Capítulo 6

Hath Monchar estaba asustado.

Algo que no resultaba especialmente sorprendente para quien conociera al virrey delegado de la Federación de Comercio. Monchar era considerado notablemente tímido incluso entre los propios neimoidianos. Lo cual hacía aún más sorprendente que hubiera hecho lo que había hecho.

Monchar estaba asustado, sí, pero bajo esa emoción se hallaba otra que le era mucho menos familiar. Esa emoción era la del orgullo, y si bien era un orgullo nervioso y frágil, seguía siendo orgullo. Había corrido un riesgo, un gran riesgo. Se había atrevido a reconducir su vida en una nueva dirección, que con suerte le sería muy provechosa. Tenía derecho a sentirse orgulloso, se dijo.

Miró a su alrededor, a los clientes de la taberna donde se encontraba. Era un establecimiento muy diferente al que solía frecuentar cuando estaba en Coruscant. Siempre solía acudir al que estaba localizado en la opulenta mónada de las Torres Kaldani, donde tenía un apartamento. Pero había decidido no usarlo en esa visita, ya que le habría hecho fácilmente localizable. En vez de eso había alquilado con nombre falso un domicilio barato junto al Museo Galáctico. También se había planteado seriamente la posibilidad de comprar un disfraz holográfico que cambiara su apariencia por la de otra especie. Su paranoia se había enfrentado a su tacañería durante un buen rato, ganando finalmente su cicatería, aunque por poco margen.

Hath Monchar había ido a Coruscant porque el mundo capital era el lugar donde mejor, más rápida y anónimamente se traficaba con información. Y eso era lo que quería vender: información. Concretamente información sobre el inminente bloqueo de Naboo, y el hecho de que el responsable era un Señor Sith.

Era un plan peligroso, desde luego. Sabía que si sus co-conspiradores lo encontraban, no tardarían en entregarlo a los tiernos cuidados de Darth Sidious. La mera idea de encontrarse en las garras del Señor Sith bastaba para que empezara a hiperventilarse. A pesar de ello, Monchar no podía resistirse a la oportunidad de ganar rápidamente una fortuna.

Bebió otro sorbo de la cerveza de agárico que estaba tomando. Sí, el riesgo era muy grande, pero también lo eran los beneficios potenciales. Lo único que le faltaba era contactar con la persona adecuada para que le sirviera de intermediario, alguien que supiera quién podría pagar generosamente por su información. Sólo necesitaba algo más de entereza. Había llegado muy lejos, y no pensaba echarse atrás, no estando tan cerca del objetivo.

Hath Monchar le hizo una seña al barman baragwino. Otra frasca de cerveza le proporcionaría la entereza que necesitaba.

— o O o —

Mahwi Lihnn llevaba diez años estándar siendo cazadora de recompensas. Desde que se vio obligada a dejar su mundo natal por matar a un agente gubernamental corrupto. Durante ese tiempo había recorrido casi todo el largo y ancho de la galaxia, realizando todo tipo de trabajos. Había perseguido fugitivos de la justicia en mundos tan diversos como Ord Mantell, Koon y Tatooine, entre otros muchos. Pero, curiosamente, nunca había estado en Coruscant, y estaba impaciente por conocer la capital de la galaxia.

La misión encomendada por el lugarteniente del virrey neimoidiano parecía bastante sencilla. No anticipaba muchos problemas para encontrar al desaparecido Hath Monchar, ni siquiera en un mundo tan poblado como Coruscant. Repasó su equipo y armamento, mientras su nave descendía a la pista de aterrizaje con el piloto automático. Su atuendo estaba compuesto de lo que parecía ser una túnica y un pantalón corrientes, pero estaban tejidos con una densa seda de telaraña, un material capaz de resistir hasta el envite de una cuchilla vibratoria, además de repeler láseres y rayos de partículas de baja potencia. Era una tela que no parecía una armadura a ojos no conocedores. Un experto la identificaría enseguida, claro, pero no esperaba encontrar oposición alguna. En cada cadera llevaba pistolas láser gemelas DL-44, y un pequeño disruptor oculto en una cartuchera del tobillo. En cada muñeca llevaba un cohete MM9, y en la mano derecha un lanzaflechas de palma. En las cartucheras del cinturón llevaba, entre otras cosas, unas nudilleras noqueadoras, un bastón noqueador y tres granadas glop.

Mahwi Lihnn creía que era mejor estar preparada.

Su primera parada tras desembarcar de la nave fueron los Apartamentos Residenciales de las Torres Kaldani. Dudaba que Monchar fuera tan idiota como para quedarse en un apartamento registrado a su nombre, pero nunca se sabía. Más de una vez se había ahorrado tiempo y problemas innecesarios buscando a su presa en el lugar más obvio.

Cuando entró en el vestíbulo, el androide de seguridad que estaba de servicio preguntó a quién deseaba ver.

—Hath Monchar —fue su respuesta.

El androide miró en la pantalla de un monitor, informándole a continuación de que no estaba en casa, y que, de hecho, ni siquiera estaba en Coruscant. Lihnn asintió conciliadora, colocando a continuación en el chasis del androide el circuito disruptor que se había sacado del cinturón. El androide vibró un momento antes de que sus fotorreceptores se oscurecieran.

Lihnn tomó el tubo elevador hasta el piso quinientos y recorrió el pasillo que conducía al apartamento de Monchar. Empleando una ganzúa electrónica para anular el sistema de seguridad. Una vez dentro, examinó rápidamente las habitaciones. El androide había dicho la verdad; Monchar no estaba allí. Y, más aún, el apartamento parecía llevar tiempo vacío.

La espaciosa suite estaba decorada en lo que un neimoidiano consideraba el epítome del buen gusto; a Lihnn le pareció que tenía el aspecto y el olor de un fétido pantano. Investigó un poco más, esperando encontrar alguna pista sobre el paradero de Monchar, pero quedó decepcionada al respecto.

Finalmente se marchó de allí, descendió al vestíbulo y le quitó el circuito disruptor al androide de seguridad. Para cuando el androide volvió a acceder a sus bancos de memoria y darse cuenta de lo que había pasado, ya estaba fuera y caminando por una acera situada a cincuenta pisos de la superficie.

Requeriría algo de tiempo el registrar una ciudad del tamaño de un planeta para encontrar a una persona. Afortunadamente, Lihnn estaba bastante segura de que no sería necesario realizar una búsqueda semejante. Seguramente el neimoidiano estaría en el vecindario, pese a ser lo bastante listo como para no quedarse en su apartamento. Era la parte del planeta con la que estaba más familiarizado, así que lo lógico era que se hubiera escondido no muy lejos de allí.

Se detuvo ante una plataforma de observación y disfrutó por unos minutos de la vista. Las descripciones que había leído y los holos que había visto no hacían justicia a la impresionante realidad. El último censo situaba a la población de Coruscant en un billón de seres vivos. Si pudiera investigar a una persona por segundo, seguiría necesitando una vida tan larga como la de cien sarlaccs de Tatooine para poder investigar a todos sus habitantes. Pero había maneras de reducir la búsqueda.

Por muy paranoico que fuera Monchar, que lo era, seguía teniendo que comer. Lihnn sacó un enlace holored portátil de un bolsillo y lo consultó introduciendo parámetros de búsqueda para los restaurantes de la zona especializados en la asquerosa porquería que los neimoidianos llamaban comida. Como había supuesto, no eran muchos. Miró su crono; era la hora en que la mayoría de las especies tomaban su comida nocturna. Iría a examinar algunos de esos restaurantes. Valía la pena soportar su olor si así conseguía una pronta resolución del caso.

— o O o —

Darth Maul paró un aerotaxi. Pese a no tener lejos la motojet, no deseaba que nadie lo relacionara con ella ahora que estaba cerca de su presa. El piloto del taxi, un quarren, miró dubitativo a su pasajero cuando Maul se acomodó en el asiento trasero, pero no dijo nada cuando éste le dio una dirección. El taxi se elevó rápidamente a través de dos estratos de tráfico, con sus repulsores ascendentes zumbando a un volumen apenas audible para Maul, antes de trazar un largo arco en dirección al norte, hacia un grupo de torres que se alzaban en la distancia.

El taxi aterrizó suavemente en la terminal situada a cincuenta metros de la taberna. Maul entró en ella, deteniéndose entre las sombras de la entrada mientras miraba a su alrededor. Sus ojos se acomodaban a los extremos de luz y oscuridad con más rapidez que los de la mayoría de las especies, y fue capaz de ver casi al instante el oscuro interior de la taberna y a sus clientes.

Vio humanos, bith, devaronianos, niktos, snivvianos y arconas, toda una cornucopia de especies, todas ellas bebiendo o administrándose sustancias capaces de alterar la química de sus cerebros. No vio a Hath Monchar. De hecho, no veía ningún neimoidiano en el lugar.

Maul se acercó a la barra. El barman era un baragwin alto y enjuto, con los pliegues de su papada facial tan correosos y arrugados como la piel de un bantha.

—Busco un neimoidiano —le dijo Maul—. Debió pasar por aquí hace unas horas.

Al baragwin se le estremecieron las papadas de arriba abajo en un equivalente al negar con la cabeza de los humanos.

—Muchos seres vienen —dijo con voz absurdamente aguda y aflautada para provenir de una cabeza tan enorme—. Vienen, beben, hablan, se van. No recuerdo haber visto hace poco a un neimoidiano.

—Vuelve a pensarlo —le dijo el Sith, inclinándose hacia él.

Podía emplear la Fuerza para obtener la información que deseaba de esta criatura de débil voluntad, pero no había necesidad de ello. Sabía que la intimidación bastaba para obtener lo que buscaba.

Los pólipos nasales del baragwin empezaron a temblar, signo de nerviosismo.

—Reflexionando un poco me parece recordar a un representante de esa especie empapándose en alguna bebida hace cosa de una hora.

—¿Habló contigo o con algún otro?

Los pólipos del barman vibraron casi demasiado rápidamente para poder verse.

—No. Bueno… Pi… pidió cerveza de agárico.

—¿Y habló de alguna otra cosa?

—Sí. Me preguntó cómo poder contactar con alguien especializado en la compra y venta de información delicada.

—Y tú… ¿qué le dijiste?

—Le di un nombre.

—Me vas a dar ese nombre.

El baragwin agitó las papadas de abajo arriba en aquiescencia.

—Lorn Pavan. Un humano. Creo que corelliano. Es muy conocido en este sector como alguien que trafica con mercancía así.

—¿Y dónde puedo encontrar a ese Lorn Pavan?

—No lo sé.

Maul volvió a inclinarse hacia adelante, sus ojos amarillos brillaban. El barman retrocedió apresuradamente.

—¡Digo la verdad! Viene por aquí de vez en cuando, siempre acompañado por un robot de protocolo llamado I-Cinco. No sé nada más.

Eran noticias interesantes, pensó Maul. Le ayudaría a reducir la búsqueda; los androides personales no eran muy corrientes en esa zona de Coruscant.

—Describe a ese Lorn Pavan.

—Alto. Musculoso. Con cilios filamentosos negros en el cuero cabelludo, pero no en la cara. Pigmentación ocular castaña. Probablemente, las hembras de su especie lo adjetivarían de «guapo».

Maul asintió, levantando a continuación la mano derecha en un gesto de enfoque mientras llamaba mentalmente a la Fuerza. Tenía que asegurarse de que su siguiente pregunta era contestada con sinceridad, porque la respuesta determinaría si debía matar o no al baragwin.

—¿Te habló el neimoidiano del tipo de información que deseaba vender?

Las papadas ondularon rápidamente hacia abajo.

—No lo hizo. Te he dicho todo lo que sé.

Maul no sintió vibraciones negativas en la Fuerza. Dio media vuelta sin mediar otra palabra y salió de la taberna.

Le alegraba no haber tenido que matarlo. No por motivos morales, o porque la patética criatura le inspirase compasión, sino porque eso le ahorraba las inevitables dificultades inherentes a matar a alguien en un lugar público. No obstante, de haberle indicado la Fuerza que el baragwin mentía, habría acabado con él sin pensarlo dos veces, enfrentándose después a las consecuencias. Darth Sidious le había encomendado matar a todo aquel al que Hath Monchar comunicase la existencia del bloqueo. Y pensaba obedecer las órdenes de su Maestro, como siempre.

Caminó por el bulevar exterior, meditando en su próximo movimiento. Su paso no se veía bloqueado, pese a estar la acera abarrotada, ya que la mayoría de los transeúntes procuraba evitarlo. Y así era como debía ser. Darth Maul sólo sentía desprecio por las masas. De los incontables billones de seres inteligentes que poblaban la galaxia, sólo había uno merecedor de su respeto: Darth Sidious, el único hombre que se había atrevido a soñar con conquistar no un mundo o un sistema solar, sino toda una galaxia. El hombre que había encontrado al joven Maul en un planeta perdido y lo había criado para convertirse en su sucesor. Todo se lo debía a Darth Sidious.

No le había puesto en un sendero fácil. Convertirse en un ser realmente superior, al margen y por encima de la manada sin mente, había requerido devoción y dedicación absolutas. Había tenido que aprender a bastarse por sí solo, tanto en cuerpo como en mente, casi desde el mismo instante en que aprendió a andar. Su Maestro no le aceptaría nada que no fuera lo máximo que pudiera ofrecer. Cuando era más joven, cualquier error en su entrenamiento, que el filo de un arma cortase su carne, o que una maniobra incorrecta de bloqueo o defensa conllevase algún hueso roto, implicaba un castigo rápido e inexorable.

Había aprendido muy pronto a considerar al dolor como su Maestro. Había pasado de temer al dolor a darle la bienvenida, pues ponía a prueba su fuerza de voluntad y su valor; le hacía más fuerte. Sentirse contento, cómodo, era volverse autocomplaciente. Y no se aprende nada del placer. El dolor, en cambio, es un instructor muy eficaz.

Volvió a concentrarse en el problema que le ocupaba. Encontrar al humano Lorn Pavan podría llevarlo a su vez hasta su principal objetivo. Lo más probable era que también tuviera que matar al corelliano. Cuanto más tiempo viviera el neimoidiano, más posibilidades había de que difundiera la información. Aun así, no estaba preocupado. Si debía exterminar a todo ese sector de la ciudad para impedir así que se difundieran las noticias sobre el bloqueo, lo haría sin dudarlo. Esas vidas, aunque se contaran por centenares, carecían de importancia.