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El techo estaba, por lo menos al principio, bastante destartalado. Cuando mi padre murió, Tibor y Endre, amigos de la familia, examinaron detenidamente el testamento. Endre, al ser notario, estaba obligado a hacerlo también por su profesión. Nuestra situación económica parecía, a primera vista, desesperanzadora. Lo poco que quedaba —tras las últimas desgracias, la administración negligente y malhumorada de mi padre, la enfermedad de mi madre, la boda y la muerte de Vilma, la inversión en el negocio de Laci— se esfumaba entre las manos de Lajos. Cuando ya no le fue posible conseguir dinero contante y sonante, se llevó las antigüedades que teníamos, como «recuerdo», según decía: las coleccionaba con la curiosidad y la pasión típicas de un niño. Yo lo defendía, a veces, delante de Endre y de Tibor. «Está jugando —decía cuando ellos lo acusaban—. Hay algo infantil en su carácter. Le gusta jugar». Sin embargo, Endre se enfadaba en tales ocasiones. «Los niños juegan con barquitos y con canicas de colores —decía él—. Pero Lajos es un niño perpetuo a quien le gusta jugar con letras de cambio». Sin decírmelo con total claridad, me dejaba entender que las letras de Lajos no le parecían juguetes completamente inocentes, ni completamente inocuos. El hecho es que, después de la muerte de mi padre, fueron apareciendo cada vez más a menudo letras que supuestamente había firmado para Lajos: yo nunca dudé de la autenticidad de las firmas. Pero eso llegó a carecer de importancia, como también todo lo demás, en medio de aquel cataclismo generalizado.

Cuando me di cuenta de que no tenía a nadie en el mundo —que sólo tenía a Nunu, con quien vivía en una extraña simbiosis, como el muérdago en los árboles, sin que ninguna de las dos supiera quién era el árbol y quién el muérdago—, Endre y Tibor intentaron salvar algo para mí en medio de aquel cataclismo. Fue entonces cuando Tibor se quiso casar conmigo. Yo intenté encontrar algún pretexto, lo rechacé; pero no pude confesarle la verdadera razón de mi negativa. No pude decirle que en secreto todavía esperaba a Lajos, alguna noticia de él, algún mensaje, quizá algún milagro. Todo parecía milagroso alrededor de Lajos, y a mí no me parecía descabellada la idea de que un día se presentara, con la teatralidad propia de un actor o de un cantante de ópera, disfrazado de Lohengrin, cantando un aria solemne. Después de nuestra separación había desaparecido también de manera milagrosa, como si se hubiese esfumado en la niebla. No volví a saber nada de él durante años.

No quedó nada más que la casa y el jardín, aunque la casa estaba gravada todavía con una pequeña parte de la hipoteca. Antes, yo siempre había creído ser una persona resistente, dura y práctica; pero, cuando me quedé sola, me vi obligada a darme cuenta de que había vivido en las nubes —en unas nubes peligrosamente cargadas de electricidad—, y que no sabía casi nada exacto o fiable acerca de la realidad. Nunu opinó que con la casa y el jardín bastaba para nosotras dos. Todavía no entiendo cómo nos pudo bastar. Es verdad que el jardín era grande y estaba lleno de árboles frutales: Nunu había desterrado casi por completo las flores románticas, los caminos serpenteantes cubiertos de arcilla rojiza, las fuentes y las piedras llenas de musgo, propias de un cuento de hadas, y había aprovechado cada palmo de tierra, con una aplicación tan ingeniosa como la que caracteriza a la gente que vive en los lugares áridos del sur, donde cada metro cuadrado de tierra se aprecia y se rodea de piedras, para protegerla contra los vientos y contra la incursión de los extraños. Aquel jardín era todo lo que nos quedaba. Endre y Tibor nos aconsejaron, durante un tiempo, que alquilásemos algunas habitaciones de la casa y que cocináramos para nuestros inquilinos. El proyecto no se llevó a cabo, principalmente por la oposición de Nunu. Ella no explicaba sus razones en contra, no argumentaba, pero con sus palabras y con su silencio daba a entender que no admitiría a extraños en la casa. Nunu siempre arregló las cosas de otra manera, resolviéndolas de otra forma, y no como los demás esperaban que lo hiciese. Según la tradición, dos mujeres solitarias e inútiles pueden convertirse en modistas, en cocineras o dedicarse a hacer punto; pero Nunu no pensaba en esas cosas. Tardó, incluso, en aceptar que yo diera clases de piano para los hijos de algunas familias conocidas.

Sin embargo, de alguna manera sobrevivimos… Ahora ya sé que nos mantenía la casa, el jardín, en fin, lo que quedaba de mi pobre padre imprudente. Sólo nos quedaba eso, sólo teníamos eso. La casa nos ofrecía un techo; los muebles antiguos, aunque mermados, nos ofrecían un hogar. El jardín nos sustentaba con sus alimentos, nos proporcionaba todo lo que necesitan dos náufragos. El jardín creció a nuestro alrededor, puesto que le entregábamos todo, nuestro trabajo y nuestras esperanzas, y a veces parecía una verdadera hacienda, donde poder vivir despreocupadas hasta el fin de nuestros días.

Un día, Nunu decidió plantar almendros en la parte trasera, en un trozo de tierra arenosa de casi una hectárea, y los almendros cubrieron nuestras vidas y nos dieron sus frutos como unas manos ocultas que arrojasen el maná celestial a los hambrientos. Los almendros nos daban sus frutos año tras año, y Nunu vendía las almendras en secreto, con un aire festivo. Con ese dinero vivíamos y, a veces, hasta pagábamos alguna deuda, o le dábamos algo a Laci. Yo tardé en entenderlo, pero Nunu no me quiso dar explicaciones: callaba y sonreía. En ocasiones, me detenía entre los almendros y los miraba con una supersticiosa sensación de maravilla. Era como si se hubiese producido un milagro, en medio de esa tierra arenosa, en nuestras vidas. ¡Alguien cuidaba de nosotras! Ésa era mi impresión.

Plantar almendros había sido idea de mi padre, pero estaba demasiado cansado para realizarla. Diez años antes, él le había dicho a Nunu que la parte trasera arenosa del jardín era apropiada para plantar almendros. A mi padre no le importaban las posibilidades que la vida pudiera ofrecer. A los ojos de los desconocidos él sólo se había ocupado de dilapidar nuestra humilde fortuna. Sin embargo, después de su muerte tuvimos que admitir que, a su manera silenciosa y resentida, había arreglado todo lo relativo a la herencia; la casa, en realidad, la había cargado de hipotecas mi madre, accediendo a una petición de Lajos. Mi padre nos conservó el jardín, y siempre se opuso a abandonar la casa. Cuando nos quedamos solas, Nunu y yo, no tuvimos que hacer otra cosa sino acomodarnos en el jardín que mi padre había construido. Arreglamos la casa gracias a Endre, que nos consiguió un préstamo en condiciones muy favorables. Todo ocurrió sin que nosotras tuviéramos que hacer planes previos al respecto, de una manera espontánea y natural.

Un día nos dimos cuenta de que teníamos un techo encima de la cabeza, de que yo incluso podía comprar alguna tela para hacerme un vestido, de que Laci se las arreglaba para pedirme libros prestados para leer; y así, poco a poco, desapareció la soledad en la que nos habíamos refugiado después del cataclismo, como los animales heridos se refugian en su madriguera. Incluso teníamos amigos, y los domingos por la noche la casa se llenaba de invitados. Los demás nos asignaban, a Nunu y a mí, un lugar en el mundo, nos adjudicaban un rincón tranquilo donde podíamos vivir nuestras vidas sin que nadie nos molestara. Nada era tan desesperanzador ni tan insoportable en mi vida como lo había imaginado. Nuestras vidas volvieron a tener sentido: teníamos amigos, sí; hasta teníamos enemigos, como la madre de Tibor o la esposa de Endre, quienes —debido a sus celos injustificados y ridículos— temían que ellos estuvieran en peligro en nuestra casa.

En ocasiones, la vida en la casa y en el jardín parecía una vida auténtica y verdadera, una vida que tuviera sus metas, sus tareas, su estructura y su contenido. Sin embargo, no tenía ningún sentido, y yo sabía que podría vivir así durante varias décadas, pero tampoco me hubiera importado en absoluto que me dijeran que tendría que morirme pronto. Era una vida sin complicaciones y sin peligros. Lajos siempre había sido un fanático de Nietzsche y abogaba por vivir una vida peligrosa. Sin embargo, temía los peligros: se metía en las aventuras, tanto en las políticas como en las sentimentales, de una manera aparentemente fogosa, pero armado hasta los dientes de mentiras previamente inventadas, asegurándose en secreto en todos los terrenos, llenándose los bolsillos con documentos escandalosos sobre sus enemigos. En cuanto a mi vida, ha estado llena de peligros, por lo menos mientras estuve cerca de Lajos. Después de que él desapareciera, me di cuenta de que no quedaba nada en su lugar: tuve que admitir que ese peligro había sido el único y verdadero sentido de mi vida.