocemos de nada. Prefiero no hablar de esto —le dije.

—Ah —me respondió, con calma e indiferencia—, ya tendremos tiempo para hablar de todo, y también para conocernos mejor, querida Eszter.

Encendió un cigarrillo, exhaló una bocanada de humo y me miró a través de aquella nube con tanta tranquilidad como si ya lo hubiese arreglado todo; como si ya lo hubiera decidido todo; como si supiera algo que yo ignoraba; como si yo no tuviera otra opción que obedecerla.