El día en que Lajos llegó por primera vez a casa, hace muchísimos años, Laci fue el primero en recibirlo con una desbordada simpatía. En aquel entonces, los dos eran considerados por todos «grandes promesas». Nadie sabía decir con total exactitud qué «prometían» Laci y Lajos; pero cualquiera que los oyera hablar quedaba convencido de que eran muy prometedores. Lo que era común en sus caracteres —una completa ausencia del sentido de la realidad, una marcada tendencia a las ensoñaciones desordenadas, una necesidad inconsciente de mentir— los acercaba con una fuerza irrefrenable, como la fuerza que une a dos enamorados.
Laci introdujo a Lajos en nuestra familia con muchísimo orgullo. Se parecían hasta en el físico: los dos tenían un aire romántico del siglo pasado, algo que siempre me había gustado en Laci y que descubrí con simpatía en Lajos. Hubo una época en que se vestían de la misma manera, y la ciudad se llenaba con las fechorías poco serias que cometían de manera ostentosa. Sin embargo, todo el mundo los perdonaba porque eran jóvenes y simpáticos y, al fin y al cabo, nunca cometieron ninguna indecencia. Se parecían de una manera pavorosa, en cuerpo y en alma.
Esa amistad —que en los años de universidad ya se mostraba inquietantemente íntima— no disminuyó cuando Lajos empezó a mostrar interés hacia mí, sino que tan sólo se transformó de un modo extraño. Hasta un ciego hubiera podido ver que Laci, de una manera ridícula, estaba celoso de Lajos. Hacía todo lo que podía para ligar a su amigo a la familia y, al mismo tiempo, no veía con buenos ojos las atenciones de Lajos hacia mí; intentaba interrumpir nuestros momentos de tímida intimidad y se burlaba de las señales pusilánimes de nuestra simpatía mutua que cada vez iba a más. Laci estaba celoso, pero de una manera extraña, o quizá no tan extraña: sus celos sólo me abarcaban a mí. Cuando Lajos se casó con Vilma, Laci pareció contento y se comportó con ternura y abnegación. Todos en la familia sabían que yo era la preferida de Laci, que era su «punto débil». Más tarde llegué a pensar que quizá las simpatías y las antipatías de Laci hubiesen influido en la infidelidad de Lajos. Sin embargo, nunca pude encontrar pruebas para tal suposición.
Aquellos dos jóvenes parecidos, aquellos dos caracteres casi idénticos ansiaban la mutua amistad y trataban de superarse en ese afán. En una época, cuando Lajos recibió su herencia, vivieron juntos en la capital, en un fantástico piso de soltero que yo nunca llegué a conocer y que, según Laci, constituía el escenario más importante de los encuentros espirituales y sociales de aquellos tiempos; pero tengo fundadas razones para dudar de la importancia de aquellas reuniones.
El hecho es que vivían juntos, tenían dinero —Lajos entonces era casi rico, y Laci sólo puede mencionar con un resentimiento infantil el reloj de oro y el dinero prestado a Lajos, puesto que él, en los tiempos efímeros de la abundancia, gastaba en todo y en todos, incluido, por supuesto, en su amigo—, escogían a algunos de los más ávidos miembros de la juventud dorada del fin de siglo feliz y ocioso y, según pude constatar más tarde, llevaban una vida digna de una novela de aventuras. No quiero decir que organizaran grandes juergas. A Lajos no le gustaba beber, y Laci evitaba trasnochar. Más bien vivían en un dolce far niente costoso, complicado y exigente, que las personas ajenas a ellos podían confundir fácilmente con una actividad febril, profunda y decidida, con un modo de vivir exquisito, o con un nuevo estilo de vida —ésa era la expresión favorita de Lajos— para cuya realización esos dos jóvenes se habían aliado. La verdad era que se pasaban los días mintiendo y soñando. Pero yo sólo me enteré de ello mucho más tarde.
Con Lajos, el nuevo amigo, llegó a nuestra casa una agitación novelesca. Él contemplaba nuestras diversiones rurales y nuestra manera de vivir con benevolencia, pero con un ligero desprecio condescendiente. Nosotros sentíamos su superioridad e intentábamos vencer, asustados, nuestros fallos. De repente, empezamos a leer, especialmente a los autores que Lajos nos recomendaba, a leerlos con una aplicación y una humildad desmedidas, como si nos estuviésemos preparando para un examen decisivo de la vida. Más tarde nos enteramos de que Lajos nunca había leído las obras de aquellos autores y pensadores, o que sólo las había hojeado de una forma superficial. Sin embargo, llamaba nuestra atención sobre esos libros y sobre sus ideas con muchísimo énfasis, con benevolencia y severidad, reprendiéndonos por tales desconocimientos. Sus hechizos funcionaban con rapidez, como los embrujos malvados de las ferias. Nuestra pobre madre fue la primera en dejarse atrapar por completo. Leímos sin parar, bajo los efectos de Lajos y en su honor, y nos vestimos de una manera totalmente diferente de la de antes; desarrollamos una vida social, también distinta de la anterior, y hasta cambiamos los muebles de la casa.
Todo aquello costaba mucho dinero, y nosotros no éramos ricos. Nuestra madre esperaba a Lajos con ansiedad y se disponía para sus visitas, como si se preparara para un examen. Se aplicó en comprender las obras de los filósofos alemanes contemporáneos, porque un día Lajos había preguntado con condescendencia si conocíamos las ideas de un tal B. de Heidelberg. Pero, como no las conocíamos, nos pusimos enseguida a leer sus libros, llenos de ideas elevadas y un tanto confusas, sobre la vida y la muerte. Nuestro padre también se aplicaba en mejorar. Bebía menos, se controlaba especialmente cuando teníamos invitados y se escondía de los ojos inquisidores de Lajos, ocultando su vida triste y llena de parches. Los invitados, mi hermano y Lajos venían a vernos cada fin de semana.
En esos fines de semana, la casa se llenaba de gente parlanchina. La sala de estar se transformó en un salón, o algo parecido, donde Lajos recibía a las personas más significativas de la ciudad, a unas personas que hasta entonces nos habían parecido más sospechosas que significativas, a unas personas a quienes nunca habíamos recibido en nuestra casa. De repente, entraban y salían a su antojo. Mi padre andaba con timidez entre sus invitados de los fines de semana, vestido con un traje desgastado, los trataba con una amabilidad a la antigua usanza, y ni siquiera se atrevía a encender su pipa… Lajos recibía en audiencia, distribuía sus miradas llenas de reproches o de reconocimiento, elevando a algunos a los cielos, mandando a otros al infierno. Aquello duró tres años enteros.
No eran ellos —mi hermano y su peculiar amigo— unos vividores ni unos maleducados. Al final del primer año de haberse conocido, todos nos tuvimos que dar cuenta forzosamente de que Laci se encontraba en una situación de dependencia con respecto a Lajos, de la misma manera que mi madre, que Vilma y que, más tarde, yo misma. Podría mencionar que yo fui la que más se resistió a ese embrujo malvado, la que se mantuvo cuerda durante más tiempo, pero tal victoria sería un consuelo demasiado pobre. Sí, yo veía más allá de su fachada, me daba cuenta de cómo era y, sin embargo, estaba dispuesta a servirle de una manera ciega y ansiosa. Era tan sumamente serio y tierno…
Sus estudios universitarios, como nos dimos cuenta bastante pronto, los había abandonado junto con Laci. Decía —me acuerdo de las palabras que pronunciaba de pie, al lado de la ventana, en el crepúsculo, y también me acuerdo de los rizos que le cubrían la frente, cuando su voz sonaba con desilusión, como si estuviera anunciando un gran sacrificio—: «Debo cambiar la soledad silenciosa y fértil del cuarto de estudio por las posibilidades arriesgadas y resonantes de la sociedad».
Siempre hablaba como si estuviera leyéndolo todo en un libro. Aquella declaración me conmovió y me emocionó. Me pareció que Lajos abandonaba su vocación por alguna razón grandiosa, aunque poco precisa; que por algo, en beneficio de alguien —probablemente de la humanidad entera—, dejaba a un lado las armas del estudio para aventurarse en el más práctico campo de batalla de la sociedad. Tal sacrificio me inquietó, puesto que en nuestra familia era costumbre que los hijos varones terminaran sus estudios antes de atreverse a salir a enfrentarse con la dura realidad de la vida. Sin embargo, Lajos me convenció, y llegué a pensar que su camino era diferente, que sus armas eran distintas. Naturalmente, Laci lo siguió sin titubear por el camino escogido: en el tercer año de universidad, abandonaron los estudios. Yo era una muchacha todavía y Laci habría de regresar, más tarde, al «mundo del espíritu». Con el último crédito concedido a nuestra familia abrió una librería en la ciudad y, después de un período lleno de grandilocuentes proyectos, se dedicó a vivir modestamente y a vender libros de texto y artículos de papelería. Lajos lo reprendió seriamente por el paso que había dado. Más tarde, cuando la política ocupó sus pensamientos, no se dejó ver más entre nosotros.
Nunca llegué a conocer con exactitud los ideales políticos de Lajos. Tibor, a quien yo interrogaba en muchas ocasiones sobre tal asunto, se encogía de hombros y decía que Lajos no tenía ninguna convicción política, que era simplemente un impostor y que buscaba siempre la aventura allí donde los demás se repartían el poder. Esa acusación pudo haber sido cierta, pero tampoco lo era del todo. Yo intuía que Lajos estaba dispuesto a algunos sacrificios por la humanidad, o por la idea de humanidad —las ideas siempre le gustaron más que la realidad, probablemente porque las ideas son menos peligrosas y es más fácil llegar a un acuerdo con ellas—, y que al buscar la aventura en la política, estaba dispuesto a arriesgar su pellejo, no tanto por el botín, sino más bien por la propia seducción de la tarea: para sentir y sufrir su pathos hasta las últimas consecuencias.
Para mí, Lajos era una persona que comenzaba todo con una mentira y que luego, en medio de sus mentiras, se extasiaba, lloraba y seguía mintiendo con lágrimas en los ojos; hasta que, finalmente, para gran sorpresa de todos, acababa diciendo la verdad, con la misma fluidez con la que había mentido antes… Esa capacidad suya no le impidió, por cierto, presentarse, durante décadas, como adalid de distintos partidos extremistas de tendencias totalmente opuestas; pero al final lo echaron de todos. Laci, por suerte, no lo siguió en sus andanzas. Él permaneció en el «mundo del espíritu», en el ambiente un tanto húmedo y maloliente de los artículos de papelería y de los libros de texto amarillentos y de segunda mano. Lajos se perdió entre aquellos peligros que nadie supo llamar por su nombre, y nosotros lo vimos a lo lejos, como si estuviera en medio de una tormenta pródiga en rayos y truenos, al alcance de la ira divina.
Cuando tras la muerte de Vilma ocurrió la separación entre nosotros dos, Lajos no volvió a aparecer más en nuestro círculo familiar. Fue entonces cuando yo regresé a casa, a mi humilde casa, a mi último refugio. No me esperaban más que una cama y un poco de pan para llevarme a la boca. Sin embargo, quien se cobija de una tormenta es feliz, porque tiene un techo encima.