2

Si quiero ser sincera —¿qué otro sentido podría tener el hecho de escribir?—, debo confesar que en mi vida y en mis acciones no he encontrado jamás el menor indicio de ira, en su sentido bíblico; ni siquiera la menor emoción, ni tampoco la firme decisión o la dureza que caracterizaban mis opiniones tantas veces repetidas ante los demás en contra de Lajos o de mi propio destino. «Era mi obligación cumplir con mi deber»: ¡qué palabras tan duras y dramáticas son éstas! Uno vive la vida… y un día se da cuenta de si ha cumplido o no con su deber. Empiezo a creer que las decisiones fatales y grandiosas que determinan nuestro destino son mucho menos conscientes de lo que pensamos con posterioridad, en los momentos de reflexión, cuando las recordamos.

Yo, en aquella época, llevaba veinte años sin ver a Lajos y me consideraba inmune a su recuerdo. Un día, sin embargo, recibí un telegrama suyo que me recordó el libreto de una ópera: era patético, peligrosamente pueril y mentiroso, como todo lo que veinte años atrás Lajos me había escrito y dicho, a mí o a los demás… Parecía una declaración solemne; era prometedor, misterioso y obviamente mentiroso, ¡mentiroso hasta el fondo!… Salí al jardín, con el telegrama en la mano, para buscar a Nunu, me detuve en el porche y le dije:

—¡Lajos regresa!

No sé cómo sonó mi voz en aquel instante; pero probablemente no reflejó felicidad. Seguramente hablé como una sonámbula recién despertada. Aquel estado había durado veinte años. Durante veinte años yo había estado caminando así, dormida, al borde de un precipicio, con pasos decididos y sosegados, sonriendo. Entonces, me desperté de golpe y vi la realidad delante de mis ojos; sin embargo, no me sentí mareada. Nunca más me he sentido mareada. En la realidad, en la realidad de la vida y de la muerte, hay algo tranquilizador.

Nunu estaba cuidando los rosales. Me miró desde donde estaba, entre las rosas, parpadeando bajo la luz del sol, vieja y tranquila.

—Por supuesto que sí —dijo.

Siguió ocupada con los rosales.

—¿Cuándo llegará? —me preguntó.

—Mañana —le respondí.

—Bien —dijo—. Guardaré los objetos de plata bajo llave.

Me eché a reír. Sin embargo, Nunu se mantuvo seria. Más tarde, se sentó a mi lado, en el banco de piedra, y leyó el telegrama. «Llegaremos en automóvil», anunciaba Lajos. Por el plural concluimos que también traería a los niños. «Seremos cinco», añadía el mensaje. Nunu empezó a pensar en el pollo, la leche, la nata. «¿Quiénes serán los otros dos?», nos preguntamos. «Nos quedaremos hasta la noche», explicaba también, y proseguía con una lluvia de palabras inútiles y rocambolescas, palabras que Lajos era incapaz de ahorrarse, aunque fuera en un telegrama.

—Son cinco personas —dijo Nunu—. Llegarán por la mañana y se quedarán hasta la noche. —Los viejos y exangües labios se movieron sin pronunciar palabra: estaba calculando, sumando; echaba la cuenta de los gastos del almuerzo y de la cena.

A continuación dijo:

—Sabía que regresaría. ¡Ya no se atreve a venir solo! Trae a sus ayudantes, a los niños y a unas personas desconocidas. Sin embargo, aquí ya no queda nada.

Estábamos sentadas en el jardín, mirándonos. Nunu cree saberlo todo sobre mí. Quizá conozca la verdad, la simple verdad, última y definitiva, esa verdad que tratamos de ocultar de mil maneras distintas. La omnisciencia de Nunu siempre ha tenido unos tintes de orgullo herido. Pero ella siempre ha sido muy buena conmigo, bien que a su manera seca y lúcida. Y yo siempre he terminado rindiéndome ante ella. En medio de la bruma, invisible y húmeda, que había cubierto mi vida durante aquellos últimos años, Nunu había sido como una lamparilla, como una luz tenue y suave, cuya claridad me guiaba.

Sabía que en ese momento ella no podía pensar en nada tan peligroso, en nada tan temible como lo que yo imaginaba, puesto que el telegrama sólo le había recordado los objetos de plata que tenía que guardar bajo llave a la llegada de Lajos. «Qué exagerada», pensé, interpretando sus palabras como una broma. Al mismo tiempo sabía que, en el último momento, Nunu guardaría de verdad los objetos de plata, y también sabía que más adelante, cuando ya no se tratase de ningún objeto de plata, cuando ya se tratase de todo lo que no se puede guardar, Nunu estaría cerca de mí, a mi lado, con sus llaves, vestida de negro, con sus arrugas, callada, parpadeando con cautela. Igualmente sabía que ya nadie, ningún ser humano, podría salvarme. Ni siquiera Nunu. Sin embargo, saber todo eso no me servía de nada.

De repente, me puse contenta, como alguien que se halla fuera de todo peligro, y me acuerdo de que bromeé con ella. Estábamos sentadas en el jardín escuchando el zumbido de los abejorros borrachos por los perfumes del otoño, conversando largamente sobre Lajos, sobre los niños, sobre Vilma, mi hermana muerta. Estábamos sentadas delante de la casa, debajo de la ventana tras la cual había muerto mi madre, veinticinco años atrás. Estábamos sentadas enfrente de los tilos, enfrente del panal de mi padre, cuyas colmenas estaban ya vacías. A Nunu nunca le había gustado entretenerse con la apicultura, y un día vendimos las dieciocho familias de abejas. Era septiembre, y los días desprendían todavía un calor suave. Estábamos sentadas en medio de una seguridad bien familiar, la seguridad de un naufragio, y de una felicidad sin deseos. «¡Qué va! —pensé—. ¿Qué más puede llevarse Lajos de aquí? ¿Los objetos de plata? ¡Qué acusación más ridícula! ¿Qué valor pueden tener unas cuantas cucharas abolladas de plata?». Calculé que Lajos habría pasado ya de los cincuenta. De hecho, aquel verano había cumplido cincuenta y tres años. Unas cuantas cucharas de plata ya no le servirían para mucho… Y si le servían para algo, pues que se las llevara. Supuse que Nunu habría pensado lo mismo. Soltó un suspiro, se puso de pie, entró en la casa y desde el porche me dijo:

—No te quedes mucho tiempo con él a solas. Invita a almorzar a Laci, al tío Endre, a Tibor, como otros domingos que pasáis juntos, en grata compañía. Lajos siempre le tuvo miedo a Endre. Creo que le debe todavía algún dinero —y, echándose a reír, añadió—: pero ¿a quién no le debe algo?

—Lo han olvidado todos —dije, y también me reí.

Ya lo estaba defendiendo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Él ha sido la única persona en toda mi vida a quien he amado.