Pasada la medianoche, Nunu se presentó en mi habitación. Nuestra casa seguía sin luz eléctrica —mi madre no había querido saber nada de tal invento y, más tarde, después de su muerte, pospusimos eternamente la contratación, por razones de ahorro—, así que las visitas de medianoche de Nunu eran, por lo general, bastante teatrales. Se detuvo en la puerta, llevando en la mano una vela de llama oscilante, con los blancos cabellos despeinados, vestida con una bata, a la manera de una aparición.
—Lady Macbeth —le dije entre sonrisas, pues sabía que vendría a verme—, acércate y siéntate a mi lado.
Nunu es el pariente que se ha encargado de desempeñar el papel de todos los demás parientes en mi casa. Llegó treinta años atrás, a raíz de una migración familiar, típica de todas las sagas. Provenía de una primigenia familia y de un complicado tejido tribal de tías y primas. Llegó para una visita, para pasar en casa algunas semanas, y se quedó porque se la necesitaba. Se quedó para siempre, puesto que poco a poco murieron todos los que la precedían en el escalafón familiar. Con los años y las décadas Nunu fue avanzando en dicho escalafón, como en una oficina, hasta que un día ocupó el lugar de mi abuela: se cambió a su habitación en el primer piso y empezó a desempeñar las funciones de la difunta. Más tarde, murió mi madre, y luego Vilma. Un día Nunu se dio cuenta de que ya no estaba suplantando a nadie y constató que ella, la advenediza, que ella, la sobrante, se había convertido en la verdadera familia.
Los éxitos conseguidos en aquella complicada carrera no se le subieron a la cabeza. Nunu nunca quiso ser una segunda madre para mí, ni intentó desempeñar el papel de padre de familia. Con los años, se volvió cada vez más parca en palabras, cada vez más sobria; tan cruel y sobria como si hubiese experimentado todas las aventuras de la vida. Se hizo totalmente indiferente, como si se tratase de un objeto o de un mueble —Laci observó en una ocasión que Nunu estaba perdiendo el barniz, como un antiguo armario de nogal—. Siempre se vestía igual, tanto en verano como en invierno, con un vestido negro, de tela lisa, ni muy fina ni muy burda; y siempre tenía un aire ligeramente festivo, tanto a mis ojos como a los de los invitados. Durante los últimos años, tan sólo hablaba lo necesario, y de su vida nunca contó nada. Yo sabía que ella quería tomar parte en todas mis preocupaciones y en todas mis tristezas, pero sin reclamarlo con palabras. Cuando decía algo, era como si terminara una larga discusión, una discusión vehemente y apasionada sobre el tema en cuestión y como si con sus parcas palabras Nunu pusiera el punto final a tal discusión. Así me preguntó aquella noche, sentándose en el borde de mi cama:
—¿Has hecho tasar el anillo?
Me senté en la cama y me froté las sienes. Sabía a qué se refería, y también sabía que tenía razón. Nunca habíamos hablado del asunto, creo que tampoco le había enseñado el anillo, y, sin embargo, sabía que ella tenía otra vez razón, que el anillo era falso, como yo también lo sospechaba. En asuntos así Nunu era insuperable. «¿Cuándo habrá oído hablar del anillo?», pensé, pero rechacé inmediatamente tal pregunta: puesto que era natural que Nunu supiera todo sobre mi casa, mi familia, mi persona y mi vida; sobre lo que se escondía en el desván y en el sótano o en la vida de mi hermana muerta; también era natural que supiera todo sobre el anillo. Yo había olvidado por completo la historia del anillo, porque me resultaba incómodo pensar en ello. Cuando murió Vilma, Lajos me regaló el anillo que había pertenecido a mi abuela. Un anillo de platino con un diamante de tamaño mediano que era el único objeto de valor de la familia. No entiendo cómo lo pudimos conservar durante tantos años. Incluso mi padre lo respetaba, de una manera supersticiosa, llena de tacto; mi padre, que por otra parte nunca tuvo ningún reparo en deshacerse de sus pertenencias, de sus objetos de valor, ni de sus tierras. Guardamos el anillo durante cuatro generaciones, como si fuera un diamante legendario de incalculable valor, una de esas piedras preciosas catalogadas, un Koh-i-noor, que sólo se luce en las ocasiones festivas de las grandes dinastías, en la mano o en la frente de alguno de sus miembros, y que a nadie se le ocurriría poner en venta. Yo no conocía el auténtico valor de aquella piedra. De todas formas, debe de haber sido bastante valiosa, aunque seguramente no tanto como rezaba la leyenda familiar. De mi abuela pasó a mi madre y, después de su muerte, Vilma heredó el anillo. Cuando ella murió, Lajos, en uno de sus momentos sentimentales y patéticos, me obligó a aceptarlo.
Me acuerdo muy bien de aquella escena. A Vilma la habíamos enterrado aquella tarde. Al regresar del camposanto, me acosté, agotada, en el sofá de mi habitación, a oscuras. Entró Lajos, vestido de luto —había cuidado hasta el último detalle de su traje de luto, como si se vistiera de gala para un desfile militar. Me acuerdo de que mandó, incluso, hacer unos gemelos negros para los puños de la camisa—, y me entregó el anillo, pronunciando unas palabras con tono fúnebre. Yo estaba tan cansada y tan confusa que no entendí el significado exacto de sus palabras. Observé con distracción cómo depositaba el anillo en la mesilla que había al lado del sofá, y tampoco me resistí cuando me volvió a llamar la atención sobre la joya, poniéndomela en el dedo. «El anillo te pertenece», me dijo con un tono grandilocuente y melancólico. Luego, recapacité. El anillo debería pertenecer a Eva, la hija de mi hermana fallecida, por supuesto. Pero Lajos se opuso de manera tajante a tal interpretación. Un anillo así no es simplemente un objeto de valor, sino también un símbolo, el símbolo del escalafón familiar. Después de la muerte de mi madre y de Vilma, me correspondía tenerlo a mí, a la hija menor. No me sentí capaz de discutir con él.
Me callé y lo guardé. Naturalmente, ni por un instante se me ocurrió quedarme con aquel objeto de valor. Mi conciencia y la carta que dejé para el caso de mi muerte —que estaba junto con el anillo, en el cajón de la cómoda donde tenía mi ropa interior— eran testigos de que yo guardaba el anillo para Eva, ya que había dispuesto en dicho documento que ella lo recibiese después de mi muerte. Más tarde decidí que se lo enviaría para su compromiso o para su boda, el día en el que ella se casara. La carta contiene instrucciones precisas sobre mis pocas pertenencias, y designa sin dejar lugar al menor equívoco a los hijos de Vilma como herederos, con la única condición de que la casa y el jardín no se vendan mientras Nunu esté viva. Tengo la sensación de que Nunu vivirá muchos años más. ¿Por qué no? No tiene ninguna razón para morir, de la misma manera que tampoco tiene razón alguna para vivir. Seguramente, me sobrevivirá. Este pensamiento es tranquilizador y venturoso para mí.
Guardé el anillo, porque no quise discutir con Lajos y porque intuí que aquel humilde objeto de valor —que en nuestra situación familiar podría un día ayudar a alguien, pues con su venta se financiaría la dote de una muchacha— estaría en mejores manos de esta manera que en medio del desorden que existía alrededor de Lajos, que crecía aprisa, como la maleza en verano. Pensé que él lo vendería, que se lo jugaría a las cartas, y me sentí un tanto conmovida porque me lo hubiese entregado. En aquellos momentos… ¡Dios mío, dame fuerzas para ser completamente sincera! Sí, en los momentos en que enterramos a mi hermana, yo tuve la esperanza de que se podría remediar la vida de Lajos, la de los niños y, quizá, incluso la mía propia. El anillo ya no importaba tanto, se trataba de todo lo demás… Con esa esperanza lo guardé. Por eso lo conservé también después de que nos separáramos; por eso lo escondí entre mis regalos y recuerdos, junto con mi testamento.
Durante los años posteriores, cuando ya no mantenía contacto con Lajos, no saqué nunca el anillo de su sitio, pero sabía, con la certeza del sonámbulo, que el anillo era falso.
«Sabía»… ¡Qué palabra! Nunca tuve el anillo en la mano. Me daba miedo. Me daba miedo esa certeza que nunca me atreví a expresar en palabras. Sabía que todo lo que Lajos tocaba perdía su consistencia original; que se descomponía y que cambiaba, como los metales nobles en el crisol de los magos de antaño… Sabía que Lajos era capaz de volver falsas incluso a las personas, no solamente las piedras o los metales. Sabía que un anillo no podía mantener su noble inocencia entre las manos de Lajos. Vilma había estado enferma durante años y no había podido atender los asuntos de su casa. Lajos dispuso de todo sin ningún control y bien pudo hacerse con el anillo… Así que en el mismo momento en que Nunu hizo aquella pregunta, supe que el anillo era falso. Lajos me había engañado con el anillo, como me había engañado con todo lo demás. Me enderecé en la cama, seguramente estaba pálida.
—¿Tú lo has hecho tasar?
—Sí —respondió Nunu con tranquilidad—. Un día que tú no estabas y que me dejaste las llaves. Lo llevé al joyero. Había hecho cambiar incluso el platino. Lo cambió por otro metal del mismo color, que no tiene ningún valor. Oro blanco, me dijeron. Hizo cambiar también la piedra. El anillo así, tal cual, no vale más que unos céntimos.
—No es verdad —objeté.
Nunu se encogió de hombros.
—Vamos, Eszter… —me dijo en tono severo, de reproche.
Yo callaba y miraba la llama de la vela. Claro, si lo decía Nunu, tenía que ser verdad. ¿Por qué negar que yo lo sospechaba desde el momento en que Lajos me lo había entregado? ¿Por qué negar que intuía que era falso? «Todo lo que él toca, se vuelve falso. Su aliento es como la peste», pensé, y apreté los puños con rabia. No por el anillo… ¿qué importaba ya, a esas alturas de mi vida, un anillo falso o varios? Todo se volvía falso, todo lo que él había tocado. Luego, pensé otra cosa y le dije a Nunu:
—¿Es posible que me lo entregara después de haber calculado las consecuencias? ¿Porque tuviera miedo de que trataran de encontrarlo los niños, o cualquier otra persona?… Al ser el anillo falso, ¿me lo entregó para que me lo tuvieran que reclamar a mí? ¿Para que, cuando se dieran cuenta de que era falso, me acusaran a mí?…
Reflexionaba en voz alta, como normalmente solía hacer en presencia de Nunu. Si alguien conoce a Lajos, es precisamente la vieja Nunu; ella lo conoce a fondo, hasta sus últimos pensamientos, incluso hasta los que él ni siquiera se atreve a confesarse a sí mismo. Nunu es una persona justa. Respondió en un tono tierno, pero seco:
—No lo sé. Es posible. Sin embargo, eso sería una infamia demasiado calculada. Lajos no es tan calculador. Nunca ha cometido ningún crimen. A ti, te amaba. No creo que haya tenido la intención de arrastrarte a una infamia con lo del anillo. Simplemente debió de venderlo porque necesitaba dinero, y después no tuvo el valor de confesarlo. Así que mandó hacer una copia y te entregó el anillo falso… ¿Por qué? ¿Por mero cálculo? ¿Por pura maldad? Quizá sólo quería demostrar su generosidad. El momento era tan apropiado… Regresáis del entierro de Vilma, y él, Lajos, como primer gesto, te entrega el único objeto de valor de la familia. En cuanto me contaste esa escena tan bonita comencé a sospechar. Por eso hice después que lo tasaran. Es falso… Falso —repitió con un tono apagado, mecánico.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —le pregunté.
Nunu se apartó de la frente unos mechones de su cabello blanco.
—No siempre conviene decir las cosas así, sin más —respondió casi con dulzura—. Ya habías sufrido suficientes maldades por parte de Lajos.
Me levanté de la cama, me dirigí a la cómoda y busqué el anillo en el cajón secreto. Nunu me ayudaba con la luz oscilante de la vela. Luego, acerqué el anillo a la luz de la llama y lo examiné. No entiendo nada de piedras.
—Trata de rayar el espejo con la piedra —me sugirió Nunu.
La piedra no dejó rastro en el espejo. Me puse el anillo en el dedo, y lo estuve mirando, así. La piedra no tenía ningún brillo. Era una copia perfecta, hecha seguramente por un maestro.
Estuvimos otro rato sentadas en el borde de la cama, mirando el anillo. Luego, Nunu me dio un beso, suspiró y se fue sin decir palabra. Yo me quedé otro rato largo sentada, observando la falsa piedra. Pensé que Lajos, sin haber llegado todavía, ya me había arrebatado algo. «Parece que no puede ser de otra manera. Es ley de vida, su ley de vida. Qué ley más terrible», pensé, y me puse a tiritar. Así me dormí, tiritando de frío, con el falso anillo en el dedo, aturdida, como alguien que después de pasar muchos años encerrado en una habitación sale de repente al exterior y se marea con el aire fuerte y cruel, con el viento de la realidad.