Capítulo 13

Darsha Assant volvía a la parte baja de Coruscant demasiado pronto para su gusto.

Cuando escapó horas antes de esa misma zona, lo había hecho pensando que a esas horas del día ya estaría desposeída de su rango y reasignada a los cuerpos agrícolas. Se había imaginado recogiendo sus pertenencias y despidiéndose, y nunca regresando al escenario de su desgracia acompañada por su mentor.

Pero allí estaba, junto a Anoon Bondara, en el aerocoche de cuatro plazas de éste, volando hacia el Pasillo Carmesí y la mónada donde había perdido al fondoriano y estuvo a punto de perder también la vida.

Los caminos de la Fuerza eran de lo más impredecibles.

—Es ésa —dijo, señalando a la torre que se alzaba en la lejanía, recortándose contra el sol de la tarde—. La de ahí abajo.

El Maestro Bondara no dijo nada cuando sacó a su aerocoche del flujo de tráfico. Pasaron a una pista de descenso vertical e iniciaron la caída.

La niebla que siempre había parecido presente a la altura de los cien metros, delimitando los prósperos niveles superiores de los barrios pobres, los envolvió momentáneamente para después desaparecer y dar paso a una vista aérea de las oscuras calles. Aunque arriba seguía habiendo luz del sol, las calles de abajo seguían sumidas, en el mejor de los casos, en una perpetua luz crepuscular.

Contempló cómo la pared del edificio pasaba junto a ellos, y señaló a su mentor la pistola de ascensión, aún enganchada a una cornisa. Siguieron el cable hasta las miasmáticas profundidades.

Cuando estaban a diez metros del pavimento, el Maestro Bondara conectó las luces de aterrizaje. La parte de calle que tenían debajo estaba iluminada. Darsha, mirando a los lados, pudo ver en las sombras a unas figuras escondiéndose; llevaban mucho tiempo condicionadas a preferir la oscuridad a la luz.

No había ni rastro del fondoriano. Lo más probable era que los carroñeros se hubieran llevado su cadáver. No obstante, había una mancha de sangre púrpura en el pavimento junto al cercano cadáver de un halcón murciélago con el cuello roto por la caída. Bondara dirigió una de las luces hasta él y lo examinó. Su lekku se agitó al mismo tiempo que los hombros. Observando a su Maestro, Darsha se dio cuenta de que, finalmente, su última esperanza de poder salvar la misión estaba irrevocablemente muerta.

—¿Qué debemos hacer ahora? —le preguntó con voz queda.

—Volver al Templo —repuso tras guardar silencio por un momento y lanzar un suspiro—. Debemos informar al Consejo de lo ocurrido.

Se acabó, pensó ella. Extrañamente, ahora que sabía que no había esperanzas, no sintió la abrumadora pena que había anticipado. En vez de ello sintió una sorprendente sensación de alivio. Ya había pasado lo peor y ahora buscaría el modo de enfrentarse a ello. Al igual que con una gran cantidad de desastres, la realidad resultaba ser casi anticlimática al compararse con la temida anticipación.

Hasta ese momento, su preocupación por la misión no le había dejado espacio para sentir compasión por Oolth el fondoriano. Pero, en ese momento, mirando a la mancha de sangre de la acera, sintió que la compasión la inundaba. Había sido un pusilánime irritante y, seguramente, un criminal sin conciencia, pero pocas personas se merecían una muerte tan horrible.

El Maestro Bondara conectó los repulsores, y el aerocoche empezó a elevarse.

— o O o —

Lorn miró cómo uno de los lacayos del hutt entregaba un estuche a su señor. Yanth lo abrió y el humano se mareó ante la visión del interior. Estaba lleno de créditos de la República, nuevecitos y en billetes de a mil. El hutt giró el estuche hacia Lorn, exhibiendo su riqueza, y éste sintió que los dedos le cosquilleaban por el deseo de apoderarse de él. No había visto tanto dinero junto en… Nunca había visto tanto dinero junto reunido en un solo sitio.

—Un millón de créditos de la República en billetes no consecutivos —dijo Yanth, con el mismo tono casual que se emplea para hablar del tiempo—. Quédatelos, mientras yo me quedo esto. —Levantó el holocrón—. Y todos contentos.

Lorn no sabía ni le importaban todos, pero sí que estaba seguro de una cosa: él era feliz. Siguió mirando, todavía incapaz de creer que le estaba pasando aquello, cuando I-Cinco dio un paso adelante para tomar posesión de ese dinero que cambiaría sus vidas para siempre. Miró el crono. Tenían el tiempo justo para llegar al espaciopuerto si salían ya.

I-Cinco cogía ya el estuche cuando la puerta situada detrás de ellos se abrió de golpe. Un guardaespaldas chevin la cruzó tambaleándose hacia atrás hasta caer en el centro de la sala. Sus dedos sin nervios soltaron una pica de fuerza que rebotó por el suelo hasta pararse a los pies de los dos. El ser de piel correosa se miró el pecho, en medio del cual había un humeante agujero, antes de derrumbarse finalmente.

En la puerta apareció una pesadilla.

Lorn miró alucinado a la aparición. El asesino del chevin medía casi dos metros de alto e iba enteramente vestido de negro, incluyendo una capa con capucha, unas botas y unos pesados guanteletes. Llevaba un sable láser como no había visto nunca: no tenía una sino dos hojas de energía, las cuales brotaban de cada lado del pomo. Pero, por intimidatoria que fuese el arma, lo que mayor horror despertó en el corazón de Lorn fue su rostro. El asesino se echó atrás la capucha, revelando un semblante con una siniestra distribución de tatuajes rojos y negros alrededor de unos brillantes ojos amarillos y unos dientes ennegrecidos. Del calvo cuero cabelludo brotaban diez cortos cuernos, como si fueran una demoníaca corona. Miró ominosamente a los allí reunidos y habló con voz gutural.

—No sobrevivirá ninguno.

Lorn se quedó completamente congelado donde estaba, incapaz de ofrecer alguna resistencia, mientras el asesino se dirigía hacia él. Sus ojos brillaban como soles gemelos cuando alzó el sable láser.

I-Cinco le cogió a Yanth el estuche lleno de dinero y lo arrojó entre Lorn y su atacante justo cuando éste movía el sable láser en un arco horizontal que habría separado la cabeza del corelliano de su cuello. El estuche interceptó el arco, y el filo plasmático se abrió paso por él, dispersando créditos en llamas por todas partes. La fuerza del golpe era tan fuerte que probablemente aún habría decapitado a Lorn, pero su velocidad se había ralentizado lo bastante como para que el androide pudiera lanzarse hacia adelante, apartando a su amigo del peligro. Lorn sintió el calor de la punta incandescente de la hoja abriéndose paso por su pelo.

El Sith, pues en la mente de Lorn no había ninguna duda de que se enfrentaba a uno de esos legendarios señores oscuros salido de entre las nieblas del pasado, se recobró casi al instante y se giró para volver a atacar. Pero para entonces, los dos guardias gamorreanos ya habían sacado sus armas y empezado a dispararlas. El Sith giró ante sí el arma de doble hoja, desviando las descargas de láser de vuelta a los guardias. Eso fue todo lo que Lorn tuvo tiempo de ver antes de que I-Cinco lo pusiera en pie de un tirón y lo arrastrara hacia la puerta.

Huyeron por el estrecho pasillo que salía del refugio de Yanth, pasando junto a más guardias muertos y dos montones de metal retorcido y fundido que una vez fueron androides. El cuartel general de Yanth estaba situado bajo un club nocturno de su propiedad llamado el Oasis Tusken, y los dos amigos se tambalearon por un corto tramo de escaleras hasta llegar a una sala de luces azules llena de mesas de sabacc, tableros dejarik y mujeres escasamente vestidas pertenecientes a diferentes especies bailando sobre unos pedestales. Atravesaron la sala corriendo en dirección a la entrada de la calle.

—¿A dónde vamos? —gritó Lorn cuando corrían calle abajo.

—¡Lejos de aquí! —gritó I-Cinco en respuesta.

Lorn quiso protestar y decir que eso no marcaría ninguna diferencia, que había mirado al Sith a los ojos y que en ellos había visto su destino con la misma claridad con que veía los tatuados remolinos que rodeaban a esos ojos, y que les perseguiría de forma implacable sin que importase lo lejos o lo deprisa que corrieran. Pero carecía de aliento para hablar, como tampoco le quedaba para correr, pero el miedo a lo que había visto en esos ojos le hizo seguir corriendo de todos modos.

— o O o —

Maul vio cómo su presa se le escapaba, pero mientras estuviera ocupado con los dos gamorreanos no podía hacer nada para detener su huida. Usó una mano para hacer girar el sable láser en una pauta cegadora que bloqueaba los rayos de partículas, mientras con la otra hacía un gesto, tirando de las invisibles líneas de la Fuerza y enviando reverberaciones que hicieron que las pistolas láser abandonaran las manos de los sorprendidos guardias.

Dio un paso adelante, antes de que éstos pudieran recuperarse de la sorpresa, atravesando primero a uno y después al otro con estocadas rápidas y letales. Los gamorreanos cayeron al suelo sin vida y Maul dio media vuelta para ocuparse rápidamente del hutt.

Pese a su tamaño, Yanth podía moverse con rapidez cuando tenía que hacerlo. Reptó fuera del dosel y cogió la pica de fuerza que había soltado el chevin. Se la tiró a Maul, que la partió en dos con un giro de su arma. El generador de la pica se cortocircuitó en una lluvia de chispas.

Yanth no esperó a ver el resultado de su ataque. Movió su enorme masa con rapidez, deslizándose por entre los destrozados y chamuscados billetes de créditos que llenaban el suelo, agarrando todavía el cristal holocrón. Ya casi había alcanzado la salida cuando Maul dio un salto, con una voltereta hacia adelante, que cubrió toda la longitud de la sala y lo depositó justo delante del hutt.

Antes de que Yanth pudiera recobrarse de la sorpresa, el Sith le hundió una de las hojas del sable láser en el pecho. La peste a carne y goma quemada llenó la sala y Yanth murió emitiendo un gorgoteo. La masa gélida de su cuerpo cayó al suelo fláccida y sin huesos.

Maul desactivó ambas hojas, alargó la mano libre y el holocrón saltó de la mano muerta del hutt para volar hasta la suya. Tras guardarlo en un compartimento del cinto, se volvió y salió corriendo de la sala. En lo alto de las escaleras se lanzó implacable a través de la sala de juegos, apartando a un lado a clientes y trabajadores con salvajes gestos cargados de Fuerza.

Llegó a la calle y se detuvo, buscando a su presa, mirando primero a un lado y luego al otro. Pavan y el androide no estaban a la vista. Maul rechinó los dientes. ¡No permitiría que se le volvieran a escapar! Estaba decidido a acabar con esa tarea de un modo u otro. Ya había durado demasiado tiempo.

Volvió a llamar al Lado Oscuro, le pidió que iluminara el camino que había tomado su presa y empezó a moverse, abriéndose paso por la desventurada multitud que se apretujaba en las calles.

Aunque su aspecto bastaba para que le evitaran hasta los seres más endurecidos de la calle, sus progresos seguían siendo demasiado lentos. ¡Basta ya!, pensó. Liberó el Lado Oscuro, usando la Fuerza como un ariete contra los que se interponían en su camino.

Maul se dirigió al centro de la estrecha avenida. Su motojet no estaba muy lejos de allí; podía activar el circuito esclavo por control remoto y estaría a su lado en escasos minutos. Pero había una forma más rápida de alcanzarlos. Llamó a la Fuerza para moverse a una velocidad cinco veces superior a la de un ser humano corriente. Ya no había manera de que se le pudieran escapar.

Pocos momentos después vislumbraba a su presa. Unos segundos más y los alcanzaría, y el sable láser volvería a hacer su trabajo, cortando carne y metal, y concluyendo de una vez por todas con esa cansina tarea.

Sonrió y alargó aún más su gargantuesca zancada, pasando junto a la ennegrecida carcasa de un deslizador aparcado. Pavan y el androide miraron atrás y le vieron venir. Pudo ver el miedo en el rostro del humano. Presenciarlo le resultó muy satisfactorio.

Un paso más y los dos caerían en su poder.

Y entonces, un martillo invisible le golpeó a medio salto, lanzándolo contra el suelo. ¿Qué era eso? ¿Quién se había atrevido a interferir? Alzó la mirada y vio un aerocoche descendiendo para aparcar junto a Pavan y el androide. Los rayos repulsores de su tren de aterrizaje le habían golpeado cuando el vehículo pasó justo por encima de él. El aerocoche estaba a menos de cinco metros de distancia, y pudo ver con claridad al conductor y al pasajero.

Eran dos Jedi.