Capítulo 18

A Lorn no le caía bien la padawan Jedi, cosa que no sorprendería a nadie que lo conociera aunque sólo fuera de forma casual, que era como lo conocía casi todo el mundo por aquella época, pues nunca ocultaba lo que pensaba de los Caballeros Jedi cada vez que surgía el tema. En más de una ocasión había manifestado a quien quisiera escucharle que los consideraba seres a la altura de los mynock en lo que a oportunismo parasitario se refiere y que, dentro de la escala general de la evolución galáctica, sólo estaban a un grado o dos por debajo de los murciélagos espaciales chupadores de energía.

—Pegarles un tiro es demasiado bueno para ellos —le dijo una vez a I-Cinco—. De hecho, hasta arrojarlos en la fosa de un sarlacc para que se marinen en sus jugos gástricos durante un millar de años, es demasiado bueno para ellos, pero me conformo con eso hasta que encuentre algo peor.

Nunca le había contado a nadie por qué se sentía así. El único de todo su círculo de conocidos que lo sabía era I-Cinco, y el androide nunca le contaría a nadie el secreto de la amargura de Lorn.

Y en ese momento, un irónico revés del destino había hecho que se encontrase casi literalmente esposado a uno de ellos, y que dependiera de ella para salvarse de las intenciones asesinas de un Sith, perteneciente a una orden que milenios antes se había escindido de los Jedi. Tenía la impresión de que, hiciera lo que hiciera, siempre se encontraba con esos autoproclamados Guardianes galácticos buscando rematar la ruina de su vida que ellos mismos habían iniciado.

Mientras bajaba por el túnel subterráneo siguiendo a I-Cinco y a Darsha Assant sintió que la amargura le roía el pecho. La chica no había tardado mucho en hablarle con esa actitud santurrona y superior que tanto despreciaba. Eran todos iguales, con el mismo sentido de la moda de arpillera y el mismo austero ascetismo, proclamando vacías vulgaridades sobre el bien general. Prefería enfrentarse con la escoria de las calles, que al menos eran villanos sin un asomo de hipocresía.

No se hacía ilusiones sobre el tratamiento que recibiría cuando volviera al Templo Jedi. Nada de recompensas. Mucha suerte tendrían I-Cinco y él si recibían protección contra el Sith mientras el Consejo debatía la mejor manera de emplear la información que le había proporcionado. No tenía ninguna duda de que encontrarían el modo de que sirviera a sus fines, como solían hacer con todo aquello con lo que entraban en contacto.

Con todo y con todos.

El pasaje subterráneo que recorrían era tan oscuro y retorcido como el laberinto de sus recuerdos y su odio. Se preguntó por duodécima vez por qué no dejó que Assant se precipitara al suelo cuando la explosión de la motojet la arrojó fuera del aerocoche. No podía ni excusarse argumentando que la necesitaba para pilotar el vehículo; I-Cinco era perfectamente capaz de hacerlo. No, había sido un impulso de lo más pernicioso, de esos que creía haber erradicado definitivamente de su persona mucho tiempo atrás: un gesto humanitario.

El recuerdo de lo que había hecho le preocupaba. Los pasados cinco años había aprendido la costumbre de no arriesgar el cuello por nadie que no fuera I-Cinco. El sarcástico androide era lo más parecido a un amigo que tenía. Y lo que le hacía tan buen amigo era algo muy sencillo: que no pedía nada a cambio. Lo cual estaba bien, porque él no tenía nada que dar. Hacía cinco años que le habían quitado todo lo que le hacía humano. Se daba cuenta de que, en realidad, no era más humano que el androide que le servía de compañero.

Se esforzó para apartar sus pensamientos del pasado. Iba camino de sumirse en la más negra de las depresiones, y en ese momento no podía permitirse algo así. Tenía que mantenerse alerta si quería salir con vida de esa situación. No podía contar con la Jedi para que le ayudase, ya que confiaba tanto en ella como en su propia capacidad para derribar un ronto. Volvió a concentrarse, aunque no sin cierto esfuerzo.

El débil brillo de los viejos candelabros fotónicos había desaparecido medio kilómetro antes. La única fuente de luz de la que disponían era la de los iluminados fotorreceptores del androide, capaces de proyectar dos rayos gemelos de luz tan potentes como los faros de un coche. Revelaban lo que tenían directamente delante o detrás de ellos, dependiendo de la dirección en que I-Cinco moviera la cabeza, pero la oscuridad les lamía ávidamente desde las demás direcciones. Lorn empezaba a sentir claustrofobia. No era sólo por la oscuridad constante; podía sentir el incalculable peso de las estructuras que se alzaban encima de ellos presionando hacia abajo. Aunque Coruscant era un planeta tectónicamente estable, algo que junto a su localización había facilitado su elección como capital galáctica, y en mil años nunca había tenido lugar un terremoto, no podía dejar de pensar en el probable destino que podía acaecerles si tenía lugar uno mientras él se paseaba por las entrañas del planeta.

Era difícil decirlo en esa siniestra oscuridad, pero, a juzgar por el eco de sus pasos, el túnel parecía estar ensanchándose de algún modo. A lo largo de los últimos centenares de metros habían estado pasando ante lo que parecían pasajes laterales, apenas algo más que manchones de oscuridad en las paredes, y la imaginación de Lorn se apresuró en poblarlos de todo tipo de desagradables moradores. Ratas blindadas grandes como aerocoches era una imagen de la que podía prescindir alegremente. La vida en los niveles superiores de Coruscant podía ser una experiencia maravillosa, al haberse erradicado siglos antes problemas como el de la contaminación ambiental. Pero los beneficios tecnológicos siempre tienen un precio, y si éste no lo pagaban los niveles superiores tendrían que hacerlo los inferiores. Bajo el paisaje urbano del planeta había un paisaje muy diferente, compuesto por desperdicios industriales y productos químicos carcinógenos. Los programas de noticias más sensacionalistas de la holored siempre hablaban de las peligrosas mutaciones que podían encontrarse en las alcantarillas y los sistemas de drenaje, historias que, en ese momento, Lorn no tenía problemas en creer. Estaba seguro de oír ominosos ruidos reptantes a los lados, un lento pisotear y arrastrar de alguna bestia bípeda al seguirlos, la furtiva respiración de algo enorme y hambriento a punto de saltar sobre ellos. Para ya, se dijo con severidad. Sólo es tu imaginación.

—¿Habéis oído eso? —preguntó Assant.

Se pararon. I-Cinco sondeó la oscuridad en varias direcciones con sus rayos oculares sin que revelaran nada más que viejas paredes cubiertas de musgo.

—Tengo los audiorreceptores a su máximo alcance. No oigo nada que pueda indicar peligro. Además, mis radares no detectan ningún movimiento en las proximidades.

—Puede que tú tengas un radar —dijo Assant—, pero yo tengo a la Fuerza, y en este momento me dice que no estamos solos.

—Imposible —dijo Lorn.

Los Jedi siempre usaban la Fuerza como un comodín, como una excusa para justificar todo tipo de actos y opiniones. No dudaba de la existencia de la Fuerza ni de que ellos pudieran controlarla, ya que había visto muchas muestras de ambas cosas. Pero tenía la impresión de que la usaban sobre todo para justificar actos cuestionables.

—¿De verdad crees que algo que pueda vivir aquí tendría acceso a un anulador de radar? —continuó diciendo.

Iba a enumerar varias razones sarcásticas sobre por qué era una idea ridícula cuando algo brotó de la oscuridad y le golpeó en la cabeza, haciéndole perder por un rato cualquier interés en proseguir la conversación.

— o O o —

Darsha sacó el sable láser de su clip y lo activó. No tenía ni idea de la clase de amenaza a la que se enfrentaban, pero, fuera cual fuera, les había rodeado. El androide y ella se colocaron espalda contra espalda, con la forma inconsciente de Pavan entre ellos, en el suelo. I-Cinco tenía las dos manos levantadas, con los dedos índices extendidos, como un niño que simulara apuntar con unas pistolas de rayos. Giró lentamente la cabeza en 360 grados, iluminando los alrededores. A la izquierda había una galería, dos más a la derecha. No se movía nada. No había indicación de dónde provenía el arma que había tumbado a Pavan. Era un palo curvado que en ese momento podía verse en el suelo, a los pies de la Jedi.

—Aquí estamos demasiado al descubierto —dijo en voz baja—. Coge a tu amigo y pongámonos al menos con la espalda contra la pared.

El androide no dijo nada. Manteniendo el dedo izquierdo extendido, bajó el otro brazo para rodear la cintura de Pavan, levantando al inconsciente humano con la misma facilidad con que Darsha habría levantado a un niño pequeño. Empezaron a moverse cautelosamente hacia la pared más próxima.

El ataque vino de la única dirección que no se esperaban: de arriba.

Una red de fina malla cayó sobre ellos sin previo aviso. Darsha sintió que se extendía encima suyo y la atacó con el sable láser, consiguiendo sólo que éste chirriara y emitiera una lluvia de chispas. Se dio cuenta demasiado tarde que la red estaba cargada con algún campo de fuerza. Sintió que una descarga de energía la recorría el cuerpo y la oscuridad volvió a envolverla, por segunda vez en las últimas horas.