El telegrama con la noticia del peligro, o de la felicidad, había llegado el sábado alrededor del mediodía; pero la tarde y la noche previas a la aparición de Lajos las recuerdo sólo vagamente. Nunu tenía razón: yo ya no tenía miedo a Lajos. Se puede tener miedo a alguien a quien amamos o a quien odiamos, a alguien que ha sido muy bueno o muy cruel con nosotros, a alguien que ha sido infame a propósito. Sin embargo, Lajos nunca había sido cruel conmigo, si bien es verdad que tampoco había sido bueno, bueno en el sentido que interpretan la bondad los libros escolares. ¿Había sido infame? Yo nunca lo había sentido así. Es verdad que mentía, que mentía tal como sopla el viento, con la fuerza y la alegría de la naturaleza. Sabía mentir de una manera totalmente convincente. A mí, por ejemplo, me había mentido diciéndome que me amaba, que solamente me amaba a mí. Más tarde, se casó con mi hermana Vilma. Sin embargo, después me di cuenta de que él no lo había planeado: el engaño, la intención deliberada o los pensamientos malvados nunca habían guiado a Lajos. Había dicho que me amaba —y ni siquiera dudo ahora de sus palabras—, y sin embargo se había casado con Vilma, quizá porque ella era más guapa que yo o porque el día en que le pidió la mano soplaba viento de levante, o porque Vilma lo deseaba así. Él nunca me explicó el porqué.
La noche en que esperábamos a Lajos —yo sabía que iba a ser la última vez que lo vería en mi vida—, tardé mucho en acostarme: estuve ordenando mis regalos y mis recuerdos, preparándome para la visita; y, antes de dormirme, leí las cartas que me había escrito. Hasta hoy creo, de una manera supersticiosa —y releyendo sus cartas mis creencias se volvieron todavía más fuertes, más convincentes—, que en Lajos se escondía una fuente inagotable de fuerza, como la que tienen los arroyos subterráneos que corren ocultos por las entrañas de los montes sin una dirección determinada, perdiéndose en las cuevas sin dejar rastro. Aquella fuerza no la utilizaba nadie, no la canalizaba nadie. En la noche anterior a su fantasmal visita, al releer sus cartas, me quedé asombrada por la intensidad de aquella fuerza. En cada carta se dirigía a mí de tal manera que era capaz de conmover no sólo a una persona, a una mujer sentimental, sino también a muchos otros, quizá incluso a multitudes. Sin embargo, no tenía nada especial que decir; sus cartas no revelaban ningún talento profundo, digno de un escritor; sus adjetivos eran descuidados y su escritura desaliñada, pero su manera de expresarse era, en cada línea, total e inequívocamente suya, ¡sólo suya! Siempre escribía sobre la realidad, sobre una realidad imaginada que acababa de conocer y que quería hacerme conocer a mí con toda urgencia.
Nunca hablaba de sus sentimientos, ni siquiera de sus planes: describía la ciudad donde se encontraba con una fuerza y una veracidad tales que yo podía ver las calles, la habitación donde Lajos estaba escribiendo la carta, y hasta podía oír las voces de las personas que el día anterior le habían dicho algo divertido o interesante; él esbozaba cualquier proyecto que le tuviera ocupada la mente, y todo revivía de una manera maravillosa en sus cartas. Solamente que —y esto lo podía percibir incluso un lector cualquiera— nada de todo aquello era verdad; o bien era verdad de una manera distinta de como Lajos lo describía, y la ciudad que él representaba con la fidelidad de un cartógrafo, probablemente sólo existía en la luna. Él describía en sus cartas esa realidad plagada de mentiras con extremo cuidado. De la misma manera que describía las personas y los paisajes: con una precisión cuidada y minuciosa, con la precisión de un experto.
Yo leía sus cartas, y me emocionaba. «Quizá hemos sido todos demasiado débiles a su lado», pensé. Cerca de la medianoche, empezó a soplar un viento cálido alrededor de la casa, así que me levanté de la cama y cerré las ventanas. Con la debilidad propia de las mujeres —que no quiero aquí tratar de justificar— me detuve delante del espejo que antaño había decorado el tocador de mi madre y me estuve observando durante un buen rato. Sabía que todavía no parecía muy mayor. Los últimos veinte años, gracias a la benevolencia del destino, casi no habían dejado huella en mi aspecto. Nunca había sido fea, pero tampoco pertenecía al tipo de mujeres que atrae a los hombres por su belleza; yo solamente les inspiraba respeto y unos sentimientos poco definidos e imprecisos de atracción hacia mi persona. No había engordado, gracias a mis labores en el jardín o a mi físico: siempre he sido alta, delgada, y poseo un cuerpo bien proporcionado. Mis cabellos tenían ya unas cuantas canas, pero éstas pasaban desapercibidas entre la rubia cabellera que era lo más llamativo de mi aspecto. El tiempo me había dibujado unas cuantas arrugas, muy finas, alrededor de los ojos y de los labios; mis manos tampoco eran como antaño y habían desmejorado un tanto con las labores de la casa. Sin embargo, yo me contemplaba en el espejo como una mujer que espera a su amante.
El momento era bastante ridículo: yo había cumplido ya los cuarenta y cinco; Lajos llevaba tiempo viviendo con otra mujer e incluso era posible que se hubiera vuelto a casar. Durante los últimos años no había tenido absolutamente ninguna noticia de él. En ocasiones, había leído su nombre en los periódicos, y una vez lo mencionaron en relación con un juicio político escandaloso. No me sorprendió que su nombre apareciera —para bien o para mal— en las páginas de los diarios. Pero el ruido de aquel escándalo se apagó, y más tarde leí en alguna parte que se había batido en duelo, en el patio de un cuartel; que había disparado al aire y que no había resultado herido. Todo aquello encajaba perfectamente con su forma de ser: el duelo y que saliera ileso. Tampoco había estado nunca enfermo; por lo menos yo no me había enterado de ello. «Su destino no se lo permite», pensé. Me volví a acostar, con mis cartas, con mis regalos y mis recuerdos, y con la conciencia amarga de mi juventud perdida.
Mentiría si confesase aquí que me sentía especialmente desgraciada en aquellos momentos. Hubo otro tiempo en que sí; veinte, veintidós años antes sí que había sido infeliz. Con el tiempo, aquel sentimiento se coaguló dentro de mí, como se coagula la sangre de una herida, pero la fuerza que apagó en mí el bullicio del dolor me era desconocida. Existen heridas que el tiempo no puede sanar, y yo sabía que no estaba curada. Sólo que algunos años después de nuestra «separación» —me es muy difícil encontrar las palabras adecuadas para describir lo sucedido entre Lajos y yo— lo inaguantable ya me resultaba natural, sencillo. Ya no sentía la necesidad de acudir a otras personas para que me ayudaran, ya no pedía socorro a gritos al policía, ni al médico, ni al cura. De alguna manera, me mantenía con vida… Un día empezaron a acercárseme ciertas personas que afirmaban que me necesitaban. Luego, en dos ocasiones, me pidieron la mano: Tibor, que es unos años más joven que yo; y Endre, a quien sólo Nunu designa con la palabra «tío», aunque tenga la edad de Lajos. Solventé lo mejor que pude aquellos difíciles compromisos que casi parecieron un contratiempo, y los pretendientes se transformaron en buenos amigos. Una noche llegué a pensar que, de una manera maravillosa, la vida había sido más piadosa conmigo de lo que yo misma había esperado.