Los acontecimientos de la mañana, por lo menos todo lo que ocurrió después de la pregunta de Lajos, se conservan un tanto borrosos en mi memoria. El tío Endre llegó en el mismo momento en que Lajos me formulaba su pregunta. Lajos se sintió molesto, y empezó a decir una de sus mentiras, en voz alta, como si pretendiera esconder sus temores detrás de ese tono elevado. Habló casi a gritos, con una jovialidad artificial, con una superioridad vacía que no alteró en nada a Endre; adoptó un tono de camaradería, lo agarró por el brazo y le contó historias divertidas, comportándose como si fuera un invitado destacado, objeto de unos honores merecidos, como si estuviera en una casa donde todo y todos se situasen ligeramente por debajo de su rango.
Endre lo escuchó con tranquilidad: era la única persona en el mundo a quien Lajos tenía miedo, a quien no era capaz de hechizar. En su fuero íntimo estaba acorazado contra los efluvios y los hechizos de Lajos, contra esos efluvios que según él alcanzaban a todos y a todo, hasta a los animales y a los objetos sin vida. Endre escuchó a Lajos con atención, como alguien que conoce los trucos, como alguien que conoce los mecanismos secretos de las interpretaciones y no se sorprende si alguien saca de la chistera un pañuelo con los colores de la bandera nacional, o si hace desaparecer la fuente con frutas del centro de la mesa. Lo escuchó con atención y curiosidad, sin ninguna maldad, con visible interés. Como si le estuviera diciendo: «A ver, ¿qué más sabes hacer?». Lajos descansaba un rato entre número y número, y no dejaba de observar al tío Endre con disimulo.
En aquellos momentos creí que yo había sido la única que se había dado cuenta de su incomodidad, puesto que Tibor y Laci se sumergían en la admiración de la belleza del espectáculo; pero, más adelante, ya por la tarde, me enteré de que Eva también se había percatado de la incomodidad de Lajos. Fue como si Endre supiera algo, algún hecho sencillo y evidente con el que acorralar a Lajos en cualquier momento. Sin embargo, no se lo hacía notar, ni siquiera se mostraba poco amistoso.
—Has llegado, pues, Lajos —dijo, y se estrecharon la mano.
Eso fue todo. Lajos se rió, confuso. Quizá habría funcionado mejor si en el momento del reencuentro no hubiese tenido ningún testigo. Al fin y al cabo él mismo lo había citado, «como notario», como nos enteramos más tarde. En una carta urgente le había pedido que no se fuera de la ciudad aquel día, porque quería consultarle algo. Endre había llegado, con la invitación de Lajos en la mano, y allí estaba, en medio del jardín, gordo y tranquilo, mirándolo con una paciencia benevolente, escuchándolo sin el más mínimo aire de superioridad; pero con una seguridad absoluta, como alguien que no quiere aprovecharse de su poder, puesto que sabe que bastaría con una sola mirada suya para que Lajos se callara, que bastaría con que levantara un solo dedo de la mano para que Lajos se fuera, para que terminara definitivamente su espectáculo. Parecía que Lajos no podía evitar a ese testigo incómodo. Como si hubiera decidido por fin enfrentarse a la realidad —para Lajos, Endre había significado siempre la realidad de la vida, siempre había sido el juez ineludible, el testigo, ese elemento de resistencia incómodo y cruel que se oponía a sus embrujos— y dijera: «Acabemos de una vez». Así miraba Lajos a Endre, que había envejecido bastante.
Sí, Endre había envejecido durante los últimos tres o cuatro años. Todo lo que era pesado y grave en su carácter y en su naturaleza —esa resistencia oculta contra el mundo que no permitía que la gente se le acercara, su actitud de sacerdote soberbio, su manía de observar a la gente sin decir palabra— y que lo caracterizaba desde joven, le impedía prácticamente el contacto con los desconocidos. No actuaba como un misántropo, pero la gente se sentía incómoda a su lado. Era como si supiera algo del mundo, algo que estuviera contra la ley, y conservara ese conocimiento para sí mismo. Hasta su bondad era pesada, tímida y torpe.
Endre miraba a Lajos como alguien que lo sabe todo, como alguien que no quiere juzgar, ni tampoco perdonar. El «pues, Lajos» con el que lo había saludado, después de veinte años, no había sido ni condescendiente ni vanidoso ni severo, pero me di cuenta de que Lajos se volvía inseguro tras aquellas palabras; que miraba a su alrededor, nervioso; que hablaba más deprisa; que se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo. Creo que hablaron de política o de la cosecha. Endre se encogió de hombros, como si ya hubiese visto y oído lo suficiente, se sentó en el banco de piedra y juntó las manos sobre la barriga, con un gesto característico de las personas mayores. Durante el resto del día no le dijo nada más a Lajos, hasta bien entrada la tarde, hasta el momento en que se puso a redactar el documento en el que yo autorizaba a Lajos a vender la casa.
Naturalmente, todos sabíamos que Lajos quería apropiarse de mi vida, más exactamente de la vida de Nunu y de la tranquilidad de mis últimos años. Sólo nos quedaba la casa, un poco ajada por el paso del tiempo, pero poderosa en todos los sentidos: la casa, el último objeto de valor que Lajos no había podido llevarse y que aquel día había venido a buscar. Yo había sabido, desde el mismo momento en que había recibido el telegrama, que venía por ella: esas cosas no se piensan con palabras concretas, pero se saben, aunque tratara de engañarme a mí misma hasta el último momento. Lo había sabido Endre, y Tibor también; no obstante, todos parecimos sorprendernos de la facilidad con la que nos entregamos a Lajos. Al final comprendimos que la vida no ofrece soluciones a medias: aceptamos el hecho de que algo había empezado un día, muchos años antes, y que había llegado el momento de terminar con aquello. Lajos también lo sabía. Constató que la casa tenía humedades y se puso enseguida a hablar de otra cosa, como si ya hubiese acabado con lo más importante, como si no quisiera gastar palabras en los detalles. Tibor y Laci lo escucharon con curiosidad.
Un poco más tarde, llegó el sastre, el viejo sastre de Lajos. Un tanto confuso, e inclinándose ante él, le entregó una cuenta pendiente desde hacía veinticinco años. Lajos lo abrazó y le dijo que se fuera. Los caballeros tomaron vermú, charlaron animadamente y se rieron mucho con los chistes de Lajos. Nos sentamos a la mesa, a comer, en un ambiente excelente.