10

Nunu sirvió el almuerzo y los invitados se sentaron a la mesa en el porche, conversaron y comieron nerviosos. Todos sentían que Lajos controlaba por completo las emociones, gracias a la fuerza hechicera de sus trucos de magia. Cada palabra que pronunciaban parecía ser dictada por los papeles que él les designaba. Cada hora tenía su contenido artificial: el almuerzo fue la «primera escena», después siguió la «visita al jardín». Lajos, el director, se percataba de vez en cuando del cansancio de algunos; entonces batía las manos para dictar el ritmo. Más tarde, se quedó conmigo a solas en un rincón del jardín. Desde el porche, se oía la voz de Laci, que parecía entusiasmado y encantado. Él había sido el primero en rendirse, en olvidar sus dudas, y empezó a regocijarse, feliz y entregado a la corriente ya conocida, a los efluvios de la presencia de Lajos. La primera frase que Lajos me dirigió, sonó así:

—Ahora vamos a arreglarlo todo.

Al escuchar aquello, el corazón empezó a latirme con fuerza, y me puse muy nerviosa. No le dije nada. Estaba delante de él, debajo del árbol, al lado del banco de piedra donde me había contado tantas mentiras, y por fin tenía la ocasión de observarlo detenidamente.

Había algo triste en él. Algo del fotógrafo o del político envejecido que ya no se entera de las artimañas ni de las ideas de los nuevos tiempos y que se aferra, obstinado y resentido, a sus viejos trucos, a sus afables prácticas de prestidigitador. Había algo en él del viejo domador de fieras a quien ya no temen ni sus propias bestias. Su vestimenta era extraña y anticuada, pero al mismo tiempo parecía pretender seguir la última moda, y eso imponía una resistencia interior que le impedía ser elegante o estar al día según sus propios gustos. Su corbata era un tanto más llamativa de lo que hubiese correspondido con su traje, con su personalidad o con la época del año, y eso le confería un ligero aspecto de aventurero. Llevaba un conjunto claro, un traje amplio de esos que la moda reciente aconseja para viajar, como los que llevan los magnates del cine extranjeros que aparecen en las revistas, camino de un país a otro. Todo parecía nuevo, pero las distintas piezas de su vestuario no encajaban las unas con las otras: sus zapatos eran de un estilo, su sombrero de otro. Su aspecto reflejaba una ligera dejadez. A mí, se me oprimió el corazón. Quizá si hubiese venido con un traje usado, con un aspecto desgastado y desesperanzado, no me habría provocado ese sentimiento de compasión barata. «Ha tenido lo que se merecía», habría pensado. Pero aquella gallardía vergonzosa y desesperada me llenó de conmiseración. Lo miraba y lo que veía me daba pena.

—Siéntate, Lajos —le dije—. ¿Qué quieres de mí?

Me sentía tranquila y benévola. Ya no le tenía miedo. «Este hombre ha fracasado», pensé, y ese pensamiento no me provocó ninguna satisfacción, no me provocó nada más que compasión, una profunda y humillante compasión. Creí darme cuenta de que se estaba tiñendo el cabello, o algo parecido, y me pareció indebido: me hubiese gustado regañarlo, por su pasado, por su presente, con seriedad pero sin severidad. De repente, me sentí mayor que él, mucho más madura, como si Lajos se hubiese detenido en un punto determinado de su edad, como si hubiese envejecido manteniendo sus gallardías juveniles, que no fueron especialmente peligrosas, ni tuvieron ningún fin determinado, y eso era quizá lo más triste de todo.

Su mirada era limpia, los ojos eran grises y melancólicos, como antaño, como la última vez que lo había visto. Fumaba sus cigarrillos en una larga boquilla; las manos eran especialmente viejas, temblaban y tenían las venas hinchadas. Y él también me observaba con calma y objetividad, como si supiera que esta vez no iban a funcionar sus trucos, puesto que yo ya los conocía, conocía los secretos de su oficio, y que, dijera lo que dijese, tendría que responder, con palabras o sin ellas, que esta vez tendría que responder la verdad… Naturalmente, comenzó con una mentira.

—Quiero arreglarlo todo —repitió mecánicamente.

—¿Qué quieres arreglar?

Lo miré a los ojos y me eché a reír. «¡Todo esto no es serio!», pensé. Pasado cierto tiempo, ya no se puede arreglar nada entre dos personas. Y yo comprendí esa verdad desesperante en aquel momento, allí, en el banco de piedra donde nos encontrábamos sentados. Uno vive, construye y destruye su vida, trata de corregirla, de remediarla, poniéndole parches; y pasado un tiempo se da cuenta de que todo el conjunto, tal cual está, lleno de casualidades y de equivocaciones, ya no se puede cambiar más. A esas alturas, Lajos ya no podía hacer nada. Había reaparecido desde el pasado, anunciando con un tono sentimental que quería «arreglarlo todo», pero sus intenciones me parecieron lamentables y ridículas: el tiempo se había encargado ya de «arreglarlo todo», a su manera, de la única manera posible. Le dije:

—Déjalo ya, Lajos. Naturalmente, todos estamos contentos de verte…, de veros a ti y a los niños. No conocemos tus planes, pero nos alegramos de volver a verte. No hablemos del pasado. No le debes nada a nadie.

Al decir eso, me di cuenta de que me había arrastrado la corriente del momento, que estaba diciendo unas palabras introductorias cuyo verdadero contenido era una pura mentira. Solamente por mi exageración sentimental y por mi desosiego altisonante pude haber afirmado que el pasado no existía y que Lajos no le debía nada a nadie. Los dos sentimos la falsedad de mis palabras y bajamos la vista. Nos quedamos un rato mirando los guijarros. El tono inicial de nuestra conversación era demasiado elevado, vibraba, sonaba alto y en falsete. Me di cuenta de que me iba a enredar en una discusión, de manera no muy consecuente pero, al menos, con palabras verdaderas, con una verdadera emoción que trataba en vano de disimular.

—Probablemente no hayas venido sólo para decirme esto —dije en voz baja, porque tenía la impresión de que los otros, desde el porche, nos estaban oyendo entre sus conversaciones menos animadas que antes, y que podían escuchar mis palabras.

—No —respondió él, tosiendo—. No he venido solamente para decirte esto. Escúchame, Eszter, tenía que hablar contigo una vez más, una última vez.

—Ya no me queda nada —le dije sin querer, con valentía.

—Ya no necesito nada —me respondió, sin molestarse—. Ahora quiero brindarte algo. Ya sabes que han pasado veinte años. ¡Veinte años! Ya no nos quedan muchos veinte años más en la vida. A lo mejor ya sólo nos quedan los últimos. En veinte años todo se vuelve más claro, más transparente, más comprensible. Ya sé lo que pasó, y también sé por qué pasó.

—Todo esto es odioso —le repliqué con la voz ronca—. Odioso y ridículo. Estamos aquí, sentados en este banco, dos personas que antaño estuvieron ligadas, hablando del futuro. No, Lajos, ya no existe ningún futuro, quiero decir no para nosotros dos. Pongamos los pies en la tierra. Existe algo que tú también conoces, un orgullo humilde, el orgullo de vivir. Ya basta de humillaciones. El mero hecho de que hablemos del pasado es una humillación. ¿Qué quieres? ¿Qué estás tramando? ¿Quiénes son esas personas desconocidas? Coges, haces tu equipaje, reúnes a personas y a animales y te presentas aquí, con ostentación, con las mismas palabras de antaño, hablando como si hablara el Señor desde el cielo…, pero aquí ya se te conoce. Nosotros ya te conocemos, amigo.

Hablé con tranquilidad, con una solemnidad ridícula, y pronuncié cada palabra con mucha decisión, como si hubiese preparado mi discurso. En realidad, no había preparado nada. No creía ni por un instante que algo se pudiese arreglar, no tenía ganas de echarme al cuello de Lajos, ni tampoco quería discutir con él. ¿Qué quería? Me hubiese gustado mostrarme indiferente. «Aquí está, ha llegado, eso también forma parte de los hechos extraños de la vida, quiere algo, está tramando algo; y luego se irá, y nosotros seguiremos viviendo como antes, como hasta ahora. ¡Ya no tiene ningún poder sobre mí!». Eso sentí, y lo miré con seguridad, con superioridad. «Ya no tiene ningún poder sobre mí, no en el sentido sentimental de antes».

Pero, al mismo tiempo, me percaté de que la excitación que me había embargado durante las primeras frases de nuestra conversación se parecía a todo menos a la indiferencia. Me di cuenta de que la emoción con la que hablaba a Lajos era la señal de que entre nosotros había una relación, aunque no tan romántica, no tan doliente, no tan soñadora como antes; una relación exenta de la luz de luna que nos había iluminado anteriormente. Hablábamos de la realidad. Como si hubiese tenido una necesidad apremiante de aferrarme a esa realidad, después de tanta niebla y de tanta oscuridad, le dije, sin sopesar siquiera mis palabras:

—Tú no me puedes brindar nada. Te lo has llevado todo, has arruinado todo.

Me respondió lo que yo esperaba de él:

—Es verdad.

Me miró con tranquilidad, con sus ojos grises y limpios. Luego, miró al aire. Había pronunciado aquellas palabras con un tono de voz infantil, casi contento, como si le hubiesen puesto un sobresaliente en un examen. Me estremecí. ¡Vaya persona! Estaba tranquilísimo: miraba a su alrededor, examinaba la casa, con la objetividad de un arquitecto. Después, empezó a hablar de otra cosa.

—Tu madre murió allí arriba, en la habitación cuyas ventanas están cubiertas por la celosía, ¿verdad? —me preguntó.

—No —le respondí, sorprendida—. Mi madre murió abajo, en la habitación donde ahora se aloja Nunu.

—Qué curioso —dijo—. No me acordaba.

Tiró la colilla del cigarrillo. Se levantó, dio unos pasos para acercarse a la casa y palpó los ladrillos del muro, meneando la cabeza.

—Tiene humedades —dijo con tono de desaprobación, distraído.

—El año pasado hicimos reparaciones —le dije, sumida en el mismo estado de encantamiento inconsciente.

Regresó a mi lado, me miró profundamente a los ojos. Estuvo callado durante un largo rato. Nos mirábamos, con los ojos medio cerrados, con atención y curiosidad. Su rostro reflejaba seriedad y devoción.

—Permíteme una pregunta, Eszter —me dijo en voz baja y seria—. Una sola pregunta.

Cerré los ojos, sentía sofoco, mareo. Ese mareo duró unos instantes, e hice un gesto con la mano para protegerme. «Ahora me va a hacer una pregunta —pensé—. Dios mío, me va a hacer una pregunta. ¿Qué me va a preguntar? ¿Quizá me pregunte por qué ocurrió todo? ¿Quizá me pregunte si fui yo la cobarde? ¡Le tengo que responder!». Suspiré y lo miré, preparada para responder.

—Dime, Eszter —me preguntó entonces en voz baja, con un tono de intimidad—, ¿sigue la casa libre de hipotecas?