9

Sin embargo, la realidad, como una extraña ducha fría, me despertó de mis visiones. Lajos había llegado. Empezaba el día, el día de la visita de Lajos, que Tibor, Laci y Endre recordarían hasta la hora de su muerte, hablando de él, transformando una y otra vez sus palabras, buscando los recuerdos, evocando y negando las imágenes de la realidad. Quisiera relatar los acontecimientos de aquel día de una manera fiel. Tardé en comprender el verdadero significado de la visita. Empezó como empieza la función de un circo ambulante. Y terminó… no, el final y la partida no los puedo comparar con nada. Todo terminó de una manera sencilla. Lajos se fue, el día terminó, acabó una parte de nuestras vidas y… seguimos viviendo.

Lajos llegó con un verdadero séquito. El automóvil que se detuvo delante de la casa llamó la atención de los vecinos. Era un coche rojo, grandísimo. El primero en bajar de él, según me enteré después —puesto que me perdí el momento de la llegada, el momento tan esperado, y solamente pude reconstruirlo a través de las palabras confusas de Laci y de las observaciones con las que Tibor las corregía—, había sido un joven desconocido, vestido de manera extravagante, que llevaba un caniche de pelo amarillo y con hocico de león. El caniche, de una raza especialmente valiosa, originaria del Tibet, estaba furioso y tenía intenciones de morder al primero que se le acercara. A continuación, bajó una señora bastante mayor, pero vestida de forma juvenil y con la cara pintada, que llevaba un abrigo de cuero. Luego, Eva y Gabor, y, al final, del asiento de al lado del conductor, también bajó Lajos. Su llegada confundió a quienes los esperaban. Nadie salió a su encuentro, todos se quedaron parados, en el jardín, inmóviles, mirando el automóvil rojo. Lajos se entretuvo hablando con el conductor; después, entró en el jardín, miró a su alrededor, reconoció a Tibor y, sin saludarlo, le pidió:

—Tibor, préstame un billete de veinte por un instante. El chófer quiere comprar aceite, y yo no tengo cambio.

Como dijo exactamente lo que los demás esperaban de él, nadie protestó, nadie se escandalizó; siguieron allí, parados en el jardín, hechizados; allí, donde lo habían visto por última vez, veinte años antes, debajo del mismo árbol, bajo la misma luz; y como los había saludado con las mismas palabras con las que se había despedido de ellos, comprendieron que todo respondía a ciertas leyes, y se mantuvieron en silencio. Tibor le entregó el billete sin musitar palabra. Se mantuvieron otro rato callados, como los actores de una película muda. Luego, Lajos le entregó el dinero al conductor, regresó al jardín y presentó a los desconocidos. Así empezó todo.

Más tarde, me he preguntado a menudo si todo aquello había sido previsto tal cual ocurrió y si por eso había tenido un aire teatral. Creo que sí; pero aquel aire teatral no había sido intencionado. Sólo así pudo conseguir sus efectos. Lajos nunca pretendía ser teatral: de lo contrario, lo habrían rechazado antes o después, tachándolo de prestidigitador, de comediante inmoral de feria, de alguien que sólo entretiene a su público durante un rato, escandalizándolo; pero que termina cansando y hace que la gente le dé la espalda, puesto que todas sus intenciones y todos sus trucos acaban aburriendo. Pero la gente no le daba la espalda a Lajos, porque sus puestas en escena estaban llenas de sorpresas imprevistas que lo divertían a él también; estaban llenas de improvisaciones que él mismo habría aplaudido y que a él mismo le hubiesen provocado la risa en el momento de la gracia del chiste. Lajos se complacía en citar un verso de Shakespeare que dice que el mundo entero es un teatro. Él actuaba en el teatro de la vida, y en las escenas importantes siempre desempeñaba el papel principal, sin habérselo aprendido de memoria.

En el momento de la llegada a casa, hizo su puesta en escena, actuó y recitó su papel con evidente placer: habló de los dos niños con un tono difícilmente calificable, acompañando sus palabras con gestos dramáticos y falsos, como si se tratase de unos huérfanos. Ya sus primeras palabras parecieron una acusación, una acusación y una exigencia. «Los huérfanos», así calificó a sus hijos ante Tibor y Laci, a unos niños que se habían hecho ya adultos: Gabor había obtenido su diploma de ingeniero, había engordado y se había transformado en un joven lento y taciturno que no dejaba de parpadear; Eva era ya una joven dama, iba vestida según la última moda de la capital, con un vestido deportivo y una bufanda hecha con un par de pieles de zorro, y mostraba una sonrisa un tanto irónica, resentida, en actitud de espera. «Los huérfanos», dijo Lajos, acompañando sus palabras con una mirada llena de compasión, al mostrar a los hijos de Vilma, quienes de hecho eran huérfanos, huérfanos de madre, pero que eran más fuertes que su propio destino: habían crecido y regresaban con nosotros haciendo gala de un aspecto tranquilizador.

Me resulta difícil explicar todo aquello. Estábamos de pie, confundidos, delante de los huérfanos, con la mirada baja. Lajos los mostraba de todos los lados, desde todos los ángulos, de frente y de costado, haciéndolos girar, como si se los hubiese encontrado en la calle, como si se hubiese encontrado a unos niños mugrientos y mal vestidos, abandonados de la mano de Dios, y como si alguno de los presentes —Tibor, Nunu o yo— fuéramos los responsables de su destino. No dijo nada al respecto, pero nos estuvo mostrando a Eva y a Gabor así desde el primer instante. Y lo más extraño es que nosotros —viendo a aquellos dos jóvenes bien cuidados, visiblemente bien vestidos, sospechosamente maduros y demasiado bien enterados de todo, que acababan de caernos desde la luna— sentíamos que hasta cierto punto éramos responsables de ellos, responsables, en el sentido práctico de la palabra; como si nos hubiésemos negado a compartir nuestro pan o nuestro afecto con ellos, aunque tuvieran el derecho y la necesidad de ello.

Ambos huérfanos se mantuvieron a la espera de los acontecimientos, tranquilos, seguramente acostumbrados ya a las puestas en escena de Lajos, conscientes de que no podían evitarlas, de que tenían que esperar que todo transcurriera como él dispusiera, para poder recibir al final los aplausos. Lajos, después de una corta pausa artificial, cuando nosotros ya estábamos llenos de remordimientos por los dos «huérfanos», tosió dos veces, fiel a su antigua costumbre, y prosiguió con sus números de prestidigitación. Todas aquellas demostraciones le ocuparon la mañana entera. Se aplicó con fervor y vimos que ejecutaba sus números de la mejor manera que podía: puso en escena verdaderas lágrimas, besos llenos de fervor; repitió sus números de antaño de una manera puntual. Sus habilidades nos hechizaron a todos. A Nunu también.

Durante la primera hora, nadie más pudo decir ni una palabra y admiramos su interpretación con el aliento contenido. Le dio un beso a Nunu, la volvió a besar en ambas mejillas y, a continuación, sacó de su cartera una carta, la carta de un secretario de Estado: el alto funcionario anunciaba a Lajos que había recibido su petición, en la que solicitaba un puesto de jefa de oficina de correos para Nunu, y que trataría de satisfacer su deseo. Tuve la carta entre las manos: estaba escrita en papel oficial, llevaba un sello y una marca de agua, y en la cabecera se leían, escritas en letras de imprenta, las palabras «Secretario de Estado». La carta era auténtica, sin ninguna duda: Lajos había hecho, efectivamente, algo por Nunu. Lo que nadie mencionó es que él se lo había prometido a Nunu quince años antes, lo que nadie recordó es que Nunu tenía ya casi setenta años, y había olvidado por completo sus sueños de convertirse en jefa de oficina de correos, que ya no estaba capacitada para ello, que a su edad nadie la emplearía para un puesto de tanta responsabilidad, y que Lajos llegaba tarde con su acto bondadoso, que llegaba con quince años de retraso. Nadie pensó en eso.

Los rodeamos, a Lajos y a Nunu, y nuestros ojos brillaron con alivio y con una sensación de haber triunfado. Tibor miraba a su alrededor con orgullo, y hasta sus gafas brillaban con tanta alegría: «¡Se ve que nos hemos equivocado. Lajos ha mantenido su palabra!», se leía en su mirada. Laci sonreía confuso, pero él también se mostraba orgulloso de Lajos. Nunu lloraba: había trabajado como empleada auxiliar de correos durante treinta años en su ciudad natal, en el norte del país, esperando en vano que la hiciesen fija y, cuando comprendió que sus sueños no se cumplirían nunca, vino a vernos, se quedó aquí y dio sus esperanzas por zanjadas. Allí, en el jardín, leía la carta de Lajos entre lágrimas, deteniéndose durante un rato en la frase que citaba su nombre: el secretario de Estado no podía asegurar nada definitivo, pero prometía ocuparse del asunto de Nunu con dedicación y empeño, «examinando todas las posibilidades». Todo eso no tenía ya ningún valor práctico. Sin embargo, Nunu lloraba y decía en voz baja:

—Gracias, mi querido Lajos. Quizá ya sea tarde. Pero estoy muy feliz.

—No es tarde —insistía Lajos—. Ya verás como no.

Lo decía con tanta seguridad… Como si no sólo tratara de tú a tú al secretario de Estado, sino al mismísimo Señor, alguien que obviamente sería capaz de arreglarlo todo, incluidas las cuestiones relativas a la vejez y a la muerte. Y nosotros lo escuchábamos, conmovidos.

Luego, mientras todos hablábamos a la vez, llegó el tío Endre y estuvo largo rato de pie, al lado del banco de piedra, tímido y confuso, dejando entender que no había venido por su propia voluntad, sino por requerimiento de Lajos, como notario. Lajos repartió órdenes, hizo las presentaciones, formó y transformó nuestros grupos, improvisó pequeñas escenas, las escenas del reencuentro, las escenas alegres y emocionantes de la reconciliación, todo con medias palabras, escondiendo el verdadero significado y el contenido real del acontecimiento detrás del ambiente artificial, teatral y torpe de una supuesta unidad. Pero todos lo obedecimos, todos sonreímos, confundidos; hasta el tío Endre, con su cartera debajo del brazo, cuyo contenido nunca llegamos a ver, y que probablemente llevaba sólo para lucirse, para protegerse, para demostrar que por sí solo nunca hubiese venido, que solamente estaba respondiendo a sus obligaciones de notario.

Se notó que todos estábamos muy contentos de volver a ver a Lajos, muy contentos de poder estar presentes en el momento de su regreso. No me habría sorprendido si un grupo de personas se hubiese congregado al otro lado de la valla, para cantar algo. La confusión general nos embargó con tanta fuerza que se disolvieron los detalles en medio de nuestros sentimientos desbordados. Más tarde, hacia el crepúsculo, cuando nos despertamos, nos miramos con incredulidad, como si hubiésemos sido los testigos hechizados del número de un faquir hindú que hubiera arrojado una cuerda al cielo y hubiera trepado por ella hasta desaparecer de nuestra vista, entre las nubes. Nosotros mirábamos todavía hacia el cielo, cuando vimos con sorpresa que él había bajado otra vez a la tierra y que estaba inclinándose ante nosotros, pasando la gorra.