8

Entré en la casa, coloqué las dalias en los jarrones y me senté en el porche, junto con mis invitados. Laci solía venir cada domingo por la mañana para desayunar. Le poníamos la mesa en el porche o, si el tiempo no lo permitía, en la antigua habitación de los niños que usábamos como salita de estar. Le servíamos el desayuno con las tazas antiguas y con los cubiertos de plata ingleses, con la nata en la jarrita de plata que, cincuenta y dos años atrás, un pariente generoso y de poco gusto le había regalado en su bautizo. La jarrita tenía grabado el nombre de mi hermano con letras de redondilla.

Allí estaban, en el porche: Tibor fumaba un puro y contemplaba el jardín, confuso; Laci devoraba la comida, como cuando era un adolescente. No dejaba pasar ningún domingo sin venir a desayunar, como si necesitara revivir cada semana los recuerdos de su infancia.

—También ha enviado una carta a Endre —dijo Laci, con la boca llena.

—¿Y qué le dice? —pregunté, sorprendida.

—Le dice que esté aquí hoy, que no se le ocurra irse fuera. Que lo va a necesitar.

—¿Necesitarlo? ¿A Endre? —dije entre risas.

—¿A que es verdad, Tibor? —preguntó Laci, que siempre necesitaba testigos de fiar. Ya no confiaba ni en sus propias palabras.

—Sí, es verdad —respondió Tibor, malhumorado.

—Quizá venga con alguna intención concreta. Quizá… —añadió, y su rostro se volvió alegre, como si hubiese encontrado por fin la única respuesta digna y honrada posible a esa pregunta— quizá quiera saldar sus deudas.

Nos quedamos reflexionando. Yo quería creer en Lajos, y cuando Tibor expuso su opinión, pensé que eso sería posible. De repente, me embargó un sentimiento de alegría desbordada y de fe incondicional. ¡Claro, regresa después de veinte años! Regresa aquí, donde —¿para qué serviría esconder los hechos?— nos debe a todos algo: nos debe dinero, promesas, juramentos. Regresa aquí, donde cada encuentro suyo estará lleno de dolores, de molestias y de tensiones; pero regresa para enfrentarse a su pasado, para cumplir con todas sus palabras dadas. ¿Qué fuerza, qué esperanza me motivaban en ese instante? El hecho es que ya no temía el encuentro. Una persona no regresa, después de décadas, al escenario de sus fracasos. «¡Le ha costado años y años prepararse para este viaje! —pensé con compasión—. Le ha costado prepararse, y quién sabe cuántos caminos pedregosos y cuántos laberintos complicados ha tenido que recorrer hasta tomar su decisión». De repente, me había despertado. Esa esperanza descabellada que rechazaba cualquier indicio de duda dictada por la razón, esa luz, parecida a la del sol cuando sale por el Levante, que precedía para mí la llegada de Lajos, disipó todas mis dudas. Lajos regresa, junto con los niños. Ya está en camino, ya viene. Y nosotros que lo conocemos, que conocemos sus puntos débiles, debemos prepararnos para el momento grandioso de las cuentas, para el momento en el que Lajos va a devolver a todos lo que nos debe: sus juramentos y sus letras.

Nunu, que había aparecido en la puerta sin hacer ningún ruido y que escuchaba nuestra conversación con las manos juntas por debajo del delantal, nos comunicó en voz baja:

—Endre mandó decir que llegaría pronto. Lajos lo ha convocado como notario.

Esa información aumentó mis esperanzas. ¡Lajos necesitaba un notario! Conversamos de una manera confusa. Laci expuso, con amplios gestos y la voz agitada, que en la ciudad ya se conocía la noticia de la llegada de Lajos. Por la noche, en la cafetería, se le había acercado un sastre para hablarle de unas cuentas que Lajos había dejado sin pagar. Uno de los concejales del ayuntamiento había mencionado unos bancos de hormigón que hacía quince años le había propuesto Lajos, cobrando el adelanto, sin que dichos bancos llegaran después. Todas esas noticias ya no herían mis sentimientos. El pasado de Lajos estaba lleno de promesas incumplidas y de acciones inconclusas, y yo las veía como si se tratasen de las fechorías típicas de un adolescente. «Hemos pasado unos períodos difíciles en nuestras vidas; pero Lajos ha cumplido los cincuenta y ya no juega con sus palabras, viene a dar la cara por su pasado, ya está en camino hacia aquí». Me levanté para ponerme un vestido digno de una ocasión tan festiva. Laci también estaba soñando:

—Siempre pedía algo. ¿Te acuerdas, Tibor, de cuando lo viste por última vez? ¿Te acuerdas de que después de una larga discusión, cuando tú le dijiste que opinabas que no tenía carácter, cuando le enumeraste todos sus pecados, todos los que había cometido contra nuestra familia y contra sus amigos, y lo llamaste «miserable ruina humana», él se puso a llorar, y se despidió de todos nosotros con un abrazo, y a continuación te pidió dinero? Cien o doscientas coronas. ¿Te acuerdas?…

—No me acuerdo —respondió Tibor, molesto y avergonzado.

—¡Claro que te acuerdas! —le espetó Laci, gritando—. Como no le quisiste dar el dinero, se fue corriendo, totalmente conmocionado, como si se dirigiera hacia una muerte segura. Estábamos aquí mismo, en este jardín, pero teníamos diez años menos, y también hablábamos de Lajos. Él regresó desde la puerta y, con voz tranquila y sosegada, te pidió un billete de veinte, «algo de cambio», dijo, porque no tenía ni el dinero suficiente para comprarse el billete del tren. Se lo diste. ¡No he conocido nunca a nadie parecido! —dijo Laci, entusiasmado, y siguió desayunando.

—Se lo di, claro que se lo di —respondió Tibor, avergonzado—. ¿Por qué no? Nunca me he negado a dar dinero a quien me lo pida, puesto que siempre lo he tenido. A Lajos, según creo, no era eso lo que le importaba —opinó después de una breve reflexión, mirando el techo con sus ojos, miopes.

—¿Que el dinero no le importaba a Lajos? —objetó Laci, con un tono de sincera sorpresa—. Es como si dijeras que la sangre no le importa al lobo.

—No me entiendes —le respondió Tibor, poniéndose colorado. Siempre se ponía colorado cuando luchaba contra su papel de juez, contra su papel de persona condenada a juzgar: siempre tenía que ser sincero, aun sabiendo que la verdad no concordara con las verdades de los demás, puesto que había jurado decir siempre la verdad—. Tú no me entiendes —repitió, obstinado—. He estado pensando mucho sobre Lajos y todo se resume en la intención. Sin embargo, sus intenciones nunca han sido infames. Yo sé de un caso… Sé que una vez, durante una juerga, pidió a alguien una cantidad considerable de dinero prestado… Y, por casualidad, me enteré de que a la mañana siguiente entregó aquella cantidad de dinero, intacta, a uno de mis empleados que estaba en apuros. Espera, no he terminado. Naturalmente, no es un acto heroico el que alguien se comporte con generosidad utilizando el dinero de otro. Sin embargo, en aquel momento Lajos tenía una necesidad imperiosa de dinero, tenía varias letras que pagar, cómo decirte…, letras apremiantes. Aquella cantidad que había pedido, bastante borracho, y que al día siguiente, ya cuerdo, entregó a una persona desconocida, la hubiera podido emplear en pagar sus propias letras. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—No —respondió Laci con sinceridad.

—Yo, sin embargo, creo que lo entiendo —concluyó Tibor, y se calló, obstinado, como siempre, como si se hubiese arrepentido de lo que acababa de contar.

Nunu opinó:

—Tened cuidado, porque viene por dinero. Sin embargo, conseguirá lo que quiere, por mucho cuidado que tengáis. Tibor le volverá a dar dinero.

—¡Qué va! ¡No le volveré a dar ni un céntimo! —declaró Tibor, riéndose, moviendo la cabeza para negar.

Nunu se encogió de hombros.

—Claro que sí. Como la última vez. Algo. Un billete de veinte, por lo menos. Algo hay que darle.

—Dime, Nunu, ¿por qué? —preguntó Laci, con una profunda admiración y con envidia.

—Porque él es el más fuerte —respondió Nunu con indiferencia. Y regresó a la cocina.

Mientras me vestía, delante del espejo, me vi obligada a apoyarme en algo, porque tuve una visión. Vi el pasado, con la misma claridad con la que se ve el presente. Vi el jardín, el mismo jardín donde en ese momento estábamos esperando a Lajos: un jardín donde nos encontrábamos de pie, debajo del altísimo fresno, veinte años más jóvenes, cuando nuestros corazones estaban llenos de desolación y de ira. Unas palabras contundentes, llenas de emoción, volaban por los aires, como los abejorros del otoño. Era otoño, estábamos a finales de septiembre. Se respiraba un aire perfumado de embriagadores vapores. Nosotros teníamos veinte años menos, estábamos reunidos, parientes, amigos y medio desconocidos, y entre nosotros se encontraba Lajos, con la expresión del ladrón cogido in fraganti. Estaba tranquilo, parpadeaba, se quitaba las gafas repetidas veces, para limpiarlas cuidadosamente. Se encontraba solo, en el centro de un círculo de personas inquietas, con la tranquilidad de alguien que sabe que ha perdido la jugada, que todo se ha desvelado, que ya no puede hacer otra cosa sino estar allí y esperar con paciencia, esperar a que le lean el veredicto. De repente, Lajos desapareció de aquel círculo. Y nosotros seguimos viviendo, de una manera mecánica, viviendo nuestras vidas de figuras de cera. Desde entonces, sólo vivimos de una manera figurada: como si nuestra verdadera vida hubiese sido la lucha y la emoción que Lajos nos provocaba.

En mi visión lo volví a ver, en medio de aquel círculo, en el jardín de antaño, y todos revivimos, colmados con la misma emoción de antes. Me puse mi vestido color violeta. Fue como si me pusiera uno de mis antiguos disfraces, mi disfraz para la vida. Sentí que todo lo que caracteriza a un ser humano —su fuerza, su manera de comportarse— hace revivir en sus adversarios unos determinados momentos de sus vidas pasadas. Todos nosotros pertenecemos a Lajos, vivimos en alianza contra él, y ahora que se aproxima, vivimos otra vez de una manera más agitada, más peligrosa. Ésos eran mis pensamientos allí, en mi habitación, delante del espejo, al ponerme mi disfraz de antaño. Lajos nos devolvía el tiempo pasado, la experiencia intemporal de la vida vivida. Sabía que él no había cambiado en nada. Sabía que Nunu tenía razón. Sabía que, en efecto, no podíamos hacer nada contra él. Y también sabía que yo aún no tenía idea de cómo era la vida de verdad, de cómo era mi vida o la de los demás, y que sólo a través de Lajos podría aprender la verdad, sí, a través del mentiroso de Lajos.

El jardín se estaba llenando de gente. Sonó la bocina de un automóvil. De repente me tranquilicé de una manera maravillosa: sabía que había llegado Lajos, porque no podía hacer otra cosa, y que nosotros lo íbamos a recibir, porque no podíamos hacer otra cosa, y que todo eso era temible, molesto e inminente, tanto para él como para nosotros.